Diana Bellessi entrevistada por María Julia De Ruschi
5 de febrero de 2009
El oro del otoño, asociado a una etapa de armonía y plenitud de la vida, es un tema clásico de la literatura. La lectura de tu reciente libro La edad dorada, por estar enteramente estructurado entorno de ese tema, me trajo a la memoria Las horas doradas de Lugones: tanto él como vos son llevados por la mirada reflexiva de la madurez a cantar el esplendor de los frutos de la reconciliación. Más allá de la coincidencia temática, ¿reconocés alguna filiación entre su obra y la tuya?, ¿o pensás con Juanele que el oro de Lugones es demasiado pesado?
Sí, creo como Juan L. que el oro de Lugones es demasiado pesado, prefiero el de Martí, o los tembladerales de oro de Madariaga, o el oro delicado y efímero de las hojas y el aire que saludan y se van en cada estación confiados en una renovación perpetua o confiados en nada, porque sí nomás, sin saber siquiera que yo los veo como si fueran un oro líquido y sutil cuya grandeza no es metálica, cuya gracia es la transformación. Llamo arte menor a esa manera de pisar una huella inscripta como central en la tradición letrada de las culturas, o de las literaturas en este caso, pero siempre con la pata afuera, pisando el monte más que la carretera. Ya sea que se la roce antes, como descubrimiento propio de la gente que la letra aún no glorifica, o un momento posterior, hurtando algo que tuvo sentido para llevarlo a otro lugar, y así, en movimiento constante, con escasa atención a la plusvalía. Algo que implica un gran esfuerzo personal pero que se sabe existente sólo por la conjunción de muchos esfuerzos, se canta a solas y sin embargo adentro de una voz que te rebasa por entero y nunca se fija. Un oro más bien de alfarería, un oro que te reclama en el concierto del oro y te recuerda que aún las vetas y las pepitas vienen y van hacia otra parte, no se sabe cuál, pero ha de tener algún sentido, dada la belleza, y cuando digo belleza quiero decir también sentimiento, memoria, conciencia. Así, si de reconciliación hablamos se trataría de desasirse para estar asida, integrarse a la voz más que a la lengua, conservar por supuesto las verdades personales que están en transformación permanente, pero erosionando su rotundez, su coraza que no te deja escuchar, bienvenida al intento más que al logro, que se abre a otro intento, ablandarse como el junco dice el refrán, y el roble también lo hace a su manera, deponer la angostura personal, la inmortalidad imposible del yo, si se avizora que se ensancha en el abrazo con todo lo viviente. Esto no implica, por supuesto, la pérdida del sí o del no. El no a la injusticia del orden humano diría que se ahonda y refina, abandona su lastre retórico y se vuelve cosa personal vivida día tras día. ¿Pero de qué estoy hablando? Supongo que del arte de abandonar la juventud, el arte de perder y empezar de nuevo, de conservar internamente lo más caro y dejar ir al resto, de escucharse en medio de la propia resaca y el intento, igual de difícil, de escuchar al vecino. Se nota su presencia en El jardín, más en Sur, y aún en La edad dorada. Estoy terminando ahora un libro que se llama Mate cocido, y sabés, lo que más me gusta de él es que hay tanta gente, conviviendo con los yuyos y los bichos de los que siempre estuvieron llenos mis versos. Por fin los veo con la misma nitidez que al resto de la corona de lo viviente, y de cerca, no al pasar, algunos amasados en la memoria y otros compartiendo con ellos el día a día. Me ha llevado mucho tiempo, y jamás podría haberlo hecho si el hermano fresno, la hermana oruga y tantos y todos no me hubieran empujado, acompañado, enseñándome con la plenitud, no de su lengua, sino de su voz.
Varios poemas de Sur anticipan los de La edad dorada, por ejemplo el que lleva ese mismo título, con la imagen central del aromo que florece en invierno (“la edad / dorada regresa / en la cascada / del aromo. Mientras haya detalles / que nos acompañen / habrá edén / su memoria alumbra / nuestro lugar / en el mundo”). Tu poesía pareciera decirnos que, más allá de los fracasos de la historia, no estamos definitivamente exiliados del edén, que hay innumerables detalles que nos recuerdan que aún nos movemos en la luz. Para acceder a ese edén, La edad dorada señala varias vías: la compasión, dejarse ir, saber ser parte... Por la índole de esas vías, tu visión del edén me hace pensar más en la palabra esperanza que en la palabra utopía. ¿Es así?
Las palabras se desgastan, por un tiempo, y luego a menudo renacen con variaciones de significación. Si utopía señala en ningún lugar, es decir no existe aún en ningún lugar, bueno es recordar que existe en la imaginación de la gente, en su anhelo, y que éste es un lugar. Sin embargo vuelvo a recordar aquella frase de la filósofa Nelly Schnait cuando decía que la utopía no es un lugar a alcanzar sino un motor a utilizar. Suena inteligente y duro ¿verdad?, quizás demasiado moderno. Alzándonos desde las hilachas de la época, donde creo que buena parte de nuestra tarea es “ablandarnos”, feminizarnos habríamos dicho, volvernos más humildes y austeramente dulces, ser más del verso de la lírica popular, la palabra esperanza me complace. Indica un anhelo y la disposición, la voluntad de conseguirlo, pero a sabiendas de que no es tan directo, tan efecto y causa, plegado a la voluntad y decisión de unos cuantos o de muchos, sino más errático, complejo e imprevisible. Es decir sorprendente siempre. La esperanza de un mundo mejor que nunca será perfecto ni estático. La luz orlada por la sombra, sin la cual la luz no se ve. Utopía y esperanza se implican entre sí. Lo que existe en el sueño humano virtualmente posee existencia, lo sabemos porque la historia nos muestra, desgraciadamente, cuántas veces la pesadilla se vuelve realidad, y nuestros ojos prestan más atención allí, pero en la balanza los platillos ceden de uno y otro lado.
En el poema de La edad dorada que le dedicás a Robert Frost enumerás elementos de su poesía que forman parte de tu imaginario (peyorativamente formulado por la crítica como “emoción y yuyos en demasía”), deplorando en él que Frost esté actualmente out of fashion, out of canon. ¿Cuál sería ese canon del cual tanto Frost como vos están excluidos? ¿Quiénes lo ponen en circulación y con qué objetivo?
¡Vaya a saber con quién se pelea una! Frecuentemente con una misma. Yo vengo del campo pobre, de los gringos brutos sin tierra, y por un esfuerzo de mis padres en los años efímeros de mejoramiento económico del primer período peronista, fui impulsada a la escuela, a la adquisición de cultura letrada y a la ciudad. Una inmigrante interna, una cabecita rubia. Esto implicó la adquisición de ciertos privilegios y también de heridas, cierta distorsión de clase, culpa y resentimiento que rara vez se curan del todo. Y marcas hondas, en la manera de sentir y de escribir que vienen de aquella infancia y a veces parecen tan fuera de lugar y tan fuera de moda. Si yo hoy pudiera, escribiría letras para la cumbia villera, o para la música cuartetera mejor, pero me salen bagualitas o milonguitas a lo Yupanqui, sin su grandeza por supuesto. Igual, intentando ser sincera, creo haber estado peleándome con un exceso de parodia y bufonería urbana que parecía ocupar toda la escena, y tachar, por improcedente y conservador, los rasgos líricos a la usanza campesina que me son tan afines. Sin embargo ambas instancias son primas hermanas y dialogan entre sí, si de poesía hablamos, y al resto se lo lleva el viento, se desparrama por ahí y desaparece o fecunda otras tierras, para el porvenir. En el poema dedicado a Frost hay una clara alusión a Molinari y Juan L., y a todo lo que mi padre me enseñó, como mi propio canon. Agregaría a Mistral, a Padeletti y a Madariaga, y a la bienamada copla popular.
Tu aproximación a formas poéticas que suponen cierta regularidad silábica y/o acentual ya puede detectarse en algunas páginas de ; luego las retomás en Sur, donde poemas como “Abril es oro” son esencialmente musicales. Aunque tu escritura no llega a cuajar en formas totalmente cerradas, hay en La edad dorada una evidente voluntad de acceder a la regularidad métrica y a la simetría estrófica. ¿Tiene esto que ver con tu necesidad de tornar palpable tu idea de que la luz es música (“Getsemaní”) En todo caso, ¿qué virtudes estéticas dirías que dimanan para la escritura poética de la aproximación a las formas cerradas?
Diría que en la práctica de las formas cerradas de versificación una se olvida más de una misma. Lo que hay detrás te canta. O esto me ha sucedido a mí. A mí que vengo de la práctica inicial y larga del llamado verso libre, que de libre no tiene tanto, y por eso me enseñó mucho de las cárceles rítmicas donde se organiza un poema. Sólo en prisión se canta, sólo desde allí a veces se alcanza un instante de libertad. Pero no sé cómo ha sucedido. Puedo inventarlo: quizás desde algunas lecturas, de la práctica de la traducción de poesía, del reencuentro con el siglo de oro, y sobre todo, de la traza mnémica de la copla popular, mi gran maestra a la que tanto he traicionado por salir del raso, casi hasta perderla, y ahora aquí, la oveja negra vuelve a casa, no es pródiga, casi se ha vuelto sorda, pero acepta la vara, llegar hasta donde se pueda.
Diría que todo es música, nuestro pensamiento, tan separado, también se esfuerza por serlo. No sólo dimana de la luz, también de la sombra donde se resguardan las cosas que crecen, ya que en una espesura son una y la misma. Cantan orden y caos con su propia música, la melodía de ser. Nosotros, que parecemos desarrollar sobre todo el aspecto de lo separado, o nos hemos extraviado allí, buscamos la senda en lo que Levinas llama recortarnos del ser para ser, frente al rostro necesitado del otro, humano. Un saber muy antiguo y arcaico, aparece con las primeras señales que tenemos de la especie humana. En las variantes de mi propia tradición cultural, el cristianismo lo enuncia como universalización de la hermandad: somos todos hermanos, hijos del mismo Dios. Universalización viva en el imaginario pero aún no encarnada. Esa sea quizás la música que nos lleve de vuelta, o adelante, vaya a saber en qué giro de la rueda; síncopas, hiatos, encabalgamientos, otorgan diferencia y textura a la prístina melodía. Libre albedrío y aceptación de algo que te rebasa.
“La edad dorada no es la edad de la razón”, afirmás más de una vez en tu libro. Sin embargo, la fe, los sueños, se acompañan en La edad dorada con un permanente contrapunto reflexivo. La sabiduría del corazón no es irracional. ¿En qué sentido, entonces, “La edad dorada no es la edad de la razón”?
Cuando la razón pretende que nada la rebase, salvo ella misma. Es quizás mi contrapunto con el afán catalogador de la razón iluminista o moderna.
En tu pensamiento coexisten dos vertientes: una afín a lo Indígena y a lo oriental, sobre todo en tu forma de relacionarte con la naturaleza, y otra, occidental y cristiana, que tiende a enfatizar la diferencia entre lo natural y lo humano, entre lo cíclico y lo histórico. Esta polaridad entre la contemplación y la acción, más allá de la originalidad de tu planteo, es un fenómeno que se diría profundamente argentino, por lo general vivido como antagonismo en la dicotomía campo-ciudad. ¿Cómo hacés para trascender esta disyuntiva?
Ah María Julia, ¿quién dice que la trasciendo? A veces, en instantes efímeros, todo está en paz. Cuando algo de eso va a parar al verso, ya perdido o a punto de perderse, lo agradezco como un regalo sin par, y lo arruino de inmediato. Pero es persistente sabés, vuelve siempre. Lo que me hace suponer que algo ahí quiere hacerse, a pesar de ser yo tan inepta, y si es así, está intentando hacerse en muchos sitios, con mayor fortuna o desgracia. Porque en la poesía, donde los sordos cantan, ha ocurrido así según parece: los seres humanos intentamos decirnos algo. Creo que la acción se ha excedido, se ha desmadrado de su cauce o ha tomado un cauce equivocado, lo cual tiene como uno de sus efectos una hiperkinesia entrópica, destructiva y autodestructiva, y como otro el poder de paralizarnos, de no dejarnos llevar a cabo acciones amorosas e inteligentes para mejorar nuestra vida personal y la vida en común, para mejorar el mundo y no para acabarlo. Por eso creo que las voces antiguas hablan hoy tanto, la historia entera de la humanidad está tratando de decirse por ahí no, paren la mano, acumularon más poder que conciencia, hay que lavar el alma, recobrarla en el silencio y en el concierto. Nada es menor, “lo hacemos no para los que son iguales a nosotros, sino para los diferentes” dicen los pueblos indígenas en sus rituales, “porque una sola alma somos como hay un solo mundo”.
La cita de Simone Weil que sirve de epígrafe a La edad dorada reza: Sólo se tienen deberes. Nuestro derecho es el deber del otro”. Me sorprende que hayas suscripto a esta formulación tan legalista de la relación con el prójimo, sobre todo teniendo en cuenta que tu concepto del amor (tu comprensión de los desfallecimientos y los límites de la persona) parece exceder el rigor, en cierto modo autodestructivo, de una ética tan extremista. ¿Podrías explayarte sobre el tema?
La cita de Simone Weil está tomada de algo más amplio que ella dice en el libro Echar raíces. También hay un poema en La edad dorada, llamado Conversando con Simone Weil, que creo sería la respuesta más acertada a tu pregunta. Es su radicalidad extrema la que me conmueve. Radicalidad de los enunciados y los actos de su propia vida. Algo que rara vez se ve. Yo, que no podría, escindida y no entera como fueron Clara o Francisco de Asís, también traduciría ese acápite así: Dando se recibe, o, si tan sólo pudiéramos dar, sólo recibiríamos.
Hablás a menudo del error, incluso de un “error consumado del artista”. ¿Cuál sería ese error?
Lo separado. Que es a la vez nuestro regalo, la existencia del edén. El canto a solas alzándose como tenorino desde el rumor. Esa clase de acción que te hace perder lo que estás mencionando. Y que es a su vez la gracia de la transmisión. Crear con lo creado, o creándose siempre diría Eckhart, la pata afuera imprescindible para mencionarlo y no la plenitud no individualizada de lo mencionado. Una paradoja por supuesto. Ese sería el error del artista: serlo. Aunque creo que acabo de confundir el poema al que te referís (¡regalos del error!). No se trata de ¿Por qué el artista...? sino de Tomo y obligo. Supongo que el error aquí sería no atreverse, tener miedo de decirle sí a lo que llega al verso. En otros poemas con la palabra error se alude a aquello que lastima a otro, búmerang que vuelve y a su vez lastima al que lo lanzó. Lo que no sabemos hacer, lo que sabemos con el pensamiento y no podemos obrar, lo que aprendemos día a día en los momentos en que un agua lustral lava nuestras almas y borramos luego, lo sabido siempre y siempre olvidado, es decir la condición humana en tránsito a otra parte.
La emoción en tus libros no tiene características sensibleras o confesionales, pero la cualidad de tus afectos —su apasionamiento, su vehemencia— está presente en todas tus páginas, en la cordialidad festiva de Crucero ecuatorial, en la austera atención de Tributo del Mudo, en la violencia de Eroica... En La edad dorada aparece una profusión de gestos amorosos (abrazar, cobijar, desvelarse, amparar, alimentar, acunar, adorar) en los que veo rasgos de la ternura maternal, ¿creés que también serán considerados out of canon?
Probablemente, por algunos lectores. Pero también he descubierto en los recitales, ese sitio en parte engañoso porque depende de muchos factores el encuentro o desencuentro con el escucha, en parte engañoso pero extraordinario por el cuerpo a cuerpo con gente que no lee poesía a menudo pero que le gusta escuchar, he descubierto decía, una peculiar bienvenida, y sobre todo entre los jóvenes, como si esas palabras fueran necesarias, reparadoras, cuando se logra decirlas sin afectación, inocentemente. De todas maneras, el lugar natural para la poesía en la contemporaneidad de su escritura, me parece, es estar fuera del canon, por rebelde, por humilde o por distraída. Voy a contarte algo: en la cultura Navajo, donde se encuentran algunos de los cantos más hermosos que he leído, cuando una pareja sabe que va a tener una criatura, el padre inicia la construcción de la cuna, que debe ser perfecta para que el niño sea sano; mientras el niño crece en el regazo del vientre materno, el padre prepara con esmero otro regazo para recibirlo, y luego ambos cuelgan en lo alto de la cunita un cazador de sueños, una especie de móvil circular que lleva adentro tejida una pequeña red de araña con piedritas de colores y un agujero al centro, con una plumita. El cazador de sueños. Mientras el niño o la niña duermen, el cazador los protege, deja pasar por el agujerito del centro sólo los sueños buenos, y manda de vuelta los malos al país de los sueños. ¿Qué te estoy contando? Algo de la poesía creo, y de la construcción de los géneros masculino y femenino, y de mirar hacia atrás para aprender lo olvidado, para que sea posible la noción de futuro, no como repetición claro. La vanguardia nunca somos nosotros, pero a veces sí lo que habla a través de nosotros, si lo dejamos hablar.
A menudo usás la palabra rumor ligada al concepto de pasado ancestral. Decís, por ejemplo: “el peso / de la individuación / no nos deja refugiarnos // en aquel rumor / de pertenencia”. Y también: “vuelve, vocecilla mía / con el rocío de tu rumor”. ¿Qué matices se expresan con la palabra rumor en relación con la memoria, con lo inmemorial? ¿Qué retorna en el germen de esa reminiscencia?
Retorna la unidad en la variedad que se despliega. Eckhart lo llamaría lo desfondado. El enfatiza la metáfora de hijos en el Hijo, yo enfatizo la de hermanos. Su concepción cristiana es más Zen, su reclamo de desapego, de mors mystica, de retorno al vacío desfondado. La mía es más pariente de la magia americana, una alabanza de la variedad viviente que vuelve a reencontrarse por las vías de la comprensión, el amor, la memoria, la conciencia. Tomar sin exterminar, cuidar, agradecer. Aceptar una mutualidad que significa alimento recíproco, aprendizaje recíproco, y nadie que pueda arrogarse un lugar en el vértice de la pirámide, salvo el del deber, que se convierte en gracia si es aceptado, y que es también un trabajo, un logro en la extraordinaria creación. Vocecillas que vuelven al rumor y lo modifican. Un orden replegado diría el fisico David Bohn, al que sólo se accede por intuición —o por un amor contemplativo, o sólo por amor— , mientras en el orden desplegado la razón abre las puertas. Música y pensamiento, acción y sentarse en el silencio, relectura constante de la historia—nuestra labor significativa, nuestro hacer la historia— e inmersión bautismal que nos recuerda somos chispas de un solo fuego.
Otro rasgo fundamental de La edad dorada es tu visión del rostro del prójimo, la “única joya verdadera sobre todo en el desamparo y el dolor. La mirada a ese rostro remite a la esencia misma del cristianismo. ¿Una belleza cristiana, sufriente, que reúne la máxima oscuridad y la máxima luz en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo?
Mi relación con el cristianismo es conflictiva, sobre todo vivida desde el pensamiento. En una perspectiva más ecuménica preguntaría a cuál cristianismo nos referimos, atado a qué otras vertientes de la experiencia mística como menciono en respuestas anteriores. El concepto del otro y del rostro vienen a mí a través de la escritura de dos filósofos judíos centroeuropeos: Simone Weil y Emanuel Levinas. Viene también de una tradición anarquista de pensamiento y el anhelo, que aún me sostiene, por la posible construcción de un mundo social más justo. La hermandad con lo viviente —“la magia está viva, Dios viene caminando”—, la percibo como herencia indígena y campesina, específicamente americana. El puente, el conflictivo puente es un cristianismo popular del cual he abrevado y que se conserva o retorna con fortaleza. Siempre he tenido una buena relación con la Natividad, el resurgimiento de la luz pequeña, la luz del Niño en nuestras conciencias. Mucho me costó arribar a la metáfora de la cruz y de la muerte. Coloco la resurrección en el porvenir, en la continuidad del mundo viviente volviéndose más amoroso, más sutil y compasivo. Es para mí la enseñanza de Jesús, el pastor, pero también el hermano y el amigo. Cuando me preguntan sin embargo digo sí, soy creyente, soy cristiana..., y lo digo como lo diría una niña inocente. Creo que así, a veces, se dice en los versos.
Hay una mutua desconfianza entre literatura y religión: en el campo literario existen prejuicios en relación con la literatura de contenido religioso, y, recíprocamente, la religión desconfía de la heterodoxia literaria. En ese sentido, La edad dorada constituye sin duda un desafío, ya que no rehúye las dificultades de la Integración. ¿Una apuesta al carácter abierto de la experiencia cristiana hecho desde dentro, o un reto desde afuera?
Nada más alejado del reto. Todo parece ser heterodoxia, o lo acaba de ser o lo será dentro de un momento. La experiencia cristiana ha acontecido en la historia humana porque fue, seguramente, imprescindible y necesaria. Y si aún habla debe estar viva y abierta. Algo parecido podría decir de otras gnosis o vastas experiencias místicas comunitarias. Puedo hablar de lo que me toca, me roza, me construye. El corazón también piensa, pero no sólo piensa. Mi visión del Cordero es gentil, es femenino y viril al mismo tiempo, es ejemplarizadora. Desearía dejarla fluir en mí y no pretender apresarla. La religión desconfía demasiado y la literatura también. Pretenden religar con cuerdas de metal y yo prefiero el mimbre dorado, que dura y cede y se pudre y se convierte en otra cosa y lo contenido se descontiene o aprende a estar unido o encuentra —acontece— otra imagen que vuelva a contenerlo. Eso lo sabe el verso, la pequeña voz del mundo.
Fuente: Revista Hablar de Poesía Nº5
Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, junio 2001
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