George Steiner: Viejos ojos chispeantes (1976)

7 de septiembre de 2015




En el ochenta cumpleaños de Winston Churchill, un diario de opinión inglés envió su felicitación al «segundo inglés más grande vivo». La fanfarronería y la impertinencia del cumplido está en la premisa que se omite. Pero para los lógicos y los radicales el nombre que falta estaba claro: era el de Bertrand Russell. Y el juicio implícito sigue quizá teniendo validez. Incluso es posible que tenga un alcance que vaya mucho más allá de la vida inglesa. Da la impresión de que la presencia de Russell llegará a determinar la historia de la inteligencia y del sentimiento en la civilización europea, entre la década de 1890 y la de 1950, como la de ningún otro hombre. Tal vez como ninguna otra presencia desde la de Voltaire.
El paralelismo entre ambos es a un tiempo visible y profundo. Se presenta en la sobrecubierta misma de este bello libro, The autobiography of Bertrand Russell (Little, Brown & Co.)[*], con su retrato de Russell, hecho en 1916. Lleva el cabello en apretados rizos a la manera de una peluca del siglo XVIII, la nariz es aguileña y volteriana, los labios son sensuales pero ligeramente burlones. Como Voltaire, Russell ha vivido mucho y ha convertido este hecho en una declaración de valores tanto festivos como estoicos. Su obra publicada ha sido inmensa, un insulto a las parquedades de la manera moderna; abarca unos cuarenta y cinco libros. Su correspondencia ha sido aún más extensa. Como la de Voltaire, ha puesto directamente el dedo en todas las llagas de su siglo. Russell ha debatido sobre filosofía con Wittgenstein y sobre narrativa con Conrad y D. H. Lawrence, ha discutido de economía con Keynes y de desobediencia civil con Gandhi; sus cartas abiertas han provocado la réplica de Stalin y la exasperación de Lyndon Johnson. Y, como Voltaire, Russell ha tratado de hacer del lenguaje —su prosa es tan flexible y lúcida como la mejor de la época clásica— una salvaguarda contra las brutalidades y las mentiras de la cultura de masas.
Es posible que la esfera de Russell sea más amplia que la de Voltaire, aunque ninguna de las obras que ha producido cristaliza toda una concepción del mundo, como hace Candide. Solo los lógicos y los filósofos de la ciencia están capacitados para evaluar la aportación de Introducción a la filosofía matemática y Los principios de las matemáticas de Russell, que terminó en 1903. Junto con los Principia mathematica, publicados en colaboración con Whitehead entre 1910 y 1913, estos libros siguen teniendo una autorizada vitalidad en la historia de la moderna investigación lógica. Anticipan muchas de las ideas que están resultando más fructíferas en la lógica simbólica y en la teoría de la información contemporáneas. Los lógicos puros son una especie rara. Por su capacidad para el cálculo analítico continuado, por su habilidad para utilizar códigos de orden importante menos obstaculizados que el lenguaje corriente por el despilfarro y las opacidades de la vida habitual, Russell está a la altura de Descartes y de Kurt Gödel.
La Historia de la filosofía occidental de Russell, muy en la vanguardia cuando el autor recibió el premio Nobel de literatura en 1950, es haute vulgarisation en el mejor sentido de la expresión. Marcha a paso ligero desde Anaxágoras hasta Bergson. Rebosa una implícita seguridad en la naturaleza mortal de la necedad. El libro de Russell sobre Leibniz está anticuado pero sigue siendo interesante por las comparaciones que sugiere entre su propia ansia de omnisciencia y la del gran erudito y rival de Newton. Nuestro conocimiento del mundo exterior, obra basada en las Conferencias Lowell que Russell dio en Boston en 1914, sigue siendo tal vez la mejor introducción a su estilo filosófico y a su sinuoso empirismo. Los problemas suscitados son tan antiguos como Platón; esto significa que las soluciones propuestas son menos vulnerables a la moda que en otras ramas de la filosofía. El ser humano es un animal epistemológico que se pregunta de dónde viene y adónde va pero no sabe ninguna de las dos cosas, incapaz de probar que no habitemos en un largo sueño. Russell expone con detalle lo extraño de nuestra condición. Lo hace de nuevo, aunque con menos mordacidad, en El análisis de la mente. Aunque no hubiera producido nada más que estos libros de argumentación filosófica e historia de las ideas, tendría un lugar distintivo.
Pero la conmoción de la contienda mundial y los cambios radicales habidos en su propia personalidad ampliaron y complicaron considerablemente la esfera natural de Russell. Desde 1914 ha habido pocos ámbitos de la política social, de las relaciones internacionales, de la ética privada que él no haya tratado. Su crítica de nuestras costumbres empieza en el mundo de William Morris y Tolstói; sobrevive a la de Shaw y Freud; es activa y más irritante que nunca en la de Stokely Carmichael. Ha tratado de planificar La conquista de la felicidad, sea cual fuere el título del concreto discurso o panfleto. Ha hablado con tanto calor como Montaigne en Elogio de la ociosidad y ha vuelto una y otra vez, percibiendo un acertijo no resuelto, a Matrimonio y moral. Ha notificado al mundo Por qué no soy cristiano, pero ha escrito con un tacto poético ajeno a Voltaire acerca del misticismo, esa repentina lógica del espíritu humano cuando se halla en estado de arrobamiento. Los estudios y panfletos más directamente políticos de Russell llenarían un estante. Indagó en fecha temprana la Teoría y práctica del bolchevismo y se ocupó de sus incómodas simpatías con El problema de China (otro interés común con Voltaire) mucho antes de la crisis actual. Sus estudios sobre las Perspectivas de la civilización industrial lo ponen en relación con el pensamiento de R. H. Tawney, mientras que su repetida defensa de la resistencia pasiva y al desarme universal lo alían con la de Danilo Dolci. El soñador y el ingeniero han estado asimismo presentes en el genio de Russell. Es un utópico del corto plazo, un hombre que despierta, aun a sus noventa y cinco años, de las simplicidades de sus sueños y se niega a creer que estos no puedan traer una inmediata mejora por la mañana. El título de uno de los panfletos de Russell, ¿Tiene el hombre un futuro?, resume esta búsqueda. Los signos de interrogación representan un persistente escepticismo, una vena de resignada tristeza. Pero durante toda la vida del viejo zorro, maravillosa por su diversidad y por su capacidad creativa, se ha venido esforzando por llegar a una respuesta positiva.
Russell llevó, según parece, un detallado registro de esa vida casi desde el principio, con toda seguridad desde el momento en que se fue a Cambridge, en octubre de 1890, y se dio cuenta de que poseía dotes fuera de lo corriente. Como Voltaire, Russell ha visto cómo su propia persona se situaba a la luz de lo histórico; el tiempo y la posición sobresaliente lo han alejado en parte de sí mismo, y ha velado por el proceso con una precisión irónica. La evolución de mi pensamiento filosófico sigue siendo un documento intensamente legible de su paso del idealismo kantiano a una especie de empirismo trascendental que yo calificaría de pitagórico («He tratado de comprender el poder pitagórico merced al cual el número prevalece sobre el fluir»). Los Retratos de memoria, que en ocasiones se asemejan a los Ensayos biográficos de Keynes y los complementan, hablan de algunos de los luminosos encuentros que hubo en la carrera de Russell y recupera, hasta el punto que puede hacerlo un libro, la ceremonia informal de la vida intelectual en el Cambridge de G. M. Trevelyan y lord Rutherford, de E. G. Moore y E. M. Forster. La red formal de la autobiografía se ha desarrollado de manera natural a partir de una vida tan constantemente sometida a examen. Unas partes de este volumen fueron recopiladas y dictadas en 1949, otras probablemente a comienzos de los años cincuenta. El material que trata abarca desde febrero de 1876, cuando el hijo menor de lord y lady Amberley, huérfano y de cuatro años de edad, llegó a Pembroke Lodge, el hogar de sus abuelos, hasta agosto de 1914, cuando el lógico matemático de cuarenta y dos años, miembro del Trinity College y de la Royal Society, estaba a punto de optar por un pacifismo intransigente y de romper con muchas cosas del mundo del que había sido ornato. El relato se compone de siete capítulos, cada uno seguido de una selección de cartas relevantes. Este recurso victoriano funciona admirablemente. Con frecuencia, las cartas van sutilmente a contrapelo de un recuerdo muy posterior, y el diálogo entre carta y recuerdo produce una cáustica nota a pie de página. Así, Russell pudo escribir a Lucy Martin Donnelly el 22 de abril de 1906, en referencia a algunos de sus empeños más abstrusos y ferozmente exigentes en relación con la lógica matemática, «mi trabajo avanza a un ritmo tremendo y me produce un gran deleite», mientras que lord Russell, Orden del Mérito, observa, cuarenta y cinco años después, que «resultó ser todo una tontería».
Bertrand Russell nació y creció siendo un aristócrata. Era nieto de un primer ministro y primo o sobrino de una serie de distinguidos personajes militares, diplomáticos y eclesiásticos. Unos antepasados que habían visitado a Napoleón en Elba o defendido Gibraltar durante las guerras americanas eran sombras animadas en el cuarto de los niños. Esta era la Inglaterra de las pérgolas y los céspedes aterciopelados, de los señores y los sirvientes. En estas páginas iniciales hay panoramas de tiempo que dan vértigo. El lector de esta reseña y su autor son, en el sentido aceptado de la palabra, contemporáneos de un hombre que hizo callar a Browning durante una cena y que, en un tête-à-tête con William Gladstone, oyó caer sobre él como una catarata el terrible dictamen «Es un oporto muy bueno el que me han servido, pero ¿por qué me lo han puesto en un vaso para clarete?» Los que viven ahora pueden buscar a un hombre, todavía alerta, cuyos criados y tempranos conocidos recordaban con claridad las noticias de Waterloo. Esto es bastante sorprendente por sí mismo. Pero en el caso de Russell, el hecho de que se hiciera adulto en un mundo casi totalmente desaparecido de nuestro alcance, de que perteneciera a la élite más segura de sí misma de la historia moderna (la aristocracia whig de la Inglaterra victoriana), es algo más que un truco de virtuoso de la longevidad. Russell está marcado por sus orígenes hasta los límites mismos de su posterior radicalismo.
Estas memorias no hacen nada para atenuar su altivez innata. «Pero ¿qué puede saber una asistenta de los espíritus de los grandes hombres o de los testimonios de imperios caídos o de las inquietantes visiones del arte y la razón?», preguntó a Gilbert Murray en 1902, y prosiguió: «No nos engañemos a nosotros mismos con la esperanza de que lo mejor está al alcance de todos, o de que la emoción a la que el pensamiento no ha dado forma puede llegar alguna vez al nivel más alto». En febrero de 1904, Russell se aventuró «a una remota parte de Londres» a dar una conferencia en la rama local de la Amalgamated Society of Engineers. El comentario que hizo entonces fue típico: «Parecían gente excelente, muy respetable: la verdad es que no me hubiera imaginado que fueran trabajadores». Russell se convirtió en uno de los genuinos amotinados de la historia moderna; sus descargas de fusilería contra el capitalismo, la política de las grandes potencias y la hipocresía del sistema han sido feroces y prolongadas. La piedad por la condición humana ha ardido en él hasta casi consumir a la razón: «Niños hambrientos, víctimas torturadas por la opresión, viejos indefensos que son una odiada carga para sus hijos, y el entero mundo de la soledad, la pobreza y el dolor, son una burla de lo que la vida humana debería ser». Ha ido a la cárcel, ha perdido nombramientos académicos y se ha arriesgado al ostracismo en nombre de su indignada compasión. Pero el jacobinismo de Russell es tory elevado; se origina en la certidumbre de que el nacimiento y el genio imponen tanto el derecho como la obligación del precepto moral. «Resuenan en mi corazón ecos de gritos de dolor», dice Russell. Nos preguntamos si no se está engañando a sí mismo; la cámara de ecos está más alta; la piedad, como la de Voltaire, es cerebral. En esencia, la política de protesta de Russell se propone hacer realidad la esperanza, expresar en el pequeño y vibrante círculo de los Apóstoles, al que perteneció en Cambridge, que la humanidad podría ser ascendida a un plano justo de bienestar social e higiénico para que los elegidos, los buscadores de la belleza y la verdad, pudieran realizar sus vidas sin mala conciencia. La democracia americana, sostiene Russell, es igualitaria y zafia. Por tanto, no ha dejado espacio para la intensidad ni la altura del sentimiento; «de hecho, la altura del sentimiento parece depender esencialmente de una perturbadora conciencia del pasado y su terrible poder». La verdadera política es el arte de garantizar un sitio para los mejores; alejará la miseria del mundo en general, una miseria que obstaculiza o disipa la vida de la mente. La piedad de Russell ha sido muchas veces punzante, un arma contra los que se aglomeran demasiado cerca de su sensibilidad.
Esta misericordia aristocrática y una reveladora preferencia por lo abstracto sobre el desorden de lo personal subyacen al tono general de su Autobiografía. Son explícitas en los que rápidamente se han convertido en los dos episodios más notorios. «He buscado el amor, primero, porque trae el éxtasis», escribe Russell, «un éxtasis tan grande que muchas veces hubiera sacrificado todo lo que me restaba de vida por unas pocas horas de esa alegría. Lo he buscado, después, porque alivia la soledad, esa terrible soledad en la que una conciencia temblorosa se asoma, sobre el borde del mundo, al frío e insondable abismo sin vida». Pero la búsqueda no pocas veces parece haber traído la destrucción a otros. El primer matrimonio de Russell, con Alys, la hermana de Logan Pearsall Smith, empezó con júbilo. El recuerdo de Russell de una temprana visita a su amada, en enero de 1894, cuando Londres estaba bloqueado por la nieve y «casi tan silencioso como la solitaria cima de una montaña», posee la fuerza amable del relato autobiográfico de Tolstói de la visita de Levin a Kitty, cerca del comienzo de Ana Karenina. Pero el matrimonio se edificó sobre un misterioso código de reticencia sexual que pronto dio lugar a crueles tensiones. En marzo de 1911, Russell se enamoró de lady Ottoline Morrell, una mujer célebre en las vidas y carreras de una generación de poetas y políticos ingleses. «Por una noche» con ella, Bertrand Russell se sintió dispuesto a pagar el precio del escándalo e incluso del asesinato. Así se relata el final del matrimonio con Alys:
Dije a Alys que podía tener el divorcio cuando quisiera, pero que no debía meter por medio el nombre de Ottoline. Ella, no obstante, se empeñó en hacerlo. Entonces le dije con tranquilidad, pero con firmeza, que le sería imposible, ya que, si daba algún paso a ese efecto, yo me suicidaría para burlarla. Lo decía en serio y ella vio que así era. Entonces su furia se hizo insoportable. Después de pasarse varias horas despotricando, yo di una clase sobre la filosofía de Locke a su sobrina, Karin Costelloe, que estaba a punto de hacer el examen final para matrícula de honor en la universidad. Luego me fui en mi bicicleta, y con esto llegó a su fin mi primer matrimonio. No volví a ver a Alys hasta 1950, cuando nos encontramos como buenos amigos.
Concluido su curso en Harvard, Russell se fue a Chicago, a casa de un eminente ginecólogo y su familia. Había conocido brevemente a una de sus hijas en Oxford. «Pasé dos noches bajo el techo de sus padres, y la segunda la pasé con ella». Acordaron secretamente que la joven se reuniera con Russell en Inglaterra. Cuando llegó, en agosto de 1914, había estallado la Guerra Mundial. Nuevamente hay que citar completo el relato de Russell:
Yo no podía pensar en otra cosa que en la guerra, y como había decidido pronunciarme públicamente contra ella, no quería complicar mi posición con un escándalo privado, que hubiera quitado toda su importancia a cualquier cosa que pudiera decir. Por tanto pensé que era imposible llevar a cabo lo que habíamos planeado. Ella se quedó en Inglaterra y yo tenía relaciones con ella de vez en cuando, pero la conmoción de la guerra mató mi pasión por ella y le rompí el corazón. Al fin cayó víctima de una rara enfermedad que primero la dejó paralítica y luego la volvió loca. En su locura, dijo a su padre todo lo que había sucedido. La última vez que la vi fue en 1924 (…). Si la guerra no hubiera intervenido, el plan que hicimos en Chicago podría habernos traído a los dos una gran felicidad. Todavía me entristece esta tragedia.
Hay una terrible frialdad en el estilo y en los sentimientos que expresa, una gélida y desdeñosa lucidez a la manera augustana. Hasta cierto punto, esto puede ser consecuencia del distanciamiento que hay en el recuerdo de un hombre viejo. Pero sin duda el problema es más profundo. Como Voltaire o tal vez el Tolstói de sus últimas cartas, Bertrand Russell es un hombre que ama la verdad, o la declaración lúcida de una posible verdad, más que a los seres humanos individuales. Su ego posee tanta riqueza turbulenta que el egoísmo crea un mundo. Para él, otro ser humano, por cercano que sea, solo tiene un acceso provisional.
Russell ha dejado constancia, al menos, de una clara experiencia mística. Tuvo lugar en 1901, después de oír a Gilbert Murray leer parte de su traducción del Hipólito de Eurípides. Hace remontarse al formidable momento de iluminación, de evidente trance, que tuvo lugar pocas horas después, sus perdurables opiniones sobre la guerra, la educación y lo insoportable de la soledad humana. Salió convencido de que «en las relaciones humanas hay que penetrar hasta el núcleo de soledad que hay en cada persona y hablarle a este». La convicción era indudablemente sincera, pero hay poco en esta Autobiografía que la confirme. Un texto más pertinente parece ser el capítulo acerca de «El ideal» de los Principia ethica de G. E. Moore, una obra que influyó profundamente en la temprana evolución de Russell; es el «amor al amor» lo que elogia Moore «como el bien más valioso que conocemos». En comparación con lo vívido que resulta darse cuenta de eso, el amor por la persona amada real parece una alegría más pálida.
Sin embargo, sería injusto considerar únicamente lo que hay de altanero y helado en este libro. Los «viejos ojos chispeantes son alegres». Russell recuerda cómo leyó Victorianos eminentes de Lytton Strachey en la cárcel: «Me hizo reír tan ruidosamente que el funcionario venía a mi celda diciendo que debía recordar que la cárcel es un lugar de castigo». Abundan los disparates y correspondientes acritudes sacados de otra época, en un lenguaje casi extinto: «Cuando fue preciso librarse del decano menor, pues era un clérigo que violó a su hijita y se quedó paralítico a causa de la sífilis, el director hizo esfuerzos sobrehumanos para declarar en la reunión del College que aquellos de nosotros que no asistíamos regularmente a la capilla no teníamos ni idea de lo excelentes que habían sido los sermones de este ilustre personaje». Russell, como muchos profesores universitarios ingleses, es un virtuoso de la desautorización. Una hilarante estampa de pomposidades filosóficas y personales en el Cambridge (Massachusetts) de 1914 es coronada con la discreta ocurrencia de que «Había limitaciones en la cultura de Harvard. Schofield, el profesor de Bellas Artes, consideraba a Alfred Noyes un poeta muy bueno». Una instantánea de Keynes lo muestra «llevando consigo a todas partes un sentimiento de obispo in partibus».
Las ironías, además, son más que profesorales. Profundizan hasta una corriente de duda tan corrosiva que debilita los valores iniciales del propio Russell y arrastra ante sí la ciencia en la que había logrado la grandeza y el mundo en el que estaba más a sus anchas. Esta demolición desde dentro es la alta aventura del primer volumen (Russell está trabajando en un segundo tomo). La labor de abstrusa argumentación dedicada a los Principia mathematica dejó extenuado a Russell. Anuncia con absoluta franqueza que sus capacidades para el detallado razonamiento matemático se debilitaron después de 1913. No fue solo la lógica matemática, sin embargo, la que se vio debilitada. En febrero de 1913, Russell escribió a Lowes Dickinson una frase que efectivamente sentencia los criterios de elegante sentimiento, de comunión académica que hasta entonces habían dominado su propia vida: «Pero el intelecto, excepto al rojo vivo, es muy propenso a ser trivial». Tanto el fracaso de su matrimonio como el ejemplo de Tolstói están detrás de esta aseveración. Pero hay también una circunstancia local precisa. En la misma carta, Russell alude a alguien más grande que él en la filosofía y en el análisis del significado. Informa de que Ludwig Wittgenstein, recién llegado de Viena y Manchester, ha sido elegido miembro de los Apóstoles, «pero lo consideró una pérdida de tiempo… Creo que hizo muy bien, aunque traté de disuadirle». La concesión es trascendental. Cuando el largo verano de la civilización europea se acercaba a su fin, Russell dejaba atrás los lujos del espíritu que más había apreciado. Había de salir de la guerra situado en el camino que ha conducido al Tribunal Internacional Russell de Estocolmo.
La miopía, la frívola malicia de las recientes declaraciones políticas de lord Russell son repugnantes. Los cambios de inclinación —fue Bertrand Russell quien no hace mucho propugnó un ataque nuclear preventivo contra la Unión Soviética— son risibles. No obstante, aun en el error y en la gárrula simplificación hay un entusiasmo feroz por la vida, una entrega total de sí mismo a las demandas de las ideas y a las exigencias del conflicto humano. Cuando se empiece a escribir la historia completa, es muy posible que se haga patente que pocos hombres en la historia, desde luego pocos en nuestra época de relumbrón, han hecho más para dignificar la imagen de la vida establecida por Russell hace sesenta y cuatro años:
Muchas veces pienso que la religión, como el sol, ha extinguido las estrellas de menos brillo pero no menos belleza, que resplandecen sobre nosotros desde las tinieblas de un universo sin dios. El esplendor de la vida humana, estoy seguro, es mayor para quienes no están deslumbrados por la irradiación divina, y la camaradería humana parece hacerse más íntima y más tierna cuando nos damos cuenta de que todos somos exiliados en una costa poco hospitalaria.
19 de agosto de 1967






*Existe edición en castellano: Autobiografía
trads. de Juan García Puente y Pedro del Carril
Barcelona, Edhasa, 1990. 3 vols.(N. del T.).


Título original: George Steiner at «The New Yorker»
George Steiner, 2009
Traducción: María Condor
Prólogo y edición: Robert Boyers

Foto: George Steiner en su casa cn su perro Cambridge GB, 2005
© Peter Marlow/Magnum Photos


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