Ingeborg Bachmann y Witold Gombrowicz

30 de diciembre de 2007





Conocí al señor Gombrowicz en la primavera de 1963 en Berlín. Eramos él y yo los primeros invitados de la Ford Foundation y probablemente ambos, por motivos parecidos, estábamos agradecidos y desagradecidos. Lo que yo podía adivinar, pero no puedo probar, es que para Gombrowicz esa pequeña lluvia de dinero por primera vez le permitía, después de tantos años, vivir sin preocupaciones cotidianas, en circunstancias tolerables, sospechosamente tolerables, incluso quizás sin escrúpulos –ni él ni yo los teníamos– ya que hubieran estado totalmente fuera de lugar en un momento en que uno no tiene un techo sobre la cabeza. Creo tener pruebas de que este dinero no le permitió domesticar su honestidad ni su modo de vida; aprovechaba la comodidad, pero como sucede tan seguido, ésa era una comodidad por las que uno tendría que estar agradecido, ligado a monstruosas mutaciones.

Gombrowicz venía de la Argentina. Yo también volvía de cientos de vueltas por varios países, y si una imagen nos venía del otro, sin confesarlo, es que estábamos perdidos, que este lugar olía a enfermedad y a muerte, para él por un motivo, para mí por otro. Vivimos por un tiempo en la Akademie der Künste [Academia de las artes] y yo era, al menos al principio, la única persona con la que él se podía comunicar en francés. Estaba sobreentendido que él podía preguntarme cosas, que yo le respondía, que le traducía sus telegramas al alemán, y que nos prestábamos servicios que se pueden prestar dos extranjeros en una ciudad extraña.


Gombrowicz fue una de las pocas personas discretas que he conocido en mi vida, y no tengo gran cosa para decir sobre este punto. Cuando dos personas discretas se encuentran, el resultado es un gran silencio y de vez en cuando algo de conversación. Su preocupación principal, además de la proximidad de Polonia, eran algunos libros: del de Sartre sobre Genet hablaba seguido. No soy capaz de reproducir sus a menudo brillantes y arrogantes observaciones. Me acuerdo de él, pero no me queda ninguna frase.


Recuerdo que caminábamos por calles de Berlín para los dos tan extranjeras y a menudo nos reíamos y exclamábamos “voyez, il y a quelqu’un” . Entonces las calles estaban tan infinitamente vacías, al menos para nosotros.


Un día fuimos a un pequeño local en Berlín a comer. El mozo pensó que no entendíamos el alemán. Al final yo le hablé en alemán y ese fue uno de las tantas consternaciones que se repitieron tan seguido conmigo en Berlín. No fue el mozo el que me dijo que ese no era un local de polacos. Dijo otra cosa, fue prudente, no sabía cómo nos podía mantener a salvo, no recuerdo si del Oeste o del Este o de algo en el medio, pero dijo algo espantoso. Nos levantamos, pagamos y nos fuimos.


Un día llevaron a G. a un hotel en la zona de Kurfürstendamm. Mandé por él un telegrama y supongo que esa fue mi única manifestación de cariño y de comprensión. El hotel era horrible, con señales de idiotez en cada objeto. Estudiamos la carta de su traductor y de un editor. Al final dijo él, dijimos él y yo que íbamos a cometer, todos, un suicidio colectivo y que la pobre Ford Foundation tendría que pagar también por ello.


Sobre esto último charlamos y reímos largamente, pero en realidad no había nada para reírse ya que en el fondo sabíamos los dos que tal vez lo haríamos de verdad. Incluso sin el auspicio de la Ford Foundation.


¿Quién era ese hombre en la realidad? Creo que fue uno de los hombres más solitarios que he jamás encontrado. Estaba abandonado de todo, de Polonia, de Argentina, de Berlín y de su médico, sin voluntad de hablar o discutir. Los berlineses lo aterraban. Era, si se me permite decirlo en francés, un problema de “incompabilité”, nada de mala voluntad de una u otra parte.


Como vengo de un país al que se le atribuye falta de carácter y “dificultad”, en el sentido de verdaderas “dificultades”, era para mi posible entender a ambas partes . Yo podía comprender que para mis amigos berlineses con los que este hombre buscaba una conversación que ellos no podían ni mantener ni entender, fuera totalmente absurdo. Para mi él no poseía de ninguna manera lo absurdo que en cada hombre, en cada clase y en cada raza son para mi siempre de actualidad. G. tenía si duda una cabeza que en Berlín ni por lejos ni con la mejor voluntad se podía entender.


Pero no era tan difícil entenderlo. Tenía una gran bondad y una delicadeza que enmascaraba con altivez. Era el hombre más modesto en el que se puede pensar. Lo visité una vez, antes de caer enferma yo misma, en su primer abominable departamento berlinés. En medio del caos de ruido él escuchaba los cuartetos de Beethoven, los que más tarde gracias a él me compré. Los escuchaba con auriculares, ya que no quería molestar a nadie, al mismo tiempo que el infierno ruidoso de Hohenzolerndamm le causaba las molestias a él. Me fui más temprano de lo previsto; no podía soportar más el barullo de la calle.


Para ese tiempo G. ya hablaba bien el alemán y eso me asombró ya que para un hombre de sesenta años debe ser muy duro aprender otra lengua más. Debía haber encontrado también alguna gente que lo admiraba, pero sobre eso no sé demasiado. Creo que me habló de gente joven que lo visitaba.


Puede sonar insensato que uno deje la incertitud tan abierta cuando uno habla de una persona que conoció tan bien, con la que uno paseó tanto o comió, pero el recuerdo es una institución despiadada que no admite la mentira.


Más que hechos o palabras, tengo la impresión que me dejó. Mi cariño por él fue sincero y él lo sabía. No lo puede haber dudado. Dudaba de todos lo otros y esto tal vez justamente. No tenían ninguna lengua en común. Nosotros dos sí, con muchas vueltas complicadas, teníamos una lengua común. No era sólo la ventaja del francés, sino la ventaja de la tristeza, los inconvenientes de todos sus efectos. Y aunque teníamos que interrumpir de golpe nuestros propios discursos literarios porque él me fastidiaba (sí, de esto me acuerdo bien), me preguntaba en la calle que pensaba yo de Goethe, de Schiller, de Kleist, etc. Yo tartamudeaba algo, quería saber para qué tanto Goethe o Kleist, quería, como él alguna vez me lo reprochó, “complicar todo”. Al final, nos parabamos en la entrada de la Akademie, en la que el decorado – lo único perfecto coomparado con esta lengua irreal – me daba vuelta y me iba derecho a mi cuarto. Alguna vez vino detrás mío unos pasos y me dijo – espero que no llore, sólo la quería torturar un poco y si tuve éxito, está bien así y basta.


En ese momento hubiera tenido que llorar, pero reírme también.
Tal vez ese era uno de sus aspectos más reales. Le gustaba torturar y al mismo tiempo no podía. Ya lo he dicho, él era, en el fondo y contra todo, lo que él quería, un hombre con un gran corazón. No comparto que la gente sólo se fije en sus poses y sus maneras. Todo eso me da igual. Si debiera y pudiera pensar en alguien como G., me vendría siempre la imagen de una persona de gran corazón. Además era un grandísimo escritor.


Muchos no se dieron cuenta de esto; no se les puede reprochar nada, ya que él era muy extraño, orgulloso, con poses, etc., a veces terroríficas, aunque jamás para mi, ya que no me hubiera gustado que las poses y el orgullo desaparecieran de este mundo.

¿Cuáles eran entonces sus problemas? Estaba enfermo y yo también. No pude seguir visitándolo y él no me visitó. Pero no es importante.


© R. Piper & co. Verlag, Munich 1978
© de la traducción, Oscar Strasnoy, Stuttgart, febrero 2005

Fuente: www.osc-ars.com


2 comentarios:
meridiana 30 de diciembre de 2007, 7:35 p.m.  

Pat,pasando a saludarte por el comienzo del año y desearte lo mejor para el 2008 y encontrarme siempre estas perlitas, como este recuerdo sobre G. impagable

Un abrazo
y seguimos abriendo las puertas de este magnífico espacio

Lilián

Unknown 5 de enero de 2008, 3:43 a.m.  

Siempre recordaré con mucha simpatía la frase:
…no soy sólo un hombre de letras, sino también un Gombrowicz.

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