Emil Cioran: Conversación con Luis Jorge Jalfen

1 de junio de 2016



Señor Cioran, yo procedo de Argentina, que es un país muy lejano en el espacio, pero muy próximo a la tradición europea, lo que nos plantea cíclicamente problemas de identidad cultural. Sin embargo, hay una gran diferencia entre los norteamericanos y los sudamericanos. Me gustaría iniciar esta entrevista preguntándole cómo ve el futuro de América.
Por lo que se refiere a Norteamérica, se trata, a mi juicio, de una civilización sin futuro y no hablo desde el punto de vista técnico.
Sí, creo que nos referimos al sentido de la existencia.
Norteamérica no tiene la voluntad de imponerse en la historia. Ha defendido valores que le resultan totalmente exteriores. Sin embargo, lo interesante es que todo lo que emprende fracasa.
Pero he decirle que en la América latina nuestro problema es que las clases dirigentes creen en el progreso como si fuéramos europeos y no sudamericanos. Se piensa que hay una historia única, a la que corresponde un recorrido lineal, por lo que basta con que nos lancemos por él. A la cabeza del «progreso» y del consumo van Estados Unidos, Alemania, Francia y los países nórdicos. El resto corre detrás, en vías de alcanzarlos. Pero como las magnitudes corresponden exactamente a los países «desarrollados», nunca podremos, como en la paradoja de Zenón, alcanzarlos. Es necesario reconsiderar esa superchería del movimiento histórico regido por una sola medida.
El temor de todos esos países, de las grandes civilizaciones como Francia, Alemania, Inglaterra, es el de asumir responsabilidades. Lo que desearían es que la historia se hiciera lejos de ellos. Los pueblos no se encuentran en el mismo nivel de fatiga. Si todos estuvieran igualmente agotados, se establecería la armonía universal. Por desgracia, hay pueblos que no están fatigados. Francia tiene mil años de historia tras sí. Es el pueblo que ha hecho más guerras en un milenio, pero no parece que se hayan tenido en cuenta. El caso de Alemania es un poco diferente, no ha tenido existencia nacional, tiene un destino relativamente reciente en cuanto gran nación, gran potencia. Por eso ha podido provocar dos guerras mundiales. Fue necesaria la participación del mundo entero para poner coto a su avance. Pero ahora está en el mismo nivel que Francia e Inglaterra. Creo incluso que de momento está curada del deseo de conquistas. De cualquier forma, la historia universal se reduce a eso: las naciones no pueden llegar al mismo grado de agotamiento.
Creo que la cuestión que plantea usted debe relacionarse con la falta de conciencia de la finitud. Hace unos días, leí ciertas declaraciones de Leonardo Sciascia —un escritor italiano que acaba de recibir un premio—, según las cuales Occidente carece de un auténtico sentimiento de la muerte, de una verdadera conciencia de los límites. Atribuye muy poco valor a la vida, a la calidad de la existencia.
Es una huida ante la muerte, se trata del rechazo de la muerte. Cuanto más civilizado se es (en el mal sentido del término), más se rechaza la muerte. Para el hombre del campo, para los antiguos habitantes de la Tierra, la vida y la muerte estaban situadas en el mismo plano. El hombre de ciudad, al contrario, deja de lado la muerte, la escamotea.
Y más aún: ahora la muerte es administrada por la medicina, que es su burocratización.
Eso es, precisamente, escamotear la presencia de la muerte, para velarla y enmascararla. Por eso el hombre occidental, el hombre civilizado, se siente mal, acude precipitadamente al médico, al farmacéutico. En mi opinión, se trata del terror al sufrimiento.
Pero, volviendo a lo que decíamos antes, no es la evolución histórica o la simple evolución la que explica la tragedia del hombre. Es la tragedia inicial: en eso estriba el problema, en el hecho de ser hombre, que es trágico en sí.
Hay una clase de problemas que me preocupa mucho: se trata de las cosas en cuanto tales; quiero decir que hablamos de la condición humana y de su carácter metafísico, de que la expulsión del Paraíso y todos esos fenómenos primordiales y originales sellan el destino de la existencia. Pero, ¿hasta qué punto no van incluidas esas determinaciones metafísicas en el significado de las cosas mismas, de todas las cosas? Creo que somos aún demasiado humanistas y románticos.
Porque estamos contaminados por el hombre y por su deseo de dominación.
Mientras que los filósofos, que deberían ser los que hablaran de lo que es, se dedican a escribir sobre la conciencia, la percepción, los valores, el conocimiento, nuestra cultura, para saber lo que es una rosa, el sol, el espacio y el tiempo o la vida, prefiere fiarse de los botánicos, los astrónomos, los físicos y los biólogos.
Es que parece que la aparición del hombre se hubiera debido a una explosión de megalomanía. La ambición es la causa de los desastres. Es lo que hace desgraciada a la gente, deseosa de superarse. Todo el mal se debe a esa voluntad de superación, a esa enfermedad mental, a esa omnipotencia.
El hombre es una aparición extraña, fruto de un deber original que lo impulsa a ir más allá de sus límites, más allá de lo humano. Eso es lo que lo ha marcado y —cosa extraordinaria— por eso está condenado. El hombre ha forzado sus propios límites. El hombre no es nada o, en todo caso, es poca cosa. Pero, al querer serlo todo, está perdido, por falta de modestia, y ahora ya no puede detenerse. Por eso no hay nada que hacer y en eso estriba también el aspecto genial del hombre. Es necesario que continúe; en eso estriba la lógica de la existencia humana. Es normal, en definitiva. Si hay una palabra para designar el porvenir, es «estancamiento». Está destinado a estancarse, porque todo destino excepcional entraña una caída. Estoy cada vez más convencido de que el hombre acabará —metafísica, históricamente— siendo un fantasma, una sombra, o que llegará a ser como un jubilado o un imbécil. No tiene «salvación», porque la vía que ha seguido es necesariamente nefasta. Si me opongo a las utopías, es porque el hombre se ha internado por un camino que ha de conducirlo por fuerza a su pérdida. No puede comportarse de otro modo, no puede retroceder y en eso radica su tragedia. El hombre lo tiene todo, salvo la sabiduría. Por ejemplo, conozco a mucha gente que se siente tentada por ésta, pero son monstruos negados para la sabiduría, y yo mismo soy más negado que los demás. Somos todos la negación de la sabiduría.
Señor Cioran, me pregunto y le pregunto: ¿cuál es el papel del pensador, en estos tiempos de extravío?
Sólo el de dar testimonio. No puede ejercer la menor influencia sobre el curso de las cosas. El pensador aporta un testimonio. Es como un guardia que acaba de advertir un accidente. Ese fue el caso de Montaigne, pero su mensaje no surte efecto en los pensadores. Hay gente que ha tenido un destino interesante, pero entre los filósofos no hay sabios. El hombre se ha vuelto fundamentalmente incapacitado para la sabiduría.
Mire, yo no soy filósofo. Hice estudios de filosofía en mi juventud, pero en seguida abandoné la idea de dedicarme a la enseñanza. No soy sino un Privat Denker —un pensador privado—, intento hablar de lo que he vivido, de mis experiencias personales, y he renunciado a hacer una obra. ¿Por qué una obra? ¿Por qué la metafísica? Camap dijo algo profundo: «Los metafísicos son músicos sin dotes musicales».
¿Qué respondería, si le preguntara dónde está el tabernáculo? Es decir: ¿dónde están las Tablas de la Ley? ¿Quiénes son sus custodios? ¿Dónde podemos encontrar ciertos tipos de prueba de la divinidad, no quiero decir, evidentemente, en persona, sino como fenómeno original de la presencia, como manifestación de la verdad? ¿Hay cronistas así entre nosotros? ¿Existen testigos semejantes?
Sí, existen. Podemos encontrarlos en cualquier medio y no tienen la menor relación con lo que se llama el nivel intelectual. Yo he tratado a gente de todas clases, gente que ha comprendido. Para mí, la humanidad se divide en dos categorías: los que no han comprendido (casi toda la humanidad, de hecho) y los que han comprendido, que son sólo un puñado. Pero, además, ¿qué quiere decir «haber comprendido»? Conocí a un mendigo en París que tocaba la flauta en las terrazas de los cafés. Reflexionaba todo el tiempo. Un día, completamente desesperado, vino a mi casa. Hasta entonces yo había creído que había muerto, pues llevaba años sin verlo y carecía de domicilio fijo, no se le conocía una casa. Unas veces dormía en los puentes, otras en grandes hoteles, pues ganaba mucho dinero, pero se lo gastaba todo. En aquella ocasión le dije: «Mira. Tú eres el mayor filósofo de París. El único gran filósofo contemporáneo». Me respondió: «Te burlas de mí. Te ríes de mí». Protesté: «No, de ningún modo. Te he dicho eso, porque tú vives, reflexionas todo el tiempo; experimentas los problemas y tus problemas están combinados con tu vida». Su existencia me recordaba a la de los filósofos griegos, que exponían sus teorías en las calles y los mercados. Sus palabras se confundían con la vida misma.
Pero, volviendo a lo que decíamos, hay que reconocer que los que hancomprendido son por lo general quienes han fracasado en la vida. Recuerdo otro caso, el de alguien que había sido muy rico en uno de los países de la Europa oriental. Tras haberío perdido todo, vivía en una buhardilla. Una vez me dijo algo extraordinario: «El régimen comunista me despojó de todo, pero se lo agradezco, porque, al perderlo todo, encontré a Dios». ¿Ve usted por qué el fracaso es indispensable para el progreso espiritual? El fracaso es una experiencia filosófica capital y fecunda.
Durante mi juventud, frecuenté a alguien que tuvo sobre mí una influencia inmensa. Tenía que casarse y el propio día de la boda, en el último momento, desapareció: abandonó a todo el mundo y a su futura esposa. Desde entonces llevó una vida de marginal. Es un hombre que afortunadamente no persigue ninguna meta en la vida; todas las veces que me lo encuentro, habla como un sabio. En cambio, el hombre que triunfa es el que sólo ve su meta personal.
Señor Cioran, en estas entrevistas que ha tenido la amabilidad de concederme, no podemos dejar de considerar la situación del hombre occidental. Creo que en Argentina nos preocupa muy en particular. Tenemos la impresión de que ni el sufrimiento contemporáneo ni la sociedad de consumo ni la sociedad supuestamente «socialista» pueden serenarlo. Parece que ese sufrimiento universal se manifestará siempre con formas nuevas.
Es que hay en nosotros un miedo terrible a sufrir. Pero, en definitiva, ¿tiene sentido pretender erradicar el dolor? Dado que incluso los hombres primitivos lo han sufrido, el dolor es una constante. Antes no había medicamentos, pero hoy se ha inventado un conjunto de medios para evitar el sufrimiento. Piense que el cristianismo, por ejemplo, quedaría privado de toda consistencia, si se suprimiera la idea del sufrimiento y del dolor. En nuestros días, el escamoteo de esa dimensión metafísica caracteriza al hombre civilizado. Por mi parte, no soy creyente, pero la religión me interesa y lo paradójico es que numerosos creyentes, al contrario, no se interesan lo más mínimo por la religión y lo que entraña. Porque, si se suprime el mal o el pecado original —que están vinculados con el sufrimiento—, el cristianismo carece de sentido. Entre muchas otras cosas, resulta imposible explicar la historia del hombre occidental.
¿Cree usted que la filosofía tiene algo que decir respecto de ese escamoteo del dolor y de la muerte?
No lo creo. Podemos decir que la filosofía está, en el fondo, disociada; se ha convertido en una actividad por sí misma. ¿Qué significa eso? Que antes incluso de haber abordado un problema, toma la palabra y cree, así, decir algo sobre la realidad. El que «inventa» la palabra «revela» a veces la realidad, pero, en mi opinión, no es ésa la vía adecuada: puede ser extraordinariamente peligrosa. Por eso creo que en filosofía no es necesario inventar sin cesar palabras nuevas, términos técnicos. Nietzsche no creó palabras, sin que por ello resultara empequeñecida su obra. Muy al contrario: esa tecnificación es el gran peligro de la filosofía universitaria y es lo que la aleja de las cosas.
Parece que los imperativos técnicos han invadido la esfera del pensamiento y de lo que solemos llamar las «humanidades».
Pero fíjese en que, en el fondo, todo el mundo sabe que la especialización y la técnica destruirán el mundo y ahora es necesario reconocerlo como un hecho incontrovertible. Antes los padres creían que el futuro de sus hijos sería feliz; decían: «Para ellos, las condiciones serán más favorables». Ahora, compadezco a esos hijos de ayer, porque seguramente sienten que su vida ha cambiado; ahora existe el progreso, todo el mundo habla de él, pero el propio progreso está comprometido. En los tiempos antiguos, había el miedo al fin del mundo —algo que iba a llegar—, pero ahora el apocalipsis está ya presente, de hecho, en las preocupaciones cotidianas de todo hijo de vecino.
Eso es interesante, pues sugiere usted que todos, en su fuero interno, tienen la terrible convicción…
Sí…
Perdóneme, pero eso puede brindarnos la posibilidad de abordar la esencia de un problema importante sobre el que basar el diálogo reflexivo y hacia el cual orientar nuestra atención.
Pero sin que el diálogo pueda impedir la catástrofe que, de hecho, está ya ahí. Podemos llevar la comprensión del problema o el diálogo hasta el fin, pero, en mi opinión, eso no impide —como ya he dicho— la catástrofe.
¿A qué llama usted «catástrofe»? No se trata de la explosión de la bomba atómica.
No aunque también eso forma parte de ella. El peligro de una explosión nuclear va incluido seguramente en lo que llamo «catástrofe», pero no es interesante, porque es evidente.
Es que el hombre de hoy vive bajo la presión de imperativos que considera naturales. La industrialización nos ha costado el alma —como a Fausto— y no sabemos qué hacer con el tiempo ganado. Sin embargo, en virtud de un mecanismo extraño, todo contribuye a aumentar los prejuicios, que son moneda corriente. Peor aún: las propias criticas son engullidas por el Gran Moloch. Ya sabe usted que esta cultura puede digerirlo todo. El propio Nietzsche, por ejemplo, que fue uno de los críticos más eminentes de los «éxitos» de la sociedad industrial de consumo naciente, forma parte de los programas universitarios en los que se lo consume.
Pero ese peligro acecha a todo el mundo; es el peligro del éxito. Me gustaría recordarle unas palabras de Pascal: «No puede usted imaginarse los peligros de la salud y las ventajas de la enfermedad».
El drama de la existencia en general consiste en que todo lo que se gana por un lado, se pierde por otro. La humanidad habría podido perfectamente permanecer inerte. Si vamos al fondo de las cosas, nos damos cuenta de que habría sido mejor para el hombre permanecer como estaba. ¿Por qué ese frenesí de novedad, de novedad en la esfera del pensamiento, de la poesía, en todo…? Siempre y una vez más la novedad. Es ridículo. Yo creo que la idea más sencilla, más directa, pero más difícil, es la de vivir con sus propias contradicciones. Es necesario aceptarlas.
En la esfera filosófica se impone hacer cohabitar las contradicciones, pero no, como pretenden la dialéctica y el marxismo, para superarlas. Para mí, esencialmente no hay superación, porque no hay verdad. Suponer lo contrario es intentar poner cortapisas a la esperanza o especular con la necesidad de salvación. Creo que se trata de aceptar lo que se presenta como extraño a nosotros, como lo otro, lo opuesto, sin esperar la menor gratificación de ello. Tal vez en eso consista la sabiduría: en definitiva, los orientales —y muy en particular el zen— lo saben, cuando hablan de reconciliación de los opuestos. Creo que aceptar las contradicciones entraña un comienzo de conocimiento.
¿Sabe una cosa? Hace tiempo yo me ocupé mucho del budismo. Me creía budista, pero, en definitiva, me engañaba. Al final comprendí que no tenía nada de budista y que estaba preso de mis contradicciones, debidas a mi temperamento. Entonces renuncié a esa orgullosa y falsa ilusión y después me dije que debía aceptarme tal como era, que no valía la pena hablar todo el tiempo de desapego, ya que soy más bien frenético. Tras haber aceptado las contradicciones, descubrí que, aunque no se tratara de una forma de equilibrio, al menos estaba mucho mejor que cuando vivía en la mentira. Lo terrible, cuando alguien practica la filosofía oriental, es que le dé una versión halagadora y autocomplaciente de sí mismo. Crees estar más allá de todo y de todos, pero al final superas esa fase y llegas a la conclusión de que eres un pobre hombre. Esos cambios son necesarios, porque no es posible crearse una imagen ideal de sí mismo, una imagen homogénea.
De acuerdo. Pero entonces, ¿cómo se debe vivir? Hoy la existencia está acosada por la precipitación. Para nosotros, que somos los hombres de la técnica, la dificultad en el mundo de las comunicaciones, de la televisión, de los cambios es: ¿cómo vivir con cosas de esa clase y qué relación establecer con ellas? Pues no podemos dejar de escuchar la radio ni evitar que nos atropelle un automóvil; estamos en un ámbito técnico y la cuestión es cómo dejar de pensar y de vivir bajo las órdenes de la lógica científica.
Estoy totalmente de acuerdo con usted.
Entonces, la cuestión que se plantea inevitable y urgentemente es cómo lograr no transformarnos en profetas del apocalipsis. Quiero decir que no se trata de caer en el pensamiento milenarista, que considera la realidad un castigo de los tiempos, de Dios sabe qué errores cometidos. Está claro que no podemos romper definitivamente con la técnica. La pregunta que sigue planteada es: ¿cómo vivir con ella?
A mí, por ejemplo, me gusta pasearme, pero no puedo hacerlo fácilmente en París. Debo tomar el tren para ir al campo. Con ello soy cómplice de la técnica.
Sí, pero el riesgo tiene mucho mayor alcance que esa complicidad primaria que compartimos todos. El desarrollo de la técnica hace creer que todo es posible y que a cada momento son posibles cosas nuevas, de carácter cualitativamente superior. En eso radica uno de los peligros: la fabricación de falsas ilusiones, de utopías de superioridad. Se trata del utopismo de los especialistas, que no es otra cosa que el sueño moderno de la dominación del mundo a partir de elementos técnicos.
Seguramente, pero se trata de una dominación absolutamente antinatural.
Ante este panorama, ¿cuál es su diagnóstico? O, dicho de otro modo: ¿dónde se incuba la catástrofe?
No podemos vaticinar nada de forma acabada. Nadie está en condiciones de verlo de forma precisa, pero lo que podemos decir es que la aventura humana no puede durar indefinidamente. La catástrofe, para el hombre, se debe a que no puede quedarse solo. No hay ni una persona que pueda estar sola consigo misma. Actualmente, todos los que deberían vivir consigo mismos se apresuran a encender la televisión o la radio. Creo que, si un Gobierno suprimiera la televisión, los hombres se matarían entre sí en la calle, porque el silencio los aterraría. En un pasado lejano, la gente se mantenía mucho más en contacto consigo misma, durante días y meses, pero ahora ya no es posible. Por eso podemos decir que la catástrofe se ha producido, lo que quiere decir que vivimos catastróficamente.
Ahora me gustaría hablar del carácter convivial de su escritura. Creo que usted practica un ejercicio testimonial en forma de registro. Se trata de una escritura itinerante, que enseña a vivir con el pensamiento y a ver las cosas. Lo digo porque, si no, se puede tener la impresión de que vive usted encerrado en una celda monacal sin contacto con la existencia, profundamente solitario y amargado.
Naturalmente, eso no es cierto.
No, pero quiero subrayarlo, pues su actitud es —al contrario— muy sana. Busca usted el campo, habla usted con los vagabundos, dialoga con la gente más sencilla y la más sofisticada y me parece que eso es importante, sobre todo aquí, en París, donde el formalismo y los prejuicios dominan en gran medida las relaciones humanas.
Mire, yo nací en un pueblecito de los Cárpatos, en Rumania. Cuando era pequeño, pasaba todo el tiempo fuera, en las montañas, desde el amanecer hasta la noche, como un animal salvaje. Cuando cumplí diez años, mis padres me trasplantaron a la ciudad. Aún recuerdo aquel viaje, en el que me transportaron en un coche de caballos: yo estaba completamente desesperado. Me habían desarraigado y, durante aquel trayecto de una hora y media, presentí una pérdida irreparable.
Esa historia puede servir de parábola: francamente, habría valido más que no hubiera habido civilización y que el hombre hubiese permanecido en la fase de la Biblia, del Génesis, para ser más precisos. En mi opinión, la verdad se encuentra en ese libro. Es un testimonio en el que está todo. Si lo leemos detenidamente, nos damos cuenta de que todo está explicado en él. Después no hay sino comentarios…
¿Incluso los de la ciencia?
Absolutamente. La ciencia es el escamoteo de la sabiduría en nombre del conocimiento del mundo.





Publicada originalmente en el libro de L. J. Jalfen: 
Occidente y la crisis de los signos, Buenos Aires, Editorial Galerna, 1982

Luego en Conversaciones
Título original: Entretiens
E. M. Cioran, 1995
Traducción: Carlos Manzano

Foto: Carol Prunhuber y Emil Cioran por Vasco Szinetar (Paris 1982)

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