César Aira - La liebre (fragmentia)

18 de diciembre de 2007




Sudoroso, desorbitado, el Restaurador saltó del lecho y se tambaleó un instante sobre las baldosas frías, moviendo los brazos como un pato. Estaba descalzo y en camisón. Dos sábanas blancas muy limpias, enrrolladas y anudadas por las convulsiones de la pesadilla, eran la única cubierta del catre de bronce y tiento que a su vez era el único mueble de la alcoba de sus siestas. Tomó una de las sábanas y se secó el rostro y el cuello empapados. El corazón le reventaba en el pecho, por el terror remanente; pero la niebla del embotamiento ya empezaba a disiparse. Dio un paso, después otro; apoyaba todo el pie en el suelo, ávido de su frescura firme. Se acercó a la ventana y corrió la cortina con la punta del dedo. El patio estaba desierto: palmas, sol a plomo, silencio. Volvió al lado del catre pero no se acostó; tras un instante de reflexión se sentó en el piso con las piernas estiradas y la espalda recta. El frío de las baldosas en las nalgas desnudas le produjo un moderado shock de placer. Recogió las piernas para hacer abdominales. Los hizo con las manos en la nuca, que es el modo en que se trabaja más. Al principio ponía cierto empeño, después se hacían solos, muy rápido, desafiando la gravedad, mientras él pensaba. Hizo cien al hilo, contando automáticamente de a diez, y todo el tiempo pensando. Reconstruyó detalle por detalle la pesadilla, como una especie de castigo autoimpuesto. El bienestar de la actividad física desvanecía el espanto del recuerdo. O más bien, sin desvanecerlo, lo hacía manipulable, como una cifra más en la gimnasia. No se le escapaba el sentido general de los fantasmas que lo visitaban a la hora de la siesta. Eran el uno, el dos, el tres, el cuatro, el cinco, el seis, el siete, el ocho, el nueve, el diez. Qué equivocados estaban los plumíferos salvajes al suponer que era la sombra de sus crímenes la que se proyectaba en su conciencia. Eso sería contar al revés: diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno. Era precisamente lo contrario, y si sus enemigos se equivocaban con tanta precisión era porque la oposición era el sitio desde donde todo se veía al revés; eran los crímenes que no había cometido los que lo acosaban, el remordimiento por no haber agotado la cuenta. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Había sido demasiado blando, había sido convencional. Ellos decían que era un monstruo, y él lamentaba haber perdido en algún punto del camino la oportunidad de serlo de veras. Lamentaba no ser su propia oposición, para realizarse por los dos lados, como un bordado bien hecho. Cinco, seis, siete, ocho... Los sueños eran la imagen invertida de las acusaciones en jeroglífico que publicaban los pasquines ilustrados, antes El grito, después Y muera Rosas (qué nombres imbéciles). El mundo al revés. Era una literatura. El enigma de los sueños se resolvía en tristeza por la vida pasada. A él le faltaba el auténtico genio inventivo, la agilidad poética. Nueve... Lo reconocía y lo lamentaba, en su franqueza algo bárbara consigo mismo. Pero de dónde, de dónde, de dónde sacar el talento para transmutar la negatividad fantástica de los escribas de Montevideo a la realidad, a la vida, a lo argentino. Diez. Cien.






La liebre, primer párrafo
Buenos Aires, Emecé editores, 1991
Foto: Daniel Mordzinski



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