Amos Oz: Judas (fragmento)

6 de junio de 2019


A Deborah Owen


El traidor corre por el borde del campo. 
No el vivo sino el muerto le lanza la piedra.
Natan Alterman, «El traidor», de Alegría de los pobres


1


Ésta es una historia del invierno de finales del año cincuenta y nueve y principios del sesenta. En esta historia hay error y pasión, hay amor no correspondido y cierta cuestión religiosa que queda aquí sin resolver. En algunos edificios aún se aprecian las señales de la guerra que dividió la ciudad hace diez años. De fondo, puede oírse al atardecer una lejana melodía de acordeón o los nostálgicos sonidos de una armónica detrás de una contraventana cerrada. 

En muchas casas de Jerusalem pueden verse en la pared del salón los remolinos de estrellas o la ebullición de cipreses de Van Gogh, esteras de paja extendidas aún en las pequeñas habitaciones, y Los días de Ziklag * o Doctor Zhivago abierto bocabajo sobre un sofá cama de espuma cubierto por una tela de estilo oriental y un montón de cojines bordados. Una estufa de queroseno con una llama azul permanece encendida toda la tarde. De la carcasa de un proyectil, en una esquina de la habitación, brota una especie de ramo de cardos decorativo. 

A principios de diciembre, Shmuel Ash dejó sus estudios en la universidad y se dispuso a marcharse de Jerusalem debido a un fracaso amoroso, a un trabajo de investigación estancado y, sobre todo, porque la ruina económica de su padre le obligó a buscarse un trabajo. 

Era un chico corpulento, con barba, de unos veinticinco años, tímido, emotivo, socialista, asmático y con tendencia a entusiasmarse fácilmente y a decepcionarse enseguida. Tenía los hombros fuertes, el cuello corto y grueso, al igual que los dedos: gruesos y cortos como si a cada uno le faltase una falange. De todos los poros de la cara y del cuello de Shmuel Ash salía sin control una barba encrespada que parecía un estropajo de aluminio. Esa barba se le juntaba con el pelo rizado y rebelde de la cabeza y con la maraña de rizos del pecho. De lejos, parecía que siempre, en verano y en invierno, estaba completamente acalorado y empapado de sudor. Pero la sorpresa era mayúscula, porque, de cerca, resultaba que de la piel de Shmuel no emanaba un olor agrio a sudor, sino un delicado aroma a polvos de talco. Las nuevas ideas lo embriagaban al instante, siempre y cuando esas ideas estuviesen recubiertas de ingenio y conllevasen alguna paradoja. Pero también tendía a cansarse enseguida, tal vez por tener el corazón dilatado y también por los efectos nocivos del asma. 

Sus ojos se llenaban fácilmente de lágrimas, y eso le ponía en situaciones muy embarazosas: a los pies de una cerca, una noche de invierno, un gatito maullaba, tal vez había perdido a su madre; el gatito dirigía a Shmuel una mirada desgarradora mientras se refregaba suavemente contra su pierna, y los ojos de Shmuel se enturbiaban al instante. O al final de una película mediocre sobre la soledad y la desesperación en el cine Edison, resultaba que precisamente el personaje más duro de todos era capaz de dar muestras de generosidad, las lágrimas empezaban al instante a hacerle un nudo en la garganta. Si veía a la salida del hospital Shaarei Tzedek a una mujer delgada y a un niño, completamente desconocidos, abrazados y sollozando, de inmediato también él se echaba a llorar. 

En aquellos tiempos era habitual considerar que el llanto era propio de mujeres. Un hombre empapado de lágrimas provocaba recelo, e incluso cierta aversión, más o menos como una mujer con pelos en la barbilla. A Shmuel le avergonzaba mucho esa debilidad suya y hacía grandes esfuerzos por superarla, pero no lo conseguía. En el fondo de su corazón, él mismo se unía al desprecio que provocaba su emotividad y también compartía la idea de que su hombría estaba algo defectuosa, y, por eso, seguramente pasaría por la vida sin pena ni gloria y sin alcanzar ningún objetivo.

Pero ¿qué haces?, se preguntaba a veces con desprecio, en el fondo no haces más que compadecerte. ¿No habrías podido, por ejemplo, meter a ese gato debajo de tu abrigo y llevártelo a tu habitación? ¿Quién te lo impedía? Y la mujer que lloraba con el niño, sencillamente podrías haberte acercado a ellos y preguntarles en qué podías ayudarles. O dejar al niño con un libro y unas galletas en la terraza, mientras la mujer y tú os sentabais juntos sobre la cama de tu habitación para aclarar en voz baja qué le ocurría y qué podías intentar hacer por ella.

Unos días antes de dejarle, Yardena le dijo: «Tú, o eres una especie de perrito inquieto, ruidoso, juguetón y mimoso, hasta cuando estás sentado en una silla corres todo el rato persiguiendo tu cola, o todo lo contrario, te pasas días enteros clavado en tu cama como una manta de invierno sin ventilar».

Por una parte, Yardena se refería con eso al constante cansancio de Shmuel y, por otra, a algo frenético que se apreciaba en su forma de caminar, en la que siempre había una carrera latente. Se zampaba las escaleras con ansia, de dos en dos. Cruzaba calles bulliciosas en diagonal, precipitadamente, distraído, sin mirar a derecha ni a izquierda, como lanzándose al centro mismo de la pelea, con la encrespada cabeza barbuda dirigida hacia delante como un pendenciero, con el tronco echado hacia el frente. Siempre parecía que sus piernas perseguían con todas sus fuerzas al tronco que perseguía a la cabeza, como si las piernas temieran retrasarse y que Shmuel desapareciera a la vuelta de la esquina y las dejase atrás. Se pasaba el día corriendo, jadeando, febril, no porque temiese llegar tarde a una clase o a una reunión política, sino porque a cada momento, mañana o tarde, estaba ansioso por terminar de una vez todo lo que debía hacer, por borrar todo lo que estaba anotado en su lista diaria de tareas. Y regresar por fin al silencio de su habitación. Cada día de su vida le parecía una agotadora carrera de obstáculos en el camino circular desde el sueño del que era arrancado por la mañana hasta volver a estar bajo la manta de invierno.

Le gustaba mucho dar discursos ante quien fuese, sobre todo ante sus compañeros del círculo para la renovación socialista: le gustaba aclarar, sentenciar, refutar, contradecir, innovar. Hablaba largo y tendido, con placer, con vehemencia y con visión. Pero cuando le respondían, cuando llegaba su turno de escuchar las ideas de los demás, Shmuel enseguida se impacientaba, se distraía y se cansaba tanto que hasta se le cerraban los ojos y la desgreñada cabeza caía hacia la alfombra del pecho.

También ante Yardena le gustaba dar todo tipo de discursos impetuosos, eliminar prejuicios y rechazar convencionalismos, sacar conclusiones de hipótesis e hipótesis de conclusiones. Pero, cuando ella le hablaba, normalmente se le cerraban los párpados al cabo de dos o tres minutos. Ella lo acusaba de que no le prestaba ninguna atención, él lo negaba, ella le pedía que repitiese lo que acababa de decir, y él cambiaba de tema y hablaba con ella del error de Ben Gurión. Era bueno, generoso, estaba lleno de bondad y era suave como un guante, buscaba la forma de ser siempre útil a los demás, pero también era impaciente y distraído: olvidaba dónde había dejado exactamente uno de los calcetines, qué quería de él el dueño de la casa o a quién le había prestado el cuaderno donde anotaba sus discursos. Sin embargo, jamás se equivocaba cuando se ponía en pie para citar con absoluta precisión lo que había dicho Koprotkin sobre Nechayev tras su primer encuentro y lo que había dicho de él dos años después. O cuál de los discípulos de Jesús hablaba menos que el resto.

Aunque le gustaba su espíritu nervioso, su indefensión y lo que ella calificaba como un carácter de perro amigable, bullicioso e impetuoso, un perro grande siempre pegado a ti, que se refriega y te pringa las piernas de babas, Yardena decidió separarse de él y aceptar la proposición de matrimonio de su anterior novio, un hidrólogo diligente y taciturno llamado Nesher Shereshevski, un experto en recogida de aguas pluviales que casi siempre solía adivinar cuál iba a ser el siguiente deseo de Yardena. Nesher Shereshevski le compró un bonito pañuelo para el cuello por el día de su cumpleaños, según la fecha del calendario gregoriano, y después le compró también una alfombra oriental verdosa según la fecha del calendario hebreo, dos días después. Recordaba hasta los cumpleaños de los padres de Yardena.


2

Unas tres semanas antes de la boda de Yardena, Shmuel dejó de manera definitiva su trabajo de fin de máster «Jesús a ojos de los judíos», un trabajo que había comenzado con enorme entusiasmo, totalmente electrificado por la potencia de la audaz intuición que brilló en su cerebro cuando eligió el tema. Sin embargo, cuando empezó a analizar los detalles y a rastrear las fuentes, enseguida descubrió que en su brillante idea no había nada nuevo, que ya se había publicado antes de que él naciera, a comienzos de los años treinta, en una nota a pie de página de un pequeño artículo escrito por su gran maestro, el profesor Gustav Yom-Tov Eisenschloss.

También en el círculo para la renovación socialista estalló la crisis: el grupo se reunía todos los miércoles a las ocho de la tarde en un renegrido café de techo bajo situado en una de las callejuelas traseras del barrio de Yegia Kapaim. Artesanos, fontaneros, electricistas, pintores y tipógrafos se reunían allí de vez en cuando para jugar al backgammon y, por eso, aquel café les parecía a los miembros del grupo un lugar más o menos proletario. Es cierto que los albañiles y los que arreglaban radios no se acercaban a la mesa de los miembros del grupo, pero, a veces, alguno de ellos preguntaba algo o hacía algún comentario a dos mesas de distancia, o al revés, a veces alguno de los miembros del grupo se levantaba y se acercaba sin miedo a la mesa de los jugadores de backgammon para pedir fuego a la clase obrera.

Después de continuas objeciones, casi todos los miembros del círculo coincidieron con lo manifestado en la vigésima sesión de la Asamblea del Partido Comunista Soviético respecto al régimen de terror de Stalin, pero entre ellos había un grupo muy obstinado que exigió a los demás que reexaminaran no solo su adhesión a Stalin, sino también su actitud hacia los propios fundamentos de la dictadura del proletariado tal y como Lenin la había concebido. Dos de los miembros del círculo fueron aún más lejos y utilizaron las ideas del joven Marx para cuestionar la doctrina acorazada del Marx adulto. Cuando Shmuel Ash intentó detener el desgaste, cuatro de los seis miembros del grupo anunciaron una escisión y la formación de una célula independiente. Entre los cuatro disidentes estaban las dos chicas del grupo, sin las cuales aquello no tenía sentido.

Ese mismo mes, después de varios años luchando en distintas instancias judiciales contra su viejo socio en una pequeña empresa de Haifa (Gaviota S. L., Cartografía y Fotografía Aérea), el padre de Shmuel perdió la apelación. Los padres de Shmuel se vieron obligados a dejar de entregarle la asignación mensual con la que se mantenía desde que había empezado la carrera. Por tanto, bajó al patio, buscó detrás del cuarto de los cubos de basura tres o cuatro cajas de cartón usadas, las subió a su habitación alquilada en el barrio de Tel Arza y cada día, sin orden ni concierto, fue metiendo en ellas parte de sus libros, de su ropa y demás pertenencias. Aunque aún no tenía ni la menor idea de adónde podía ir.

Shmuel, un oso aturdido al que habían sacado de su hibernación, se pasó varios días deambulando por las calles lluviosas hasta bien entrada la noche. Caminando pesadamente casi a la carrera, surcaba las calles del centro de la ciudad, que estaban casi vacías debido al frío y al viento. A veces, tras caer la noche, se quedaba plantado bajo la lluvia en una callejuela del barrio de Nahalat Shivá, mirando embobado el portón de hierro del edificio en el que ya no vivía Yardena. Con frecuencia, sus pasos le llevaban a perderse por alejados barrios invernales que no conocía, por Nahlaot, Bet Israel, Ahva o Musrara, pisando charcos, sorteando cubos de basura tirados por el viento. Dos o tres veces, con la desgreñada cabeza dirigida hacia delante como si fuese a embestir, estuvo a punto de estamparse contra el muro de hormigón que separaba la Jerusalem israelí de la Jerusalem jordana.

Distraídamente, se paraba a leer los letreros abombados que le advertían desde las bobinas de alambre de espino oxidadas: ¡Alto! ¡Frontera! ¡Atención, minas! ¡Peligro, tierra de nadie! Y también: ¡Queda advertido, está a punto de atravesar un área expuesta a francotiradores enemigos! Shmuel dudaba entre esos letreros como si tuviese delante un menú variado del que debía elegir lo más apetecible. 

Se pasaba casi todas las tardes así, deambulando hasta bien entrada la noche, calado hasta los huesos por la lluvia, con la barba de salvaje chorreando, temblando de frío y desesperado, hasta que al fin llegaba arrastrándose de cansancio otra vez a su cama y se acurrucaba allí hasta la tarde siguiente: se cansaba con facilidad, tal vez por culpa de su corazón dilatado. Volvía a levantarse pesadamente al atardecer, se ponía la ropa y el abrigo, que aún no se habían secado desde el vagabundeo del día anterior, y sus pasos insistían en llevarlo hasta las afueras de la ciudad, hasta Talpiot, hasta Arnona. Sólo cuando se topaba con la barrera del portón del kibutz Ramat Rahel y el receloso vigilante lo iluminaba con una linterna de bolsillo, reaccionaba, daba media vuelta y retornaba a casa con pasos nerviosos, apresurados, que parecían una carrera a la fuga. De regreso, se comía rápidamente dos rebanadas de pan con requesón, extendía la ropa mojada, volvía a escarbar y a cavar en la manta y durante un buen rato intentaba en vano entrar en calor. Se quedaba adormilado y al final dormía hasta la tarde siguiente. 

Una vez soñó con un encuentro con Stalin. El encuentro acontecía en la habitación trasera del renegrido café del círculo para la renovación socialista. Stalin ordenaba al profesor Gustav Eisenschloss que librase al padre de Shmuel de sus apuros económicos, mientras que Shmuel, por alguna razón, desde el lejano puesto de observación sobre la azotea del monasterio de La Dormición, ubicado en lo alto del monte Sion, le mostraba a Stalin la esquina del Muro de las Lamentaciones, que había quedado aprisionado al otro lado de la frontera, en territorio de la Jerusalem jordana. No fue capaz de ninguna manera de explicarle a Stalin, que se reía bajo su bigote, por qué los judíos habían rechazado a Jesús ni por qué aún seguían obstinados en darle la espalda. Stalin llamó Judas a Shmuel. Al final del sueño, también centelleó por un instante la enjuta figura de Nesher Shereshevski, que le entregaba a Stalin un perrito lloroso dentro de una caja de metal. Por culpa de esos gemidos, Shmuel se despertó con la turbia sensación de que sus enrevesadas explicaciones habían empeorado aún más la situación, ya que habían despertado las burlas y las sospechas de Stalin.

El viento y la lluvia golpearon la ventana de su habitación. Un barreño metálico, que estaba colgado por fuera en las rejas del balcón, empezó a dar unos golpes secos en la balaustrada al amanecer, cuando arreció la tormenta. Dos perros que estaban lejos de su casa, y tal vez también alejados el uno del otro, no pararon de ladrar en toda la noche y, de cuando en cuando, esos ladridos se convertían en un débil gemido.

Por tanto, se le ocurrió alejarse de Jerusalem e intentar encontrar un trabajo sencillo en un lugar remoto, tal vez de vigilante nocturno en las montañas de Ramon, donde, por lo que había oído, se estaba levantando una nueva ciudad de desierto. Pero, entretanto, le llegó la invitación para la boda de Yardena: al parecer ella y Nesher Shereshevski, su obediente hidrólogo, el experto en recogida de aguas pluviales, tenían mucha prisa por contraer matrimonio. No podían esperar ni siquiera a que acabara el invierno. Así pues, Shmuel decidió sorprenderlos, y sorprender también a todos los asistentes, y aceptar la invitación: en contra de todas las convenciones sociales, simplemente aparecería allí de pronto, alegre y bullicioso, derrochando sonrisas y palmadas en el hombro, un invitado inesperado, irrumpiría justo en medio de la ceremonia a la que estaba previsto que asistiese sólo el círculo íntimo de familiares y de amigos más cercanos, y después se uniría encantado a la fiesta posterior, e incluso compartiría la alegría y contribuiría al espectáculo con sus gloriosas imitaciones del acento y de los gestos del profesor Eisenschloss.

Pero la mañana de la boda de Yardena, Shmuel Ash tuvo un fuerte ataque de asma y él mismo se arrastró hasta el ambulatorio, allí intentaron ayudarle con un inhalador y diversas pastillas contra la alergia, pero fue inútil. Cuando empeoró, lo trasladaron al hospital Bikur Holim.

Shmuel pasó en urgencias todo el tiempo que duró la boda de Yardena. Después, durante toda su noche de bodas, no dejó ni por un instante de chupar oxígeno de la mascarilla. Al día siguiente, decidió abandonar sin demora Jerusalem. 







Notas
* Obra del escritor israelí S. Yizhar, publicada en 1958 (N. de la T.)

Traducción del hebreo de Raquel García Lozano
Madrid, Editorial Siruela, 2015





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