Albert Camus: Capítulo IV de «La peste»
18 de abril de 2020
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Durante los meses de setiembre y octubre toda la ciudad vivió doblegada a la peste. Centenares de miles de hombres daban vueltas sobre el mismo lugar, sin avanzar un paso, durante semanas interminables. La bruma, el calor y la lluvia se sucedieron en el cielo. Bandadas silenciosas de estorninos y de tordos, que venían del mar, pasaban muy alto dando un rodeo, como si el azote de Paneloux, la extraña lanza de madera que silbaba, volteada sobre las casas, los mantuviese alejadas. A principios de octubre, grandes aguaceros barrieron las calles. Y durante este tiempo no se produjo nada que no fuese ese continuo dar vueltas sin avanzar.
Rieux y sus amigos descubrieron entonces hasta qué punto estaban cansados. En realidad, los hombres de los equipos sanitarios no lograban ya digerir el cansancio. El doctor Rieux lo notaba al observar en sus amigos y en él mismo los progresos de una rara indiferencia. Por ejemplo, los hombres que hasta entonces habían demostrado un interés tan vivo por todas las noticias de la peste dejaron de preocuparse de ella por completo. Rambert, a quien habían encargado provisionalmente de dirigir una de las residencias de cuarentena instalada desde hacía poco en su hotel, conocía perfectamente el número de los que tenía en observación. Estaba al corriente de los menores detalles del sistema de evacuación inmediata que había organizado para los que presentaban súbitamente síntomas de la enfermedad, pero era incapaz de decir la cifra semanal de las víctimas de la peste, ignoraba realmente si ésta avanzaba o retrocedía. Pese a todo vivía con la esperanza de una evasión próxima.
En cuanto a los otros, absorbidos en su trabajo día y noche, no leían periódicos ni escuchaban radio. Y si se comentaba con ellos los resultados de la semana hacían como si se interesaran, pero en el fondo lo acogían todo con esa indiferencia distraída que se supone en los combatientes de las grandes guerras, agotados por el esfuerzo, pendientes sólo de no desfallecer en su deber cotidiano, sin esperar ni la operación decisiva ni el día del armisticio.
Grand, que continuaba haciendo los cálculos necesarios, hubiera sido seguramente incapaz de informar sobre los resultados generales. Al contrario de Tarrou, de Rambert y de Rieux, siempre duros para el cansancio, no había tenido nunca buena salud. Y sin embargo acumulaba sobre sus obligaciones de auxiliar del Ayuntamiento, la secretaría de los equipos de Rieux y, además, sus trabajos nocturnos. Así estaba siempre en continuo estado de agotamiento, sostenido por dos o tres ideas fijas tales como la de prometerse unas vacaciones completas después de la peste, durante una semana por lo menos, y trabajar entonces de modo positivo en lo que tenía entre manos, hasta llegar a «abajo el sombrero». Sufría también bruscos enternecimientos y en esas ocasiones se ponía a hablarle a Rieux de Jeanne, preguntándose dónde podría estar en aquel momento y si al leer el periódico lo recordaría. En una de estas conversaciones que sostenía con él, Rieux mismo se sorprendió un día hablando de su propia mujer en el tono más trivial, cosa que no había hecho nunca. No estaba muy seguro de la veracidad de los telegramas que ella le ponía, siempre tranquilizadores. Y se había decidido a telegrafiar al director del sanatorio. Como respuesta había recibido la notificación de un retroceso en el estado de la enferma, asegurándole, al mismo tiempo, que se emplearían todos los medios para contener el mal. Se había reservado esta noticia y sólo por el cansancio podía explicarse que se la hubiera confiado a Grand en aquel momento. Después de hablarle de Jeanne, Grand le había preguntado por su mujer y Rieux le había respondido. Grand había dicho: «Usted ya sabe que eso ahora se cura muy bien». Y Rieux había asentido, diciendo simplemente que la separación empezaba a ser demasiado larga, y que él hubiera podido ayudar a su mujer a triunfar de la enfermedad, mientras que ahora tenía que sentirse enteramente sola. Después se había callado y había respondido evasivamente a las preguntas de Grand.
Los otros estaban en el mismo estado. Tarrou resistía mejor, pero sus cuadernos demuestran que si su curiosidad no se había hecho menos profunda, había perdido, en cambio, su diversidad. Durante todo ese período llegó a no interesarse más que por Cottard. Por la noche, en casa de Rieux, donde acabó por instalarse cuando convirtieron el hotel en casa de cuarentena, apenas escuchaba a Grand o al doctor cuando comentaban los resultados del día. Llevaba en seguida la conversación hacia los pequeños detalles de la vida oranesa, que generalmente les preocupaban.
En cuanto a Castel, el día en que vino a anunciar al doctor que el suero estaba preparado, después que hubieron decidido hacer la primera prueba en el niño del señor Othon, cuyo caso parecía desesperado, Rieux empezó a comunicarle las últimas estadísticas, cuando se dio cuenta de que su viejo amigo se había quedado profundamente dormido en la butaca. Y ante este rostro, en el que siempre había algo de dulzura y de ironía que le daban una perpetua juventud, ahora súbitamente abandonado, con un hilo de saliva asomándole en los labios entreabiertos, dejando ver todo su desgaste y su vejez, Rieux sintió que se le apretaba la garganta.
Por todas estas debilidades Rieux calculaba las dimensiones de su cansancio. Su sensibilidad se desmandaba. Encadenada la mayor parte del tiempo, endurecida y desecada, estallaba de cuando en cuando, dejándole entregado a emociones que no podía dominar. Su única defensa era encerrarse en ese endurecimiento, apretar el nudo que se había formado dentro de él. Sabía con certeza que esta era la única manera de continuar. Por lo demás, no tenía muchas ilusiones y el cansancio le quitaba las pocas que le quedaban. Pues sabía que aun, durante un período cuyo término no podía entrever, su misión no era curar, sino únicamente diagnosticar. Descubrir, ver, describir, registrar, y después desahuciar, esta era su tarea. Había mujeres que le cogían la mano gritando: «¡Doctor, déle usted la vida!» Pero él no estaba allí para dar la vida sino para ordenar el aislamiento. ¿A qué conducía el odio que leía entonces en las caras? «No tiene usted corazón», le habían dicho un día; sin embargo tenía un corazón. Le servía para soportar las veinte horas diarias que pasaba viendo morir a hombres que estaban hechos para vivir. Le servía para recomenzar todos los días; pero eso sí, sólo tenía lo suficiente para eso. ¿Cómo pretender que le alcanzase para dar la vida?
No, no era su socorro lo que distribuía a lo largo del día, eran meros informes. A eso no se le podía llamar un oficio de hombre. Pero, después de todo, ¿a quién entre toda esa muchedumbre aterrorizada se le dejaba la facultad de ejercer un oficio de hombre? A decir verdad, era una suerte que existiese el cansancio. Si Rieux hubiera estado más entero, este olor de muerte difundido por todas partes hubiera podido volverle sentimental. Pero cuando no se ha dormido más que cuatro horas no se es sentimental. Se ven las cosas como son, es decir, que se las ve según la justicia, según la odiosa e irrisoria justicia. Y los otros, los desahuciados, lo sabían perfectamente, ellos también. Antes de la peste lo recibían siempre como a un salvador. Él podía arreglarlo todo con tres píldoras y una jeringa y le apretaban el brazo al acompañarlo por los pasillos. Era halagador pero peligroso. Ahora, por el contrario, se presentaba con una escolta de soldados y había que empezar a culatazos con la puerta para que la familia se decidiese a abrir. Ahora querrían arrastrarlo y arrastrar con ellos a la humanidad entera hacia la muerte. ¡Ah! Era bien cierto que los hombres no se puedan pasar sin los hombres, era bien cierto que tan desamparado estaba él como aquellos desgraciados y que él también merecía aquel estremecimiento de piedad que cuando se apartaba de ellos dejaba crecer en sí mismo.
Estos eran, por lo menos durante aquellas interminables semanas, los pensamientos que el doctor Rieux revolvía en su cabeza mezclados a los que atañían a su separación, y eran también los mismos que veía reflejarse en las caras de sus amigos. Pero el efecto más peligroso del agotamiento que ganaba, poco a poco, a todos los que mantenían esta lucha contra la plaga, no era esta indiferencia ante los acontecimientos exteriores o ante los testimonios de los otros, sino el abandono a que se entregaban. Habían llegado a evitar todos los movimientos que no fueran indispensables o que les pareciesen superiores a sus fuerzas. Así llegaron a abandonar, cada vez más frecuentemente, las reglas de higiene que tenían proscriptas, a olvidar algunas de las numerosas desinfecciones que debían practicar sobre ellos mismos, a correr, sin precaverse contra el contagio, hacia los atacados de peste pulmonar, porque, avisados en el último momento para acudir a las casas infectadas, les había parecido agotador ir primero al local donde se hacían las instalaciones necesarias. En esto estaba el verdadero peligro, pues era la lucha misma contra la peste la que los hacía más vulnerables a ella. Lo dejaban todo al azar y el azar no tiene miramientos con nadie.
Sin embargo, había un hombre en la ciudad que no parecía agotado ni descorazonado y que seguía siendo la viva imagen de la satisfacción. Ese hombre era Cottard. Sabía mantenerse apartado de todo y continuar sus relaciones con los demás, pero sobre todo procuraba ver a Tarrou lo más frecuentemente que el trabajo de éste se lo permitía, en parte porque Tarrou estaba bien informado sobre su caso, en parte porque le acogía siempre con una cordialidad inalterable. Era un continuo milagro; Tarrou, a pesar del trabajo que realizaba, seguía siempre amable y atento. Incluso cuando ciertas noches llegaba a aplastarle el cansancio, encontraba al día siguiente una nueva energía. «Con él —había dicho Cottard a Rambert— se puede hablar porque es un hombre. Siempre está uno seguro de ser comprendido».
Por esta razón, las notas de Tarrou que corresponden a esa época recaen poco a poco sobre el personaje Cottard. Tarrou ha procurado dar un cuadro de las reacciones y las reflexiones de Cottard, tal como le habían sido confiadas por éste o tal como él las había interpretado. Bajo el epígrafe «Relaciones de Cottard con la peste» este cuadro ocupa unas cuantas páginas del cuaderno y el cronista cree conveniente dar aquí un resumen. La opinión general de Tarrou sobre el pequeño rentista se resumía en este juicio: «Es un personaje que crece». Según las apariencias, crecía también su buen humor. Estaba satisfecho del giro que tomaban los acontecimientos. A veces expresaba el fondo de su pensamiento ante Tarrou con las observaciones de este género: «Evidentemente, esto no va mejor. Pero por momentos, todo el mundo está en el lío».
«Está claro, —añade Tarrou—, él está amenazado como los otros pero justamente lo está con los otros. Y además cree seriamente, estoy seguro de ello, que no puede ser alcanzado por la peste. Se apoya sobre la idea, que no es tan tonta como parece, de que un hombre que es presa de una gran enfermedad o de una profunda angustia queda por ello mismo a salvo de todas las otras angustias o enfermedades. “¿Ha observado usted, me dice, que no puede uno acumular enfermedades? Supóngase que tuviese una enfermedad grave o incurable, un cáncer serio o una buena tuberculosis; no pescará usted nunca el tifus o la peste; es imposible. Y la cosa llega más lejos. No habrá visto nunca morir a un canceroso de un accidente de automóvil”. Verdadera o falsa, esta idea pone a Cottard de buen humor. Lo único que no quiere es ser separado de los demás. Prefiere estar sitiado con todos los otros a estar preso solo. Con la peste se acabaron las investigaciones secretas. Los expedientes, las fichas, las informaciones misteriosas y los arrestos inminentes. Propiamente hablando, se acabó la policía, se acabaron los crímenes pasados o actuales, se acabaron los culpables. No hay más que condenados que esperan el más arbitrario de los indultos y, entre ellos, los policías mismos. Así Cottard, siempre según la interpretación de Tarrou, estaba dispuesto a considerar los síntomas de angustia y de confusión que representaban nuestros conciudadanos con una satisfacción indulgente y comprensiva que podía expresarse por un: “¡Qué va usted a decirme!, eso yo ya lo he pasado”.
»Yo me he esforzado en hacerle comprender que la única manera de no estar separado de los otros era tener la conciencia tranquila: me ha mirado malignamente, y me ha dicho: “Entonces, según eso, nadie está nunca con nadie”. Y después: “Puede usted creerlo, yo se lo aseguro. El único medio de hacer que las gentes estén unas con otras es mandarles la peste. Y si no, mire usted a su alrededor”. En verdad comprendo bien lo que quiere decir y comprendo que le parezca cómoda la vida que llevamos. ¿Cómo no reconocería en los que pasan junto a él las reacciones que antes tuvo él mismo; la tentativa que hace cada uno de lograr que todo el mundo esté con él, la amabilidad que se despliega para informar a un transeúnte desorientado, cuando antes sólo se le manifestaba mal humor; la precipitación de la gente hacia los restaurantes de lujo, la satisfacción que tienen de encontrarse y permanecer allí; la afluencia desordenada que forma cola todos los días en el cine, que llena todas las salas de espectáculos y los dancings mismos, que se reparte como una marea desencadenada en todos los lugares públicos; el echarse atrás ante cualquier contacto, y el apetito de calor humano, sin embargo, que impulsa a los hombres unos hacia otros, los codos hacia los codos, los sexos hacia los sexos? Cottard ha conocido todo eso antes que ellos, es evidente. Excepto las mujeres, porque con su cara... Y supongo que cuando se le haya ocurrido ir a buscar prostitutas, habrá desistido por temor a la mala fama que ello pudiera acarrearle.
»En resumen, la peste lo ha sepultado bien. De un hombre que era solitario sin querer serlo, ha hecho un cómplice. Pues es, visiblemente, un cómplice y lo es con delectación. Es cómplice de todo lo que ve, de las supersticiones, de los errores irrazonados, de las susceptibilidades de todas esas almas alertas; de su enloquecimiento y su palidez al menor dolor de cabeza, puesto que saben que la enfermedad empieza por esos dolores, y de su sensibilidad irritada, susceptible, inestable, en fin, que transforma en ofensas los olvidos y que se aflige por la pérdida de un botón.»
Tarrou salía frecuentemente con Cottard y después contaba en sus cuadernos cómo se hundían en la multitud sombría, de los crepúsculos o de las noches, hombro con hombro, sumergiéndose en una masa blanca y negra en la que, de cuando en cuando, caían los escasos resplandores de alguna lámpara y acompañando al rebaño humano hacia los placeres ardorosos que lo salvaban del frío de la peste. Lo que Cottard buscaba meses antes en los lugares públicos, el lujo, la vida desahogada, todo lo que soñaba sin poder alcanzar, es decir, el placer desenfrenado, un pueblo entero se entregaba ahora a él. Aunque el precio de todo subía inconteniblemente, nunca se había malgastado tanto dinero, y aunque a la mayor parte le faltaba lo necesario, nunca se había despilfarrado más lo superfluo. Todos los juegos aumentaban, mantenidos por ociosos que eran más bien cesantes. Tarrou y Cottard seguían a veces durante largo rato a alguna de esas parejas que antes procuraban ocultar lo que les unía y que ahora, apretados una contra otro, paseaban obstinadamente a través de la ciudad, sin ver la muchedumbre que les rodeaba, con la distracción un poco estática de las grandes pasiones. Cottard se enternecía: «¡Ah, son magníficos!» —decía—. Y hablaba alto, se esponjaba en medio de la fiebre colectiva, de las propinas regias que sonaban a su alrededor y de las intrigas que se armaban ante sus ojos.
Sin embargo, Tarrou creía que había poca maldad en la actitud de Cottard. Su «eso yo ya lo he pasado» indicaba más desgracia que triunfo. «Yo creo —decía Tarrou— que empieza a sentir algo de amor por estos hombres, presos entre el cielo y los muros de su ciudad. Por ejemplo, creo que de buena gana les explicaría si pudiera que la cosa no es tan horrible: “Ya los oye usted, me dijo un día, ya los oye usted: después de la peste haré esto, después de la peste haré esto otro... Se envenenan la existencia en vez de estar tranquilos. Y no se dan cuenta de las ventajas que tienen. ¿Es que yo podría decir: después de mi condena haré esto o lo otro? La condena es un principio no es un fin. Mientras que la peste... ¿Quiere usted saber mi opinión? Son desgraciados porque no se despreocupan. Yo sé lo que digo”».
«Evidentemente, él sabe lo que dice, —añade Tarrou—. Él valora en su justo precio las contradicciones de los habitantes de Oran, que aunque sienten profundamente la necesidad de un calor que los una, no se abandonan a ella por la desconfianza que aleja a los unos de los otros. Todo el mundo sabe bien que no se puede tener confianza en su vecino, que es capaz de darle la peste sin que lo note y de aprovecharse de su abandono para inficionarle. Cuando uno se ha pasado los días, como Cottard, viendo posibles delatores en todos aquellos cuya compañía sin embargo buscaba, se puede comprender ese sentimiento. Se está muy bien entre gentes que viven en la idea de que la peste, de la noche a la mañana, puede ponerles la mano en el hombro y de que acaso está ya preparándose a hacerlo en el momento mismo en que uno se vanagloria de estar sano y salvo. En la medida de lo posible él está a su gusto en medio del terror. Pero precisamente, porque él ha sentido todo esto antes que ellos, yo creo que no puede experimentar enteramente con ellos toda la crueldad de esta incertidumbre. En suma, al mismo tiempo que nosotros, los que todavía no hemos muerto de la peste, él sabe que su libertad y su vida están también a dos pasos de ser destruidos. Pero puesto que él ha vivido en el terror, encuentra normal que los otros lo conozcan a su turno. Más exactamente, el terror le parece así menos pesado de llevar que si estuviese solo. En esto es en lo que está equivocado y porque es más difícil de comprender que otros. Pero, después de todo, es por eso por lo que merece más que otros que se intente comprenderlo.»
En fin, las páginas de Tarrou terminan con un relato que ilustra la conciencia singular que invadía al mismo tiempo a Cottard y a los pestíferos. Este relato reconstruye, poco más o menos, la atmósfera difícil de la época y por esto el cronista le asigna mucha importancia.
Habían ido a la ópera Municipal donde daban el Orfeo de Glück. Era Cottard el que había invitado a Tarrou. La compañía había venido al principio de la peste para dar unas representaciones en nuestra ciudad. Bloqueada por la enfermedad se había puesto de acuerdo con el teatro de la ópera para dar un espectáculo una vez por semana. Así, desde hacía varios meses, todos los viernes nuestro teatro Municipal vibraba con los lamentos melodiosos de Orfeo y con las llamadas imponentes de Eurídice. Sin embargo, el espectáculo seguía contando con el favor del público y tenía todos los días grandes entradas. Instalados en los puestos más caros, Cottard y Tarrou dominaban un patio de butacas lleno hasta reventar por los más elegantes de nuestros ciudadanos. Los que llegaban se preocupaban visiblemente de llamar la atención. Bajo la luz resplandeciente de la sala, antes de levantarse el telón, los músicos afinaban discretamente sus instrumentos, las siluetas se destacaban con precisión, al pasar de una fila a otra se inclinaban con gracia. En el ligero murmullo de una conversación de buen tono, los hombres recobraban el aplomo que les faltaba horas antes por las calles negras de la ciudad. El frac espantaba a la peste.
Durante todo el primer acto Orfeo se lamentó con facilidad, algunas mujeres vestidas con túnicas comentaron con gracia su desdicha y cantaron al amor. La sala reaccionaba con calor discreto. Apenas se notó que Orfeo introducía en su aria del segundo acto ciertos trémolos que no figuraban en la partitura y que pedía con cierto exceso de patetismo al dueño de los Infiernos que se dejase conmover por su llanto. Algunos movimientos o sacudidas que se le escaparon parecieron a los más informados efectos de estilización que enriquecían la interpretación del cantante.
Fue necesario que llegase el gran dúo de Orfeo y Eurídice del tercer acto (el momento en que Eurídice vuelve a alejarse de su amante) para que cierta sorpresa recorriese la sala. Y como si el cantante no hubiera estado esperando más que ese movimiento del público o, más exactamente todavía, como si el rumor del patio de butacas le hubiera corroborado en lo que sentía, en ese mismo momento avanzó de un modo grotesco, con los brazos y las piernas separados, en su atavío clásico, y se desplomó entre los idílicos decorados que siempre habían sido anacrónicos pero que a los ojos de los espectadores no lo fueron hasta aquel momento, y de modo espantoso. Pues al mismo tiempo la orquesta enmudeció, la gente de las butacas se levantó y empezó a evacuar la sala, primero en silencio, como se sale de una iglesia cuando termina el servicio, o de una cámara mortuoria después de una visita, las mujeres recogiendo sus faldas y saliendo con la cabeza baja, los hombres guiando a sus compañeras por el codo, evitándoles chocar con los asientos bajados. Pero poco a poco el movimiento se hizo más precipitado, el murmullo se convirtió en exclamación y la multitud afluyó a las salidas apretándose y empujándose entre gritos. Cottard y Tarrou, que solamente se habían levantado, se quedaron solos ante una imagen de lo que era su vida de aquellos momentos: la peste en el escenario, bajo el aspecto de un histrión desarticulado, y en la sala los restos inútiles del lujo, en forma de abanicos olvidados y encajes desgarrados sobre el rojo de las butacas.
Rambert, que desde los primeros días de setiembre trabajaba seriamente con Rieux, había pedido un día de licencia para encontrarse con González y los dos chicos delante del instituto de muchachos.
Ese día, González y Rambert vieron llegar a los dos chicos riendo. Dijeron que la otra vez no habían tenido suerte pero que había que confiar. En todo caso, no era aquella su semana de guardia; era necesario tener paciencia hasta la siguiente. Entonces recomenzarían. Rambert dijo que esa era la palabra. González propuso entonces una cita para el lunes próximo, con el propósito de instalar a Rambert ese mismo día en la casa de Marcel y Louis. «Nosotros, tú y yo, nos citaremos, pero si yo no llego, tú te vas directamente a casa de ellos. Hay que explicarte dónde viven». Pero Marcel o Louis dijo que lo más fácil era llevarle en aquel momento. Si no era muy exigente habría comida para los cuatro, y de ese modo se podría dar cuenta. González dijo que era una buena idea y se fueron todos hacia el puerto.
Marcel y Louis vivían al final del barrio de la Marina, cerca de las puertas que daban sobre el mirador. Era una casita española de muros espesos, de contraventanas de madera pintada, con habitaciones desnudas y sombrías. Tenían arroz que servía la madre de los muchachos, una vieja española sonriente y llena de arrugas. González se extrañó, pues el arroz faltaba ya en la ciudad. «En las puertas se arregla uno», dijo Marcel. Rambert comía y bebía, y González dijo que era un verdadero camarada, mientras él pensaba únicamente en la semana que tenía que pasar.
La realidad era que tuvo que esperar dos semanas porque los turnos de guardia se hicieron de quince días para reducir el número de los equipos. Durante esos quince días Rambert trabajó sin escatimar esfuerzo, de modo ininterrumpido, como con los ojos cerrados, de la mañana a la noche. Tarde ya se acostaba y dormía con un sueño pesado. El paso brusco de la ociosidad a este trabajo agotador le dejaba sin sueño y sin fuerzas. Hablaba poco de su evasión. Un hecho notable: al cabo de una semana confesó al doctor que, por primera vez, la noche anterior se había emborrachado. Al salir del bar tuvo de pronto la impresión de que se le hinchaban las ingles y de que al mover los brazos sentía una dificultad en las axilas. Pensó en seguida que era la peste, y la única reacción que tuvo —tanto él como Rieux convinieron en que no era razonable— fue la de correr hacia la parte alta de la ciudad y allí, en una plazoleta desde donde no se llegaba a divisar el mar pero desde donde se veía un poco más de cielo, llamar a gritos a su mujer, por encima de la ciudad. Cuando llegó a su casa no se descubrió en el cuerpo ningún signo de infección y no quedó muy orgulloso de aquella brusca crisis. Rieux dijo que comprendía muy bien que se pudiese obrar así. «En todo caso, dijo, sucede con frecuencia que tenga uno ganas de hacerlo».
—El señor Othon me ha hablado de usted esta mañana —añadió Rieux en el momento en que Rambert se iba—. Me ha preguntado si le conocía: «Aconséjele usted, me ha dicho, que no frecuente los medios de contrabando. Se hace notar».
—¿Qué quiere decir esto?
—Esto quiere decir que tiene usted que darse prisa.
—Gracias —dijo Rambert, estrechando la mano del doctor. Al llegar a la puerta se volvió. Rieux observó que por primera vez desde el principio de la peste, se sonreía.
—Entonces ¿por qué no impide usted que me marche?
Rieux movió la cabeza con su gesto habitual y dijo que eso era cosa de Rambert, que había escogido la felicidad y que él no tenía argumentos que oponerle. Se sentía incapaz de juzgar lo que estaba bien y lo que estaba mal en este asunto.
—¿Y por qué me dice usted que me dé prisa?
Rieux sonrió a su vez.
—Es posible que sea porque yo también tengo ganas de hacer algo por la felicidad.
Al día siguiente no hablaron más de ello pero trabajaron juntos. A la otra semana Rambert se instaló por fin en la casa de los españoles. Le hicieron una cama en la habitación común. Como los muchachos no iban a comer a casa y como le habían rogado que saliera lo menos posible, estaba solo la mayor parte del tiempo, o se ponía a charlar con la madre de los muchachos. Era una vieja madre española seca y altiva, vestida de negro, con la cara morena y arrugada bajo el pelo blanco muy limpio. Silenciosa, cuando miraba a Rambert le sonreía con los ojos.
Alguna vez le preguntó si no temía llevarle la peste a su mujer. Él creía que había que correr ese riesgo y que, después de todo, era un riesgo mínimo; en cambio, quedándose en la ciudad se exponía a ser separado de ella para siempre.
—¿Cómo es ella? —le preguntó la vieja sonriendo.
—Encantadora.
—¿Bonita?
—Yo creo que sí.
—¡Ah! —dijo ella—, es por eso.
—¿No cree usted en Dios? —dijo la vieja, que iba a misa todas las mañanas.
Él reconoció que no, y la vieja repitió que era por eso.
—Tiene usted razón, debe reunirse con ella. Si no, ¿qué le quedaría a usted?
El resto del tiempo Rambert se lo pasaba dando vueltas, junto a las paredes enjalbegadas y desnudas, tocando los abanicos que estaban clavados en ellas o contando los madroños que bordeaban el tapete. Por la tarde volvían los muchachos. No hablaban mucho, sólo lo suficiente para decirle que todavía no era el momento. Después de cenar Marcel tocaba la guitarra y bebían todos anisado. Rambert seguía pensando.
El miércoles, Marcel llegó diciendo:
«Todo está listo para mañana a medianoche. Estate preparado». De los dos hombres que hacían la guardia con ellos, uno había caído con la peste y el otro, que vivía con él, estaba en observación. Así, durante dos o tres días, Marcel y Louis estarían solos. Por la noche fueron a terminar los últimos detalles. Al día siguiente todo sería posible; Rambert les dio las gracias. «¿Está usted contento?», le preguntó la vieja. Él dijo que sí, pero pensaba en otra cosa.
Al día siguiente, bajo un cielo pesado, el calor era húmedo y sofocante. Las noticias de la peste eran malas. La vieja española conservaba la serenidad, sin embargo. «Hay mucho pecado en el mundo, decía, así que ¡a la fuerza!» Tanto Rambert como Marcel y Louis andaban con el torso desnudo, pero a pesar de todo les corría el sudor por los hombros y por el pecho. En la penumbra de la casa, con las persianas bajas, sus cuerpos parecían más morenos y relucientes. Rambert daba vueltas sin hablar. De pronto, a las cuatro de la tarde, se vistió y dijo que salía.
—Cuidado —le dijo Marcel—, es a medianoche. Todo está preparado.
Rambert fue a casa del doctor. La madre de Rieux le dijo que lo encontraría en el hospital en la parte alta de la ciudad. Delante del puesto de guardia, la muchedumbre de siempre daba vueltas sobre el mismo lugar. «¡Circulen!», decía un sargento de ojos saltones. La gente circulaba pero en redondo. «No hay nada que esperar», decía el sargento, cuyo traje estaba empapado de sudor. Ellos ya sabían que no había nada que esperar y sin embargo seguían allí. Rambert enseñó un pase al sargento que le indicó el despacho de Tarrou. La puerta daba sobre el patio. Se cruzó con el Padre Paneloux que salía del despacho.
Era una pequeña habitación, blanca y sucia, que olía a farmacia y a trapos húmedos. Tarrou, sentado a una mesa de madera negra, con las mangas de la camisa remangadas, se secaba con el pañuelo el sudor que le corría por la sangría del brazo.
—¿Todavía aquí? —le dijo.
—Sí, quisiera hablar con Rieux.
—Está en la sala. Si podemos resolverlo sin él será mejor.
—¿Por qué?
—Está agotado. Yo le evito todo lo que puedo.
Rambert miró a Tarrou. Vio que había adelgazado, el cansancio le hacía borrosos los ojos y todas las facciones. Sus anchos hombros estaban como encogidos. Llamaron a la puerta y entró un enfermero enmascarado de blanco. Dejó sobre la mesa de Tarrou un paquete de fichas y dijo con una voz que la máscara ahogaba: «Seis» y se fue. Tarrou miró a Rambert y le enseñó las fichas extendidas en abanico.
—¿Qué bonitas, eh? ¡Pues no!, no son tan bonitas, son muertos. Los muertos de esta noche.
Frunciendo la frente recogió el paquete de fichas.
—Lo único que nos queda es la contabilidad.
Tarrou se levantó y se apoyó en la mesa.
—¿Se va usted pronto?
—Hoy a medianoche.
Tarrou dijo que se alegraba y que tuviera cuidado.
—¿Dice usted eso sinceramente?
Tarrou alzó los hombros:
—A mi edad es uno sincero forzosamente. Mentir cansa mucho.
—Tarrou —dijo Rambert—, perdóneme, pero quiero ver al doctor.
—Sí, ya sé. Es más humano que yo. Vamos.
—No es eso —dijo Rambert con esfuerzo, y se detuvo.
Tarrou lo miró y de pronto le sonrió.
Fueron por un pasillo cuyos muros estaban pintados de verde claro y donde flotaba una luz de acuario. Antes de llegar a una doble puerta-vidriera, detrás de la cual se veía un curioso ir y venir de sombras, Tarrou hizo entrar a Rambert en una salita con las paredes cubiertas de armarios. Abrió uno de ellos y sacó de un esterilizador dos máscaras de gasa, dio una a Rambert para que se tapara con ella. Rambert le preguntó si aquello servía para algo y Tarrou respondió que no, pero que inspiraba confianza a los demás.
Empujaron la puerta-vidriera. Era una inmensa sala, con las ventanas herméticamente cerradas a pesar de la estación. En lo alto de las paredes zumbaban los aparatos que renovaban la atmósfera y sus hélices curvas agitaban el aire espeso y caldeado, por encima de las dos filas de camas. De todos lados subían gemidos sordos o agudos que formaban un solo lamento monótono.
Algunos hombres vestidos de blanco pasaban con lentitud bajo la luz cruel que vertían las altas aberturas defendidas con barrotes.
Rambert se sentía mal en el terrible calor de aquella sala y le costó trabajo reconocer a Rieux inclinado sobre una forma gimiente. El doctor estaba punzando las ingles de un enfermo que sujetaban dos enfermeros a los lados de la cama. Cuando se enderezó dejó caer su instrumento en el platillo que un ayudante le ofrecía y se quedó un rato inmóvil, mirando al hombre mientras lo vendaban.
—¿Qué hay de nuevo? —dijo a Tarrou, cuando vio que se le acercaba.
—Paneloux ha aceptado reemplazar a Rambert en la casa de cuarentena. Ha hecho ya muchas cosas. Queda por organizar el tercer equipo de inspección sin Rambert.
Rieux aprobó con la cabeza.
—Castel ha terminado sus primeras preparaciones. Propone un experimento.
—¡Ah! —dijo Rieux—, eso está bien.
—Además, está aquí Rambert.
Rieux se volvió. Por encima de la máscara guiñó un poco los ojos al ver a Rambert.
—¿Qué hace usted aquí? —le dijo—, usted debiera estar en otra parte.
Tarrou le dijo que la cosa era para aquella noche y Rambert añadió: «En principio».
Cada vez que uno de ellos hablaba, la máscara de gasa se hinchaba en el sitio de la boca. Esto hacía que la conversación resultase un poco irreal, como un diálogo entre estatuas.
—Querría hablar con usted —dijo Rambert.
—Saldremos juntos, si quiere. Espéreme en el despacho de Tarrou.
Un momento después, Rambert y Rieux se instalaban en el asiento posterior del coche. Tarrou conducía.
—Se acabó la gasolina —dijo Tarrou, al echar a andar—. Mañana andaremos a pie.
—Doctor —dijo Rambert—, yo no me voy: quiero quedarme con ustedes.
Tarrou no rechistó, siguió conduciendo. Rieux parecía incapaz de salir de su cansancio.
—¿Y ella? —dijo con voz sorda.
Rambert dijo que había reflexionado y seguía creyendo lo que siempre había creído, pero que sabía que si se iba tendría vergüenza. Esto le molestaría para gozar del amor a su mujer. Pero Rieux se enderezó y dijo con voz firme que eso era estúpido y que no era en modo alguno vergonzoso elegir la felicidad.
—Sí —dijo Rambert—, puede, puede uno tener vergüenza de ser el único en ser feliz.
Tarrou, que había ido callado todo el tiempo sin volver la cabeza, hizo observar que si Rambert se decidía a compartir la desgracia de los hombres, ya no le quedaría tiempo para la felicidad. Era necesario que tomase una decisión.
—No es eso —dijo Rambert—. Yo había creído siempre que era extraño a esta ciudad y que no tenía nada que ver con ustedes. Pero ahora, después de haber visto lo que he visto, sé que soy de aquí, quiéralo o no. Este asunto nos toca a todos.
Nadie respondió y Rambert terminó por impacientarse.
—¡Ustedes lo saben mejor que nadie! Si no ¿qué hacen en el hospital? ¿Es que ustedes han escogido y han renunciado a la felicidad?
No respondieron ninguno de los dos. El silencio duró mucho tiempo hasta que llegaron cerca de la casa del doctor. Rambert repitió su última pregunta, todavía con más fuerza y solamente Rieux se volvió hacia él. Rieux se enderezó con esfuerzo:
—Perdóneme, Rambert —dijo—, pero no lo sé. Quédese con nosotros si así lo desea.
Un tropezón del coche en un bache lo hizo callar. Después añadió, mirando al espacio:
—Nada en el mundo merece que se aparte uno de los que ama. Y sin embargo, yo también me aparto sin saber por qué.
Rieux se dejó caer sobre el respaldo.
—Es un hecho, eso es todo —dijo con cansancio—. Registrémoslo y saquemos las consecuencias.
—¿Qué consecuencias? —preguntó Rambert.
—¡Ah! —dijo Rieux—, no puede uno al mismo tiempo curar y saber. Así que curemos lo más a prisa posible, es lo que urge.
A medianoche, Tarrou y Rieux estaban haciendo el plano del barrio que Rambert estaba encargado de inspeccionar, cuando Tarrou miró su reloj. Al levantar la cabeza encontró la mirada de Rambert.
—¿Los ha prevenido usted? —Rambert apartó los ojos.
—Había enviado unas líneas –dijo—, antes de venir a verlos.
Hasta los últimos días de octubre no se ensayó el suero de Castel. Este era, prácticamente, la última esperanza de Rieux. En el caso de que fuese un nuevo fracaso, el doctor estaba persuadido de que la ciudad quedaría a merced de la plaga que podía prolongar sus efectos durante varios meses todavía o decidirse a parar sin razón.
La víspera del día en que Castel fue a visitar a Rieux, el niño del señor Othon había caído enfermo y toda la familia había tenido que ponerse en cuarentena. La madre, que había salido de ella poco tiempo atrás, se encontró aislada por segunda vez. Respetuoso con los preceptos establecidos, el juez hizo llamar al doctor Rieux en cuanto vio en el cuerpo del niño los síntomas de la enfermedad. Cuando Rieux llegó, el padre y la madre estaban de pie junto a la cama. La niña había sido alejada. El niño estaba en el período de abatimiento y se dejó reconocer sin quejarse. Cuando el doctor levantó la cabeza, encontró la mirada del juez y detrás de él la cara pálida de la madre, que se tapaba la boca con un pañuelo y seguía los movimientos del doctor con ojos desorbitados.
—Es eso, ¿no? —dijo el juez con voz fría.
—Sí —respondió Rieux, mirando nuevamente al niño. Los ojos de la madre se desorbitaron más, pero no dijo nada. El Juez también siguió callado y luego dijo en un tono más bajo:
—¡Bueno!, doctor, debemos hacer lo prescripto.
Rieux evitó mirar a la madre, que seguía con el pañuelo sobre la boca.
—Se hará en seguida —dijo titubeando—, si puedo telefonear.
El señor Othon dijo que él le acompañaría al teléfono, pero el doctor se volvió hacia la mujer.
—Lo siento infinitamente. Tendrá usted que preparar algunas cosas. Ya sabe lo que es esto.
—Sí —dijo ella moviendo la cabeza—, voy a hacerlo.
Antes de dejarlos, Rieux no pudo menos de preguntarles si necesitaban algo. La mujer siguió mirando en silencio, pero el juez desvió la mirada.
—No —dijo. Luego, tragando la saliva añadió—: pero salve usted a mi hijo.
La cuarentena que al principio no había sido más que una simple formalidad, había quedado organizada por Rieux y Rambert de un modo muy estricto. Habían exigido particularmente que los miembros de una familia fuesen aislados unos de otros, porque si uno de ellos estaba inficionado sin saberlo, había que evitar que contagiase la enfermedad a los demás. Rieux explicó todas estas razones al juez, que las encontró bien. Y sin embargo él y su mujer se miraron de tal modo que el doctor sintió hasta qué punto esta separación les dejaba desamparados. La señora Othon y su niña podían alojarse en el hotel de cuarentena dirigido por Rambert. Pero para el juez no había más lugar que el campo de aislamiento que la prefectura estaba organizando en el estadio municipal, con la ayuda de unas tiendas pertenecientes al servicio de vías públicas. Rieux le pidió excusas, pero el señor Othon dijo que la regla era una sola y que era justo obedecer.
En cuanto al niño, fue transportado al hospital auxiliar e instalado en una antigua sala de clase donde habían puesto diez camas. Al cabo de unas veinte horas, Rieux consideró su caso desesperado. Aquel frágil cuerpecito se dejaba devorar por la infección sin reaccionar. Pequeños bubones dolorosos, apenas formados, bloqueaban las articulaciones de sus débiles miembros. Estaba vencido de antemano. Por esto Rieux tuvo la idea de ensayar en él el suero de Castel. Aquella misma noche, después de la cena, practicaron la larga inoculación, sin obtener una sola reacción del niño. Al amanecer del otro día, todos acudieron a verle para saber lo que resultaba de esta experiencia decisiva.
El niño había salido de su sopor y se revolvía convulsivamente entre las sábanas. El doctor Castel y Tarrou estaban a su lado desde las cuatro de la mañana, siguiendo paso a paso los progresos o las treguas de la enfermedad. A la cabecera de la cama el sólido cuerpo de Tarrou se curvaba un poco a los pies de Rieux, y a su lado Castel, sentado, leyendo, con toda la apariencia de la tranquilidad, un viejo libro. Poco a poco, a medida que crecía la luz en la antigua clase, los otros fueron llegando. El primero, Paneloux, que se puso al otro lado de la cama frente a Tarrou, con la espalda apoyada en la pared. Se leía en su cara una expresión dolorosa y el cansancio de todos estos días en que había puesto tanto de su parte, había acentuado las arrugas de su frente. Después llegó Joseph Grand. Eran las siete y se excusó por llegar sin aliento. No podía quedarse más que un minuto; venía para saber si sabían ya algo más o menos preciso. Rieux, sin decir una palabra, le señaló al niño que con los ojos cerrados, la cara descompuesta, los dientes apretados tanto como le permitían sus fuerzas, volvía de un lado para otro la cabeza sobre la almohada. Cuando había ya luz suficiente para que se pudiera distinguir en el encerado, que había quedado en su sitio, la huella de las últimas fórmulas de ecuación, llegó Rambert. Se apoyó en los pies de la cama de al lado y sacó un paquete de cigarrillos. Pero después de echar una mirada al niño volvió a guardárselo en el bolsillo.
Castel, sentado, miraba a Rieux por encima de las gafas.
—¿Tiene usted noticias del padre?
—No —dijo Rieux—, está en el campo de aislamiento.
El doctor se aferró con fuerza a la barandilla de la cama donde el niño gemía. No quitaba los ojos del enfermito, que de pronto se puso rígido, con los dientes apretados, y se arqueó un poco por la cintura, separando lentamente los brazos y las piernas. De aquel pequeño cuerpo, desnudo bajo una manta de cuartel, subía un olor a lana y a sudor agrio. El niño aflojó un poco la tensión de su rigidez, retrajo brazos y piernas hacia el centro de la cama, y, siempre ciego y mudo, pareció respirar más de prisa. La mirada de Rieux se encontró con la de Tarrou que apartó los ojos. Ya habían visto morir a otros niños puesto que los horrores de aquellos meses no se habían detenido ante nada, pero no habían seguido nunca sus sufrimientos minuto tras minuto como estaban haciendo desde el amanecer. Y, sin duda, el dolor infligido a aquel inocente nunca había dejado de parecerles lo que en realidad era: un escándalo. Pero hasta entonces se habían escandalizado, en cierto modo, en abstracto, porque no habían mirado nunca cara a cara, durante tanto tiempo, la agonía de un inocente.
En ese momento el niño, como si se sintiese mordido en el estómago, se encogió de nuevo, con un débil quejido. Se quedó así encorvado durante minutos eternos, sacudido por estremecimientos y temblores convulsivos, como si su frágil esqueleto se doblegase al viento furioso de la peste y crujiese bajo el soplo insistente de la fiebre. Pasada la borrasca, se calmó un poco, la fiebre pareció retirarse y abandonarle, anhelante, sobre una arena húmeda y envenenada donde el proceso semejaba ya la muerte. Cuando la ola ardiente le envolvió por tercera vez, animándole un poco, el niño se encogió, se escurrió hasta el fondo de la cama en el terror de la llama que le envolvía y agitó locamente la cabeza rechazando la manta. Gruesas lágrimas brotaron bajo sus párpados inflamados, que le corrieron por la cara, y al final de la crisis, agotado, crispando las piernas huesudas y los brazos, cuya carne había desaparecido en cuarenta y ocho horas, el niño tomó en la cama la actitud de un crucificado grotesco.
Tarrou se levantó y con su mano pesada enjugó aquel pequeño rostro empapado de lágrimas y de sudor. Hacía ya un momento que Castel había cerrado el libro y miraba al enfermo. Empezó a hablar, pero tuvo que toser antes de terminar la frase porque su voz se hizo de pronto desentonada.
—No ha tenido mejoría matinal, ¿no es cierto, Rieux?
Rieux dijo que no, pero que resistía más tiempo de lo normal. Paneloux, que parecía hundido en la pared, dijo sordamente:
—Si tiene que morir, así habrá sufrido más largo tiempo.
Rieux se volvió bruscamente hacia él y abrió la boca para decir algo pero se calló, hizo un visible esfuerzo por dominarse y de nuevo llevó su mirada hacia el niño. La luz crecía en la sala. En las otras cinco camas había formas humanas que se revolvían y se quejaban con una discreción que parecía concertada. El único que gritaba en el otro extremo de la sala, lanzaba, con intervalos singulares, pequeñas exclamaciones que expresaban más el asombro que el dolor. Parecía que hasta para los enfermos ya no había aquel terror de los primeros tiempos: ahora su manera de tomar la enfermedad era una especie de consentimiento. Sólo el niño se debatía con todas sus fuerzas. Rieux, que de cuando en cuando le tomaba el pulso, sin necesidad, más bien por salir de la inmovilidad impotente en que estaba, sentía al cerrar los ojos que aquella agitación se mezclaba al tumulto de su propia sangre. Se identificaba entonces con el niño supliciado y procuraba sostenerle con toda su fuerza todavía intacta. Pero, reunidas por un minuto, las pulsaciones de los dos corazones se desacordaban pronto, el niño se le escapaba, y su esfuerzo se hundía en el vacío. Entonces dejaba la manecita sobre la cama y volvía a su puesto.
A lo largo de los muros pintados al temple, la luz pasaba del rosa al amarillo. Detrás de los cristales empezaba a crepitar una mañana de calor. Apenas oyeron que Grand se marchaba diciendo que volvería. Todos esperaban. El niño, con los ojos siempre cerrados, pareció calmarse un poco. Las manos que se habían vuelto como garras arañaban suavemente los lados de la cama. Las levantó un poco, arañó la manta junto a las rodillas y de pronto encogió las piernas, pegó los muslos al vientre y se quedó inmóvil. Abrió los ojos por primera vez y miró a Rieux que estaba delante de él. En su cara hundida, convertida ya en una arcilla gris, la boca se abrió de pronto, dejando escapar un solo grito sostenido que la respiración apenas alteraba y que llenó la sala con una protesta monótona, discorde y tan poco humana que parecía venir de todos los hombres a la vez. Rieux apretó los dientes y Tarrou se volvió para otro lado. Rambert se acercó a la cama junto a Castel, que cerró el libro que había quedado abierto sobre sus rodillas. Paneloux miró esa boca infantil ultrajada por la enfermedad y llena de aquel grito de todas las edades. Se dejó caer de rodillas y a todo el mundo le pareció natural oírle decir con voz ahogada pero clara a través del lamento anónimo que no cesaba: «Dios mío, salva a esta criatura».
Pero el niño siguió gritando y los otros enfermos se agitaron. El que lanzaba las exclamaciones, al fondo de la sala, precipitó el ritmo de su quejido hasta hacer de él un verdadero grito, mientras que los otros se quejaban cada vez más. Una marea de sollozos estalló en la sala cubriendo la plegaria de Paneloux, y Rieux, agarrado a la barra de la cama, cerró los ojos, como borracho de cansancio y de asco.
Cuando volvió a abrirlos encontró a su lado a Tarrou.
—Tengo que irme —dijo a Rieux—, no puedo soportarlo más.
Pero bruscamente los otros enfermos se callaron. El doctor notó que el grito del niño se había hecho más débil, que seguía apagándose hasta llegar a extinguirse. Alrededor los lamentos recomenzaron, pero sordamente, y como un eco lejano de aquella lucha que acababa de terminar. Pues había terminado. Castel pasó al otro lado de la cama y dijo que había concluido. Con la boca abierta pero callado, el niño reposaba entre las mantas en desorden, empequeñecido de pronto, con restos de lágrimas en las mejillas.
Paneloux se acercó a la cama e hizo los ademanes de la bendición. Después se recogió la sotana y se fue por el pasillo central.
—¿Hay que volver a empezar? —preguntó Tarrou a Castel.
El viejo doctor movió la cabeza.
—Es posible —dijo con una sonrisa crispada—. Después de todo ha resistido mucho tiempo.
Pero Rieux se alejaba de la sala con un paso tan precipitado y con tal aire que cuando alcanzó a Paneloux y pasó junto a él, éste alargó el brazo para detenerlo.
—Vamos, doctor —le dijo.
Pero con el mismo movimiento arrebatado Rieux se volvió y lo rechazó con violencia.
—¡Ah!, éste, por lo menos, era inocente, ¡bien lo sabe usted!
Después, franqueando la puerta de la sala antes que Paneloux, cruzó el patio de la escuela hasta el fondo. Se sentó en un banco, entre los árboles pequeños y polvorientos, y se enjugó el sudor que le corría hasta los ojos. Sentía ganas de gritar para desatar el nudo violento que le estrujaba el corazón. El calor caía lentamente entre las ramas de los ficus. El cielo azul de la mañana iba cubriéndose rápidamente por una envoltura blanquecina que hacía el aire más sofocante. Rieux se abandonó en el banco. Miraba las ramas y el cielo hasta ir recobrando lentamente su respiración, hasta asimilar un poco el cansancio.
—¿Por qué hablarme con esa cólera? —dijo una voz detrás de él—. Para mí también era insoportable ese espectáculo.
Rieux se volvió hacia Paneloux.
—Es verdad —dijo—, perdóneme. El cansancio es una especie de locura. Y hay horas en esta ciudad en las que no siento más que rebeldía.
—Lo comprendo —murmuró Paneloux—, esto subleva porque sobrepasa nuestra medida. Pero es posible que debamos amar lo que no podemos comprender.
Rieux se enderezó de pronto. Miró a Paneloux con toda la fuerza y la pasión de que era capaz y movió la cabeza.
—No, padre —dijo—. Yo tengo otra idea del amor y estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados.
Por la cara de Paneloux pasó una sombra de turbación.
—¡Ah!, doctor —dijo con tristeza—, acabo de comprender eso que se llama la gracia.
Pero Rieux había vuelto a dejarse caer en el banco. Desde el fondo de su cansancio que había renacido, respondió con algo más de dulzura:
—Es lo que yo no tengo; ya lo sé. Pero no quiero discutir esto con usted. Estamos trabajando juntos por algo que nos une más allá de las blasfemias y de las plegarias. Esto es lo único importante.
Paneloux se sentó junto a Rieux. Parecía emocionado.
—Sí —dijo—, usted también trabaja por la salvación del hombre.
Rieux intentó sonreír.
—La salvación del hombre es una frase demasiado grande para mí. Yo no voy tan lejos. Es su salud lo que me interesa, su salud, ante todo.
Paneloux titubeó.
—Doctor —dijo.
Pero se detuvo. En su frente también aparecieron gotas de sudor. Murmuró «hasta luego» y sus ojos brillaron al levantarse. Ya se marchaba cuando Rieux que estaba reflexionando se levantó también y dio un paso hacia él.
—Vuelvo a pedirle perdón por lo de antes —le dijo—, una explosión así no se repetirá.
Paneloux le alargó la mano y dijo con tristeza:
—¡Y, sin embargo, no lo he convencido!
—¿Eso qué importa? —dijo Rieux—. Lo que yo odio es la muerte y el mal, usted lo sabe bien. Y quiéralo o no estamos juntos para sufrirlo y combatirlo.
Rieux retenía la mano de Paneloux.
—Ya ve usted —le dijo, evitando mirarle—. Dios mismo no puede separarnos ahora.
Desde que había entrado en los equipos sanitarios, Paneloux no había dejado los hospitales ni los lugares donde se encontraba la peste. Se había situado entre los hombres del salvamento en el lugar que creía que le correspondía, esto es, en el primero. No le había faltado el espectáculo de la muerte. Y aunque, en principio, estaba protegido por el suero, la aprensión por su propia suerte no había llegado a serle extraña. Aparentemente siempre había conservado la serenidad. Pero, a partir de aquel día en que había visto durante tanto tiempo morir a un niño, pareció cambiado. Se leía en su cara una tensión creciente. Y el día en que dijo a Rieux sonriendo que estaba preparando un corto tratado sobre el tema: «¿Puede un cura consultar a un médico?», el doctor tuvo la impresión de que se trataba de algo más serio de lo que decía Paneloux. Como el doctor manifestó el deseo de conocer ese trabajo, Paneloux le anunció que iba a pronunciar un sermón en la misa de los hombres y que en esta ocasión expondría algunos de sus puntos de vista.
—Yo quisiera que usted viniese, doctor; el tema le interesará.
El Padre pronunció un segundo sermón en un día de gran viento. A decir verdad, las filas de los asistentes no estaban tan tupidas como en el primero. En las circunstancias difíciles que atravesaba la ciudad, la palabra «novedad» había perdido su sentido. Además, la mayor parte de las gentes, cuando no habían abandonado enteramente sus deberes religiosos o cuando no los hacían coincidir con una vida personal profundamente inmoral, reemplazaban las prácticas ordinarias por supersticiones poco razonables. Preferían llevar medallas protectoras o amuletos de San Roque a ir a misa.
Se puede poner como ejemplo el uso inmoderado que nuestros conciudadanos hacían de las profecías. En la primavera se había esperado de un momento a otro el fin de la enfermedad, y nadie se preocupaba de pedir a los demás opiniones sobre la duración de la epidemia puesto que todo el mundo estaba persuadido de que pronto no la habría. Pero a medida que los días pasaban, empezaron a temer que aquella desdicha no tuviera verdaderamente fin, y al mismo tiempo aquel fin era el objeto de todas las esperanzas. Se pasaban de mano en mano diversas profecías de algunos magos o de santos de la Iglesia Católica. Ciertos impresores de la ciudad vieron pronto el partido que podían sacar de aquella novelería y propagaron en numerosos ejemplares los textos que circulaban. Dándose cuenta de que la curiosidad del público era insaciable, acabaron por emprender búsquedas en las bibliotecas municipales sobre todos los testimonios de ese género de que la tradición podía proveerles, y los repartieron por la ciudad. Cuando la historia misma empezó a estar escasa de profecías se las encargaron a los periodistas, que en este punto, por lo menos, resultaron tan competentes como sus modelos de los siglos pasados.
Algunas de estas profecías aparecían como folletín en los periódicos y no eran leídas con menos avidez que las historias sentimentales de los tiempos en que había salud. Muchos de esos vaticinios se apoyaban en cálculos caprichosos en los que intervenían el milésimo del año, el número de muertos y la suma de los meses pasados bajo el imperio de la peste. Otros establecían comparaciones con las grandes pestes de la historia buscando similitudes (que las profecías llamaban constantes) y por medio de cálculos no menos caprichosos pretendían sacar enseñanza para la presente. Pero los más apreciados por el público eran sin disputa los que en un lenguaje apocalíptico anunciaban series de acontecimientos que siempre podían parecer los que la ciudad iba experimentando y cuya complejidad permitía todas las interpretaciones. Nostradamus y Santa Odilia eran consultados a diario y siempre con fruto. Lo que había de común en todas las profecías es que, en fin de cuentas, eran todas ellas tranquilizadoras. Sólo la peste no lo era.
Con estas supersticiones habían substituido la religión nuestros conciudadanos, y por eso el sermón de Paneloux se oyó en una iglesia sólo llena en sus tres cuartas partes. La tarde del sermón, cuando llegó Rieux, el viento que se infiltraba en ráfagas cada vez que se abrían las puertas de la entrada circulaba libremente por entre los oyentes. El Padre subió al pulpito en una iglesia fría y silenciosa con una asistencia exclusivamente compuesta de hombres. Habló con un tono dulce y más meditado que la primera vez y, en varias ocasiones, los asistentes advirtieron cierta vacilación en su sermón. Cosa curiosa, ya no decía «Vosotros», sino «nosotros».
Su voz fue haciéndose más firme. Comenzó por recordar que desde hacía varios meses la peste estaba entre nosotros y que ahora ya la conocíamos bien por haberla visto tantas veces sentarse a nuestra mesa o a la cabecera de los que amábamos, caminar a nuestro lado o esperar nuestra llegada en el lugar donde trabajábamos. Ahora, pues, podíamos seguramente comprender mejor lo que nos iba diciendo sin cesar y que en el primer momento de sorpresa acaso no comprendimos bien. Lo que el Padre Paneloux había predicado en aquel mismo sitio seguía siendo cierto —o por lo menos esta era su convicción—. Pero acaso, como a todos puede suceder, y por esto se golpeaba el pecho, lo había pensado y lo había dicho sin caridad. Lo que seguía siendo cierto es que toda cosa deja algo en nosotros. La prueba más cruel es siempre beneficiosa para el cristiano. Y justamente lo que el cristiano debe procurar es encontrar su beneficio, y saber de qué está hecho ese beneficio, y cuál es el medio de encontrarlo.
En ese momento las gentes se arrellanaron un poco en los bancos y se colocaron en la forma más cómoda posible. Una de las hojas acolchadas de la puerta de entrada golpeaba suavemente: alguien se levantó para sujetarla. Y Rieux distraído por ese movimiento escuchó mal a Paneloux que seguía su sermón. Decía, poco más o menos, que no hay que intentar explicarse el espectáculo de la peste, sino intentar aprender de ella lo que se puede aprender. Rieux comprendió confusamente que, según el Padre, no había nada que explicar. Su atención pudo intensificarse cuando Paneloux dijo con firmeza que respecto a Dios había unas cosas que se podían explicar y otras que no. Había con certeza el bien o el mal. Había, por ejemplo, un mal aparentemente necesario y un mal aparentemente inútil. Don Juan hundido en los infiernos y la muerte de un niño. Pues si es justo que el libertino sea fulminado, el sufrimiento de un niño no se puede comprender. Y, a decir verdad, no hay nada sobre la tierra más importante que el sufrimiento de un niño, nada más importante que el horror que este sufrimiento nos pausa ni que las razones que procuraremos encontrarle. Por lo demás, en la vida Dios nos lo facilita todo, y hasta ahí la religión no tiene mérito. Pero en esto nos pone ante un muro infranqueable. Estamos, pues, ante la muralla de la peste y a su sombra mortal tenemos que encontrar nuestro beneficio. El Padre Paneloux no recurrió a las fáciles ventajas que le permitían escalar el muro. Hubiera podido decir que la eternidad de delicias que esperaba al niño le compensaría de su sufrimiento, pero, en verdad, no sabía nada. ¿Quién podría afirmar que una eternidad de dicha puede compensar un instante de dolor humano? No será ciertamente un cristiano, cuyo Maestro ha conocido el dolor en sus miembros y en su alma. No, el Padre seguiría al pie del muro fiel a este desgarramiento cuyo símbolo es la cruz, cara a cara con el sufrimiento de un niño. Y diría sin temor a los que escuchaban ese día: «Hermanos míos, ha llegado el momento en que es preciso creerlo todo o negarlo todo. Y ¿quién de entre vosotros se atrevería a negarlo todo?»
Rieux tuvo apenas tiempo de detenerse a pensar que el Padre estaba bordeando la herejía cuando éste seguía ya afirmando con fuerza que en esta imposición, en esta pura exigencia estaba el beneficio del cristiano. Ahí estaba también su virtud. El Padre sabía que lo que había de excesivo en la virtud de que iba a hablar desagradaría a muchos espíritus acostumbrados a una moral más indulgente y más clásica. Pero la religión del tiempo de peste no podía ser la religión de todos los días. Y si Dios puede admitir, e incluso desear, que el alma repose y goce en el tiempo de la dicha, la quiere extremada en los extremos de la desgracia. Dios hace hoy en día a sus criaturas el don de ponerlas en una desgracia tal que les sea necesario encontrar y asumir la virtud más grande, la de decidir entre Todo o Nada.
Un autor profano, de esto hace siglos, había pretendido revelar los secretos de la Iglesia afirmando que no hay Purgatorio. Daba como sobreentendido con esto que no había términos medios, que no había más que Paraíso e Infierno y que no se podía ser más que salvado o condenado, según se hubiese elegido. Esto era, según Paneloux, una herejía que sólo había podido nacer en un alma libertina. Pues lo cierto era que había un Purgatorio. Pero sin duda había ciertas épocas en las que ese Purgatorio no debía constituir una esperanza; había épocas en las que no se podía hablar de pecado venial. Todo pecado era mortal y toda indiferencia criminal. Todo era todo o no era nada.
Paneloux se detuvo y Rieux oyó en ese momento, por debajo de las puertas, los quejidos del viento que parecían redoblarse. El Padre decía que la virtud de aceptación total de que estaba hablando no debía ser comprendida en el restringido sentido que se le daba de ordinario; no se trataba de la trivial resignación ni siquiera de la difícil humildad. Se trataba de humillación, porque el sufrimiento de un niño es humillante para la mente y el corazón, pero precisamente por eso hay que pasar por ello. Precisamente por eso —y Paneloux aseguraba a sus oyentes que lo que iba a decir era difícil de decir— había que quererlo porque Dios lo quería, únicamente así el cristiano no soslayará nada, y sin otra salida, irá al fondo de la decisión esencial. Elegirá creer en todo por no verse reducido a negar todo. Y como las buenas mujeres que en las iglesias, en esos momentos, habiendo oído decir que los bubones que se forman son la vía natural por donde el cuerpo expulsa la infección, dice: «Dios mío, dadles los bubones», el cristiano se abandonará a la voluntad divina aunque le sea incomprensible. No se puede decir: «Esto lo comprendo, pero esto otro es inaceptable». Hay que saltar al corazón de lo inaceptable que se nos ofrece, justamente para que podamos hacer nuestra elección. El sufrimiento de los niños es nuestro pan amargo, pero sin ese pan nuestras almas perecerían de hambre espiritual.
Aquí, el pequeño bullicio que se oía en las pausas del Padre Paneloux empezó a hacerse sentir, pero súbitamente el predicador recomenzó con energía, como si se dispusiera a preguntar a sus oyentes cuál era la conducta que había que seguir. El Padre Paneloux sospechaba que todos estaban a punto de pronunciar la terrible palabra: fatalismo. Pues bien, no retrocedería ni ante ese término siempre que pudiera añadirle el adjetivo «activo». Ciertamente, tenía que repetirlo, no había que imitar a los cristianos de Abisinia, de los cuales ya había hablado. Tampoco había que imitar a los apestados de Persia, que lanzaban sus harapos sobre los equipos sanitarios cristianos invocando al cielo a voces para que diese la peste a los infieles, que querían combatir el mal enviado por Dios. Pero tampoco, ni mucho menos, había que imitar a los monjes de El Cairo que en las epidemias del siglo pasado daban la comunión cogiendo la hostia con pinzas para evitar el contacto de aquellas bocas húmedas y calientes donde la infección podía estar dormida. Los pestíferos persas y los monjes pecaban igualmente; pues para los primeros el sufrimiento de un niño no contaba y para los segundos, por el contrario, el miedo, harto humano, al dolor lo había invadido todo. En los dos casos, el problema era soslayado. Todos seguían Sordos a la voz de Dios. Pero había otros ejemplos que Paneloux quería recordar. Según el cronista de la gran peste de Marsella, de los ochenta y un religiosos del convento de la Merced sólo cuatro sobrevivieron a la fiebre, y de esos cuatro tres huyeron. Esto es lo que dijeron los cronistas y su oficio no les obligaba a decir más. Pero al leer estas crónicas, todo el pensamiento del Padre Paneloux iba hacia aquel que había quedado solo, a pesar de los setenta y siete muertos y, sobre todo, a pesar del ejemplo de sus tres hermanos. Y el Padre, pegando con un puño en el borde del pulpito, gritó: «¡Hermanos míos, hay que ser ese que se queda!»
No se trataba de rechazar las precauciones, el orden inteligente que la sociedad impone al desorden de una plaga. No había que escuchar a esos moralistas que decían que había que ponerse de rodillas y abandonarlo todo. Había únicamente que empezar a avanzar en las tinieblas, un poco a ciegas, y procurar hacer el bien. Pero, por lo demás, había que perseverar y optar por encomendarse a Dios, incluso ante la muerte de los niños, y sin buscar subterfugios personales.
Aquí el Padre Paneloux evocó la figura del Obispo Belzunce durante la peste de Marsella. Recordó que el obispo hacia el fin de la epidemia, habiendo hecho todo lo que debía hacer y creyendo que no había ningún remedio, se encerró con víveres para subsistir en su casa e hizo tapiar la puerta. Los habitantes de la ciudad, para los que había sido un ídolo, por una transformación del sentimiento, frecuente en los casos del extremo dolor, se indignaron contra él, rodearon su casa de cadáveres para infectarlo y hasta arrojaron cuerpos por encima de las tapias para hacerlo perecer con más seguridad. Así, el obispo, por una debilidad, había creído aislarse en el mundo de la muerte, y los muertos le habían caído del cielo sobre la cabeza. Así también nosotros debemos persuadirnos de que no hay una isla en la peste. No, no hay término medio. Hay que admitir lo que nos causa escándalo porque si no habría que escoger entre amar a Dios u odiarle. Y ¿quién se atrevería a escoger el odio a Dios?
«Hermanos míos —dijo al fin Paneloux, anunciando que iba a terminar—, el amor de Dios es un amor difícil. Implica el abandono total de sí mismo y el desprecio de la propia persona. Pero sólo Él puede borrar el sufrimiento y la muerte de los niños, sólo Él puede hacerla necesaria, mas es imposible comprenderla y lo único que nos queda es quererla. Esta es la difícil lección que quiero compartir con vosotros. Esta es la fe, cruel a los ojos de los hombres, decisiva a los ojos de Dios, al cual hay que acercarse. Es preciso que nos pongamos a la altura de esta imagen terrible. Sobre esa cumbre todo se confundirá y se igualará, la verdad brotará de la aparente injusticia. Por esto en muchas iglesias del Mediodía de Francia duermen los pestíferos desde hace siglos bajo las losas del coro, y los sacerdotes hablan sobre sus tumbas, y el espíritu que propagan brota de estas cenizas en las que también los niños pusieron su parte».
Al salir Rieux, una violenta corriente de aire se arremolinó en la puerta entreabierta y azotó en plena cara a los fieles. Trajo hasta la iglesia un olor a lluvia, un perfume de aceras mojadas que hacía adivinar el aspecto de la ciudad antes de haber salido. A un cura ya de edad, y a un joven diácono que salía con él, delante de Rieux, les fue difícil sujetar sus sombreros. El más viejo no dejó sin embargo de comentar el sermón. Reconocía y admiraba la elocuencia de Paneloux pero se inquietaba por el atrevimiento de las ideas que el Padre había expuesto. Le parecía que aquel sermón demostraba más inquietud que fuerza y a la edad de Paneloux un sacerdote no tiene derecho a estar inquieto. El joven diácono, con la cabeza baja para protegerse del viento, aseguró que él frecuentaba mucho al Padre, que estaba al corriente de su evolución y que su tratado sería todavía mucho más atrevido y seguramente no obtendría el imprimátur.
—Entonces ¿cuál es su idea? —le dijo el viejo.
Había llegado al atrio y el viento aullante les envolvía, cortando la palabra al más joven. Cuando pudo hablar dijo solamente:
—Si un cura consulta a un médico, hay contradicción.
Cuando Rieux lo comentó con Tarrou, éste le dijo que él conocía un cura que había perdido la fe durante la guerra al ver la cara de un joven con los ojos saltados.
—Paneloux tiene razón —dijo Tarrou—. Cuando la inocencia puede tener los ojos saltados, un cristiano tiene que perder la fe o aceptar tener los ojos saltados. Paneloux no quiere perder la fe: irá hasta el final. Esto es lo que ha querido decir.
Esta observación de Tarrou ¿permite aclarar un poco los acontecimientos desdichados que sobrevinieron y en los que la conducta de Paneloux pareció incomprensible a los que lo rodeaban? Júzguese por lo que sigue.
Unos días después del sermón, Paneloux tuvo que ocuparse de su mudanza. Fue el momento en que la evolución de la enfermedad provocó en la ciudad constantes traslados. Y así como Tarrou había tenido que dejar su hotel para alojarse en casa de Rieux, el Padre tuvo que dejar el departamento donde su orden lo había instalado para ir a vivir a casa de una vieja señora frecuentadora de iglesias y todavía indemne de la peste. Durante la mudanza, el Padre sintió crecer su cansancio y su angustia, y a causa de ello perdió la estimación de su hospedadora, pues habiéndole ésta elogiado calurosamente los méritos de la profecía de Santa Odilia, el Padre había mostrado una ligera impaciencia, debido, seguramente, a su agotamiento. Por más que se esforzó después de obtener de la señora al menos una benévola neutralidad, no pudo lograrlo: le había hecho mala impresión. Y todas las noches, antes de irse a su cuarto invadido por oleadas de puntillas de crochet, tenía que ver la espalda de su hospedadora sentada en el salón y llevarse el recuerdo del «buenas noches» que le dirigía secamente sin volverse. En una de esas noches, al ir a acostarse, zumbándole los oídos, sintió que se desencadenaba en su pulso y en sus sienes la marea de una fiebre que venía incubándose hacía días.
Lo que sucedió después, sólo fue conocido por los relatos de la dueña de casa.
Por la mañana la señora se había levantado temprano. Extrañada de no ver salir al Padre de su cuarto, después de mucho dudar se había decidido a llamar a la puerta. El Padre estaba todavía acostado, había pasado una noche de insomnio. Sufría de opresión en el pecho y parecía más congestionado que de costumbre. Según sus propios términos, le había propuesto con cortesía llamar a un médico, pero su proposición había sido rechazada con una violencia que consideraba lamentable y no había podido hacer más que retirarse. Un poco más tarde, el Padre había tocado el timbre y la había hecho llamar. Se había excusado por su movimiento del mal humor y le había dicho que no podía tratarse de la peste porque no sentía ninguno de los síntomas característicos, sino que debía ser un cansancio pasajero. La señora le había respondido con dignidad que su proposición no había sido inspirada por una inquietud en ese orden: no se había preocupado por su propia seguridad que estaba en las manos de Dios, sino que había pensado únicamente en la salud del Padre, de la que, en parte, se sentía responsable. Como él seguía sin decir nada, la señora, deseando según ella cumplir enteramente con su deber, le había propuesto otra vez llamar al médico. El Padre se había negado de nuevo, pero añadiendo ciertas explicaciones que ella había encontrado muy confusas. Creía haber comprendido tan sólo, y esto era precisamente lo que le resultaba incomprensible, que el Padre rehusaba la consulta porque no estaba de acuerdo con sus principios. La señora había sacado en conclusión que la fiebre trastornaba las ideas de su huésped, y se había limitado a llevarle una tisana.
Siempre decidida a llenar con exactitud las obligaciones que la situación le creaba, había ido regularmente cada dos horas a verle y lo que más le había impresionado era la agitación incesante en que el Padre había pasado el día. Tan pronto arrojaba las ropas de la cama como las recogía, pasándose sin cesar las manos por la frente húmeda y enderezándose para intentar toser con una tos ahogada, ronca y espesa, que parecía un desgarramiento. Era como si luchase con la imposibilidad de arrancar del fondo de su garganta tapones de algodón que estuviesen ahogándole. Al final de estas crisis se dejaba caer hacia atrás con todos los síntomas del agotamiento. Por último se incorporó a medias y se quedó mirando al espacio que estaba en frente, con una fijeza más vehemente que la agitación anterior. Pero la señora no se atrevió todavía a llamar al médico por no contrariarle. Podía ser un simple acceso de fiebre, por muy espectacular que pareciese.
A primeras horas de la tarde intentó nuevamente hablar al Padre y no obtuvo como respuesta más que palabras confusas. Repitió su proposición, pero entonces el Padre, incorporándose medio ahogado, le respondió claramente que no quería médico. En ese momento la señora decidió esperar hasta la mañana siguiente y si el Padre no había mejorado telefonear al número que la agencia Ransdoc repetía diez veces al día, por la radio. Siempre alerta a sus deberes tenía la intención de visitar a su huésped por la noche y tener cuidado de él. Pero por la noche, después de haberle dado la tisana, se echó un poco en su cama y durmió hasta el amanecer. Corrió al cuarto del Padre.
Estaba tendido sin movimiento. A la extrema congestión de la víspera había sucedido una especie de palidez tanto más sensible cuanto que las facciones de la cara estaban aún llenas. El Padre miraba fijamente la pequeña araña de cuentas multicolores que colgaba sobre la cama. Al entrar la señora volvió la cabeza. Según ella, parecía que lo hubiesen apaleado durante toda la noche y que hubiera perdido la capacidad de reaccionar. Ella le preguntó cómo se encontraba y con una voz que le pareció asombrosamente indiferente dijo que se encontraba mal, que no necesitaba médico y que era suficiente que le llevasen al hospital para que todo estuviese en regla. La señora, aterrada, corrió al teléfono.
Rieux llegó al mediodía. A las explicaciones de la señora respondió solamente que Paneloux tenía razón y que debía ser ya demasiado tarde. El Padre le acogió con el mismo aire indiferente. Rieux le reconoció y quedó sorprendido de no encontrar ninguno de los síntomas principales de la peste bubónica o pulmonar, fuera del ahogo y la opresión del pecho.
—No tiene usted ninguno de los síntomas principales de la enfermedad —le dijo—, pero en realidad no puedo asegurar nada; tengo que aislarlo.
El Padre sonrió extrañamente, como con cortesía, pero se calló. Rieux salió para telefonear y en seguida volvió y se quedó mirando al Padre.
—Yo estaré cerca de usted —le dijo con dulzura. El Padre se reanimó un poco y levantó hacia el doctor sus ojos a los que pareció volver una especie de calor. Después articuló tan difícilmente que era imposible saber si lo decía con tristeza o no:
—Gracias. Pero los religiosos no tienen amigos. Lo tienen todo puesto en Dios.
Pidió el crucifijo que estaba en la cabecera de la cama y cuando se lo dieron se quedó mirándolo.
En el hospital, Paneloux no volvió a separar los dientes. Se abandonó como una cosa inerte a todos los tratamientos que le impusieron, pero no soltó el crucifijo. Sin embargo, el caso del Padre seguía siendo ambiguo. La duda persistía en la mente de Rieux. Era la peste y no era la peste. Además, desde hacía algún tiempo parecía que la peste se complacía en despistar los diagnósticos. Pero en el caso del Padre Paneloux la continuación demostró que esta incertidumbre carecía de importancia.
La fiebre subió. La tos se hizo cada vez más ronca y torturó al enfermo durante todo el día. Por la noche, al fin, el Padre expectoró aquel algodón que le ahogaba: estaba rojo. En medio de la borrasca de la fiebre, Paneloux permaneció con su mirada indiferente y cuando a la mañana siguiente lo encontraron muerto, medio caído fuera de la cama, sus ojos no expresaban nada. Se inscribió en su ficha: «Caso dudoso».
La fiesta de Todos los Santos no fue ese año como otras veces. En verdad, el tiempo era de circunstancias: había cambiado bruscamente y los calores tardíos habían cedido la plaza, de golpe, al fresco. Como los otros años un viento frío soplaba continuamente. Grandes nubes corrían de un lado a otro del horizonte, cubriendo de sombras las casas, sobre las que volvía a caer, después que pasaban, la luz fría y dorada del cielo de noviembre. Los primeros impermeables habían hecho su aparición. Pero se notaba que había un número sorprendente de telas cauchutadas y brillantes. Los periódicos habían informado que doscientos años antes, durante las grandes pestes del Mediodía, los médicos se vestían con telas aceitadas para preservarse y los comercios se aprovechaban de esto para colocar un surtido inmenso de trajes pasados de moda, gracias a los cuales cada uno esperaba quedar inmune.
Pero todos estos rasgos de la estación no podían hacer olvidar que los cementerios estaban desiertos. Otros años los tranvías iban llenos del olor insulso de los crisantemos, y procesiones de mujeres se encaminaban a los lugares donde los suyos estaban enterrados para poner flores en sus tumbas. Era el día en que se trataba de compensar a los muertos del aislamiento y el olvido en que se les había tenido durante largos meses. Pero este año nadie quería pensar en los muertos, precisamente porque se pensaba demasiado. Ya no se trataba de ir hacia ellos con un poco de nostalgia y melancolía, ya no eran los abandonados ante los que hay que ir a justificarse una vez al año; eran los intrusos que se procura olvidar. Por eso el Día de los Muertos fue ese año, en cierto modo, escamoteado. Según Cottard, en quien Tarrou encontraba un lenguaje cada vez más irónico, todos los días eran el Día de los Muertos.
Y realmente los fuegos de la peste ardían con una alegría cada vez más grande en el horno crematorio. Llegó un día en que el número de muertos aumentó más; parecía que la peste se hubiera instalado cómodamente en su paroxismo y que diese a sus crímenes cotidianos la precisión y la regularidad de un buen funcionario. En principio, y según la opinión de las personas competentes, este era un buen síntoma. Al doctor Richard, por ejemplo, el gráfico de los progresos de la peste con su subida incesante y después la larga meseta que le sucedía, le parecía enteramente reconfortante: «Es un buen gráfico, es un excelente gráfico», decía. Opinaba que la enfermedad había alcanzado lo que él llamaba un rellano. Ahora, seguramente, empezaría ya a decrecer. Atribuía el mérito de esto al nuevo suero de Castel que acababa de obtener algunos éxitos imprevistos. El viejo Castel no lo contradecía, pero creía que, de hecho, nada se podía probar, pues la historia de las epidemias señala imprevistos rebotes. La prefectura, que desde hacía tanto tiempo deseaba llevar un poco de calma al espíritu público, sin que la peste se lo hubiese permitido hasta tanto, se proponía reunir a los médicos para pedirles un informe sobre el cambio actual, cuando, de pronto, el doctor Richard fue arrebatado por la peste, precisamente en el rellano de la enfermedad.
La prefectura, ante este ejemplo impresionante, sin duda, pero que después de todo no probaba nada, volvió al pesimismo con la misma inconsecuencia con que primero se había entregado al optimismo. Castel se limitó a preparar su suero lo más cuidadosamente posible. Ya no había un solo edificio público que no hubiera sido transformado en hospital o en lazareto, y si todavía se respetaba la prefectura era porque había que conservar aquel sitio para reunirse. Pero en general, vista la estabilidad relativa de la peste en esta época, la organización dirigida por Rieux no llegó a ser sobrepasada. Los médicos y los ayudantes que contribuían con un esfuerzo agotador no se veían obligados a imaginar que les esperasen esfuerzos mayores, únicamente tenían que continuar con regularidad aquel trabajo, por así decir, sobrehumano. Las formas pulmonares de la infección que se habían manifestado ya antes, se multiplicaron en los cuatro extremos de la ciudad, como si el viento prendiese y activase incendios en los pechos. En medio de vómitos de sangre, los enfermos eran arrebatados mucho más rápidamente. El contagio parecía ser ahora más peligroso con esta nueva forma de la epidemia. En verdad las opiniones de los especialistas habían sido siempre contradictorias sobre este punto. Para mayor seguridad, el personal sanitario seguía respirando bajo máscaras de gasa desinfectada. A primera vista, la enfermedad parecía que hubiera debido extenderse, pero como los casos de peste bubónica disminuían, la balanza estaba en equilibrio.
Se podía tener también otros motivos de inquietud a causa de las dificultades en el aprovisionamiento que crecían cada vez más. La especulación había empezado a intervenir y sólo se conseguían a precios fabulosos los artículos de primera necesidad que faltaban en el mercado ordinario. Las familias pobres se encontraban, así, en una situación muy penosa, mientras que las familias ricas no carecían casi de nada. Aunque la peste, por la imparcialidad eficiente que usaba en su ministerio, hubiera debido afirmar el sentido de igualdad en nuestros conciudadanos, el juego natural de los egoísmos hacía que, por el contrario, agravase más en el corazón de los hombres el sentimiento de la injusticia. Quedaba, claro está, la verdad irreprochable de la muerte, pero a ésa nadie la quería.
Los pobres, que de tal modo pasaban hambre, pensaban con más nostalgia todavía en las ciudades y en los campos vecinos, donde la vida era libre y el pan no era caro. Puesto que no se podía alimentarlos suficientemente, sentían, aunque sin razón, que hubieran debido dejarlos partir. De tal modo que había acabado por aparecer una consigna que se leía en las paredes o que otras veces gritaban al paso del prefecto: «Pan o espacio». Esta fórmula irónica daba la medida de ciertas manifestaciones rápidamente reprimidas, pero cuyo carácter de gravedad no pasaba inadvertido.
Los periódicos, naturalmente, obedecían a la orden de optimismo a toda costa que habían recibido. Leyéndolos, lo que caracterizaba la situación era «el ejemplo conmovedor de serenidad y sangre fría» que daba la población. Pero en una ciudad cerrada, donde nada podía quedar secreto, nadie se engañaba sobre «el ejemplo» dado por la comunidad. Y para tener una idea de la serenidad y sangre fría en la cuestión, bastaba con entrar en un lugar de cuarentena o en uno de los campos de aislamiento que habían sido organizados por la dirección. Sucede que el cronista ocupado en otros sitios no los ha conocido y por esto no puede citar aquí más que el testimonio de Tarrou. Tarrou cuenta en sus cuadernos una visita que hizo con Rambert al campo instalado en el estadio Municipal. El estadio se encuentra casi en las puertas de la ciudad y da por un lado sobre la calle por donde pasan los tranvías y por otro sobre terrenos baldíos que se extienden hasta el borde de la meseta donde está construida la ciudad. El estadio está rodeado por altos muros de cemento, así que bastó con poner centinelas en las cuatro puertas de entrada para hacer difícil la evasión. Igualmente, los muros impedían a las gentes del exterior importunar con su curiosidad a los desgraciados que estaban en cuarentena. En cambio, éstos, a lo largo del día, oían, sin verlos, los tranvías que pasaban, y adivinaban, por el ruido más o menos grande que arrastraban con ellos, las horas de entrada o salida de las oficinas. Sabían también que la vida continuaba a unos metros de allí y que los muros de cemento separaban dos universos más extraños el uno al otro que si estuvieran en planetas diferentes.
Fue un domingo por la tarde cuando Tarrou y Rambert decidieron dirigirse al estadio. Iban acompañados por González, el jugador de fútbol con quien Rambert se había encontrado y que había terminado por acceder a dirigir por turnos la vigilancia del estadio. Rambert tenía que presentarse al administrador del campo. González le había dicho a las dos, en el momento de encontrarse, que aquella era la hora en que antes de la peste se cambiaba de ropa para comenzar el match. Ahora que los estadios habían sido incautados esto ya no era posible y González se sentía, y ese era su aspecto, un hombre de más. Esta era una de las razones que le habían llevado a aceptar la vigilancia, a condición de no tener que ejercerla más que los fines de semana. El cielo estaba cubierto a medias y González, mirando hacia arriba, comentó que este tiempo, ni lluvioso ni caluroso, era el más favorable para un buen partido. Empezó a evocar a su modo el olor de la embrocación de los vestuarios, las tribunas atestadas, las camisetas de colores vivos sobre el terreno amarillento, las limonadas de la primavera y las gaseosas del verano que pican en la garganta reseca con mil agujas refrescantes. Tarrou notó también que durante todo el trayecto, a través de las calles del barrio llenas de baches, el jugador no dejaba de dar patadas a todas las piedras que encontraba. Procuraba lanzarlas bien dirigidas a las bocas de las alcantarillas y si acertaba decía: «uno a cero». Cuando terminaba un cigarro, escupía la colilla hacia delante e intentaba darle con el pie. Cerca ya del estadio, unos niños que estaban jugando tiraron una pelota hacia el grupo que pasaba y González se apresuró a devolverla con precisión.
Entraron, al fin, en el estadio. Las tribunas estaban llenas de gente, pero el terreno estaba cubierto por varios centenares de tiendas rojas, dentro de las cuales se veían catres y morrales. Se había reservado las plataformas para que los internados pudieran guarecerse del calor o de la lluvia. Lo único que tenían que hacer era volver a colocar las tiendas al ponerse el sol. Debajo de las tribunas estaban las duchas que habían instalado, y los antiguos vestuarios de los jugadores habían sido transformados en despachos o en enfermerías. La mayor parte de los interesados estaba en las tribunas, otros erraban por las gradas. Algunos estaban sentados a la entrada de su tienda y paseaban sobre las cosas una mirada vaga. En las tribunas, algunos estaban tumbados y parecían esperar.
—¿Qué hacen durante todo el día? —preguntó Tarrou a Rambert.
—Nada.
Efectivamente, casi todos llevaban los brazos colgando y las manos vacías. Esta inmensa asamblea de hombres era extrañamente silenciosa.
—Los primeros días, no podía uno entenderse aquí —dijo Rambert—, pero a medida que pasa el tiempo van hablando cada vez menos.
Según sus notas, Tarrou los comprendía, y los veía al principio metidos en sus tiendas ocupadas en oír volar las moscas o en rascarse vociferando su cólera o su miedo cuando encontraban orejas complacientes. Ahora no les quedaba más que callarse y desconfiar. Había una especie de desconfianza que caía del cielo gris, y, sin embargo, luminoso, sobre el campo rojizo.
Sí, todos tenían aire de desconfianza. Puesto que les habían separado de los otros no sería sin razón, y se les veía que buscaban sus razones y que temían. Todos los que Tarrou observaba tenían miradas errantes, todos parecían sufrir de la separación de aquello que constituye su vida. Y como no podían pensar siempre en la muerte, no pensaban en nada. Estaban vacantes. «Pero lo peor —escribía Tarrou— es que están olvidados y lo saben. Los que los conocen los han olvidado porque están pensando en otra cosa y esto es comprensible. Los que los quieren los han olvidado también porque tienen que ocuparse de gestiones y proyectos para hacerlos salir. Esto también es normal. Y en fin de cuentas, uno ve que nadie es capaz de pensar realmente en nadie, ni siquiera durante la mayor de las desgracias. Pues pensar realmente en alguien es pensar minuto tras minuto, sin distraerse con nada, ni con los cuidados de la casa, ni con la mosca que vuela, ni con las comidas, ni con las picazones. Pero siempre hay moscas y picazones. Por esto la vida es tan difícil de vivir, y ellos lo saben bien».
El administrador que venía hacia ellos les dijo que un tal señor Othon quería verles. Condujo a González a su despacho y después les llevó hacia un rincón de las tribunas donde el señor Othon, que se mantenía apartado, se levantó para saludarlos. Estaba vestido como siempre y llevaba el mismo cuello duro. Tarrou notó únicamente que sus tufos de las sienes estaban más despeinados y que llevaba desatado el cordón de un zapato. El juez tenía aspecto muy cansado y no miró ni una sola vez a sus interlocutores a la cara. Dijo que se alegraba mucho de verles y que les encargaba dar las gracias al doctor Rieux por todo lo que había hecho. Ellos se callaron.
—Tengo la esperanza —dijo el juez después de un rato— de que Jacques no haya sufrido demasiado.
Era la primera vez que Tarrou le oía pronunciar el nombre de su hijo y comprendió que algo había cambiado en él. El sol bajaba hacia el horizonte y por entre dos nubes entraban sus rayos oblicuamente hasta las tribunas, dorando las caras de los tres hombres.
—No —dijo Tarrou—, verdaderamente, no creo que haya sufrido.
Cuando se retiraron, el juez siguió mirando hacia el lado por donde venía el sol.
Fueron a decir adiós a González que estaba estudiando un cuadro de vigilancia por turnos. El jugador les estrechó las manos sonriendo. —Por lo menos he vuelto a los vestuarios —dijo—, esa es la cosa.
Poco después, cuando el administrador les acompañaba hacia la salida, un enorme chicharreo se oyó en las tribunas: eran los altavoces que en otros sitios servían para anunciar el resultado de los matches o para presentar los equipos, y que ahora advertían gangosamente que los internados debían volver a sus tiendas para que la comida de la tarde pudiera serles distribuida. Los hombres dejaron lentamente las tribunas y se recogieron a sus tiendas arrastrando los pies. Cuando todos estuvieron preparados, dos carritos eléctricos, como los que se ven en las estaciones, pasaron por entre las tiendas llevando grandes marmitas. Los hombres alargaban la mano, dos cucharones se hundían en las dos marmitas, saliendo cargados para aterrizar en dos escudillas. El coche volvía a ponerse en marcha y lo mismo se repetía en la tienda siguiente.
—Es científico —dijo Tarrou al administrador.
Había llegado el crepúsculo y el cielo se había despejado. Una luz suave y fresca bañaba el campo. En la paz de la tarde se oyeron ruidos de platos y cucharas por todas partes. Algunos murciélagos revoloteaban sobre las tiendas y desaparecían rápidamente. Un tranvía chirrió en la aguja, del otro lado de los muros.
—Pobre juez —murmuró Tarrou al salir—. Habría que hacer algo por él, pero ¿qué se puede hacer por un juez?
Había también en la ciudad otros muchos campos de los que el cronista por escrúpulo y por falta de información directa no puede decir nada. Pero lo que sí puede decir es que la existencia de esos campos, el olor a hombres que venía de ellos, los enormes ruidos de los altavoces al caer de la tarde, el misterio de los muros y el miedo de esos lugares reprobados pesaban sobre la moral de nuestros conciudadanos y añadían confusión y malestar. Los incidentes y los conflictos con la administración se multiplicaron.
A fin de noviembre las mañanas llegaron a ser muy frías. Lluvias torrenciales lavaron el suelo, a chorros, limpiaron el cielo y lo dejaron puro, sin nubes, sobre las calles relucientes. Por las mañanas un sol débil esparcía sobre la ciudad una luz refulgente y fría. Hacia la tarde, por el contrario, el aire volvía a hacerse tibio. Este fue el momento que Tarrou eligió para franquearse un poco con el doctor Rieux.
Una noche, a eso de las diez, después de una larga y agotadora jornada, Tarrou acompañó a Rieux que iba a hacer su visita de la tarde al viejo asmático. El cielo brillaba suavemente sobre las casas del barrio.
En los cruces de algunas calles oscuras, un ligero viento soplaba sin ruido. Del silencio de aquellas calles pasaron al parloteo del viejo. Éste les dijo que había muchos descontentos, que las tajadas son siempre para los mismos, que tanto va el cántaro a la fuente que al fin se rompe y que probablemente, aquí se frotaba las manos, habría gresca. El doctor le prodigó sus cuidados sin que él dejase de lamentar los acontecimientos.
Oyeron pasos sobre el techo. La mujer del viejo, viendo el interés de Tarrou por aquel ruido, les explicó que los vecinos salían a la terraza. Dijo también que había muy bonita vista, desde allá arriba, y que las terrazas de casi todas las casas tocaban, comunicándose por algún lado, y así podían las mujeres del barrio visitarse sin salir a la calle.
—Sí —dijo el viejo—, suban un poco. Allá arriba hay buen aire.
Encontraron la terraza sola y provista de tres sillas. De un lado, tan lejos como alcanzaba la vista, no se distinguían más que terrazas que acababan por quedar adosadas a una masa oscura y rocosa que correspondía a la primera colina. Del otro lado, por encima de algunas calles y del puerto que no era visible, la mirada se sumergía en un horizonte en el que el cielo y el mar se unían en una palpitación idéntica. Más allá de donde sabían que quedaban los acantilados, una claridad cuyo origen no se alcanzaba a ver aparecía y desaparecía regularmente: el faro del paso, desde la primavera, se encendía para los barcos que debían desviarse hacia otros puertos. En el cielo barrido y pulido por el viento brillaban las estrellas puras y la claridad lejana del faro esparcía de cuando en cuando una ráfaga cenicienta. La brisa traía olores de especias y de rocas. El silencio era absoluto.
—Qué buen tiempo hace —dijo Rieux sentándose—. Es como si la peste no hubiese llegado hasta aquí.
Tarrou, de espaldas a él, miraba el mar.
—Sí —dijo después de un rato—, hace buen tiempo.
Vino a sentarse junto al doctor y lo miró atentamente. Tres veces se apareció un resplandor en el cielo. De las profundidades de la calle llegó hasta ellos ruido de platos. Una puerta golpeó dentro de la casa.
—Bueno —dijo Tarrou con un tono enteramente natural—, ¿usted no ha procurado nunca saber quién soy yo? ¿Me tiene usted alguna amistad?
—Sí —respondió el doctor—, se la tengo. Pero hasta ahora nos ha faltado el tiempo.
—Si es así, me tranquiliza. ¿Quiere usted que este momento sea el momento de la amistad?
Por toda respuesta Rieux le sonrió.
—Bueno, pues, ahí va...
En alguna calle lejana un auto pareció resbalar en el pavimento mojado y según se alejaba se perdieron detrás de él algunas exclamaciones confusas que habían roto un momento el silencio. Después, el silencio volvió a caer sobre los dos hombres con todo su peso de cielo y de estrellas. Tarrou se había levantado para apoyarse en la baranda de la terraza frente a Rieux, que seguía hundido en su silla. Sólo se veía su figura maciza recortada contra el cielo. Habló durante mucho tiempo y he aquí poco más o menos su discurso reconstruido.
«Digamos para simplificar, Rieux, que yo padecía ya de la peste mucho antes de conocer esta actitud y esta epidemia. Basta con decir que soy como todo el mundo. Pero hay gentes que no lo saben o que se encuentran bien en ese estado y hay gentes que lo saben y quieren salir de él. Siempre he querido salir.
»Cuando yo era joven vivía con la idea de mi inocencia, es decir, sin ninguna idea. No soy del género de los atormentados, yo empecé bien. Todo me salía como es debido, estaba a mi gusto en el terreno de la inteligencia y mucho más en el de las mujeres. Si tenía alguna inquietud se iba como había venido. Un día empecé a reflexionar.
»Tengo que advertirle que yo no era pobre como usted. Mi padre era abogado general, que es una buena situación. Sin embargo, no se daba ninguna importancia, era de natural bonachón. Mi madre era sencilla y apagada, no he dejado de quererla nunca, pero prefiero no hablar de ella. Él se ocupaba de mí con cariño y creo que hasta intentaba comprenderme. Seguramente tenía aventuras por ahí, ahora creo saberlo, y claro está que estoy lejos de indignarme por ello. Se conducía en todo como era de esperar, sin herir a nadie. Por decirlo en dos palabras, no era muy original, y hoy que ya ha muerto, me doy cuenta de que si no vivió como un santo tampoco fue una mala persona. Estaba en el justo medio, eso es todo, era el tipo de hombre por quien se puede sentir un razonable afecto, que puede durar.
»Pero tenía una particularidad: la gran guía Chaix era su libro de cabecera. No es que viajase mucho: sólo viajaba en las vacaciones para ir a Bretaña, donde tenía una pequeña propiedad. Pero era capaz de decirle a usted exactamente las horas de salida y de llegada del tren París-Berlín, las combinaciones de los horarios que había que hacer para ir de Lyon a Varsovia, el número exacto de kilómetros que había entre las capitales que usted escogiese. ¿Podría decir cómo hay que ir de Briançon a Chamonix? Hasta un jefe de estación se perdería. Bueno, pues mi padre no se perdía en modo alguno. Se ejercitaba todas las noches en enriquecer sus conocimientos en esta materia y estaba orgulloso de ello. A mí me divertía mucho hacerle preguntas y comprobarlas en la Chaix, reconociendo que no se equivocaba. Esos pequeños ejercicios nos unían mucho, pues yo era para él un auditorio cuya buena voluntad sabía apreciar. Yo por mi parte creía que esta superioridad suya en ferrocarriles valía tanto como cualquier otra.
»Pero estoy insistiendo en esto y no quiero dar demasiada importancia a este hombre decente. En resumen: él no tuvo más que una influencia indirecta en mi determinación. A lo más me proporcionó una ocasión. Cuando cumplí los diecisiete años mi padre me invitó un día a ir a oírle. Se trataba de un asunto importante en los Tribunales y seguramente él creyó que quedaría muy bien a mis ojos. Creo también que contaba con que este acto, propio para impresionar a las mentes jóvenes, influiría en mí para decidirme a elegir la misma carrera que él había seguido. Yo acepté por complacerle y también porque tenía curiosidad de verle y oírle representando un papel tan diferente del que hacía entre nosotros. No pensé en otra cosa. Lo que pasaba en un tribunal me había parecido siempre tan natural e inevitable como una revista militar del 14 de Julio o una distribución de premios. Tenía de todo ello una idea muy abstracta que no me desagradaba.
»Sin embargo, no conservo de ese día más que una sola imagen: la del culpable. Yo creo que era culpable, realmente, poco importa de qué. Pero aquel hombrecillo de pelo rojo y ralo, de unos treinta años, parecía tan decidido a reconocerlo todo, tan sinceramente alterado por lo que había hecho y por lo que iban a hacerle, que al cabo de unos minutos yo ya no tuve ojos más que para él. Tenía el aspecto de un búho deslumbrado por una luz demasiado viva. El nudo de la corbata no se le ajustaba al nacimiento del cuello. Se mordía las uñas de una sola mano, la derecha... En fin, no insisto, ya comprende usted; estaba vivo.
»Pero yo me di cuenta de ello bruscamente, cuando hasta aquel momento no le había visto más que a través de la cómoda categoría del “inculpado”. No puedo decir que me olvidase de mi padre, pero había algo que me oprimía el estómago y me impedía toda atención que no fuese la que prestaba al reo. No escuchaba nada de lo que decían: sentía solamente que querían matar a aquel ser viviente y un instinto, formidable como una ola, me llevaba a ponerme de su lado, con una especie de ceguera obstinada. No me desperté de este delirio hasta que empezó mi padre la acusación.
»Transfigurado por la toga roja, ni bonachón ni afectuoso, bullían en su boca las frases enormes que sin cesar salían de ella, como culebras. Comprendí que estaba pidiendo la muerte de aquel hombre, en nombre de la sociedad, y que incluso pedía que le cortasen el pescuezo. Bueno, no decía más que: “Esa cabeza debe caer”; después de todo la diferencia no era muy grande. Y en verdad, acabó siendo la misma cosa, puesto que llegó a obtener aquella cabeza. Claro que no fue él quien hizo el trabajo. Y yo, que seguía todo aquello hasta el final, sólo yo tuve con aquel desgraciado una intimidad vertiginosa que mi padre nunca tuvo. Sin embargo, él tenía que asistir, según la costumbre, a eso que llaman, delicadamente, los últimos momentos y que habría que llamar el más abyecto de los asesinatos.
»A partir de ese día no pude volver a mirar la guía Chaix sin un asco infinito. A partir de ese día empecé a interesarme con horror por la justicia, por las sentencias de muerte, por las ejecuciones, y comprendía con una especie de vértigo, que mi padre había debido asistir muchas veces a esos asesinatos y que eso debía pasar aquellos días en que se levantaba muy temprano. Sí, esos días ponía el despertador. No me atreví a hablar de ello con mi madre, pero empecé a observarla y comprendí que entre ellos no había nada, que llevaba una vida de renunciamiento. Esto, como yo decía entonces, me ayudó a perdonarla. Después he sabido que no había nada que perdonarle, porque había sido pobre toda su vida hasta que se había casado y la pobreza le había enseñado la resignación.
»Creerá usted que voy a decirle que me fui de casa en seguida. Pero no, me quedé todavía varios meses, casi un año. Pero tenía el corazón enfermo. Una noche mi padre pidió el despertador porque tenía que levantarse temprano. No dormí en toda la noche. Al día siguiente cuando volvió ya me había ido. Tengo que añadir que mi padre me hizo buscar, que fui a verle y que sin más explicación le dije tranquilamente que si me obligaba a volver me mataría. Acabó por aceptar, pues era de carácter más bien débil, me echó un discurso sobre lo estúpido que era querer vivir su vida (así es como se explicaba mi decisión y yo no lo disuadí), me hizo mil advertencias y reprimió las lágrimas que sinceramente se le saltaban. Luego, ya mucho tiempo después, fui a ver a mi madre con frecuencia y entonces lo encontré alguna vez. Estas relaciones yo creo que le bastaron. Yo por mi parte no tenía ninguna animosidad contra él, solamente un poco de tristeza en el corazón. Cuando murió me llevé a mi madre conmigo, y conmigo estaría si no hubiera muerto.
»He insistido mucho en estas cosas del principio de mi vida porque fueron realmente un principio. Conocí la pobreza a los dieciocho años, saliendo de la abundancia. Hice mil oficios para ganarme la vida y eso no me salió demasiado mal. Pero seguía obsesionándome la sentencia de muerte. Quería saldar las cuentas del búho rojo y, en consecuencia, hice política, como se dice. No quería ser un apestado, eso es todo. Llegué a tener la convicción de que la sociedad en que vivía reposaba sobre la pena de muerte y que combatiéndola, combatía el crimen. Yo llegué por mí mismo a ese convencimiento y otros me corroboraron en ello; de hecho era verdad en gran parte. Entonces me fui del lado de los que amaba y a los que no he dejado de amar. Estuve mucho tiempo con ellos y no ha habido país de Europa donde no haya compartido sus luchas. Pero bueno, a otra cosa.
»Naturalmente, yo sabía que nosotros también pronunciábamos a veces grandes sentencias. Pero me aseguraban que esas muertes eran necesarias para llegar a un mundo donde no se matase a nadie. Esto era verdad en cierto modo, y después de todo, acaso yo no soy capaz de mantenerme en ese orden de verdades. Lo cierto es que yo dudaba, pero pensaba en el búho y esto me hacía seguir. Hasta el día que tuve que ver una ejecución (fue en Hungría) y el mismo vértigo que me había poseído de niño volvió a oscurecer mis ojos de hombre.
»¿Ha visto usted fusilar a un hombre alguna vez? No, seguramente, eso se hace en general por invitación y el público tiene que ser antes elegido. El caso es que usted no ha pasado de las estampas de los libros. Una venta en los ojos, un poste y a lo lejos unos cuantos soldados. Pues bien, ¡no es eso! ¿Sabe usted que el pelotón se sitúa a metro y medio del condenado? ¿Sabe usted que si diera un paso hacia adelante se daría con los fusiles en el pecho? ¿Sabe usted que a esta distancia los fusileros concentran su tiro en la región del corazón y que entre todos, con sus balas hacen un agujero donde se podría meter el puño? No, usted no lo sabe porque son detalles de los que no se habla. El sueño de los hombres es más sagrado que la vida para los apestados. No se debe impedir que duerman las buenas gentes. Sería de mal gusto: el buen gusto consiste en no insistir, todo el mundo lo sabe. Pero yo no he vuelto a dormir bien desde entonces. El mal gusto se me ha quedado en la boca y no he dejado de insistir, es decir, de pensar en ello.
»Al fin comprendí, por lo menos, que había sido yo también un apestado durante todos esos años en que con toda mi vida había creído luchar contra la peste. Comprendía que había contribuido a la muerte de miles de hombres, que incluso la había provocado, aceptando como buenos los principios y los actos que fatalmente la originaban. Los otros no parecían molestos por ello, o, al menos, no lo comentaban nunca espontáneamente. Yo tenía un nudo en la garganta. Estaba con ellos y, sin embargo; estaba solo. Cuando se me ocurría manifestar mis escrúpulos me decían que había que pensar bien las cosas que estaban en juego y me daban razones a veces impresionantes para hacerme tragar lo que yo no era capaz de digerir. Yo les decía que los grandes apestados, los que se ponen las togas rojas, tienen también excelentes razones y que si admitía las razones de fuerza mayor y las necesidades invocadas por los apestados menores, no podía rechazar las de los grandes. Ellos me hacían notar que la manera de dar la razón a los de las togas rojas era dejarles el derecho exclusivo a sentenciar. Pero yo me decía que si cedía a uno una vez no había razón para detenerse. Creo que la historia me ha dado la razón y que hoy día están a ver quién es el que más mata. Están poseídos por el furor del crimen y no pueden hacer otra cosa.
»En todo caso, mi asunto no era el razonamiento; era el búho rojo, esa cochina aventura donde aquellas cochinas bocas apestadas anunciaban a un hombre entre cadenas que tenía que morir y ordenaban todas las cosas para que muriese después de noches y noches de agonía, durante las cuales esperaba con los ojos abiertos ser asesinado. Era el agujero en el pecho. Y yo me decía, mientras tanto, que por mi parte me negaré siempre a dar una sola razón, una sola, lo oye usted, a esta repugnante carnicería. Sí, me he decidido por esta ceguera obstinada mientras no vea más claro.
»Desde entonces no he cambiado. Hace mucho tiempo que tengo vergüenza, que me muero de vergüenza de haber sido, aunque desde lejos y aunque con buena voluntad, un asesino yo también. Con el tiempo me he dado cuenta de que incluso los que eran mejores que otros no podían abstenerse de matar o de dejar matar, porque está dentro de la lógica en que viven, y he comprendido que en este mundo no podemos hacer un movimiento sin exponernos a matar. Sí, sigo teniendo vergüenza, he llegado al convencimiento de que todos vivimos en la peste y he perdido la paz. Ahora la busco, intentando comprenderlos a todos y no ser enemigo mortal de nadie. Sé únicamente que hay que hacer todo lo que sea necesario para no ser un apestado y que sólo eso puede hacernos esperar la paz o una buena muerte a falta de ello. Eso es lo único que puede aliviar a los hombres y si no salvarlos, por lo menos hacerles el menor mal posible y a veces incluso un poco de bien.
»Por eso me he decidido a rechazar todo lo que, de cerca o de lejos, por buenas o por malas razones, haga morir o justifique que se haga morir.
»Por esto es por lo que no he tenido nada que aprender con esta epidemia, si no es que tengo que combatirla al lado de usted. Yo sé a ciencia cierta (sí, Rieux, yo lo sé todo en la vida, ya lo está usted viendo) que cada uno lleva en sí mismo la peste, porque nadie, nadie en el mundo está indemne de ella. Y sé que hay que vigilarse a sí mismo sin cesar para no ser arrastrado en un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y pegarle la infección. Lo que es natural es el microbio. Lo demás, la salud, la integridad, la pureza, si usted quiere, son un resultado de la voluntad, de una voluntad que no debe detenerse nunca. El hombre íntegro, el que no infecta a casi nadie es el que tiene el menor número posible de distracciones. ¡Y hace falta tal voluntad y tal tensión para no distraerse jamás! Sí, Rieux, cansa mucho ser un pestífero. Pero cansa más no serlo. Por eso hoy día todo el mundo parece cansado, porque todos se encuentran un poco pestíferos. Y por eso, sobre todo, los que quieren dejar de serlo llegan a un extremo tal de cansancio que nada podrá librarlos de él más que la muerte.
»Desde ese tiempo sé que yo ya no sirvo para el mundo y que a partir del momento en que renuncié a matar me condené a mí mismo en un exilio definitivo. Los otros serán los que harán la historia. Sé también que no puedo juzgar a esos otros. Hay una condición que me falta para ser un razonable asesino. Por supuesto, no es ninguna superioridad. Me avengo a ser lo que soy, he conseguido llegar a la modestia. Sé únicamente que hay en este mundo plagas y víctimas y que hay que negarse tanto como le sea a uno posible a estar con las plagas. Esto puede que le parezca un poco simple y yo no sé si es simple verdaderamente, pero sé que es cierto. He oído tantos razonamientos que han estado a punto de hacerme perder la cabeza y que se la han hecho perder a tantos otros, para obligarle a uno a consentir en el asesinato, que he llegado a comprender que todas las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro. Entonces he tomado el partido de hablar y obrar claramente, para ponerme en buen camino. Así que afirmo que hay plagas y víctimas, y nada más. Si diciendo esto me convierto yo también en plaga, por lo menos será contra mi voluntad. Trato de ser un asesino inocente. Ya ve usted que no es una gran ambición.
»Claro que tiene que haber una tercera categoría: la de los verdaderos médicos, pero de éstos no se encuentran muchos porque debe ser muy difícil. Por esto decido ponerme del lado de las víctimas para evitar estragos. Entre ellas, por lo menos, puedo ir viendo cómo se llega a la tercera categoría, es decir, a la paz.»
Cuando terminó, Tarrou se quedó balanceando una pierna y dando golpecitos con el pie en el suelo de la terraza. Después de un silencio, el doctor se enderezó un poco y preguntó a Tarrou si tenía una idea del camino que había que escoger para llegar a la paz.
—Sí, la simpatía.
Dos timbres de ambulancia sonaron a lo lejos. Las exclamaciones que se oían confusas poco tiempo antes, se reunieron en un extremo de la ciudad junto a la colina rocosa. Se oyó al mismo tiempo algo que pareció una detonación. Después volvió el silencio. Rieux contó dos parpadeos del faro. La brisa pareció hacerse más fuerte y al mismo tiempo llegó del mar como un soplo con olor a sal. Ahora se oía claramente la sorda respiración de las olas que venían a chocar con el acantilado.
—En resumen —dijo Tarrou con sencillez—, lo que me interesa es cómo se puede llegar a ser un santo.
—Pero usted cree en Dios.
—Justamente. Puede llegarse a ser un santo sin Dios; ese es el único problema concreto que admito hoy día.
Bruscamente, un gran resplandor surgió del lado de donde se habían oído los gritos y remontando la corriente del viento un clamor oscuro llegó hasta los dos hombres. El resplandor desapareció en seguida y lejos, al final de las terrazas, no quedó más que un poco enrojecido el espacio. En una ráfaga de viento llegaron gritos de hombres, después el ruido de una descarga y el clamor de una multitud. Tarrou se levantó y escuchó. Ya no se oía nada.
—Otra vez están peleándose en las puertas.
—Ya ha terminado —dijo Rieux.
Tarrou murmuró que eso no terminaría nunca y que seguiría habiendo víctimas porque esa era la norma.
—Es posible —respondió el doctor—, pero, sabe usted, yo me siento más solidario con los vencidos que con los santos. No tengo afición al heroísmo ni a la santidad. Lo que me interesa es ser hombre.
—Sí, los dos buscamos lo mismo, pero yo soy menos ambicioso.
Rieux creyó que Tarrou bromeaba y lo miró, pero a la vaga claridad del cielo vio una cara triste y seria.
El viento se levantó de nuevo, Rieux lo sintió sobre su piel casi tibio, Tarrou se desperezó.
—¿Sabe usted —dijo— lo que debiéramos hacer por la amistad?
—Lo que usted quiera —dijo Rieux.
—Darnos un baño de mar. Hasta para un futuro santo es un placer digno.
Rieux sonrió.
—Con nuestros pases podemos ir hasta la escollera. Después de todo, es demasiado tonto no vivir más que en la peste. Es evidente que un hombre tiene que batirse por las víctimas. Pero si por eso deja de amar todo lo demás, ¿de qué sirve que se bata?
—Sí —dijo Rieux—, vamos allá.
Un momento después, el auto se detenía junto a las verjas del puerto. La luna había salido. Un cielo lechoso proyectaba por todas partes sombras pálidas. Detrás de ellos quedaba la ciudad como estancada y de allí dimanaba un soplo caliente y enfermizo que los empujaba hacia el mar. Enseñaron sus papeles a un guardia que los examinó largo rato. Pasaron, y por los terraplenes cubiertos de toneles, entre el olor a vino y a pescado, tomaron la dirección de la escollera. Poco antes de llegar, el olor a yodo y a las algas les anunció el mar. Después empezaron a oírlo.
El mar zumbaba suavemente al pie de los grandes bloques de la escollera. Cuando bajaron los escalones apareció a su vista espeso, como de terciopelo, flexible y liso como un animal. Se acomodaron en las rocas, de cara a la extensión. Las aguas se hinchaban y se abismaban lentamente. Esta respiración tranquila del mar hacía nacer y desaparecer reflejos oleosos en la superficie del agua. Ante ellos la noche no tenía límites. Rieux, que sentía bajo sus dedos la cara áspera de las rocas, estaba lleno de una extraña felicidad. Se volvió a mirar a Tarrou y adivinó en la expresión tranquila y grave de su amigo aquella misma felicidad que no olvidaba nada, ni siquiera el asesinato.
Se desnudaron. Rieux se zambulló el primero. Fría al principio, el agua le fue pareciendo tibia a medida que avanzaba. Después de unas cuantas brazadas sintió que el mar de aquella noche era tibio, con la tibieza de los mares de otoño, que toman a la tierra el calor almacenado durante largos meses. Nadó acompasadamente. El golpeteo de sus pies dejaba atrás de él un hervidero de espuma, el agua se deslizaba a lo largo de sus brazos, para ceñirse a sus piernas. Un pesado chapoteo le anunció que Tarrou se había zambullido. Rieux se echó boca arriba y se quedó inmóvil de cara al cielo lleno de luna y de estrellas. Respiró largamente, fue oyendo cada vez más claro el ruido del agua removida, extrañamente claro en el silencio y la soledad del mar; Tarrou se acercaba, empezó a oír su respiración. Rieux se volvió, se puso al nivel de su amigo y nadaron al mismo ritmo. Tarrou avanzaba con más fuerza que él y tuvo que precipitar su movimiento. Durante unos minutos avanzaron con la misma cadencia y el mismo vigor, solitarios, lejos del mundo, liberados al fin de la ciudad y de la peste. Rieux se detuvo el primero y volvieron hacia la costa lentamente, excepto un momento en que entraron en una corriente helada. Sin decir nada precipitaron su marcha, azotados por esta sorpresa del mar.
Se vistieron y se marcharon sin haber pronunciado una palabra. Pero tenían el mismo ánimo y el mismo recuerdo dulce de esa noche. Rieux sabía que, como él, Tarrou pensaba que la enfermedad los había olvidado, que esto había sido magnífico y que ahora había que recomenzar.
Sí, había que recomenzar porque la peste no olvidaba a nadie mucho tiempo. Durante el mes de diciembre estuvo llameando en el pecho de nuestros conciudadanos, encendió el horno, pobló los campos de sombra con manos vacías. No cesó, en fin, de avanzar en su marcha paciente e irregular. Las autoridades habían contado con que los días fríos detendrían su avance, y, sin embargo, pasó sin decaer a través de los primeros rigores de la estación; había que esperar todavía. Pero a fuerza de esperar se acaba por no esperar nada, y nuestra ciudad entera llegó a vivir sin porvenir.
En cuanto al doctor, el fugitivo instante de paz y de amistad que le había sido dado no podía tener un mañana. Abrieron un hospital más y Rieux quedó cara a cara únicamente con los enfermos. Notó, al mismo tiempo, que en esta fase de la enfermedad, cuando la peste tomaba cada vez más la forma pulmonar, los enfermos parecían querer, en cierto modo, ayudar al médico. En vez de abandonarse a la postración, a las locuras del principio, parecía que se hacían una idea más justa de sus intereses y pedían ellos mismos lo que podía serles más favorable. Pedían de beber continuamente y todos querían calor. Aunque el cansancio fuera el mismo para el doctor, se sentía menos solo en estas ocasiones.
Hacia fines de diciembre, Rieux recibió del señor Othon, que se encontraba todavía en su campo, una carta diciendo que el tiempo de la cuarentena ya había pasado, que en la administración no encontraban la fecha de su ingreso y que seguramente le retenían en el campo de aislamiento por error. Su mujer, que había salido hacía tiempo, había ido a protestar a la prefectura, donde la recibieron de malos modos, diciéndole que no había nunca errores. Rieux hizo intervenir a Rambert y pocos días después vio llegar al señor Othon. Había habido, en efecto, un error y Rieux se indignó un poco. Pero el señor Othon, que había adelgazado mucho, levantó blandamente una mano y dijo, pesando sus palabras, que todo el mundo podía equivocarse. El doctor notó únicamente que algo había cambiado en él.
—¿Qué va usted a hacer ahora, señor juez? Le esperan sus legajos —dijo Rieux.
—No —dijo el juez—, quisiera pedir una licencia.
—Efectivamente, necesita usted descansar.
—No, no es eso, quisiera volver al campo
.
Rieux se extrañó.
—Pero, ¡si sale usted de allí!
—Me he explicado mal. Me han dicho que hay voluntarios en la administración en ese campo.
El juez revolvía un poco sus ojos redondos y trataba de asentar uno de sus tufos.
—Comprende usted, así tendría una ocupación. Y además, aunque es tonto decirlo, me sentiría menos separado de mi hijo.
Rieux le miró. No era posible que en aquellos ojos duros y sin relieves brotase de pronto algo de dulzura. Pero se habían tornado como brumosos, habían perdido su pureza de metal.
—Muy exacto —dijo Rieux—, voy a ocuparme de ello ya que usted lo quiere.
El doctor se ocupó, en efecto, y la vida de la ciudad apestada siguió su curso hasta Navidad. Tarrou siguió llevando a todas partes su tranquilidad eficaz. Rambert confió al doctor que había logrado establecer, gracias a los muchachos que hacían la guardia, una correspondencia clandestina con su mujer. Recibía cartas de cuando en cuando. Propuso a Rieux que aprovechase su sistema y éste aceptó. Escribió por primera vez, después de muchos meses, pero con las mayores dificultades. Era un lenguaje que había perdido. La carta partió, la respuesta tardó en venir. Por su parte Cottard prosperaba y sus pequeñas especulaciones lo enriquecían. En cuanto a Grand, el período de las fiestas no debió darle resultado.
La Navidad de aquel año fue más bien la fiesta del Infierno que la del Evangelio. Los comercios vacíos y sin luz, los chocolates artificiales o las cajas vacías en los escaparates, los tranvías llenos de caras sombrías, no había nada que pudiera recordar las Navidades pasadas. En esta fiesta, en la que todo el mundo, rico o pobre, se regocijaba en otro tiempo, no había lugar más que para las escasas diversiones solitarias y vergonzosas que algunos privilegiados se procuraban a precio de oro en el fondo de alguna trastienda grasienta. Las iglesias estaban llenas de lamentaciones en vez de acciones de gracias. En la ciudad hosca y helada, algunos niños corrían de un lado para otro, ignorantes de lo que les amenazaba. Pero nadie se atrevía a hablarles del Dios de otros tiempos, cargado de ofrendas, antiguo como el dolor humano, pero nuevo como la joven esperanza. No había sitio en el corazón de nadie más que para una vieja y tibia esperanza, esa esperanza que impide a los hombres abandonarse a la muerte y que no es más que obstinación de vivir.
El día antes, Grand había faltado a su cita. Rieux, inquieto, había pasado por su casa a primera hora de la mañana, sin encontrarlo. Todo el mundo estaba alarmado. Hacia las once, Rambert vino al hospital a decir al doctor que había visto a Grand desde lejos, vagando por las calles, con la cara descompuesta, pero que lo había perdido de vista. El doctor y Tarrou se fueron en el coche en su busca.
A mediodía, helando, Rieux saltó del coche al ver de lejos a Grand, pegado a un escaparate lleno de juguetes toscamente tallados en madera. Por las mejillas del viejo funcionario corrían las lágrimas sin interrupción. Y esas lágrimas trastornaban a Rieux, porque las comprendía y las sentía él también en su garganta. Recordó los esponsales del desgraciado, ante un escaparate de Navidad, y creyó ver a Jeanne volviéndose hacia él para decirle que estaba contenta. Desde el fondo de aquellos años lejanos, en el corazón mismo de la locura actual, la voz fresca de Jeanne llegaba hasta Grand, era seguro. Rieux sabía lo que estaba pensando en aquel momento el pobre viejo que lloraba, y también como él pensaba que este mundo sin amor es un mundo muerto, y que al fin llega un momento en que se cansa uno de la prisión, del trabajo y del valor, y no exige más que el rostro de un ser y el hechizo de la ternura en el corazón.
Pero Grand lo vio en el cristal. Sin dejar de llorar se volvió y apoyó la espalda en el escaparate hasta que llegó junto a él.
—¡Ah!, doctor. ¡Ah!, doctor —le dijo.
Rieux movió la cabeza como afirmando, incapaz de hablar. Aquella angustia era la suya y lo que le oprimía el corazón en aquel momento era esa inmensa cólera que envuelve al hombre ante el dolor que todos los hombres comparten.
—Sí, Grand —dijo.
—Quisiera tener tiempo para escribirle una carta. Para que sepa... y para que pueda ser feliz sin remordimiento. —Con una especie de violencia, Rieux hizo avanzar a Grand. Él se dejó arrastrar, murmurando trozos de frases.— Hace ya demasiado tiempo que dura esto. Tiene uno ganas de no preocuparse más, es forzoso. ¡Ah!, doctor, soy hombre de aspecto tranquilo, pero siempre he necesitado hacer un gran esfuerzo para ser siquiera normal. Ahora, ya esto es demasiado.
Se paró, temblaba y tenía la mirada enloquecida.
Rieux le tomó la mano, abrasaba.
Pero Grand se escapó y echó a correr unos cuantos pasos, después se separó, abrió los brazos y empezó a oscilar de atrás adelante, dio media vuelta y cayó sobre la acera helada, con la cara mojada por las lágrimas que seguían corriéndole. Los que pasaban lo miraron de lejos deteniéndose bruscamente sin atreverse a avanzar. Rieux tuvo que llevarlo en sus brazos.
Ya en la cama, Grand se ahogaba: los pulmones estaban atacados. Rieux pensó que Grand no tenía familia, ¿para qué transportarlo? Se quedaría allí, con Tarrou para cuidarlo.
Grand estaba hundido en la almohada, la piel verdosa, los ojos apagados. Miraba fijamente un miserable fuego que Tarrou trataba de encender en la chimenea con los restos de un cajón. «Esto va mal», decía, y del fondo de sus pulmones en llamas salía un extraño crepitar que acompañaba sus palabras. Rieux le recomendó que se callase y le prometió volver. Grand se sonrió extrañamente y una especie de ternura le inundó la cara. Guiñó un ojo con esfuerzo, «Si salgo de ésta, ¡hay que quitarse el sombrero, doctor!» Pero en seguida cayó en una gran postración.
Unas horas después, Rieux y Tarrou encontraron al enfermo medio incorporado en la cama y Rieux vio con espanto en su cara los progresos del mal, que le abrasaba. Pero él parecía más lúcido y en seguida, con voz extrañamente cavernosa, les rogó que le dieran el manuscrito que tenía metido en un cajón. Tarrou le dio las hojas que él apretó contra su pecho sin mirarlas y se las entregó al doctor, indicándole con el gesto que las leyese. Era un corto manuscrito, de unas cincuenta palabras. El doctor las hojeó y vio que todas aquellas páginas no contenían más que la misma frase indefinidamente copiada, retocada, enriquecida o empobrecida. Sin cesar, el mes de mayo, la amazona y las avenidas del Bosque se confrontaban y se disponían de maneras diversas. Pero al final de la última página una mano atenta había escrito con tinta que aún estaba fresca: «Mi muy querida Jeanne, hoy es Navidad...» Debajo, con esmerada caligrafía, figuraba la última versión de la frase. «Lea», dijo Grand, y Rieux leyó:
«En una hermosa mañana de mayo, una esbelta amazona, montada en una suntuosa jaca alazana, recorría entre flores las avenidas del Bosque...»
—¿Está? —dijo el viejo con voz de fiebre.
Rieux no levantó los ojos.
—¡Ah! —dijo él, agitándose—, ya lo sé, hermosa, hermosa no es la palabra exacta.
Rieux le cogió la mano.
—Déjelo usted, doctor. Ya no tendré tiempo...
Su pecho se hinchaba con esfuerzo y de pronto gritó:
—¡Quémelo!
El doctor dudó, pero Grand repitió la orden con un acento tan terrible y tal sufrimiento en la voz que Rieux echó los papeles en el fuego ya casi apagado. La habitación se iluminó rápidamente y una breve llamarada la caldeó un momento. Cuando el doctor fue hacia el enfermo, éste se había vuelto del otro lado y su cara tocaba casi la pared. Tarrou miraba por la ventana, como extraño a la escena. Después de haberle inyectado el suero, Rieux dijo a su amigo que Grand no pasaría de la noche, y Tarrou propuso quedarse con él. El doctor aceptó.
Toda la noche le persiguió la idea de que Grand iba a morir. Pero a la mañana siguiente Rieux encontró a Grand sentado en la cama hablando con Tarrou. La fiebre había desaparecido. No le quedaban más que las huellas de un agotamiento general.
—¡Ah!, doctor —decía Grand—, hice mal. Pero lo volveré a empezar. Me acuerdo de todo, ya verá usted.
—Esperaremos —dijo Rieux a Tarrou.
Pero al mediodía no había cambiado nada. Por la noche, Grand podía considerarse como salvado. Rieux no podía comprender esta resurrección.
Poco más o menos en la misma época le llevaron una enferma que le pareció un caso desesperado y que hizo aislar desde su llegada al hospital. La muchacha estaba en pleno delirio y presentaba todos los síntomas de la fiebre pulmonar. Pero al día siguiente la fiebre había bajado. El doctor creyó reconocer, como en el caso de Grand, la tregua matinal, que la experiencia lo había acostumbrado a considerar como un mal síntoma. Al mediodía, sin embargo, la fiebre no había vuelto a subir. Por la tarde aumentó unas décimas solamente y al otro día había desaparecido. La muchacha, aunque débil, respiraba libremente en su cama. Rieux dijo a Tarrou que se había salvado contra todas las reglas. Pero durante la semana se presentaron cuatro casos semejantes en la asistencia del doctor.
A fines de la misma semana, el viejo asmático acogió al doctor y a Tarrou con muestras de una gran agitación.
—Ya está —decía—, vuelven a salir.
—¿Quién?
—¿Quién va a ser? ¡Las ratas!
Desde el mes de abril no se había vuelto a ver una rata muerta.
—¿Es que esto va a recomenzar? —dijo Tarrou a Rieux.
El viejo se frotaba las manos.
—¡Hay que ver cómo corren!, da gusto.
Había visto dos ratas vivas entrar por la puerta de calle. Algunos vecinos le habían contado que también en sus casas los bichos habían hecho su reaparición. En algunas tarimas se volvía a oír su trajinar, olvidado ya desde hacía meses. Rieux esperaba las estadísticas generales que salían al principio de cada semana. Revelaron un descenso de la enfermedad.
Título original: La peste © 1947
Traducción de Rosa Chacel © 1981
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Foto: Albert Camus en 1954 por Yousuf Karsh
Via EGyB