Mo Yan (Premio Nobel 2012) - Hambre y soledad: mis musas

13 de octubre de 2012




Cada persona tiene sus propios motivos para convertirse en escritor, y yo no soy una excepción. Pero por qué me convertí en el tipo de escritor que soy y no en un Hemingway o en un Faulkner está ligado a las experiencias de mi infancia. Han sido de gran ayuda en mi carrera de escritor y son lo que me permitirán seguir trabajando en el futuro.

Echando la vista atrás cuarenta años, a los inicios de la década de 1960, vuelvo a visitar una de las épocas más extrañas de la China moderna, una era de un fanatismo sin precedentes. Por un lado, el país estaba azotado por una crisis económica y las penurias que sufría la población. La gente luchaba por mantener la muerte alejada de sus puertas, con muy poco que comer, vestida con trapos. Por otro lado, era una época de intensas pasiones políticas, en la que ciudadanos hambrientos se apretaban el cinturón y seguían al Partido en su experimento comunista. Tal vez estuviéramos famélicos, pero nos considerábamos las personas más afortunadas del mundo. Dos terceras partes del planeta, creíamos, vivían en la más absoluta miseria, y era nuestro deber sagrado rescatarles del mar de sufrimiento en el cual se estaban ahogando. No fue hasta la década de los ochenta cuando China abrió sus puertas al mundo exterior, cuando comenzamos por fin a afrontar la realidad, como si despertáramos de un sueño.

Cuando era niño no sabía nada sobre fotografía, y aunque lo hubiera sabido, no podría haberme permitido que me sacaran una foto. De modo que tengo que componer una imagen de mi infancia basada solamente en fotografías históricas o en mis propios recuerdos, aunque me atrevería a decir que la imagen que obtengo tiene sentido para mí. En ese entonces, niños de cinco o seis años como yo íbamos prácticamente desnudos a lo largo de la primavera, el verano, y el otoño. Nos cubríamos un poco la espalda solo durante los inviernos terriblemente fríos. Esa ropa hecha jirones es inimaginable para los niños de hoy día en China. Mi abuela me dijo en una ocasión que aunque no existen adversidades que el ser humano no pueda soportar, jamás tendremos acceso a toda la buena suerte que hay en el mundo. Yo estoy de acuerdo con eso. Y también creo en la teoría de Darwin de la ley del más fuerte. Cuando se arroja a alguien en medio de las circunstancias más adversas tal vez demuestre poseer una sorprendente vitalidad. Aquellos que no se adaptan se extinguen, mientras que aquellos que sobreviven pertenecen al linaje más fuerte. De modo que puedo decir que yo vengo de esa estirpe superior.

Durante aquellos días, teníamos una increíble habilidad para resistir el frío. Teníamos la espalda al aire pero no pensábamos que el frío fuera insoportable, a pesar de que los pájaros piaban quejándose del clima helado. Si hubieras venido entonces a nuestro pueblo, habrías visto a multitud de niños con la espalda descubierta, o llevando apenas una na prenda de ropa, persiguiéndose por la nieve los unos a los otros, pasándolo genial. Solo puedo sentir admiración por cómo era de joven; en aquellos tiempos yo era un niño duro de pelar, pese a ser mucho más enclenque de lo que soy ahora. Cuando éramos pequeños éramos puros sacos de huesos: unos palillos con tripas grandes y redondas, y la piel tan tersa que era casi transparente; prácticamente podías ver al otro lado nuestros intestinos enrollados y retorcidos. Nuestros cuellos eran tan largos y delgados que era un milagro que pudieran soportar el peso de nuestras cabezas.

Y lo que nos carcomía por dentro era lo más sencillo del mundo: todo en lo que pensábamos siempre era en comida y en cómo conseguirla. Éramos como una jauría de perros hambrientos rondando por las calles y los callejones, olisqueando el aire en busca de algo con lo que alimentar nuestros estómagos. Infinidad de cosas que ahora mismo a nadie se le pasaría por la cabeza meterse a la boca, para nosotros entonces eran manjares. Nos comíamos las hojas de los árboles, y una vez que las habíamos acabado, poníamos nuestra atención en la corteza del árbol. Después de eso, roíamos los troncos. Ningún árbol ha sufrido tanto en el mundo como los de nuestro pueblo. Sin embargo, en lugar de desgastarnos los dientes, nuestra peculiar dieta los volvió a$lados como cuchillos. Nada podía resistírseles. Uno de mis amigos de la infancia se convirtió en electricista cuando creció. En su caja de herramientas no tenía alicates o navajas; todo lo que hacía era morder cables tan gruesos como lapiceros con sus dientes; ésas eran las herramientas que empleaba en su oficio. Yo también tenía dientes muy a$lados, pero no tanto como los de mi amigo electricista. Ya que de otro modo, tal vez habría acabado convirtiéndome en un excelente electricista y no en escritor.

En la primavera de 1961 entregaron un montón de carbón brillante a mi escuela de primaria. Nosotros vivíamos tan ajenos a la realidad que no sabíamos qué era. Pero uno de los niños más listos cogió un trocito y comenzó a devorarlo. La expresión de éxtasis de su cara significaba que eso debía estar rico, así que nos lanzamos sobre él, agarrando unos cuantos pedazos, y empezamos a devorarlos. Cuanto más comía mejor sabía esa cosa, hasta que ya se convertía en algo absolutamente delicioso. Entonces varios adultos del pueblo que estaban mirándonos se acercaron para comprobar qué estábamos comiendo con semejante placer, y se unieron a nosotros. Cuando el director salió fuera para poner fin al festín solo consiguió empujones y golpes. Me es imposible recordar cómo le sentó a mi estómago el carbón, pero jamás olvidaré su sabor. Sin embargo no creas que no nos lo pasábamos bien en esa época. Hacíamos muchísimas cosas divertidas. En el primer puesto de la lista estaba comer cosas que nunca antes habíamos pensado que fuera comida.

La hambruna duró un par de años o más, hasta mediados de la década de los sesenta, cuando la vida empezó a mejorar. Aún no teníamos suficiente que comer, pero cada persona tenía asignados noventa kilos de cereal por año. Eso, junto con algunas verduras que buscábamos por el campo, era suficiente para ir tirando, y cada vez menos gente se moría de hambre.

Evidentemente, la experiencia de pasar hambre no puede por sí misma transformar a uno en escritor, pero cuando me convertí en uno tenía una comprensión más profunda de la vida gracias a ello. Padecer mucho tiempo hambre me hizo ser consciente de lo importante que es la comida para el ser humano. El éxito, los ideales, la carrera laboral o el amor no valen nada con el estómago vacío. Por la comida, perdí la dignidad. Por la comida, fui humillado como un insignificante perro callejero. Por la comida, comencé de verdad a escribir relatos.

Después de convertirme en escritor, empecé a pensar otra vez en la soledad de mi infancia, así como a recordar las ocasiones en las que me moría de hambre cada vez que me sentaba a una mesa llena de comidas deliciosas. El lugar donde nací, el municipio de Gaomi, en el Noreste del país, está situado en un punto donde convergen tres condados. Es una zona vasta escasamente poblada que carece de medios de transporte. Hasta hoy, mi pueblo está rodeado de llanuras cubiertas de plantas y (ores silvestres. Me sacaron de la escuela cuando era muy joven, de modo que mientras muchos niños estaban en clase, yo sacaba el ganado al campo a pastar. Con el tiempo, llegué a saber más sobre animales que sobre personas. Sabía qué les ponía contentos, tristes, o qué les enfadaba. Sabía qué querían decir sus expresiones, y sabía qué estaban pensando. En esas interminables tierras sin cultivar solo estábamos unas pocas cabezas de ganado y yo. Pastaban tranquilas, y sus ojos semejaban el azul de los océanos.

Cuando trataba de hablar con ellas, me ignoraban, preocupándose tan solo de las deliciosas hierbas del suelo. De modo que me tumbaba boca arriba y contemplaba las nubes esponjosas moviéndose sin rumbo por el cielo, imaginando que eran grupos de hombres perezosos y enormes. Pero cuando intentaba hablar con ellos, también me ignoraban. Había multitud de pájaros sobrevolando el cielo: gaviotas, alondras y otras razas comunes cuyos nombres no conocía. Su canto me conmovía profundamente, a veces hasta el borde del llanto. Traté de hablar con ellos, pero estaban demasiado ocupados como para prestarme atención. Así que permanecía tumbado sobre la hierba, atravesado por la tristeza, y comenzaba a dejar volar mi imaginación. Con la mente sumida en un estado de ensoñación, todo tipo de pensamientos maravillosos inundaban mi cabeza, ayudándome a comprender el amor y la decencia.

Muy pronto aprendí cómo hablar conmigo mismo. Desarrollé una insólita capacidad expresiva, siendo capaz de hablar sin parar con elocuencia e incluso haciendo rimas. En una ocasión mi madre me sorprendió por casualidad hablando con un árbol. Alarmada, habló con mi padre.

—Como padre de nuestro hijo, ¿piensas que le ocurre algo malo? Más adelante, cuando fui lo bastante mayor, me integré en el mundo de los adultos como miembro de una brigada de trabajo, y la costumbre que tenía de hablar a solas, que se había iniciado cuando cuidaba al ganado, solo generaba problemas en mi familia.

—Hijo mío —me suplicaba mi madre—, ¿cuándo pararás de hablar a solas?

Al ver la expresión de su cara se me llenaron los ojos de lágrimas y le prometí que pararía. Pero en el instante en que estaba rodeado de gente, las palabras afloraban desde mi interior, como ratas saliendo de la ratonera. A eso normalmente le seguía un sentimiento de remordimiento y la terrible seguridad de que había vuelto a fallar a mi madre. Ese fue el motivo por el que elegí Mo Yan «No hables» como seudónimo. Pero, como mi madre solía decirme muy a menudo, exasperada, «un perro no puede evitar comer excrementos, y un lobo no puedo parar de comer carne». Yo no podía dejar de hablar, así de sencillo. Es un hábito que ha provocado que algunos compañeros escritores se sientan ofendidos, ya que lo que sale de mi boca es siempre la pura verdad. Ahora que estoy en plena madurez, las palabras han comenzado a disiparse, lo que ha debido llenar de tranquilidad al espíritu de mi madre si me está viendo desde allí arriba.

Mi sueño de ser escritor tomó forma muy pronto cuando uno de mis vecinos, un estudiante universitario especializado en Lengua China, fue tachado de derechista y le expulsaron de la facultad, enviándole al campo para trabajar. Trabajábamos uno al lado del otro. Al principio, él era incapaz de olvidar que había sido estudiante universitario, como re&ejaba su modo elegante de hablar y su estilo re'nado. Sin embargo, muy pronto la severidad de la vida en el campo y el trabajo agotador suprimió cualquier vestigio de su pasado intelectual y le convirtió en un campesino corriente, como yo. Durante los descansos que tomábamos en el campo, mientras nuestros estómagos nos enviaban a la boca un regusto amargo, nuestro principal entretenimiento consistía en hablar sobre comida.

Los dos, junto con otros jornaleros, describíamos con detalle manjares suculentos que habíamos comido o de los que habíamos oído hablar. Era comida que traspasaba el alma. Cualquiera que hablaba hacía que se nos hiciera la boca agua.

Un anciano nos habló sobre todos los platos famosísimos que había visto cuando trabajaba de camarero en un restaurante de Qingdao: turnedó de solomillo, pollo frito y cosas por el estilo. Con los ojos invadidos por la sorpresa, nos quedábamos mirando su boca, que desprendía unas descripciones tan vivas que hasta casi podíamos oler el aroma de esos platos deliciosos; parecía que fueran a caer del cielo. El estudiante derechista dijo que conocía a alguien que había escrito un libro cuyos derechos de autor habían generado miles, e incluso decenas de miles de yuanes. El tipo comía cada día jiaozi, esas deliciosas bolas de masa cocida rellenas con carne de cerdo, en el desayuno, la comida y la cena, con el aceite chorreando con cada mordisco. Cuando le dijimos que no nos creíamos que nadie fuera tan rico como para comer jiaozi tres veces al día, el ex estudiante nos contestó con desdén.

—¡Es escritor, por el amor de Dios! ¿No lo entendéis? ¡Escritor!

Eso era todo lo que necesitaba saber: conviértete en escritor y podrás comer jiaozi de carne tres veces al día. Es lo mejor que puede haber en la vida. Porque, ni los dioses podrían hacerlo mejor. Fue entonces cuando decidí que algún día me convertiría en escritor Cuando empecé, lo último que tenía en la cabeza eran propósitos nobles. Al contrario que muchos de mis colegas, que se veían a sí mismos como «arquitectos del alma», a mí no me importaba ni un comino mejorar el mundo a través de la literatura. Como he dicho, mi motivación era mucho más primitiva: ardía en deseos de comer bien. No hay duda de que tras obtener un poco de fama, aprendí a usar palabras pomposas, pero estaban tan huecas por dentro que no me las creía ni yo. Debido a mi origen humilde, las historias que escribía estaban repletas de opiniones de lo más comunes, y cualquiera que buscara en ellas trazos de elegancia o belleza y estilo probablemente se alejaría decepcionado. No hay nada que pueda hacer al respecto.

Un escritor habla de lo que sabe, y en la forma que le es más familiar. Yo crecí solo y hambriento, testigo del sufrimiento humano y de la injusticia. Mi corazón rebosa simpatía por la humanidad en general e indignación por una sociedad plagada de desigualdades. Como es lógico, a medida que mi estómago se habituó a estar lleno siempre que yo quería, mi producción literaria experimentó un cambio. Poco a poco entendí que una vida donde comes tres veces al día jiaozi puede asimismo ir acompañada de penas y sufrimiento, y que este sufrimiento espiritual no es menos doloroso que el hambre física. El acto de dar voz a este dolor espiritual es, desde mi punto de vista, la tarea sagrada de un escritor. Sin embargo, escribir sobre el sufrimiento del alma no elimina mi preocupación por la agonía física que conlleva el hambre. No sé decir si esto constituye mi fortaleza o mi debilidad como escritor, pero sí sé que es lo que el destino ha dictaminado para mí.

Mi obra más temprana es quizá la menos mencionada. Pero debo hablar de ella, ya que forma parte de mi vida y de la historia literaria china más reciente. Todavía recuerdo mi primer relato. En él hablaba sobre la excavación de un canal. Un oficial subalterno de la milicia comienza el día de pie frente a un retrato de nuestro Presidente Mao dedicándole una sencilla plegaria: «¡Que vivas diez mil años más. Que vivas diez mil años más. Que vivas diez mil años más!». Después se marcha al pueblo para asistir a una reunión, en la que se decide que llevará a su equipo de trabajo a un lugar a las afueras del pueblo para cavar un canal gigantesco. Para mostrar su apoyo a esta empresa, su prometida decide posponer la boda tres años. Cuando un terrateniente local oye hablar sobre los planes de excavación, se cuela en medio de la madrugada en la zona donde está el ganado del equipo de trabajo, coge una pala y golpea la pata de una mula negra que tenía que tirar de una carreta hasta el lugar de construcción del canal. Lucha de clases. Reaccionando como si el enemigo estuviera ahí mismo, la gente se moviliza para llevar a cabo una violenta lucha contra el enemigo de clase. Al final el canal se construye y el terrateniente es detenido. Nadie se dignaría a leer una historia así estos días, pero eso era sobre lo que se escribía en aquella época. Era el único modo que tenías para que te publicaran un libro. Así que eso fue lo que escribí. Y aun así, no pude verlo impreso: no era suficientemente revolucionario.

En 1976 murió nuestro Presidente Mao y la situación comenzó a cambiar en China, incluida la literatura. Sin embargo, los cambios eran lentos y débiles. Los temas prohibidos iban desde las historias de amor a los errores del Partido; sin embargo, no podían frenar las ansias de libertad. Los escritores se devanaban los sesos para encontrar caminos velados y franquear así los tabúes. Este período vio el auge de la denominada literatura de la cicatriz, vivencias personales de los horrores de la Revolución Cultural. Mi carrera en realidad no comenzó hasta comienzos de los años ochenta, cuando la literatura china ya había experimentado cambios muy significativos. Todavía existían algunos asuntos sobre los que no se podía hablar, y se empezó a conocer a muchos escritores occidentales en el país, desatando un frenesí de imitaciones chinas.

Como niño que creció en el campo y apenas disfrutó de educación casi no conozco teorías literarias, y he tenido que con%ar únicamente en mis propias experiencias así como en mi comprensión intuitiva del mundo a la hora de escribir. Las modas literarias que no hacen sino monopolizar los círculos literarios, incluidas las adaptaciones al chino de las obras de escritores extranjeros, eran cosas que no iban conmigo. Sabía que debía escribir sobre lo que me era familiar, algo que, sin lugar a dudas, era diferente a lo que escribían otros escritores, chinos o de Occidente. Esto no significa que las obras occidentales no ejercieran influencia en mí. Es más, todo lo contrario: algunos escritores occidentales me han marcado profundamente, y me siento orgulloso de reconocer abiertamente esta influencia. No obstante, lo que me distingue del resto de escritores chinos es que no imito las técnicas narrativas de autores extranjeros, ni copio sus argumentos. Lo que me agrada es explorar con exhaustividad aquello que yace incrustado en sus obras para poder así entender su visión de la vida, comprender cómo interpretan el mundo en el que vivimos.

Cuando leo las obras de otras personas, el escritor en realidad está desarrollando un diálogo, en ocasiones hasta un relato, con mi cabeza, y si se produce una conexión entre nuestras mentes nace una amistad duradera; si esto no sucede, acaecerá una despedida amistosa.

Hasta ahora en Estados Unidos se han publicado tres de mis novelas: Sorgo rojo, Las baladas del ajo y La república del vino. En Sorgo rojo enfrento al lector con mi percepción sobre la historia y el amor. En Las baladas del ajo pongo de manifiesto mi punto de vista crítico sobre política y mi simpatía por los campesinos chinos. La república del vino manifiesta mi pesar por el deterioro de la humanidad y mi aversión por la corrupción de la burocracia. Aparentemente puede parecer que cada novela no tiene absolutamente nada que ver con las otras, pero en esencia todas ellas se asemejan bastante: expresan el anhelo de una vida digna de un niño solitario con miedo a pasar hambre.

Sucede lo mismo con mis obras más breves. En China el relato corto posee muy poco prestigio. A los ojos tanto de los autores como de los críticos, solo los novelistas pueden ser considerados escritores que valgan la pena, mientras que los que escriben ficción breve ejercerían un arte menor. Disculpadme si digo que esto es un error. La altura de un escritor solo puede venir determinada por las ideas que deja traslucir su obra, no por la longitud de ésta. Situar a un autor en la historia literaria de un país no se puede juzgar dependiendo si es o no capaz de escribir un libro que pese como un ladrillo, sino que deben considerarse sus contribuciones al desarrollo y enriquicimiento de la lengua nacional.

Me atrevería a decir, aun a riesgo de no parecer muy modesto, que mis novelas han creado un estilo único de escritura en la literatura china contemporánea. Sin embargo, estoy aún más orgulloso por lo que he realizado en el ámbito de las historias breves. Durante los últimos quince años aproximadamente, he publicado unos ochenta relatos, de los cuales se incluyen en este volumen ocho, seleccionados por mi traductor con mi apoyo incondicional. Representan tanto el abanico de temas como la variedad de estilos de mi producción de relatos breves. Una vez que hayas acabado este libro, poseerás un buen cuadro de lo que he tratado de llevar a cabo en mi ficción breve. «Shifu, harías cualquier cosa por divertirte» es mi último relato (ha sido recientemente llevado al cine por el excelente director chino Zhang Yimou con el título de Días felices). Pese a que podría parecer que trata principalmente sobre las reducciones de plantilla, problema al que se enfrentan hoy día los trabajadores de nuestro país, como diría el refrán chino: «El alcoholismo no va en realidad sobre el alcohol», este relato alberga mucho más de lo que parece a primera vista. Lo que también deseo mostrar es cómo las jóvenes parejas de enamorados deben esconderse para compartir su amor.

«Niña abandonada», escrito a mitad de los años ochenta, se ocupa de uno de los problemas más espinosos de la sociedad china contemporánea: la planificación familiar impuesta por ley en un ámbito donde es habitual minusvalorar a las niñas en bene&cio de los niños. Décadas de esfuerzos gubernamentales por implantar la política de hijo único por familia ha conllevado unos resultados impresionantes en las centros urbanos de China, donde el axioma «los niños son mejores que las niñas» ha experimentado un retroceso. Sin embargo, las familias rurales con más de un hijo son todavía la norma, y el clásico desdén por las niñas continúa tan vigente como siempre. El crecimiento sin freno de población sigue siendo uno de los mayores conflictos de China, y ahora están comenzando a aparecer toda una serie de problemas como consecuencia de la política de hijo único por familia.

«El hombre y la bestia», escrito asimismo en los años ochenta, prolonga la saga familiar de Sorgo rojo y describe cómo, bajo circunstancias extraordinarias, los últimos retazos de humanidad pueden protagonizar momentos de gloria.

Hacia finales de la década de los ochenta escribí «Historia de amor», un cuento sobre el amor adolescente. Ambientado en los diez años de la desastrosa Revolución Cultural, cuando cientos de miles de hombres y mujeres jóvenes fueron enviados desde las ciudades a las montañas y al campo, el relato habla de un joven campesino que se enamora de una chica de ciudad mucho mayor que él, lo que supone un giro en los acontecimientos poco común. Pero precisamente es este enfoque el que me permite centrarme en los conceptos de tristeza y belleza.

«La cura», «Niño de Hierro» y «Volando» pertenecen a una serie de historias breves que escribí al comienzo de los años noventa. «La cura» es un cuento sobre el canibalismo y la crueldad, mientras que «Niño de Hierro» y «Volando» se pueden leer como fábulas. Por último está «Jardín Shen», uno de mis últimos relatos escritos en el siglo veinte. En él quiero mostrar cómo un hombre de mediana edad da la espalda a un amor del pasado y acepta la realidad. En la sociedad china actual, muchos hombres que han alcanzado el éxito e incluso la fama viven rodeados de hipocresía. Y en el fondo sus existencias no son más que un cúmulo de ruinas.

Como he dicho, soy un escritor sin formación teórica; pero poseo una imaginación fértil, gracias en parte a las tradiciones populares chinas, que trato constantemente de perpetuar. Puede que sea un ignorante en lo que se re"ere a conceptos literarios rimbombantes, pero sí sé cómo tejer una historia cautivadora, algo que aprendí siendo niño de mi abuelo, de mi abuela, y de otros cuentacuentos de mi pueblo. Los críticos que basen sus teorías de la literatura en teorías cientí"cas de cualquier tipo, no me tendrán muy en cuenta. Pero me encantaría verlos escribiendo un relato que capture la imaginación del lector.


M.Y.
Beijing, 2001



Prefacio a Shifu, harías cualquier cosa por divertirte (1999)
Trad.: Cora Tiedra
Madrid, Kailas, 2011
Foto: Mo Yan © Zhu Zheng / Xinhua Press / Corbis

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