Israel Centeno - Judía
13 de abril de 2007
Dame una palabra seductora para herir y matar a los que traman duras decisiones contra Tu alianza...
Oración de Judit, 9:13
Mis mensajeros irán de posta en posta, reventarán sus caballos; así lo impone mi capricho. He decidido escribirte y vencer el impedimento, un detalle de milenios, que salvarán mis enviados.
Imagino, Judía, que, acostumbrada a desoír a quienes son motivados por deseos ajenos a los designios del Único, te molestarán mis caprichosas pretensiones expresadas en violentar el tiempo para hacerte llegar mis vagas consideraciones.
Imagino, Judía, que, acostumbrada a desoír a quienes son motivados por deseos ajenos a los designios del Único, te molestarán mis caprichosas pretensiones expresadas en violentar el tiempo para hacerte llegar mis vagas consideraciones.
El tono de la misma es imperativo. Eso indica mi elección. Reincidir en el desafío, alzar mi verbo en oposición al sentido de libertad que expresan los pueblos que se han radicado en las ásperas montañas de Judea.
Mi actitud indica que he de perder la cabeza y que no ha de temblar tu mano para separar de mis hombros cualquier audacia que exprese; en principio, aparento desconocer el poder y la fuerza de tu Dios.
Quiero yo pausar el tono de mis frases para declarar que mis intenciones pudieran ser otras, mujer de Manasés. Posiblemente contemplara yo la posibilidad de ser tentado a provocar la sensualidad de una viuda, su arte de seducción y su belleza para finalmente obtener un fogonazo de felicidad, de fatuo placer, de indolente murmullo carnal, que llenará mi copa del vino del otro, tal cual lo pretendiera el desafortunado General asirio: Ver la trémula carne que, dispuesta al sacrificio, se hermosea para brindar el ilusorio fasto, último eslabón antes del primer paso por donde se desciende al Infierno. Vale la pena, dicen los que osan imponer las urgencias del vacío, morir por la belleza, inmolar las necesidades de conquistar pueblos y arrasar naciones, sacrificar la gloria, a cambio de yugar con la extraña. Sus humores ahogarán las ínfulas del animoso al pie de las montañas y en la punta de un risco ondeará la cabellera del denodado, abatida por los sonidos del viento, y Darío o Alejandro; cualquier hegemón, que ante el cielo o el mar se traducen en una expresión ínfima de la voluntad humana, se habrán de quedar sin sus Generales queridos.
El papel de la mujer en la historia, ha sido cuestionado, en ocasiones se le ha señalado como subalterno; no obstante, al pasearnos por relatos que nos invitan a concluir una pretendida subestimación del género en correspondencia a estrategias ancestrales, no dejamos de sentir aflicción y gozo en concordancia.
En determinados momentos los pueblos, ante la agresión, se han quedado sin respuestas y han estado dispuestos a entregarse, a traicionar sus valores, a desdecir de sus dioses, a degradarse hasta perder el sentido de la dignidad. Se han rasgado las vestiduras, han echado ceniza sobre sus cabezas, han ceñido los cilicios a sus cuerpos y los ejércitos han depuesto sus armas. Plañideros se claudican.
La gentil Cleopatra intenta salvar de la decadencia a la casa de los Ptolomeos y divide a Roma, hasta confrontarla en una cruenta guerra civil.
Dalila pasa la navaja por la cabellera del nazareno y entrega como esclavo al hombre que había derrotado a las hordas filisteas con la gracia de Dios, sus fuerzas y la insignificante quijada de un burro.
Esther se presenta al palacio. Una vez acabada su oración, se despojó de vestidos de orante y se revistió de reina. Recobraba su espléndida belleza... iba restableciéndose en el apogeo de su belleza, con el rostro alegre como de una enamorada, aunque su corazón estaba oprimido por la angustia... mudó entonces Dios el corazón del rey en dulzura, angustiado se precipitó y la tomó en sus brazos. Esther se convertía en la liberadora del sino trágico, en el designio de Dios, ella evitaría las matanzas del pueblo Judío en las ciento veintisiete provincias en las que gobernaba el rey Asuero. La aflicción se trocó en alegría y el llanto en festividad a partir de aquel quejido amoroso arrancado del pecho del rey ¿Qué te pasa, Esther? El pueblo, sus valientes hombres, habían sucumbido a la desgracia y vestían de luto, la desgracia dio un giro y la fortuna o Dios le fue favorable a los condenados. El tirano trastornado por el enamoramiento, mareado por los licores de la seducción, cejó en sus insensatos propósitos.
¿Un arma?
¿Un arma poderosa que ante la impotencia viril se convierte en la espada flamígera de los ángeles, ofanines y arcángeles?
¿Un elemento que pudiera ser mal visto por las tradiciones que incentivan el arrebato heroico de sus hombres?
Vuelvo a ti, oh viuda de Manasés, mujer de Betulia que asume la desmoralización infantil de la multitud de varones que dejaron de castigar con sus hondas al enemigo desde las escarpadas fortalezas y que, luego de abandonar sus armas en las plazas y de cubrir sus cabezas con cenizas deponen su dignidad al pretender afanar a su Dios con el brindis de un plazo en el cual le exigen la respuesta y el favor. Supiste renunciar a la vestidura de la viudez, dejaste el sayal para los postreros días y tras bañar la carne, te ungiste con los perfumes apropiados para fines que trascendían la condición a la cual te había circunscrito la suerte de haber perdido a un marido imprudente que no supo resguardarse de los rayos del sol. Tus cabellos llevaron cintas y un impulso divino, (los antropólogos dirían que atávico), te inspiraría la jugada que libraría a tu pueblo de la esclavitud y la blasfemia.
El aplauso es unánime cuando te vemos ante el consejo de ancianos. Era evidente que debías cumplir con los designios divinos pero, el preámbulo retórico se impone para el posterior uso de las crónicas, debías echar en cara ante los varones de Betulia su pérdida de coraje y su inconsecuencia de fe. Ya pones en la pluma de Lope de Vega o de Shakespeare un monólogo magistral: Escuchadme, jefes de los moradores de Betulia. No están bien las palabras que habéis pronunciado hoy delante del pueblo cuando habéis interpuesto entre Dios y vosotros un juramento, asegurando que entregaríais la ciudad a nuestros enemigos si en el plazo convenido no os enviaba socorro el Señor ¿Quiénes sois vosotros para permitiros hoy poner a Dios a prueba y suplantar a Dios ante los hombres ¿Así tentáis al Señor Omnipresente, vosotros que nunca llegaréis a comprender nada! Nunca llegaréis a sondear el corazón humano, ni podréis apoderaros de los pensamientos de su inteligencia...
Luego de exponer las miserias del pueblo, consagras tus actos a su salvación. No puedo obviar en estos momentos, la analogía con la Ifigenia de Sófocles quien se inmola ante la cazadora, para que les sean devueltas a las naves Aqueas las bendiciones del viento. Tú, Judía, marchas a la prueba consciente del destino, nada te abruma ni te confunde, llevas toda la verdad en el gesto, sólo en un momento tus fuerzas se verán comprometidas, suspense de rigor, temblará tu mano y habrás de exclamar Dame fortaleza Dios de Israel en este momento, luego descargarás dos golpes sobre el cuello del hermoso General.
Cuando te diriges al Consejo de ancianos, les increpas, movida por el desprecio, que nunca llegarán a comprender nada, que nunca llegarán a sondear el corazón humano, ni podrán apoderarse de su inteligencia.
Ante tal certeza, encontramos dos lecturas: Sólo Dios el Omnipotente, el Inmarcesible, conoce a su criatura o, la mujer, es la conocedora natural de los arcanos de sus hijos. Para no pecar de blasfemo, reconociendo los mejores ardides y el tino en las que han gobernado, fuerzo una tercera lectura: Sólo Dios el Omnipotente, el Inmarcesible y la mujer, su hija, conocen el insondable corazón de la criatura.
Detengo estos juegos de artificio con la historia y busco en ti la carne trémula que se ha quitado el sayal que me libera y me gobierna.