Pentesilea según Heinrich von Kleist
27 de septiembre de 2008
Escena XXIII
Méroe a las sacerdotisas y amazonas:
(...) salió al paso de su amado joven...
ella, a quien ya no hay hombre que designe...
en el tropel de sus sentidos jóvenes,
armado su deseo de poseerlo
con toda la panoplia de la guerra.
Rodeada por sus perros y elefantes,
con el arco en la mano, venía a él:
la Guerra que se asienta entre los hombres,
forma de horror y sangre que camina
a grandes pasos de terror, blandiendo
su tea sobre ciudades florecientes,
no inspira más pavor que su locura.
Aquiles, lo aseguran las guerreras,
la desafió tan sólo con intento
de someterse a ella, ¡el insensato!
Porque él también -¡tanto pueden los dioses!-
amaba su hechicera juventud
y anhelaba seguirla al templo de Artemis.
Sólo amores presiente, se le acerca
y deja atrás a todos sus amigos.
Pero al verla lanzarse circundada
de un séquito de horrores, mientras él
sólo trae una lanza y como adorno,
vacila, gira el grácil cuello, escucha,
huye aterrado, hesita, huye otra vez:
es como un cervatillo que en los montes
oye rugir de lejos al león.
Clama: ¡Ulises!" con voz débil, "¡Tídida!",
y mira inquieto en torno y aún intenta
refugiarse corriendo entre los suyos;
ya un escuadrón interceptó su fuga,
alza las manos, trata de esconderse,
desdichado mortal, detrás de un pino
creyendo hallar abrigo entre el follaje.
se adelanta la reina, con sus dogos
como escolta, y otea monte y bosque
con la arrogancia cruel el cazador;
y cuando él, apartando aquellas ramas,
quiere caer a sus pies: "¡Ah!" -clama ella-
"¡el ciervo traiciona su ornamenta!";
tiende con loca fuerza el arco, tanto
que se besan las puntas, alza el arma,
apunta y tira; la flecha mortífera
atraviesa aquel cuello; cae el héroe:
brutal se alza un clamor entre las nuestras.
Pero aún respira el triste y por su nuca
sobresale la punta de la flecha;
se alza en un estertor y se desploma,
vuelve a alzarse e intenta aún la fuga;
pero ella: "¡Ea!" -grita- "¡Tigris! ¡Leaina!
¡Sobre él, Esfinge! ¡Dirke! ¡Hircaón! ¡Melampo!"
Y cae -¡con toda la jauría, oh Diana!-
sobre él, lo apresa... sí, por el penacho,
como una perra a perros asociada;
¡uno muerde su pecho, otro su cuello,
y a su caída se estremece el suelo!
El, chapoteando en su sangre púrpura,
rozando sus mejillas, aún exclama:
"¡Pentesilea, novia mía! ¿Qué haces?
¿Es ésta la aquella fiesta prometida?"
Pero ella -una leona habría escuchado
famélica, que en pos de alguna presa
colma de aullidos la planicie helada-,
ella hunde, arrancando su coraza,
los dientes en aquel pecho de nieve,
ella y sus perras a porfía, a la diestra
Oxus y Esfinge, ella en el corazón;
cuando aparecí yo, chorreaba sangre
caliente de su boca y de sus manos.
(...)
Ahora quedó en un silencio terrible,
junto al cadáver que olisquean los perros:
fijo contempla, como una hoja en blanco
(mientras al hombro lleva en triunfo su arco),
el inmenso vacío del cielo, y calla.
Erizadas de espanto, preguntamos:
"¿Qué has hecho? Calla. "¿No nos reconoces?"
Calla. "¿Quieres seguirnos?" Calla siempre.
Enloquecida de terror, huí.
Escena XXIV
(...)
Pentesilea:
Desciendo ahora en la hondura de mi pecho
para extraer de él, frío mineral,
a la luz un sentir que me aniquile.
Lo templo en el ardor del sufrimiento,
y ya es acero: lo empapa el veneno
corrosivo de un cruel remordimiento;
en el yunque sin fin de la esperanza
lo aguzo ahora en filo de puñal,
y a este puñal doy como ofrenda el pecho:
¡así! ¡así! Otra vez... ya está cumplido.
(...)
Transcripción de Pentesilea. Anfitrión. EL Principe de Homburgo
[Pentesilea fue escrita en 1807]
Trad. José María Coco Ferraris
Buenos Aires, Nueva Visión, 1988
Imagen Heinrich von Kleist ca. 1800 Bettmann Corbis