Ingmar Bergman: "Secretos de un matrimonio" y "Saraband"
24 de junio de 2007
En el prólogo a una vieja edición de cuatro de sus libretos para cine, Ingmar Bergman llamaba la atención sobre la inevitable imprecisión técnica del guión y los vacíos que éste presenta, y se lamentaba de que no hubiera, como en la música, un sistema de signos para representar gráficamente todos los matices que contendrá el film y que ya están definidos en el pensamiento del cineasta. El guión, parecía concluir, no es sino un instrumento defectuoso, insuficiente: la versión en palabras de algo que no depende específicamente de la palabra. Sin embargo, reconocía que el proceso de escritura del guión le era útil en la medida en que lo obligaba a demostrar la validez de sus ideas: debía resolver el conflicto entre su necesidad de traducir en imágenes una situación compleja y su voluntad de hacerlo de la manera más clara y accesible.
De la feliz superación de ese conflicto se tienen pruebas manifiestas en los dos trabajos incluidos en este volumen, en especial el primero, correspondiente al film que aquí se conoció como Escenas de la vida conyugal (1973), donde todos los matices del complejo vínculo de una pareja -diez años de vida en común, separaciones, riñas y reencuentros- son expuestos bajo la lupa implacable de la agudeza y la lucidez. El guión puede no decirlo todo, como reconoce el autor, pero su minuciosa elaboración revela la presencia de un gran inquisidor del alma humana, un observador que, sin esquivar el dolor que ello pueda producirle, ha puesto sus propias experiencias de vida bajo el microscopio y es capaz de desdoblarse prodigiosamente para permanecer alerta, a la pesca de hechos, gestos, conductas, silencios y todas las señales que juzgue significativas para ilustrar su pensamiento. "Tardé tres meses en escribir esta obra, pero la viví en carne propia durante un largo capítulo de mi existencia", confiesa en el prólogo.
En textos tan precisos y elaborados como los del maestro sueco, la lectura del diálogo (y de los breves comentarios que el autor se reserva) acerca al secreto de su construcción dramática y permite reparar más demoradamente en esas sutilezas y reverberaciones que iluminan, como chispazos de genio, las zonas más oscuras, más contradictorias y más equívocas de las relaciones humanas.
Escenas de la vida conyugal (o Secretos de un matrimonio , como se la tituló en España) expone a través de los seis momentos en que está dividida, los altibajos que vive la relación de Marianne y Johan, del matrimonio perfecto de las primeras escenas y los síntomas de alguna instisfacción que se agitan tempranamente bajo la superficie a la crisis que se hace manifiesta cuando el hombre abandona el hogar para irse con otra mujer y los sucesivos reencuentros que se producirán antes y después de concretarse el divorcio. Es un espejo impiadoso el que Bergman coloca ante nuestra vista y seguramente también un testimonio en el que los futuros lectores/espectadores podrán tener noticia de cómo hombres y mujeres del siglo XX afrontaban los eternos interrogantes en torno al amor y cómo intentaban darse provisorias respuestas. Y en especial, quizá, de cómo con las mismas palabras que usaban para herirse parecían querer cubrir el vacío del corazón, ya que al tormento de los cuerpos y de las almas se suma aquí el martirio verbal.
Treinta años después de aquella disección, Bergman retomó la historia (o mejor: se reencontró con sus personajes) en Sarabanda (2003), el último de sus trabajos para la pantalla. No se trata estrictamente de una secuela: aquí lo que se aborda no es tanto una etapa ulterior en la relación de Marianne y Johan sino algunas cuentas pendientes de sus respectivas vidas. Hace mucho que las tormentas han cesado: la hostilidad y la mutua dependencia han quedado atrás. Y ahora ella, que es quien promueve el encuentro al visitar a su hoy solitario y acaudalado ex marido, actúa más como confidente, como psicoanalista o como testigo de las íntimas penas que afligen al hombre en su vejez, así como del profundo duelo en que vive sumido su hijo Henryk (fruto de un matrimonio anterior) y del conflicto existencial que desvela a su nieta, Karin. Un quinto personaje ausente, la desaparecida esposa de Henryk y madre de Karin, domina la escena: Anna. En torno a esa sombra, inolvidable pues ha sembrado la semilla del amor, giran los sentimientos de los personajes: es el ser capaz de hacer confluir sobre sí el cariño y la esperanza de los que lo rodean, el que puede purificar sus miserias y transformar sus vidas.
En su construcción, Saraband se articula según una pauta musical: son diez duetos (sus cuatro personajes se encuentran de dos en dos) contenidos entre una obertura y una coda a cargo de Marianne. Una obra de cámara que, como tantas veces en la obra de Bergman, trae ecos de Strindberg y que si por un lado parece querer completar su prolongado examen sobre la vida en pareja por otro supone un balance y una meditación ante la proximidad de la muerte y una reflexión acerca del legado, de lo que los esposos se dejan mutuamente después de la separación, lo que los padres transfieren a los hijos y los muertos a los vivos. La visión no es complaciente -la fragilidad de Johan no hace menos negro su egoísmo ni menos irritante su escéptica amargura, por ejemplo-, pero es perceptible que hay en este Bergman de los años altos una mirada más humana y tolerante. Quizá por eso al cabo de la lectura resuena la nota positiva y tierna del último diálogo, con Johan y Marianna desnudos en el casto lecho donde parecen haber hecho las paces con la propia mortalidad.
De la feliz superación de ese conflicto se tienen pruebas manifiestas en los dos trabajos incluidos en este volumen, en especial el primero, correspondiente al film que aquí se conoció como Escenas de la vida conyugal (1973), donde todos los matices del complejo vínculo de una pareja -diez años de vida en común, separaciones, riñas y reencuentros- son expuestos bajo la lupa implacable de la agudeza y la lucidez. El guión puede no decirlo todo, como reconoce el autor, pero su minuciosa elaboración revela la presencia de un gran inquisidor del alma humana, un observador que, sin esquivar el dolor que ello pueda producirle, ha puesto sus propias experiencias de vida bajo el microscopio y es capaz de desdoblarse prodigiosamente para permanecer alerta, a la pesca de hechos, gestos, conductas, silencios y todas las señales que juzgue significativas para ilustrar su pensamiento. "Tardé tres meses en escribir esta obra, pero la viví en carne propia durante un largo capítulo de mi existencia", confiesa en el prólogo.
En textos tan precisos y elaborados como los del maestro sueco, la lectura del diálogo (y de los breves comentarios que el autor se reserva) acerca al secreto de su construcción dramática y permite reparar más demoradamente en esas sutilezas y reverberaciones que iluminan, como chispazos de genio, las zonas más oscuras, más contradictorias y más equívocas de las relaciones humanas.
Escenas de la vida conyugal (o Secretos de un matrimonio , como se la tituló en España) expone a través de los seis momentos en que está dividida, los altibajos que vive la relación de Marianne y Johan, del matrimonio perfecto de las primeras escenas y los síntomas de alguna instisfacción que se agitan tempranamente bajo la superficie a la crisis que se hace manifiesta cuando el hombre abandona el hogar para irse con otra mujer y los sucesivos reencuentros que se producirán antes y después de concretarse el divorcio. Es un espejo impiadoso el que Bergman coloca ante nuestra vista y seguramente también un testimonio en el que los futuros lectores/espectadores podrán tener noticia de cómo hombres y mujeres del siglo XX afrontaban los eternos interrogantes en torno al amor y cómo intentaban darse provisorias respuestas. Y en especial, quizá, de cómo con las mismas palabras que usaban para herirse parecían querer cubrir el vacío del corazón, ya que al tormento de los cuerpos y de las almas se suma aquí el martirio verbal.
Treinta años después de aquella disección, Bergman retomó la historia (o mejor: se reencontró con sus personajes) en Sarabanda (2003), el último de sus trabajos para la pantalla. No se trata estrictamente de una secuela: aquí lo que se aborda no es tanto una etapa ulterior en la relación de Marianne y Johan sino algunas cuentas pendientes de sus respectivas vidas. Hace mucho que las tormentas han cesado: la hostilidad y la mutua dependencia han quedado atrás. Y ahora ella, que es quien promueve el encuentro al visitar a su hoy solitario y acaudalado ex marido, actúa más como confidente, como psicoanalista o como testigo de las íntimas penas que afligen al hombre en su vejez, así como del profundo duelo en que vive sumido su hijo Henryk (fruto de un matrimonio anterior) y del conflicto existencial que desvela a su nieta, Karin. Un quinto personaje ausente, la desaparecida esposa de Henryk y madre de Karin, domina la escena: Anna. En torno a esa sombra, inolvidable pues ha sembrado la semilla del amor, giran los sentimientos de los personajes: es el ser capaz de hacer confluir sobre sí el cariño y la esperanza de los que lo rodean, el que puede purificar sus miserias y transformar sus vidas.
En su construcción, Saraband se articula según una pauta musical: son diez duetos (sus cuatro personajes se encuentran de dos en dos) contenidos entre una obertura y una coda a cargo de Marianne. Una obra de cámara que, como tantas veces en la obra de Bergman, trae ecos de Strindberg y que si por un lado parece querer completar su prolongado examen sobre la vida en pareja por otro supone un balance y una meditación ante la proximidad de la muerte y una reflexión acerca del legado, de lo que los esposos se dejan mutuamente después de la separación, lo que los padres transfieren a los hijos y los muertos a los vivos. La visión no es complaciente -la fragilidad de Johan no hace menos negro su egoísmo ni menos irritante su escéptica amargura, por ejemplo-, pero es perceptible que hay en este Bergman de los años altos una mirada más humana y tolerante. Quizá por eso al cabo de la lectura resuena la nota positiva y tierna del último diálogo, con Johan y Marianna desnudos en el casto lecho donde parecen haber hecho las paces con la propia mortalidad.
Fernando López
Trad. Carlos Del Valle
Fuente: La Nación