Carlos Drummond de Andrade: Los rostros inmóviles
28 de agosto de 2012
A Otto Maria Carpeaux
Padre muerto, enamorada muerta.
Tía muerta, hermano nacido muerto.
Primos muertos, amigo muerto.
Abuelo muerto, madre muerta
(manos blancas, retrato siempre inclinado en la pared,
mota de polvo en los ojos).
Conocidos muertos, profesora muerta.
Enemigo muerto.
Novia muerta, amigas muertas.
Jefe de tren muerto, pasajero muerto.
Irreconocible cuerpo muerto: ¿será hombre? ¿animal?
Perro muerto, pajarito muerto.
Rosal muerto, naranjos muertos.
Aire muerto, ensenada muerta.
Esperanza, paciencia, ojos, sueño, mover de mano: muertos.
Hombre muerto. Luces encendidas.
Trabaja de noche, como si estuviera vivo.
¡Buen día! Está más fuerte (como si estuviera vivo).
Muerto sin noticia, muerto secreto.
Sabe imitar el hambre, y cómo finge amor.
Y cómo insiste en andar, y qué bien anda.
Podía cortar casas, entra por la puerta.
Su mano pálida dice adiós a Rusia.
El tiempo entra en él y sale sin cuenta.
Los muertos pasan rápidos, no se puede tocarlos.
Apenas uno se despide, otro llama tu atención.
Desperté y vi la ciudad:
eran muertos mecánicos,
eran casas de muertos,
olas desfallecidas,
pecho exhausto oliendo a lirios,
pies amarrados.
Dormí y fui a la ciudad:
todo se quemaba,
estallar de bambúes,
boca seca, después crispada.
Soñé y vuelvo a la ciudad.
Ya no era la ciudad.
Estaban todos muertos, el corregidor general verificaba
etiquetas en los cadáveres.
El propio corregidor había muerto hace años, pero su mano
continuaba implacable.
El mal olor zumbaba en todo.
Desde esta balaustrada sin parapeto contemplo los dos crepúsculos.
Contemplo mi vida huyendo a paso de lobo, quiero detenerla,
¿seré
mordido?
Miro mis pies, cómo crecieron, moscas circulan entre ellos.
Miro todo y hago la cuenta, nada sobró, estoy pobre, pobre,
pobre,
pero no puedo entrar en la rueda,
no puedo quedarme solo,
a todos besaré en la testa,
flores húmedas esparciré,
después... no hay después ni antes.
Frío hay por todas partes,
y un frío central, más blanco aún.
Más frío aún...
Una blancura que paga bien nuestras antiguas cóleras y amarguras.
Sentirme tan claro entre vosotros,
besaros y ningún polvo en boca o rostro.
Paz de árboles delicados,
de montes fragilísimos allá abajo,
de orillas tímidas, de gestos que ya no pueden irritar,
dulce paz sin ojos, en lo oscuro, en el aire.
Dulce paz en mí,
en mi familia que vino de brumas sin corte de sol
y por vías subterráneas regresa a sus islas,
en mi calle, en mi tiempo —al final— conciliado,
en mi ciudad natal, en mi cuarto alquilado,
en mi vida, en la vida de todos,
en la suave y profunda muerte de mí y de todos.
En Antología
Selección, traducción y prólogo de Rodolfo Alonso
Arquitrave Ediciones (Colombia), 2005