Antonio Gamoneda
31 de mayo de 2009
Las uñas de animales inexistentes arrancan nuestros ojos en los sueños.
Así es la noche.
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Estoy desnudo ante el agua inmóvil. He dejado mi ropa en el silencio de las últimas ramas.
Esto era el destino:
llegar al borde y tener miedo de la quietud del agua.
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Veo el caballo agonizante junto al pozo de aguas oscuras y las gallinas a su alrededor. El rocío afila su pureza bajo los dientes amarillos y el crepúsculo acude a las desiertas pupilas (sombra de las higueras, serenidad de la hierba, profundidad del aire atravesado por vencejos). Veo la espalda de la indiferencia, los corredores destinados a la contemplación del hastío entre las altas begonias, entre las grandes hojas soñolientas. Siento la curiosidad de los perros y la piedad de las mujeres: es el paisaje de la infancia, el olor incorporado a mi espíritu en los accesos de la edad.