Agota Kristof: La casa

29 de noviembre de 2023





Tenía diez años. Estaba sentado en la acera observando el camión que cargaban de muebles y cajas.
—¿Qué hacen? —le preguntó a un amigo de la calle que acababa de sentarse a su lado.
—¡Pues mudarse! —dijo el otro—. Me encantaría ser mozo de mudanzas. Es una buena profesión.
Hay que estar cachas.
—¿Quieres decir que se irán a vivir a otra casa?
—Claro, se están mudando.
—¡Pobres!, ¿les ha pasado algo malo?
—¿Por qué algo malo? Al contrario. Tendrán una casa más grande y más bonita. Yo estaría contento.
Entró en casa, se sentó en el césped del jardín y lloró.
—No es posible. Dejar una casa por otra es tan triste como haber matado a alguien.
A los quince años cambió de ciudad. Era invierno. Por la ventana del tren contemplaba cómo se alejaba su infancia. Luego sonrió y le dijo a su madre:
—Espero que allí te sientas bien.
Pero un día volvió a poner los pies en la antigua casa, un domingo de principios de junio.
El vecino, un inválido que siempre había querido a ese chaval educado, taciturno, estaba muy  contento de verlo.
—Siéntate y cuéntame qué ha sido de vosotros en la gran ciudad.
—Aquí no ha cambiado nada —contestó el chaval lanzando una mirada a la habitación única—.
¿Puedo salir al jardín?
Atravesó el seto de un solo paso y ya estaba de nuevo en su casa.
El aire estaba cargado de olor a frambuesas maduras, marchitadas por el sol.
Avanzó y la vio.
La casa estaba allí, inmóvil, vacía.
—Pareces cansada —le dijo—, pero debes saber que he vuelto.
A partir de aquel momento fue a visitarla todas las semanas, la miraba y le hablaba.
—¿Sufres tanto como yo? —le preguntó una tarde cuando la lluvia de octubre atizaba sin piedad las paredes grises de la casa y las ventanas temblaban con el viento—. No llores —gritó entre sollozos—, te prometo que volveré para siempre.
Un hombre se asomó a la ventana y contempló el jardín con mirada severa.
—Hay alguien —susurró el chaval destrozado por el dolor—, has elegido a otro, ya no me quieres. ¡Odio a ese hombre!
La ventana volvió a cerrarse con un ruido seco, el tren arrancó y salió volando a través de los campos muertos.
Después el océano los separó y luego el tiempo.
El chaval ya no era un chaval, era un hombre.
Y el tiempo, el océano, las luces de la gran ciudad, las casas que tocaban las nubes le susurraban durante la noche:
—Ves, ves qué lejos estás, lejos de mí.
Las caras, la multitud de caras, la uniformidad de las caras, el ruido, el jaleo delirante —tan monótono que se parece al silencio— y los relojes, las campanas, los despertadores, los teléfonos, las puertas acolchadas, los rumores del ascensor, las risas, la música loca, insoportable.
Por encima de todo aquello, una voz de resignación, casi ridícula, una voz lejana, triste, vieja:
—Ves qué lejos estás de mí. Me has abandonado, me has olvidado.
El niño era ahora un hombre rico. Así que decidió que reconstruyeran su casa, su primera casa.
Ya tenía varias. Una al borde del mar, otra en un barrio elegante, un chalé en la montaña. Pero quería tener la primera, la única.
Consultó a un arquitecto y le describió de manera imprecisa la casa de su infancia.
El arquitecto sonrió: le pedían continuamente trabajos que se alejaban de la realidad.
—Necesito cifras concretas, medidas. Sin las medidas no puedo hacer nada.
—Sí, entiendo. Voy a escribir, pediré las medidas. Lo importante es la veranda y la vid que trepa por las paredes. Y por supuesto el polvo sobre las hojas y sobre los racimos de uva.
Cuando terminaron de construir la casa se mostró conforme.
—Sí, es exactamente igual a la otra.
Sonreía pero sus ojos estaban vacíos.
Unos días más tarde se fue sin decir nada a nadie.
De un lado a otro, de una ciudad a otra, cogía aviones, barcos, trenes.
Siempre en otra parte, allá donde nada le fuese familiar. Las frías luces de las grandes ciudades eran bellas y diferentes, pero ni siquiera podía plantearse amarlas.
—He pedido que hagan una copia. Es ridículo. Como si lo conocido pudiese copiarse.
Un gran hotel, ningún parecido. Una alfombra sobre la escalera, una alfombra en el vestíbulo.
—Una carta para usted, señor.
Abrió la carta en el ascensor.
«¿Por qué te fuiste?»
Un shock. Las casas no escriben cartas. Era su mujer.
«¿Por qué te fuiste?»
Es verdad, ¿por qué?
La carta se queda sobre la mesa. Mañana los trenes partirán más lejos sobre raíles que chillan de cansancio.
Los raíles están tan cansados que el tren se detiene en plena campiña. Problema técnico.
Un hombre sale del vagón-cama de primera clase. Nadie repara en él. Desciende el talud y se encuentra en un campo muerto, cenagoso. El tren arranca de nuevo. Cuando el ruido se atenúa, el hombre empieza a hablar:
—Pareces cansada —dice—. Pero debes saber que he vuelto.
Una casa se eleva ante él, vieja e inmóvil.
—Eres hermosa.
Sus arrugados dedos acarician las paredes destartaladas.
—Mira. Abro los brazos y te abrazo, como he abrazado a la mujer a la que ni siquiera he creído amar.
Bajo la veranda de la casa aparece un muchacho que mira la luna.
El hombre se le acerca.
—Te amo —dice— y siente como si fuese la primera vez que pronuncia esas gastadas palabras.
El niño lo observa fijamente con mirada severa.
—Pequeño —dice el hombre—, ¿por qué miras la luna?
—No miro la luna —contesta el niño un poco irritado—. No miro la luna, miro el porvenir.
—¿El porvenir? —dice el hombre—. Yo vengo de allí y no hay más que campos muertos y cenagosos.
—¡Mientes, mientes! —grita el niño encolerizado—. ¡Hay luz, dinero, amor, jardines llenos de flores!
—Vengo de allí —repite despacio el hombre— y no hay más que campos muertos y cenagosos.
Entonces el niño le reconoce y se echa a llorar. El hombre se siente abochornado.
—Bueno, quizá es sólo porque yo me fui.
—¿Ah sí? —dice el niño, sosegado—. Yo no me iré nunca.
La mujer ha gritado cuando ha visto al viejo sentado bajo la veranda. Él ni se ha inmutado cuando ha oído el grito. Y eso que todavía no estaba muerto. Sólo estaba sentado allí mirando al cielo con una sonrisa.




En Agota Kristof: No importa
Título original: C’est égal
Agota Kristof, 2005
Trad.: Julieta Carmona Lombardo

Foto: © Jean-Pierre Baillod
La fotografía data de la década de 1970, tomada en el viaje de regreso de Agota Kristof de Hungría a Suiza, luego de su primera estadía en su país natal después del exilio.
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