Las contradicciones de Rushdie

10 de septiembre de 2010

Salman Rushdie, ABC.es, 09.09.10






En la obra de Tom Stoppard Acróbatas, el personaje que le da título en inglés, el filósofo Sir Archibald Jumpers, les pide a sus estudiantes que expliquen por qué, en su opinión, la gente creía que el sol giraba alrededor de la Tierra. Uno de ellos contesta que supone que es porque da la impresión de que el sol gira alrededor de la Tierra. «¿Qué impresión daría», le pregunta Archibald, «si la Tierra girase alrededor del sol?». Es una hermosa broma que crece poco a poco, como lo hacen las risas a medida que el público se da cuenta de que la impresión sería exactamente la misma porque, después de todo, eso es lo que realmente sucede. Esta es la gracia de la paradoja, y sin ella, la literatura, y la vida, se verían dolorosamente empequeñecidas; de hecho, algunos críticos han afirmado que la conexión entre la paradoja y la poesía es tan íntima que ambas son lo mismo.



La naturaleza de la fe

La paradoja surge en la Biblia, donde la idea del nacimiento virginal encarna la naturaleza paradójica de la fe, y perdura hasta nuestros días, en los que una búsqueda de lo más somera en la literatura de la cultura popular revela análisis de la «Paradoja de los Beatles» (que hace referencia a que eran jóvenes rebeldes que rápidamente se convirtieron en personajes importantes del sistema con Órdenes del Imperio Británico), la «Paradoja de Oprah Winfrey» (que radica en que, mientras que nos da consejos personales sobre nuestras vidas, como si fuese un familiar cercano, sigue siendo distante, misteriosa y desconocida) y la «Paradoja de Eminem» (que consiste en que es y al mismo tiempo no es el auténtico Slim Shady).


A la hora exacta

Don Quijote es una paradoja sobre un maltrecho caballo, el caballero errante cuyos vagabundeos desmontan la idea en sí del caballero errante, el loco caballeroso cuya locura pone de manifiesto la locura aún mayor del ideal caballeresco. En el relato de Borges La muerte y la brújula, el detective Erik Lönnrot resuelve el acertijo de una misteriosa serie de asesinatos y logra averiguar la hora y el lugar de la siguiente muerte, sólo para descubrir, demasiado tarde para salvarse a sí mismo, que él es la víctima planeada y que los demás crímenes tenían como objetivo llevarle hasta el lugar del asesinato.

Oscar Wilde, que dijo que podía resistir cualquier cosa excepto la tentación, encarna las paradojas del hedonismo. Y en la novela de Joseph Heller Tan bueno como el oro, el personaje del ayudante presidencial Ralph Newsome, la encarnación de las deshonestidades de la política, habla exclusivamente con frases que son oxímoron y cuyos finales contradicen sus principios: «Este presidente les respaldará siempre hasta que tenga que hacerlo». «Queremos avanzar en este asunto tan rápido como sea posible, aunque tendremos que ir despacio.» «Este presidente no quiere hombres que digan que sí a todo. Lo que queremos son hombres íntegros e independientes que estén de acuerdo con todas nuestras decisiones una vez que las tomemos.»

Para mí, la más hermosa de las paradojas es la famosa frase que aparece hacia el final del Canto a mí mismo de Whitman:
¿Me estoy contradiciendo?
Muy bien, pues me contradigo.
(Soy grande, contengo multitudes).
Saleem Sinai, al principio de mi novela Hijos de la medianoche, se hace eco de este sentimiento en la afirmación deliberadamente whitmaniana: «Para comprenderme, solamente a mí, tendrás que tragarte el mundo». La novela que sigue a esa frase es un intento de obedecer la orden de Saleem y tragarse, si no el mundo entero, al menos un subcontinente.


Monstruo suelto y holgado


La naturaleza humana es contradictoria y el ego humano es algo multiforme y amplio, un «monstruo suelto y holgado», si se me permite apropiarme de la descripción que hace Henry James de determinadas clases de novela. Podemos ser, somos, muchos «yos» al mismo tiempo; podemos ser tiernos con nuestros hijos, pero implacables con nuestros empleados; podemos amar a Dios, pero odiar a los seres humanos; podemos preocuparnos por el medio ambiente y, aun así, dejar las luces encendidas cuando salimos de casa; podemos ser almas pacíficas que llegan, movidas por su pasión por un equipo de fútbol, a extremos agresivos e incluso vándalos. Y da igual la convicción con que queramos defender la soberanía del yo individual –una idea nacida en el Renacimiento florentino que tal vez sea el mayor regalo que le ha hecho Italia a la civilización mundial–, lo cierto es que ese yo es soberano y a la vez está invadido por otros «yos». Es simultáneamente autónomo y no autónomo.

Ninguno de nosotros llega al mundo con las manos vacías. Llevamos con nosotros el bagaje de nuestra herencia, tanto biológica como cultural, y esa herencia nos limita a la vez que nos capacita, nos paraliza y nos libera. Puede que nos creamos libres para elegir, y moralmente responsables de nuestras decisiones, y está bien que nos concibamos así, pero el modo en que enmarcamos esas decisiones, y concretamente las decisiones particulares que sentimos que tenemos que tomar, no es algo que decidamos únicamente nosotros.


Nuestra sangre vital

Así que somos seres paradójicos, individuales y sociales a la vez, tanto de nuestro tiempo como parte del flujo de la Historia. Somos mortales pero tenemos, como la Cleopatra de Shakespeare, anhelos inmortales en nuestro interior; y la contradicción es nuestra sangre vital. Hay grandes beneficios sociales en estas definiciones tan amplias del yo ya que, cuantos más yos encontremos dentro de nosotros mismos, más fácil será hallar puntos en común con otros yos diversos que contengan multitudes. Podemos tener creencias religiosas diferentes pero apoyar al mismo equipo. Sin embargo, vivimos en una época en la que se nos insta a definirnos de forma cada vez más estricta, a comprimir nuestra multidimensionalidad dentro de la camisa de fuerza de una identidad unidimensional nacional, étnica, tribal o religiosa.

He llegado a pensar que este podría ser el mal del que se derivan todos los demás males de nuestro tiempo. Porque cuando sucumbimos a esta limitación, cuando dejamos que nos simplifiquen y nos conviertan en meros serbios, croatas, musulmanes, hindúes, entonces empieza a resultarnos fácil vernos mutuamente como adversarios, como los Otros de cada uno, y hasta los puntos cardinales de la brújula empiezan a rivalizar, el este y el oeste chocan, y también el norte y el sur.

La literatura nunca ha perdido de vista lo que nuestro pendenciero mundo trata de obligarnos a olvidar. La literatura se regocija con la contradicción, y en nuestras novelas y poemas cantamos a nuestra complejidad humana, a nuestra capacidad de ser, simultáneamente, tanto el sí como el no, tanto esto como aquello, sin sentir la más mínima incomodidad.
El equivalente árabe de la expresión «érase una vez» es kan ma kan, que se traduce como «era así, no era así». Esta gran paradoja subyace en el fondo de toda ficción. La ficción es precisamente ese lugar donde las cosas son así y no son así, donde existen mundos en los que podemos creer sinceramente aun sabiendo también que no existen, que nunca han existido y que nunca existirán. Y en nuestra era de simplificación excesiva, esta hermosa complicación nunca ha sido más importante.



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