Esther Mercedes Pérez Gayol: Un hombre de guerra

10 de noviembre de 2017






      El guerrero se enorgullecía de su lejano antepasado, el que había peleado como un león en la amurallada Troya. Enorme y esforzado como pocos, aquel valiente mirmidón había regresado cojo a su lejana isla, con una gloriosa cicatriz en la cadera izquierda. También había retornado con una impresionante armadura, legítimamente conseguida  por haber matado en combate a su primer dueño, un teucro desafortunado, tan corpulento como él.
El guerrero se enorgullecía de aquella posesión heredada. La calzaba con deleite, ya fuera cuando peleaba, ya fuera cuando presumía frente a algún camarada desprevenido que aún desconociera su memorable historia.

      Siempre  con la armadura como precioso legado, la familia había emigrado varias veces. Primero de isla en isla, desde Egina hasta Chipre, azarosamente, soñando de continuo con una planicie extendida donde correr libremente, fabricar carros, criar caballos, guerrear a campo abierto y hacer fortuna.
Tan largo sueño se había concretado por fin. Y por dos generaciones completas prosperaron en aquella llanura, a quince quilómetros de la costa, alejados del siempre  presente ruido del mar.
Gente esforzada, sus constantes antepasados. Guerreros en Egina y Lesbos, aedos en Quíos, herreros en Chipre, constructores de carros en el continente y por último, él, la culminación de tan larga historia: otra vez un aguerrido soldado en armadura, con carro de combate, caballos y escudero.

      Todavía se hablaba algo de griego en la familia. Casi todas sus mujeres provenían  de allende el mar, donde se criaban las mejores tejedoras. Ellas comían con sus maridos y los llamaban por sus nombres; formaban  a  los hijos en la melodía de su lengua y en el respeto a sus dioses. Así la madre, célebre por el tamaño de sus mantas y por la cadencia de sus largos parlamentos que nadie entendía. El guerrero, cuando el vino le entonaba el alma, solía alzar la orgullosa cabeza e invocar a los dioses alegres con voz rugiente, los mismos dioses –pero él no lo sabía– que primero habían destruido Troya y después a casi todos sus conquistadores.
       Esa mañana despertó alerta y hambriento de pelea. La Aurora apenas extendía sus rosados dedos y ya restallaban los apremiantes gritos junto a los bronces yacentes. Aquel era el día tan esperado de la batalla.
Por fin se ha terminado la desagradable espera. El guerrero se muestra tan bendecido de ferocidad que hasta los perros se mantienen a distancia. El escudero corre desde su rincón para alcanzarle una pata de buey rescatada de quién sabe dónde. Mientras come  a grandes dentelladas, el guerrero estira los brazos y flexiona las rodillas, complacido de  lo que siente y de lo que exhibe.  Más allá, otros dos gigantes se ungen  el uno al otro previendo una larga jornada de sol ardiente. El escudero, ahora en cuclillas, con la manopla de piel de cabra envainada hasta el codo, lustra con fuerza las escamas de bronce de la histórica coraza.

      El gigantesco soldado comienza por fin  a vestirse. Empieza por las sandalias, que sujeta a los tobillos con doble atadura; le siguen las rígidas grebas sobre las canillas; luego la túnica acolchada sobre la túnica fina y  encima, la pulida coraza que el escudero acomoda subido sobre un escaño.
Prueba la jabalina contra un tronco y levanta del suelo la pesada lanza que lo ha hecho famoso. La blande con una sonrisa como si no pesara lo que pesa. Los que están más cerca rugen su aprobación y corren a ponerse a salvo –saben muy bien que donde aquella lanza cae, brota la muerte–. Prueba los dos filos de la espada, lentamente, y frunce el ceño con desaprobación. Corre el escudero con la piedra de afilar, pero antes le alcanza el enorme  yelmo, impar como una corona. Es lo último que siempre se acomoda sobre la pelambre recién ungida. Es su orgullo. El digno remate de una figura que sabe  inolvidable. Agita la robusta columna del cuello y el penacho de cola de caballo ondea silencioso en la ligera brisa de la mañana.
Está listo. El corazón le arde en el pecho blindado.

      Los ejércitos enemigos aguardan enfrentados; el valle del Terebinto en el centro.
La espera se hace larga. La expectativa crece y decrece. La fuerza de choque empieza a fastidiarse. ¿Qué está pasando? Es una batalla prácticamente ganada. Los enemigos son más débiles y están peor armados. Es poco el bronce que brilla en sus filas apretadas; y el hierro, aún menos. ¿Por qué no atacar ya? La mañana avanza y pronto el calor se hará insoportable.
¿Y si...?
Los compañeros del guerrero lo conocen bien y dejan caer en voz baja una insinuación largamente meditada: ¿Qué tal si proponemos un duelo,  una pelea de uno contra uno y  terminamos de una vez y nos marchamos a casa cargados de esclavos?
¿Un desafío?
Lo inflama la idea. Está harto de esperar órdenes. Sabe que él solo vale por todo un ejército y está feliz de que sus camaradas también lo sepan. Los desafíos son su especialidad. Adelanta el pecho, respira hondo y afirma las piernas. Avanza decidido, jabalina al hombro y lanza en mano. Lo precede el escudero.

      En el silencio del enfrentamiento, el tono enérgico de su propuesta atruena el valle: uno contra uno y se termina el conflicto. El vencedor obtiene la victoria y todo su ejército vuelve a casa triunfante, los brazos cargados con el botín.
Nadie responde.
Las filas enemigas que parecían ondular con la brisa de la mañana, se paralizan. Repta el miedo. El silencio es viscoso. Muy en el fondo se acelera el movimiento. En la tienda real, gente apresurada entra y sale como hormigas antes de la tormenta. Es evidente que no habrá respuesta inmediata.. Al enemigo le costará encontrar un oponente capaz de enfrentar con éxito al gigantesco adversario. ¿Lo hará el mismo rey? El guerrero sabe que el soberano es muy corpulento además de valiente. Le han contado que es casi tan alto como él, que sobresale por más de una cabeza a toda su gente. Pero un rey no va a enfrentar solo  a un simple soldado,  por bravo que sea. Difícil para el enemigo encontrar a quien pueda responder a tal desafío.
La fuerza de choque grita y festeja por anticipado. Desde la retaguardia empiezan a llegar chorreantes trozos de carnero recién asado. Es una fiesta. Sólo el guerrero se niega a comer y permanece en guardia. Es su batalla y está solo. No se ha olvidado de sus dioses y de pie,  con la cabeza erguida, los invoca en silencio. Su preferido es Apolo.
     
      De pronto, algo raro sucede. De entre las filas enemigas surge una figura impensada. Alguien en otro tiempo y en otro lugar habría podido  decir:  entonces el monte parió a un ratón.
Es un joven muy joven, rubio, delgado, cubierto apenas con lo indispensable. Lleva una honda en la mano y un morral colgado del hombro.
El guerrero no puede creer lo que está viendo. ¿Acaso se ríen de él? Maldito aquel desarrapado que osa desafiarlo con tanta ligereza. Maldita su gente. Maldito su ejército.
Mientras murmura se adelanta con desgano. Pero la tarea debe ser cumplida. Por fácil que se presente, es su combate.
El adolescente corre hacia él. Saca un guijarro del morral, lo ajusta en el hueco de la honda, hace girar el largo tiento con gracia de bailarín y el guijarro se dispara.

      Cae el guerrero.
Lo impensable ha sucedido. Los dos ejércitos observan paralizados la escena increíble. La piedra ha dado justo en la frente del gigante. Con el tremolante casco abollado, la mole se derrumba sobre la arena.
El muchacho corre hacia su víctima, le quita de la cadera la enorme espada de doble filo, la sujeta con ambas manos, la levanta para tomar impulso y de un solo golpe lo remata. Y con  otro lo decapita.


      “David tomó entonces la cabeza del filisteo y la llevó a Jerusalem, pero las armas las guardó en su tienda." (I Samuel)




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