Thomas Bernhard: Jean-Arthur Rimbaud
27 de octubre de 2014
9 de noviembre de 1954
Por su centenario
Señoras y señores:
Se dice que solo honramos al poeta cuando está muerto,
cuando la tapa del sepulcro o el húmedo montón de tierra
han establecido una separación definitiva entre él y nosotros,
cuando, como se dice tan bella y meticulosamente en
las necrológicas escritas por espíritus inferiores, ha entregado
su espíritu. Entonces, así lo quiere Dios, hay alguna oficina
pública que comienza a hojear su directorio, y el trabajo
de la posteridad emprende su camino. Hay coronas y
«tertulias», y se desarrolla un divertido intercambio entre
bodegas y ministerio hasta que el expediente del poeta desaparece
otra vez o se decide publicar su obra. Tienen lugar
pompas y celebraciones, se descubren obras del difunto y se
sacan a la luz —se «escenifica» al poeta—, casi siempre solo
para disipar el aburrimiento, que es para lo que, al fin y al
cabo, se cobra un sueldo. Y de esa forma (en nuestro país)
¿no ocurre que no se honra al poeta sino al jefe del departamento
de cultura, a quien gestiona los poemas, al actor, al
ecitador? Por ello, más de un Hölderlin o un Georg Trakl
se revolverían en su tumba ante tanta cultura fabricada, injertada,
ante tantas conversaciones sobre el mercado del
arte de las que solo se desprende la falta de vergüenza.
Ahora se trata de recordar a Jean-Arthur Rimbaud.
¡Gracias a Dios era francés! De forma que creemos en la
fuerza y el esplendor de la palabra poética, creemos en la continuidad
de la vida del espíritu, en la indestructibilidad de
las imágenes (las imágenes de los muertos y de las visiones),
tal como surgen de los elementos que hay en las páginas de
algunos grandes hombres, como solo ocurre una o dos veces
en cada siglo. No nos engañemos: lo poderoso, excitante,
conmovedor y tranquilizador, lo duradero... ¡no crece
como la acedera en los prados del verano! Unos versos significativos
que permitan al hombre mirar al abismo no surgen
cada día, todos los años. Han de imprimirse siempre
algunos millares de libros antes de que las máquinas hagan
uno de sus esfuerzos elementales y nos den una obra importante
de la literatura mundial, aunque solo sea una. Las
obras de los que siempre echan las campanas al vuelo y que
resuenan hasta en cervecerías llenas de borrachos, las de los
poetas de revista y los fabricantes de artículos literarios de
exportación, que a veces les reportan el premio Nobel, son
en su mayoría solo tonterías engalanadas y productos de
moda. Lo que importa en literatura es lo original, precisamente
lo elemental, gente como Jean-Arthur Rimbaud.
El poeta de Francia era un auténtico elemento, sus versos
eran de carne y sangre. Cien años no son nada para ese
maestro de la palabra, el intraducible Rimbaud. Arrancó la
vida, sin miramientos, con sus raíces, la agarró con respeto
y ansia de muerte a un tiempo. Su poesía acabó, a los veintitrés
años cerró sus libros, su «Barco ebrio», su Temporada
en el infierno. Nunca volvió a coger la pluma para escribir
poesía, porque se había apoderado de él el asco de la literatura.
Sin embargo, había acabado, ya bastaba. Absurde! Ridicule!
Degoûtant!... se defendía Rimbaud cuando se le
hablaba con admiración de sus versos, tratando de recuperarlo
para la literatura francesa.
Rimbaud nació el 20 de octubre de 1854 en Charleville.
Su padre era oficial, su madre, una mujer como cualquier
otra, preocupada por el bienestar de su hijo, pero desconfiada
y retraída cuando él comienza a fermentar, cuando
a los nueve años trae del colegio sus primeros versos, sus
primeros «ensayos», sus visiones, sus primeros poemas, que
figuraban entre los mejores de Francia. En julio de 1870 recibe
un primer premio por unos magistrales versos latinos
en los que elabora la «Alocución de Sancho Panza a su
asno». Todavía durante sus estudios escribió para un periódico
de las Ardenas, atacando a Napoleón y a Bismarck con
idéntica violencia. Para ver y sufrir la pobreza del hombre
se dirige a París, se hunde en el desierto y el temor humanos,
y estrecha contra su pecho a los atormentados y desposeídos
de los bulevares. En aquella época, al parecer, llevaba
el cabello tan largo como las crines de un caballo y un transeúnte
le ofreció cuatro cuartos para el peluquero, que él,
«el poeta de Charleville», se gastó en tabaco. Luego es testigo
de la Revolución en el cuartel de Babilonia, en medio de
una espesa mezcla de razas y clases sociales, y exclama con
pasión: «¡Quiero ser obrero! ¡Luchar!»... Tras un combate
de ocho días, las tropas gubernamentales toman por asalto
la capital, y los revolucionarios presos, sus amigos y camaradas,
se desangran. Él, que ha vivido la mayor conmoción
de su vida, escapa de milagro. Pero no puede vivir ya en
Charleville.
Rimbaud fue mártir y «social», pero nunca político.
No tuvo nada que ver ni en común con la política, esa alienación
del arte. Era todo un hombre y, como tal, lo conmovía
la violencia del espíritu. En Charleville escribió su
fogoso poema «El barco ebrio» —aunque nunca había visto
el mar—, escribió «París se repuebla», la orgía, una acusación
contra el tumor del odio, el poema de los vicios parisinos,
todo en él era indignación, y, cuando caminaba a
lo largo del río, «necesitaba horas para tranquilizarse». Tenía
diecisiete años cuando escribió la maravillosa composición
poética «Los pobres en la iglesia», «con corazón palpitante,
muy cerca de esos niños sucios que no dejan de
mirar a los ángeles de madera, presintiendo que detrás está
Dios...». Rimbaud era comunista, sí, pero no quería incendiar
los palacios de los Campos Elíseos, sino que era un comunista
del espíritu, un comunista de su poesía y su vívida
prosa. Cuando envió sus versos a Verlaine, el único poeta
vivo de Francia al que admiraba, este le respondió con una
frase que se ha hecho clásica: «Venez, chère grande âme!»...
¡Y qué asombrado se quedó el «Poeta de París», que entraba
y salía como un dios en los salones cargados de humo cuando,
en lugar de un hombre «respetable», encontró a la
puerta de su casa a un chico andrajoso de diecisiete años.
¡Un chico que había escrito ya «Sensación», su gran poema
ardiente! ¡Qué tiempos aquellos!
Con Verlaine comenzó para Rimbaud una nueva época,
que fue profundamente amistosa y profundísimamente
humana, y viajaron juntos a Inglaterra, para conocer
Londres, el aire apestoso del mayor puerto del mundo, la
Inglaterra central con sus fábricas negras, y fueron a Bruselas
para —¡por cierto tiempo!— separarse. Verlaine tenía
que volver «a casa» con su familia, a la que había abandonado
un buen día, «sin consideración», como suele decirse.
Qué distintos eran aquellos dos vagabundos que podían
recorrer Europa sin pasaporte, sin nada: el fugitivo
Rimbaud, que escapaba siempre, empujado hacia adelante
por una nueva realidad monumental «cuya digestión ofrecía
en su prosa», y el blando y totalmente prendado de él
Verlaine, que tendía al catolicismo, la salvación, al que se
deben los profundos poemas, las sagradas canciones de
hombre tranquilo que aquel hombre abatido escribió en la
prisión, tras haber disparado en una pelea contra su joven
hermano de Charleville, hiriéndolo gravemente. Verlaine
era para Rimbaud el gran poeta, pero blando y drogadicto.
Rimbaud en cambio se había convertido para Verlaine en
«la única riqueza en el mundo además de Jesucristo». No
se entienda mal: Verlaine amaba la fuerza poética de su
«hermano» y el rostro maravillosamente claro de Arthur,
nada más.
No hay que arrastrar por las calles la vida de un poeta,
pero la de Rimbaud es tan poderosa, tan grande, tan inescrutable
y, sin embargo, tan religiosa como la de un santo.
Se alza ante nosotros como su poesía: ¡repulsiva, verdadera,
hermosa y divina!
Fue en Alemania tutor en casa de un tal doctor Wagner
de Stuttgart y recorrió Bélgica hasta Holanda. Se alistó en las tropas
coloniales y, tras una travesía de siete semanas, llegó
a Java. Pero consideraba el servicio militar con la misma escasa seriedad
que en otro tiempo la idea de «hacerse misionero para
ver mundo». Cuando desembarcó en las Indias Neerlandesas
pareció haber llegado a su objetivo: ¡ser inalcanzable para la
horrible civilización! Se largó, se fue a Batavia, vivió de prestado,
se abrió paso por aquel nuevo país, vivió con animales
y semicretinos y, en 1876, subió a un barco inglés para volver
a casa. Por algún tiempo se sintió cansado. Cuando pasaban
junto a la isla de Santa Elena, pidió que se detuvieran. Como
no atendieron su deseo, saltó sencillamente al mar para nadar
hasta tierra. A duras penas pudo ser izado otra vez a bordo
el que había querido conocer sin falta el lugar donde vivió
Napoleón. El 31 de diciembre estaba otra vez en Charleville.
Toda su vida fue un aventurero y viajó durante la mitad
de su existencia. Se había apartado hacía tiempo de la literatura
y no volvió a escribir.
en las piedras del camino. A Charleroi llegado
pedí en la Taberna Verde rebanadas
de pan, manteca y jamón, semitempladas.
Feliz, estiré los pies bajo la mesa
verde, contemplando con sorpresa
los dibujos del papel pintado. Fue estupendo
cuando la chica de enormes tetas y ojos ardiendo
—¡sin duda no se asustaría de algún beso!—
me trajo muy risueña pan y todo eso:
el jamón tibio en un plato de color,
un jamón rosa y blanco, con olor
a ajo... Y me llenó el jarro de cerveza
que un sol tardío doraba con largueza.
A partir de entonces disfrutó. Está otra vez en Marsella
vendiendo llaveros, va a Egipto, vuelve a Francia y se embarca
finalmente hacia Arabia, para comprar café y perfumes.
En noviembre deja Arabia y llega a Zeila. En la primera
mitad de diciembre, tras cabalgar veinte días por el
desierto somalí, se encuentra en Harar, colonia inglesa. Allí
se convierte en agente general de una empresa británica
«con un sueldo de 330 francos, mantenimiento, gastos de
viaje y una comisión del dos por ciento». Sin embargo, antes
de dejar Adén, escribe a su madre pidiéndole libros científicos.
Había tirado por la borda el arte y se ocupaba de
otras cuestiones intelectuales, cualquiera que fuera su importancia,
estudiando en lo sucesivo metalurgia, navegación,
hidráulica, mineralogía, albañilería, carpintería, maquinaria
agrícola, serrerías, minería, vidriería, alfarería y
fundición metálica, pozos artesianos... Quiere asimilarlo
todo, tiene más hambre que nunca, ¡incluso siendo agente
general! La filial de Harar de la empresa comercial prospera
bajo la dirección del poeta Rimbaud. A él los negocios le
van muy mal. En sus cartas escribe de dinero y oro que
habría que buscar. Se impacienta de nuevo y quiere ir a
Tonkín, a la India y al canal de Panamá. Y no hace más que
negocios, quizá solo para aturdirse, comercia con café y armas
que envía al mar Rojo, con algodón y fruta... Había
regalado a Francia los poemas juveniles más bellos. Y, lleno
de infelicidad, escribe: «Me aburro mucho, nunca he conocido
a nadie que se aburriera tanto como yo».
En 1890, cuando pensaba casarse, sintió de pronto una
especie de gota, un dolor físico que aquel hombre azotado
por tempestades no conocía hasta entonces. Lejos de Francia, entre
esclavos y negros, en el apestoso desierto. El final se acercaba
a pasos de gigante. Él mismo escribió sobre su enfermedad:
«El clima de Harar es frío y, por costumbre, no llevaba
casi nada encima, unos sencillos pantalones de paño y una camisa
de lana, y de esa forma daba a diario absurdas cabalgadas
de 15 a 40 kilómetros por las escarpadas montañas del país.
Creo que en la rodilla se me produjo una grave lesión, provocada
por el cansancio, el calor y el frío. Realmente comencé
a sentir un martilleo bajo la rótula izquierda: un golpeteo ligero
que notaba a cada minuto... Iba por ahí y seguía trabajando
con diligencia, más que nunca, porque creía que se trataba
de un enfriamiento corriente...». El reconocimiento que
le hizo el médico inglés del hospital de Adén reveló una inflamación
avanzada y peligrosa de la articulación. Rimbaud
decidió embarcar en un vapor que se dirigía al Mediterráneo.
En Marsella le amputan la pierna. La anciana madame
Rimbaud está a su lado. «Soy un lisiado —escribe con dewww
sesperación—, ¿para qué sirve un lisiado en este mundo?
Prefiero la muerte, después de todo lo que he soportado
ya...» Eso lo escribe tras unos sufrimientos de meses que lo
hacen guardar cama. Tiene cáncer. El 23 de julio, como
dice su hermana, se hace llevar a Roche, a casa de su familia,
que se ha asentado allí. Confía en encontrar definitivamente
sueño y tranquilidad. Es 1891. El trigo se había congelado
cuando llegó a casa y, al ver la habitación que le
habían preparado, exclamó: «¡Esto es Versalles!».
Luego siguieron los meses más horribles de su vida. En
octubre se hacen perceptibles los primeros signos mortales.
Una vez más quiere marcharse, con una pierna, a la India o,
por lo menos, a Harar con los negros. Lo llevan a la estación
y lo meten en el tren, pero en la siguiente estación tienen
que sacarlo. Siente la más profunda desesperación que
puede sentir un hombre. En el hospital de la Concepción
se inscribe con el nombre de Jean Rimbaud. Luego solo importa
ya la lucha entre la vida que él quería y la muerte.
Tiene maravillosas visiones, vuelven sus illuminations, sus
iluminaciones. En su agonía vuelve el poeta, de pronto está
otra vez allí cuando, a los veintitrés años, se interrumpió,
cuando se fue, cuando lo rechazaron desde todos los ángulos
y lados como «barbarismo de la literatura», «debilitamiento
del intelecto». Es otra vez poeta... aunque no escriba
ya. Está otra vez ahí... nunca se fue, salvo a Harar, Egipto,
Inglaterra y Java. Solo fue un rodeo, ahora vuelve a ver la
poesía desde Charleville y lo sabe: ¡lo ha logrado! Se derrama
sobre él un consuelo maravilloso. «Murió el 10 de noviembre,
por la tarde, a las dos» —escribe su hermana Isabelle—. El párroco, conmovido por tanto temor de Dios,
lo bendijo. «Nunca he visto una fe tan firme», declaró. Gracias
a Isabelle, Rimbaud fue llevado a Charleville y enterrado,
con gran boato, en el cementerio. Allí yace hoy junto
a su hermana Vitalie, bajo un sencillo monumento de
mármol.
La obra de Rimbaud ha sido siempre combatida por
quienes no respetan la verdad y, sin embargo, comienza con
el trabajo escolar felizmente revolucionario y absolutamente
poético de un chico de nueve años: El sol caldeaba aún...,
que conservó su maestro y amigo Izambard. Se cuenta entre
lo más poderoso y original que se ha escrito en francés,
incluidos los poemas de todos los grandes: Racine, Verlaine,
Valéry, Gide y, últimamente, Claudel. Su poesía no es
solo francesa sino europea, es poesía mundial, es sentencias
y predicciones, sentimientos y delirios de increíble magia.
No hay que hablar demasiado de Rimbaud, hay que
leerlo, dejar que haga su efecto en conjunto como un sueño
de la tierra, hay que entrar en su mundo, como entraba él,
con los zapatos sucios y el estómago hambriento, primero
en la carretera de Mézières y luego en París, en la falta de
soluciones. Como el propio Rimbaud, hay que mirar con
su iglesia, no contemplar su obra sino vivir y sufrir con ella,
sencillamente mirarla como mira una muchacha algo que
revolotea en su camino.
«A las cuatro de la mañana, en verano, dura / aún el
sueño de amor. / De los arbustos surge / el aroma de las flores
en vano...» Algo así se dice pocas veces y nunca en un
poema. Es un Rimbaud total, conmovedor, solitario y ca
racterísticamente mundial. O bien «Ofelia», los dos poemas,
que encierran el mundo entero y a Dios con él. En ellos se
puede encontrar todo lo que falta en los poemas de hoy: belleza
y veneración en el sentido más auténtico, y hay soledad
y en ella un Dios uno y eterno, el gran padre, aunque
lo quieran expulsar de los versos de Rimbaud. Para ser creyente
no hay que tragar hostias, no hay que confesarse dos
veces al año. Basta con que el hombre mire el rostro del
mundo, profundice en su centro... como Rimbaud. Nunca
se debe hacer mofa de la Iglesia, pero se puede calificar de
malos a los malos sacerdotes y de infames a las monjas infames.
Sin embargo, se debe también alabar el esplendor y la
bondad de Dios, tal como hizo Rimbaud, con fuerza elemental,
del principio al fin. Porque lo que hace su obra tan
grande es una deformidad cerrada. Rimbaud fue sencillamente
el primero que escribió como Rimbaud. Él y nadie
entonces sabía que «ello no es nada, pero que ÉL es y que
ÉL lo es siempre».
Es un «Shakespeare niño», y no solo porque lo dijera
Víctor Hugo. Su «Barco ebrio», su sueño fantástico, es imperecedero.
¿Dónde dejó la estética? Sin embargo, en los
grandes montones de basura de la literatura, que mutuamente
se devoran y en todo momento difunden su mal
olor, lo irreal, cristalino, de un Rilke tardío le resultaba extraño.
Era casto y animal a un tiempo, y de él surgían las
reflexiones más bellas y sensibles. No escribía en papel de
tina, sino en paquetes de queso apestosos... pero precisamente
eso seguía siendo poesía. Una temporada en el infierno
fue la única obra que publicó durante su vida. Verlaine
se ocupó, tras la muerte de Rimbaud, de una edición de sus
obras completas.
La poesía no fue para él más que un «intento de liberación
», una «válvula para su vitalidad desbordante», dijo de
él más tarde Stefan Zweig. Sin embargo, en esas corrientes
no se puede descargar una vitalidad desnuda. No la de
Rimbaud, porque para él la poesía no era un refugio, sino
su patria original. «La religión no lo hizo nunca caer de rodillas
» escribió también Stefan Zweig (¡que lo admiraba
profundamente!). Y, sin embargo, su literatura era una religión
única, evidentemente universal, históricamente libre,
independiente, sin refinar, que triunfaba en medio de la suciedad
y los zapatos destrozados. ¡Y esa religión suya lo hizo
también fracasar, lo hizo hincarse de rodillas!... De su Temporada
en el infierno dependía su vida entera, de sus Iluminaciones
el latido de su corazón... La riqueza de Harar no le
sirvió de nada, todo el dinero no le sirvió de nada, todo,
todo no le sirvió de nada, se desploma, aparentemente pequeño
en los últimos tiempos, y por eso se arrodilla delirando
e implora la última iluminación: ¡la del Padre eterno!
Sólo quien implora al Padre eterno tiene esperanza de
existir y puede decir, como dijo Rimbaud: ¡Yo seré siempre!
En busca de la verdad
Título original: Der Wahrheit auf der Spur
Discursos, cartas de lector, entrevistas, artículos
Editado por Wolfram Bayer, Raimund Fellinger y Martin Huber
Traducido del alemán por Miguel Sáenz
Madrid, Alianza Editorial, 2014
Foto: cover edición citada