Bertrand Russell: La pesadilla del psicoanalista
29 de abril de 2009
Ajuste. Una fuga
El destino de los rebeldes es el de fundar nuevas ortodoxias. Cómo acontece esto en el psicoanálisis ha sido persuasivamente expuesto en el libro del doctor Robert Linner Receta para, la rebelión. Se supone que muchos psicoanalistas tienen sus secretas aflicciones. Hubo uno de éstos que, aunque ortodoxo cuando estaba despierto, fue asaltado durante el sueño por la siguiente y muy turbadora pesadilla:
En el vestíbulo del Rotary Club1 del Limbo, presidido desde lugar preeminente por una estatua de Shakespeare, el Comité de los Seis estaba celebrando su reunión anual. El comité estaba así constituido: Hamlet, Lear, Macbeth, Otelo, Antonio y Romeo. Estos seis, mientras aún vivían en la Tierra, habían sido psicoanalizados por el médico de Macbeth, doctor Bombasticus. Macbeth, antes de que el doctor le enseñara a hablar el inglés corriente, había preguntado en el estilo pomposo que se empleaba en aquellos días: —¿No podéis procurar remedio a una mente enferma?
—Sí, por supuesto, puedo hacerlo. Tan sólo es preciso que os echéis en mi sofá y habléis, y yo os oiré a razón de una guinea por minuto.
Macbeth accedió inmediatamente, y los otros cinco accedieron en ocasiones diferentes.
Macbeth dijo cómo una vez tuvo veleidades homicidas, y cómo vio en un largo sueño todo lo que relata Shakespeare. Afortunadamente, encontró a tiempo al doctor y éste le explicó que veía a Duncan como un padre arquetípico y a lady Macbeth como una madre de igual índole. Con alguna dificultad, el doctor le persuadió de que, en realidad, Duncan no era su padre, y de ese modo llegó a ser un súbdito leal. Malcolm y Donalbain murieron jóvenes, y Macbeth alcanzó la sucesión debidamente. Permaneció fiel a lady Macbeth, y ambos emplearon sus días en buenas obras. Él impulsó la institución de los niños exploradores, y ella abrió bazares. Él vivió hasta una edad muy avanzada respetado por todos, excepción hecha del portero.
En este momento, la estatua, que llevaba un gramófono en su interior, hizo la siguiente observación: «Nuestros días idos han iluminado el camino de los necios hacia una muerte polvorienta.»
Macbeth se sobresaltó y dijo:
—Condenada estatua, este individuo Shakespeare escribió contra mí una obra sumamente calumniosa. Me conoció tan sólo cuando yo era joven, antes de mi encuentro con el doctor Bombasticus, y dejó correr desordenadamente su imaginación sobre todos los crímenes que pensó que yo cometería. No sé cómo la gente se obstina en seguir honrándole. Apenas hay una persona en sus comedias que no resulte apropiada para el doctor Bombasticus. —Volviéndose hacia Lear, agregó:— ¿No estás de acuerdo, viejo amigo?
Lear era un individuo apacible, no muy dado a la charla. Aunque era viejo, iba artísticamente peinado y sus ropas estaban muy cuidadas. La mayor parte del tiempo parecía estar un tanto somnoliento, pero la pregunta de Macbeth le alerto.
—Sí; ciertamente, convengo en ello.
—Usted sabe bien que en una ocasión llegó a obsesionarme una fobia dirigida contra mis queridas hijas Regan y Goneril. Imaginé que me perseguían y estaban actualizando el rito canibalesco de devorar a los padres. Esto último lo comprendí después de que el doctor Bombasticus me lo hubo explicado. Me alarmé tanto que me precipité fuera, de noche, bajo la tormenta, y me empapé completamente. Cogí un enfriamiento, que me produjo fiebre, e imaginé, sucesivamente, que un banco próximo era Goneril, y luego Regan. Mi bufón me hizo empeorar aún, y también la proximidad de cierto loco que, desnudo, mantenía una creencia en el retorno a la naturaleza, y hablaba siempre de cuestiones irrelevantes tales como «Pillicock» y «Child Rowland». Por fortuna, mi locura fue tal que hizo necesario demandar los servicios del doctor Bombasticus. Me persuadió pronto de que Regan y Goneril eran justamente tan afectuosas como yo había considerado siempre, y que mis alucinaciones eran debidas a un irracional remordimiento respecto de la ingrata Cordelia. En todo momento, desde mi curación, he vivido una vida tranquila, apareciendo sólo en las solemnidades del Estado, tales como las onomásticas de mis hijas, cuando me presento en un balcón y la multitud grita: «¡Tres ovaciones para el viejo rey!» Yo solía tener una cierta tendencia hacia las baladronadas, pero me complace poder decir que ésta ha desaparecido.
En este instante la estatua opinó: «Tú, trueno horrísono, asuela la fuerte rotundidad del mundo.»
—Y ahora, ¿eres feliz! —preguntó Macbeth.
—¡Oh, ya lo creo! Mi felicidad dura tanto como el día. Me siento en mi silla y hago solitarios, o bien dormito, y no pienso en ninguna otra cosa.
La estatua: «Tras una vida de agitada fiebre, ahora duerme bien.»
—¡Que necia observación! —dijo Lear—. ¡La vida no es agitación febril! Y duermo bien, aunque vivo aún. He ahí exactamente la clase de ripio que yo habría admirado antes de conocer al doctor Bombasticus.
La estatua se permitió hacer otra observación: «Cuando nacemos nos lamentamos de haber venido a este gran teatro de locos.»
—Teatro de locos —dijo Lear, perdiendo por un momento la ecuanimidad que había venido observando hasta el momento—. Me gustaría que la estatua aprendiese a hablar sensatamente. ¿Se atreve a considerarnos locos? ¡Nosotros, los ciudadanos más respetados del Limbo! Me gustaría que el doctor Bombasticus echase una mirada a la estatua. ¿Qué opinas de esto, Otelo?
—Bueno —dijo Otelo—, este malvado Shakespeare me trató aún peor que a ti y a Macbeth. Le conocí tan sólo durante unos días, precisamente en el momento en que en mi vida aparecía una crisis. Cometí el error de casarme con una muchacha blanca, y comprobé en seguida la imposibilidad de que pudiera amar a un hombre de color. De hecho, en el tiempo en que Shakespeare me conoció, ella conspiraba para huir con mi lugarteniente Cassio; lo cual me agradó, porque ella resultaba una carga. Pero Shakespeare imaginó que yo debía estar celoso, y en aquellos días me sentía yo un tanto inclinado hacia la retórica, de forma que compuse algunos encelados discursos para complacerle. El doctor Bombasticus, a quien conocí por entonces, me demostró que todo el mal venía de mi complejo de inferioridad, causado por el color de mi piel. En mi ser consciente yo siempre había considerado una cosa magnífica ser negro —negro y, con todo, eminente—. Pero él demostró que yo tenía otros sentimientos en el inconsciente, y que éstos causaban un furor que sólo podía ser aplacado en las batallas. Después que me hubo curado renuncié a las guerras, me casé con una mujer negra, tuve una gran familia y dediqué mi vida al comercio. Ahora nunca siento impulsos hacia la conversación grandilocuente, ni a expresar esa clase de necedades que paralizan a las gentes de juicio recto.
La estatua: «Orgullo, pompa y circunstancia de guerra gloriosa.»
—¡Escuchadle! —dijo Otelo—. He ahí lo que yo estaría aún diciendo si no hubiese sido por el doctor Bombasticus. Pero hoy no creo en la violencia. Encuentro la útil sustancia mucho más efectiva.
La estatua: «Cogí por el cuello al perro circunciso.» Súbitamente, los ojos de Otelo relampaguearon, y exclamó:
—¡Maldita estatua! La cogeré por el cuello si no tiene cuidado.
Antonio, que había permanecido silencioso hasta ese momento, preguntó:
—¿Y amas tanto a tu esposa negra como amaste a Desdémona?
—Mira —dijo Otelo—. Es una cosa diferente, ya puedes imaginarte. Es a la vez una relación más propia para un adulto y más de acuerdo con mis deberes públicos. En ella no hay nada de indebida efervescencia. Nunca me impulsa a acciones como las que un buen adepto del Rotary Club debe deplorar.
La estatua apuntó: «Si se muriese ahora, cuánta mayor felicidad.»
—¿Le oís? —dijo Otelo—. Ésta es la clase de observaciones de que el doctor Bombasticus me curó. A él, a quien jamás estaré suficientemente agradecido, debo el no sufrir en la actualidad de tales excesivos sentimientos. La señora Otelo es un alma buena. Me guisa estupendas comidas, cuida de mis hijos y calienta mis zapatillas. No sé qué más puede desear en una esposa un hombre sensible.
La estatua murmuró: «Apaga la luz, y después apaga la luz.»
Otelo se volvió hacia la estatua y dijo:
—No diré una sola palabra más si continúas interrumpiéndome. Ahora, oigamos tu historia, Antonio.
—Bien —dijo Antonio—. Todos los que estáis aquí, por supuesto, conocéis las extraordinarias mentiras que Shakespeare dijo acerca de mí. Hubo un tiempo —no mucho tiempo, desde luego— en que consideré a Cleopatra el arquetipo de la madre con la cual el incesto no está prohibido. César siempre había sido para mí el padre-símbolo, y su asociación con Cleopatra hizo natural que yo viese a ésta como a una madre. Pero Shakespeare pretendió, con tanto éxito como para haber desorientado incluso a los más serios historiadores, que mi engreimiento fue duradero y me llevó a la ruina. Esto, por cierto, es inexacto. El doctor Bombasticus, que conocí al tiempo de la batalla de Accio, me explicó los trabajos de mi inconsciente, y pronto percibí, bajo su influencia, que Cleopatra no tenía los encantos con que yo la adornaba, y que mi amor por ella no era sino una pasión pasajera. Gracias a él fui capaz de conducirme con sentido. Zanjé la disputa con Octavio y volví a su hermana que, después de todo, era mi mujer ante la ley. De este modo pude vivir una vida respetable y calificarme para participar en este comité. Lamento que los deberes públicos me compeliesen a condenar a muerte a Cleopatra, pero sólo bajo esta condición podía ser sólida mi reconciliación con Octavia y con su hermano. Éste fue un desagradable deber, por supuesto, pero ningún ciudadano equilibrado retrocederá ante tales deberes cuando son llamados a realizarlos por el bien público.
—¿Y amabas a Octavia? —preguntó Otelo.
—Pues mira —dijo Antonio—: No sé exactamente lo que uno debe considerar como amor. Tengo hacia ella la clase de sentimientos que un serio y austero ciudadano debe tener hacia su esposa. La estimaba. Encontraba en ella una colega en quien podía confiarse para los negocios públicos. Y debido, en parte, a sus consejos, fui capaz de vivir de acuerdo con los preceptos del doctor Bombasticus. En cuanto al amor pasional, como lo había concebido antes de conocer a ese hombre eminente, lo puse de lado y en su lugar obtuve la aprobación de los moralistas.
La estatua: «De muchos miles de besos, este desgraciado es el último que deposito en tus labios.»
A estas palabras Antonio tembló de la cabeza a los pies y sus ojos se llenaron de lágrimas, mas se recobró con un esfuerzo y dijo:
—¡No! ¡He puesto fin a todo esto!
La estatua: «El esplendoroso día ha huido, y ahora estamos en la oscuridad.»
—Realmente —dijo Antonio—, esta estatua es demasiado inmoral. ¿Cree correcto aludir a un «día esplendoroso», cuando a lo que se refiere es al encenagamiento en los brazos de una ramera? No sé cómo los del Club le sufrimos. Pero bien, ¿tú qué dices, Romeo? También tú, según ese viejo réprobo, fuiste excesivamente adicto a los apasionamientos amorosos.
—Creo que en lo que a mí concierne se sobrepasó mucho más que en tu caso. Conservo cierto confuso recuerdo de una aventura de adolescente con una muchacha cuyo nombre no acabo de recordar. Algo así como Jemima o Juana, o... Pero no, ¡ya lo tengo! Se llamaba Julieta.
La estatua interrumpió: «Parece descansar sobre la mejilla de la noche como una rica joya sobre la oreja de un etíope.»
—Eramos ambos muy jóvenes y muy necios, y ella murió en circunstancias un tanto trágicas.
La estatua interrumpió de nuevo: «Su hermosura confiere a esta caverna un festivo y luminoso aspecto.»
—El doctor Bombasticus —prosiguió Romeo—, que en aquellos días era un boticario, me curó de la loca desesperación que durante un corto espacio de tiempo sentí. Me hizo ver que mi verdadero móvil era el de la rebelión contra el padre, lo cual me condujo a pensar que amar a una Capuleto era una gran cosa. Me explicó cómo la rebelión contra el padre ha sido a través de los siglos una fuente de desequilibradas conductas, y me recordó que, en el curso de los procesos naturales, el adolescente que hoy es hijo será padre mañana. Me curó el odio inconsciente hacia mi padre y me permitió llegar a ser un serio y digno defensor del honor de los Montescos. Desposé como es debido a la sobrina del príncipe. Fui universalmente respetado y no volví jamás a proferir esos extravagantes sentimientos que, como indica Shakespeare, sólo pueden conducir a la ruina.
La estatua: «Tus venenos son rápidos. Así, con un beso muero.»
—Bien, esto es todo en cuanto a mí —dijo Romeo—. Escuchemos lo que tienes que decir, Hamlet.
—Fui excepcionalmente afortunado al encontrar al doctor Bombasticus —empezó diciendo Hamlet—, porque en aquel momento me hallaba en situación verdaderamente mala. Sentía gran afecto por mi madre, e imaginaba sentirlo también hacia mi padre, aunque posteriormente el doctor Bombasticus me persuadió de que le odiaba a consecuencia de los celos. Cuando mi madre se casó con mi tío, el odio hacia mi padre, que había permanecido inconsciente, se manifestó en un odio constante hacia mi tío. Este odio obró sobre mí de tal manera que empecé a sufrir alucinaciones. Me parecía ver a mi padre, y en mi delirio me parecía oírle decir que había sido asesinado por su hermano. Y en una ocasión, creyéndole oculto tras una cortina, apuñalé algo que yo creía que era él mismo. Era tan sólo una rata, aunque en mi demencia creí que se trataba del primer ministro. Esto demostró a todos que mi desarreglo era peligroso y el doctor Bombasticus fue llamado a curarme. Debo decir que hizo un excelente trabajo. Me aclaró el sentimiento de incesto hacia mi madre y el odio inconsciente hacia mi padre, y cómo éste fue transferido sobre mi tío. Había poseído yo un concepto totalmente absurdo sobre mi propia importancia, y pensaba que los tiempos estaban desquiciados y yo había nacido para traerlos a su lugar. El doctor Bombasticus me convenció de mi juventud y de mi falta de comprensión de las artes de gobernar. Vi claro que no había tenido razón al oponerme al orden establecido, al que cualquier persona bien equilibrada no podía por menos que adaptarse. Me excusé ante mi madre por cuantas inconveniencias y groserías podía haber dicho, y establecí relaciones correctas con mi tío, aunque debo confesor que seguí encontrándolo algo injusto. Me casé con Ofelia, que resultó una humilde esposa. Ascendí debidamente al trono, y en las luchas contra Polonia mantuve el honor del país en afortunadas batallas. Morí umversalmente respetado, y ni mi propio tío obtuvo mayores honores que los que me fueron prodigados.
La estatua: «Nada hay bueno ni malo, pero el pensamiento es quien lo hace de tal guisa.»
—Escuchad a este viejo amigo —dijo Hamlet— repitiendo todavía las mismas necedades. ¿No es evidente que lo que hice estaba bien? ¿Y que lo que Shakespeare pretende que he hecho está mal?
Macbeth preguntó:
—¿No tuviste un amigo de tu edad que, según parece, te alentó en tus locuras?
— ¡Ah, sí! —replicó Hamlet—. Ahora que lo mencionas, había un joven; pero, ¿cómo se llamaba? ¡Ah!, he aquí, se llamaba Horacio, y sí, ciertamente, constituía una mala influencia.
La estatua: «Buenas noches, dulce príncipe, y que una cohorte de ángeles cante durante tu responso.»
—¡Oh, sí! Todo esto está muy bien, es la clase de inoportunas observaciones en que Shakespeare se complacía tanto. En cuanto a mí, cuando el doctor Bombasticus me hubo curado prescindí de Horacio y me contenté con Rosencrantz y Guildenstern, los cuales, según indicó el doctor Bombasticus, eran individuos completamente equilibrados.
La estatua murmuró: «Yo confiaría en ellos como en los colmillos de una serpiente.»
—¿Y qué piensas de todo esto ahora que estás muerto? —preguntó Antonio.
—¡Oh, verás! —replicó Hamlet—. Hay ocasiones, y no lo negare, en que siento cierta nostalgia del viejo ardor, de las áureas parcas palabras que fluían de mi boca, y de mi escabroso mundo interior, que era, a la vez, mi tormento y mi alegría. Puedo incluso recordar ahora un pasaje de retórica que elaboré y empezaba: «¡Qué cosa más compleja es un hombre!» No negaré que en su propio mundo de locura tiene cierto mérito. Pero elegí vivir en el mundo de la cordura, el mundo de los hombres graves que cumplen deberes necesarios sin dudas ni preguntas, que nunca miran bajo la superficie, por temor a lo que puedan encontrar, que honran a su padre y a su madre y repiten los mismos crímenes por medio de los cuales ellos florecieron; que mantienen el Estado sin jamás preguntar si merece ser sostenido, y adoran píamente a un Dios a quienes han hecho a su propia imagen, a la vez que rechazan toda mentira, a no ser que ésta favorezca los intereses del poderoso. Me adscribí a este credo, siguiendo las enseñanzas del doctor Bombasticus. Viví con este credo, y morí en él.
La estatua: «Porque en ese sueño de muerte, los sueños que puedan venir, cuando nos hemos evadido de esta mortal aventura, pueden procurarnos reposo.»
—¡Qué estupidez, viejo amigo! —dijo Hamlet—. Nunca tengo sueños. Estoy satisfecho con el mundo tal como lo encuentro. En todos los sentidos es como pudiera desearlo. ¿Qué hay que no puedan realizar farsantes como yo?
La estatua: «Uno puede sonreír y sonreír y ser un villano.»
—Bien —dijo Hamlet—. Prefiero sonreír y ser un villano, antes que llorar y ser un buen hombre.
La estatua: «Cuanto creo, señor, con más fuerza y poder, y sin embargo no poseo la honestidad de admitirlo aquí.»
—Sí —dijo Hamlet—. ¿Qué representa la justicia para mi, si me resulta provechosa la injusticia?
La estatua: «Para quien desee afrontar los latigazos y el desprecio de los tiempos.»
—¡Oh, no me tortures! —exclamó Hamlet.
La estatua: «No te vayas hasta que ponga un espejo en que puedas ver la interioridad de tu ser.»
—¡Oh, qué miserable esclavo soy! —exclamó Hamlet—. ¡Al infierno, doctor Bombasticus! ¡Al infierno el equilibrio! ¡Al infierno la prudencia y el elogio de los tontos!
Con estas palabras, Hamlet se desmayó.
La estatua: «Y lo demás es silencio.»
En este momento un extraño alarido se dejó oír, un alarido surgido de lo profundo y que transmitía un tubo que los adeptos del Rotary Club jamás habían percibido. Una voz angustiada se lamentó: «¡Soy el doctor Bombasticus! ¡Estoy en el infierno! ¡Me arrepiento! Yo maté vuestras almas. Pero en la de Hamlet sobrevivieron algunas chispas y estoy condenado por ello. He vivido en el infierno sin saber por qué crimen, hasta este momento. Vivo en el infierno por haber preferido la sumisión a la gloria; por haber estimado el servilismo más que el esplendor; por buscar la ductilidad antes que el rayo fulgurante; por temer tanto al trueno como grande era mi predilección por la interminable y mustia llovizna. El arrepentimiento de Hamlet me ha dado a conocer mi pecado. En el infierno en que vivo me dominan complejos sin fin, y aunque clamo a San Freud, es en vano; sigo aprisionado en una infinita vorágine de lugares comunes. ¡Interceded por mí, vosotros, que sois mis víctimas. Desharé el maléfico trabajo que realicé en vosotros!»
Mas los cinco que continuaban en el lugar no le oyeron. Volviéndose airadamente contra la estatua, que había provocado la desesperación de su amigo Hamlet, la asaltaron, asestándole feroces golpes. De modo paulatino la estatua se desmorono. Cuando nada quedó de ella, excepto la cabeza, ésta murmuró: «Señor, ¡qué necios son estos mortales!»
Los cinco permanecieron en el limbo. El doctor Bombasticus siguió en el infierno. Hamlet fue transportado a las alturas por ángeles y ministros de la gracia.1
1 Rotary Clubs, asociaciones que forman parte de una amplia organización mundial, con numerosas ramificaciones, para prestar servicios a la Humanidad. Originariamente, los clubs tomaron el nombre de la peculiar organización que los caracterizaba, en virtud de la cual, sucesivamente o por el sistema de rotación, celebraban solemnidades o desarrollaban actividades específicas. (N. del T)
1 Ofelia fue designada para ocupar el sitio de Hamlet en el Comité.
En Pesadillas de hombres eminentes y otras historias
Traducción de Juan Gómez Casas
Barcelona, EDHASA, 1989
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