Arturo Villalobos - El enigma de "Solaris"

1 de abril de 2009





El antecedente directo de Solaris, film dirigido esta vez por Steven Soderbergh y que sólo en cierto sentido es un remake, se encuentra en los tiempos de la guerra fría, en su estrategia concerniente a la batalla cultural que sostuvieron los Estados Unidos y la desaparecida Unión Soviética, y que abarcó desde el tradicional bombardeo propagandístico hasta la tensión diplomática alrededor de la lucha por el campeonato mundial de ajedrez de 1971 entre el norteamericano Bobby Fischer y el entonces soviético Boris Spassky. La adaptación cinematográfica de la novela Solaris de Stanislav Lem, por Andrei Tarkovsky, en 1972, fue una secuela de esa misma guerra cultural, pues uno de sus propósitos implícitos era imponerse como la respuesta soviética al gran film estadounidense de ficción científica Odisea 2001 de Stanley Kubrick. El resultado de esta especial contienda fílmica fue la maestría de estos dos clásicos del cine de ficción científica, y aunque la irregular y sorprendente carrera de Kubrick haya redundado en una mayor fama para su creación, la soviética Solaris continúa siendo una referencia obligada dentro de la historia del cine, tanto en sus aspectos artísticos como dentro del género en que se le clasifica.


En el nuevo film, el futuro nos depara un planeta que es utilizado por una compañía como fuente de energía (a diferencia del libro, donde el planeta es objeto de estudio por sus visibles muestras de vida), cuya estación espacial Prometheus es visitada por el doctor Chris Kelvin para investigar la misteriosa interrupción de toda comunicación con la Tierra. Al llegar, Kelvin encuentra que su amigo y jefe de la estación, Gibarian, se ha suicidado y los otros dos científicos parecen mentalmente trastornados. Kelvin se esforzará por desentrañar el misterio, pero no podrá resistir la aparición - en carne y hueso, y no como fantasma o virtualidad - de su esposa que se suicidó años atrás. La primera vez que aparece su “visitante”, el síndrome de negación impele a Kelvin a deshacerse de esa presencia intrusiva arrojándola al espacio exterior en una cápsula. La segunda vez, Kelvin acepta la ilógica dramática de la situación y buscará una segunda oportunidad para su trágica historia amorosa, incluso conciente de que ella, a quien llama Rheya (anagrama de Harey en el libro) como a su esposa, no podría ser su esposa. Pero el planeta, cuya inteligencia se acerca a lo omnisciente en este plano situacional, conoce tan a fondo la personalidad y los recuerdos de Kelvin, que la presencia resulta ser completamente como su esposa para él. No importa que Rheya tenga que “recuperar” sus recuerdos para acercarse más a la imagen que Kelvin preserva, ni tampoco el demostrarle que se trata de una construcción de Rheya – no una reconstrucción – a base de partículas subatómicas en un artificio no virtual pero creado por Solaris: a pesar de todo, Kelvin tendrá que lanzarse de lleno a una reminiscente y psicótica situación que no admite juicios en términos morales, bajo la mirada impenetrable de un ser que todo lo observa sin ser observado, y en donde, como se reflexiona tanto en el film como en la novela, "no hay respuestas, sólo elecciones", desnudando así la orientación subterráneamente agnóstica de la situación, como un símbolo del postulado de objetividad de la ciencia (sólo se puede analizar un fenómeno si de antemano se niega que haya detrás una finalidad, propósito o "mano invisible" ).


El tema de la novela es -hasta cierto punto y guardando las distancias- como en la novela Moby Dick de Herman Melville, la impotencia de todo proyecto humano frente a un existente concreto que apunta hacia la desmesurada complejidad del universo. Tanto el psiquiatra Kelvin que se empeña en intentar comprender al planeta viviente Solaris, como el capitán Ahab que persigue a la ballena blanca en su sed de venganza, no lograrán su objetivo, ya que no sólo se ven entorpecidos por sus emociones y la relatividad de sus respectivas visiones, sino porque buscan una trascendencia que se encuentra más allá del horizonte humano, una trascendencia que es precisamente aquella que no se puede trascender. En la novela, Solaris es un planeta vivo que parece jugar o experimentar con los humanos, y que se mantiene en un desdeñoso silencio mientras sus acciones parecen obedecer a un plan insondable. De alguna forma, se ha transferido o hipostasiado la visión de un Dios remoto e indiferente que, sin embargo, suele jugar con los destinos de sus criaturas, conservando siempre la duda de si realmente hay un designio impensable detrás de esa omnipotencia, aludiendo entonces a un orden incognoscible, o todo carece de sentido, renovando entonces el juego, el azar, el caos o la nada.


Esta nueva versión de Solaris, escrita y dirigida por el realizador de Erin Brockovich, Ocean’s Eleven y Traffic (una variedad que incita a suponer un esfuerzo por emular la versatilidad de su maestro Kubrick), muestra lo difícil que es concentrar o sintetizar en un film el alcance y la amplitud de las preguntas planteadas por novela de Lem, aunque no falten pasajes en que la película aprovecha momentos especialmente reveladores para insertar aforismos y parlamentos procedentes de la novela, elegidos con un criterio certero (No buscamos otros mundos, lo que buscamos son espejos donde reflejarnos, por ejemplo). La película deliberadamente se niega a ingresar dentro de los cánones del film normal de ficción científica, carece de efectos especiales espectaculares (aunque es digna de mención la resurrección de la Rheya simulada por el planeta, ya que estas simulaciones de personas resultan ser inmortales). Abunda en primeros y medios planos, de tal manera que logra una atmósfera opresiva, de intensa subjetividad y expresividad facial, como corresponde al ambiente claustrofóbicamente cerebral de la narración, y manejado por una densa textura de luces y de sombras que tiende a diluir la concreción de los cuerpos.


De cualquier forma, por inéditas que a veces nos parezcan las creaciones de la ficción científica, y aunque la novela haya sido interpretada como una visión que nos precave contra todo antropocentrismo, aquí también se advierte la imposibilidad del autor por escapar a una realidad que resulta humana de punta a cabo, a los mitos renovados – como el de Orfeo descendiendo a los infiernos en rescate de Eurídice – , a las preguntas teológicas sobre una finalidad en el universo, y a los clímax dramáticos de las emociones enfrentadas narrativamente en situaciones cerradas.


En la novela, el planeta es construido como un objeto monstruoso y enigmático de estudio, cuya estructura recuerda ya sea a la mente humana como problema sustancial y abstracto, ya sea a la naturaleza como renuente a ser clasificada y que siempre entrega de sí misma un orden al fin y al cabo humano. Un teórico-práctico de la nouveau roman como Robbe-Grillet, inquieto ante ese intuitivo “mar de la objetividad” que la ciencia, desde el siglo de las Luces, ha incorporado a la problemática humana, escribía sobre las cosas del mundo siempre resistiéndose a nuestros adjetivos sistematizadores: Su superficie es tersa y lisa, intacta, sin ambiguos esplendores ni transparencias. Toda nuestra literatura no ha conseguido mellar una de sus mínimas aristas, suavizar la más exigua curva.


Al parecer, en ocasiones el arte y la ciencia se tocan produciendo súbitos resplandores que nos dejan otra vez en la oscuridad. Pero el film está centrado principalmente en un moderno Orfeo que encuentra a su Eurídice rebajada casi a autómata de sus recuerdos, agregando – en un brillante leit-motiv – como una tenue música verbal de fondo los inolvidables versos del poema Y la muerte no tendrá dominio de Dylan Thomas (“...aunque se pierdan los amantes no se perderá el amor”). Al mismo tiempo, aborda dramáticamente la borgiana pregunta de cuál es nuestro verdadero rostro para Dios. Y la pregunta queda sin resolver como también queda en el misterio el rostro de esa mente cercana a una divinidad inescrutable que es Solaris.


Una lluvia insistente golpeando una ventana queda tal vez como la muda y vívida solución poética de esta historia que transcurre en un sombrío futuro en que el hombre no ha podido dejar de pensar y sentir como hombre en medio de un universo que le ignora y le devuelve su propia imagen de Narciso impenetrable.



México, Aguascalientes, en Facebook hoy

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