Enrique Lihn - Monólogo del poeta con su muerte
21 de noviembre de 2010
Y ahora te toca a ti: el poeta y su muerte;
no es una buena escena ni aun para el autor
de los monólogos: nada ocurre en ella
de especialmente emocionante.
El rostro mismo del miedo que uno pensaría
todo un teatro de máscaras,
no es más que este pie equino, un sapo informe,
un puñado de hongos.
Tu misma enfermedad, nunca se supo
quién de los dos el cuerpo, quién el alma
hasta su floración en una noche
en que al gusto habitual a tierra de hojas
de tu lengua, sentiste con horror
que se mezclaba al polen venenoso;
y tus pies te llevaron a la rastra
por el camino de tus hospitales.
Cuánta inocencia ahora
que la muerte prepara tu bautismo
en las aguas servidas de la sangre
una y mil veces transformadas en vino,
quiere que tú te mires en ellas sollozando,
como si todo tu pasado fuera
algo por verse allí
en ese triste espejo que volvía a trizarse
cada siete años, con tu cara adentro.
Todo lo tuyo fue—dicen las trizaduras—
altos y bajos de la mala suerte.
Quienes van a morir en esta pieza
de hospital, ya lo saben los unos de los otros;
lo repiten, lo aprenden, lo recitan, lo aúllan.
El silabario del dolor circula
de cama en cama, los recuerdos tiemblan
juntos, como en un ghetto de Varsovia.
(Médicos que parecen gaviotas, alcatraces,
vuelan sobre un cardumen de termómetros,
y las horribles golondrinas ruedan
con las alas zurcidas a la espalda
y los pies húmedos de escupitajos.)
Nadie, si lo quisiera, podría hacerse trampas
pensando que es un juego esta partida
ni sacar un horrible solitario.
La memoria sajada de los unos
supura, abiertamente,
toda la porquería inolvidable;
la de los otros se extravía y canta
salmos del cloroformo: tangos dodecafónicos
algodonosos y sanguinolentos.
Pero tú, sustraído al delirio común
por un miedo que ya no tiene nombre
ni otra figura que la tuya propia,
vas a morir con dignidad, se dice.
Quizás, como no aceptes de la muerte otra cosa
que, por entretener a las visitas,
unos tropiezos de bufón danzante
junto al trono del rey del humor negro.
Y pues ahora que te asisten plenos
poderes como a Ubu o Chaplín, los imbéciles
sólo atinan a irse
como si se sentaran en las brasas,
tu soledad es cada vez más tuya;
precisas no mezclarte con la chusma, distraes
la mirada paseándola por el vago rebaño
de las camas, te miras el ombligo del mundo.
Todo el orgullo que se diga es poco.
De los recuerdos de tu infancia, no más
juega tu corazón, como en un viejo patio
casi vacío, con los más tranquilos.
Cedes —toda prudencia— al sueño que soñabas
cuando era el despertar de un niño a la dulzura
de la convalecencia, entre las manos
maternales.
Piensas en los hermanos Grimm y en Andersen.
Sabes, crees saber que, pasajero
de un tren-cisne-dragón-globo aerostático,
vas salvando el escollo de la noche, y el aire
libre, la luz del otro extremo del túnel,
te murmura al oído: «ahora estás sano y salvo».
¡Un día al fin! Tu madre, toda suave lectura,
vuelve para aventar del patio los recuerdos
turbulentos, que gritan: ¡El muerto, el muerto,
el muerto!
con las orejas y las manos sucias.
En Poesía de paso
Premio Casa de las Américas, 1966
Foto: Enrique Lihn en 1983 por Marcelo Montecino