Manuel Eidán - Cortázar o el genio de la pistola

24 de julio de 2007


Si el cinico es aquel que se jacta de sus vergüenzas, el que las exhibe en toda su desnudez coram populo, con todas su llagas y muñones infectos bajo la gabardina abierta, ya sea para subvertir un orden o para denunciar las llagas de la hipocresía ajena, tan semejante a la propia por otra parte, Cortázar no es literalmente un cínico, aunque su literatura lo sea de un modo indirecto, más o menos mediato, y por lo mismo más eficaz, más inteligente. El cinismo cortazariano es de otra índole, y en sus mejores textos se disfraza generalmente de ironía, de impiadoso sarcasmo, a ratos de un cierto ingenuo matonismo subversivo que se ensaña sobre todo con la estupidez de los fuertes, aunque tampoco le perdona la vida a los presuntos débiles, empezando por él mismo. El suyo sería un cinismo intelectual, necesariamente moral, estético, dialéctico porque no puede dejar de serlo. Se trata de un exhibicionismo de la inteligencia, de un alarde de obscenidad estética sin obscenidad ética. Los más de sus personajes son cínicos (lo mejor de su literatura viene de la mano de ese cinismo a priori, de nodriza esencial, de gamberro de la última fila), aunque naturalmente esta suerte de juicio sumarísimo no quiere probar que sean impúdicos o siquiera desvergonzados más allá de lo que a su literatura conviene. Esta contradicción, si existe en algún plano fuera del lenguaje, es sólo especiosa y exige desarrollo ulterior. El verdadero cínico es pudoroso por analogía, más que por cortesía, entre otras cosas porque no puede dejar de ser un payaso, un fingidor. Uno siente a veces que Cortázar, ese cínico genial de quinto grado, de barra de facultad o cine de barriada, incluso finge su cinismo, ya que ni siquiera necesita fingir su genialidad. El era un genio que lo sabía, así como hay genios que carecen de la conciencia de serlo. En un pasaje de Rayuela dice algo así como que genio es aquel que se elige genial y la clava. O sea que no basta con ser un genio, hay que serlo por elección. Esta es una idea que quizá sorprenda un poco al distraído, sobre todo viniendo de un tipo tan alejado de la caricatura del compadrito argentino como del atirantado intelectual de chaqué y cuello duro que tanto detestaba con razón. Uno sospecha que Cortázar gozaba discretamente de su cinismo gamberro, que le gustaba hacer reír a la clase casi tanto como asombrarla. Si no hubiera sido argentino, tal vez hubiera merecido ser inglés, tal vez incluso finlandés si hacemos caso a los entomólogos del chisme de portería, a los quincalleros de recova y columna de culto. Yo no voy a incurrir en eso. Los escritores, buenos o malos, geniales o medio pensionistas, sólo tienen derecho a respirar el aire abierto de su obra. Esta condena es sólo por su bien, y más que nada por el bien de nosotros, sus sufridos lectores. Lo que corra fuera de esa intemperie cerrada debería permanecer siempre en la penumbra, incluso más lejos todavía, en la total obscuridad. El caso Cortázar no es una excepción. En algunos momentos su brillantez puede ser tan abrumadora que uno siente como que le falta humanidad, a fuerza de querer ser humano. Es como si sintiéramos obsceno tanto talento, como una especie de agravio personal. ¿Es justo que este tipo sea tan brillante y yo tan poca cosa, etc? Se supone que ante un genio así uno no puede hacer otra cosa que cerrar el libro o sacar la pistola y disparar. Y si no tienes a mano la pistola, ni arma corta que la reemplace, qué le vamos a hacer. No tires el libro por la ventana y sigue leyendo. Dejar de seguir leyéndolo es díficil, para algunos imposible, para nadie un placer.


Madrid, julio 2007

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