Maurice Blanchot - De Kafka a Kafka (V): La muerte contenta

11 de octubre de 2015



En una página de su Diario, Kafka hace una observación acerca de la cual podemos reflexionar:

Al volver a casa dije a Max que, a condición de que mis sufrimientos no fueran demasiado grandes, en mi lecho de muerte estaría muy contento. Olvidé agregar, y luego lo omití a propósito, que lo mejor que he escrito se basa en esa aptitud para morir contento. En todos esos buenos pasajes, fuertemente convincentes, se trata siempre de alguien que muere y que lo encuentra muy duro por ver en ello una injusticia; todo ello, al menos en mi opinión, resulta muy conmovedor para el lector. Pero, para mí que creo que podré estar contento en mi lecho de muerte, esas descripciones en secreto son un juego, incluso me alegro de morir en el moribundo, utilizo entonces de un modo calculado la atención del lector concentrada así en la muerte, conservo mucho más claridad de espíritu que aquel de quien supongo que se lamentará en su lecho de muerte, mi lamentación es por tanto perfecta en lo posible, no se interrumpe de manera súbita como una lamentación real, sino que sigue su curso hermoso y puro…
Esta reflexión data de diciembre de 1914. No es seguro que exprese un punto de vista que Kafka todavía hubiera admitido con posterioridad; por lo demás, es lo que calla, como si presintiera su lado impertinente. Pero, precisamente por su ligereza provocativa, es reveladora. Todo ese pasaje se podría resumir así: sólo se puede escribir si se permanece dueño de sí mismo ante la muerte, si con ella se han establecido relaciones de soberanía. Si es aquello ante lo cual se pierde continente, lo que no se puede contener, entonces retira las palabras bajo la pluma, quita la palabra; el escritor ya no escribe, grita, un grito torpe, confuso, que nadie oye o que no conmueve a nadie. Kafka siente aquí en lo profundo que el arte es relación con la muerte. ¿Por qué la muerte? Porque es el extremo. Quien dispone de ella, dispone en extremo de sí, está vinculado a todo lo que puede, es íntegramente poder. El arte es dominio del momento supremo, supremo dominio.
La frase: «Lo mejor que he escrito se basa en esa aptitud para poder morir contento» sin embargo sigue siendo difícil de aceptar, aunque tenga un aspecto atractivo que proviene de su simplicidad. ¿Cuál es esa aptitud? ¿Qué da a Kafka esa seguridad? ¿Se ha acercado ya lo suficiente a la muerte para saber cómo se comportará ante ella? El autor parece sugerir que, en los «buenos pasajes» de sus escritos en que alguien muere, muere de una muerte injusta, que él mismo se ha puesto en juego en el que muere. ¿Se tratará entonces de una especie de aproximación a la muerte, realizada se capa de la escritura? Pero el texto no dice exactamente eso: sin duda lo que indica es una intimidad entre la muerte desdichada que se produce en la obra y el escritor que se alegra de ella; el escritor excluye la relación fría, distante, que permite una descripción objetiva; si conoce el arte de conmover, un narrador puede contar de una manera emocionante hechos emocionantes a los que es ajeno; en ese caso, el problema que se presente es el de la retórica y, por supuesto, del derecho a recurrir a ella. Pero el dominio de que habla Kafka es distinto, y el cálculo del que se reclama es todavía más profundo. Sí, fuerza es morir en el que muere, la verdad lo exige, pero hay que ser capaz de satisfacerse con la muerte, de hallar en la suprema insatisfacción la suprema satisfacción y de conservar, en el instante de la muerte, la claridad de mirada que proviene de ese equilibrio. Ese contexto está entonces muy próximo a la sabiduría hegeliana, si ésta consiste en hacer coincidir la satisfacción y la conciencia de sí, en encontrar en la extrema negatividad, en la muerte hecha posibilidad, trabajo y tiempo, la medida de lo absolutamente positivo.
De todos modos Kafka no se sitúa directamente aquí desde una perspectiva tan ambiciosa. También es cierto que, cuando vincula su capacidad de escribir bien con la capacidad de bien morir, no hace alusión a una idea que concierna a la muerte en general, sino a su experiencia propia: porque, por una u otra razón, se tiende imperturbable sobre su lecho de muerte, puede dirigir a sus personajes una mirada imperturbable, unirse a su muerte mediante una intimidad clarividente. ¿En cuáles de sus escritos piensa? Sin duda, en el relato In der Strafkolonie (En la colonia penitenciaria), del que unos días antes hizo para sus amigos una lectura que le ha dado aliento; entonces escribe El proceso, varios relatos inconclusos en que la muerte no es su horizonte inmediato. También debemos pensar en La metamorfosis y en La condena. El recuerdo de estas obras demuestra que Kafka no piensa en una descripción realista de escenas de muerte. En todos estos relatos, los que mueren lo hacen en unas cuantas palabras rápidas y silenciosas. Esto confirma la idea de que no sólo cuando mueren, sino al parecer también cuando viven, los héroes de Kafka cumplen sus actos en el espacio de la muerte, pertenecen al tiempo indefinido del «morir». Pasan la prueba de esa extrañeza y, en ellos, también Kafka está a prueba. Pero a él le parece que no podrá llevarla a «feliz término», sacar de ella relato y obra sólo si, de alguna manera, de antemano está de acuerdo con el momento extremo de esa prueba, si es el igual de la muerte.
Lo que nos choca en esta reflexión es que parece autorizar la triquiñuela en el arte. ¿Por qué describir como un hecho injusto lo que él mismo es capaz de acoger contento? ¿Por qué, contento con ella, nos hace a la muerte terrible? Esto da al texto una ligereza cruel. El arte tal vez exija jugar con la muerte, tal vez introduzca un juego, un poco de juego, allí donde ya no hay recurso ni dominio. Mas ¿qué significa ese juego? «El arte vuela en torno a la verdad, con la intención decidida de no quemarse en ella». Aquí, vuela en torno a la muerte, no se quema en ella, pero hace sensible la quemadura y es lo que quema y lo que conmueve fría y mentirosamente. Perspectiva esta que bastaría para condenar el arte. Sin embargo, para ser justos con la observación de Kafka, también es preciso comprenderla de otro modo. A sus ojos, morir contento no es una actitud buena en sí, pues, antes que nada, lo que expresa es el descontento por la vida, la exclusión de la dicha de vivir, esa dicha que hay que desear y amar antes que nada. «La aptitud para morir contento» significa que la relación con el mundo normal ya está rota: en cierto modo Kafka ya está muerto, ello se le da como se le dio el exilio y ese don está ligado al de escribir. Como es natural, el hecho de hallarse exilado de las posibilidades normales, por ello mismo, no da dominio sobre la posibilidad extrema; el hecho de ser privado de la vida no garantiza la posesión feliz de la muerte, sólo hace a la muerte contenta de una manera negativa (se está contento de terminar con el descontento por la vida). De ahí la insuficiencia y el carácter superficial de la observación. Mas, precisamente, ese mismo año y en dos ocasiones, Kafka escribe en su Diario: «No me aparto de los hombres para vivir en paz, sino para poder morir en paz». Esa separación, esa exigencia de soledad le es impuesta por su trabajo. «Si no me salvo en un trabajo, estoy perdido. ¿Lo sé tan claramente como es? No me entierro ante los seres porque quiera vivir apaciblemente, sino porque quiero perecer en paz». Ese trabajo es escribir. Se retira del mundo para escribir y escribe para morir en paz. Ahora, la muerte, la muerte contenta es el salario del arte, es la meta y la justificación de la escritura. Escribir para morir en paz. Sí, pero ¿cómo escribir? Conocemos la respuesta: sólo se puede escribir si se es apto para morir contento. La contradicción nos devuelve a la profundidad de la experiencia.
EL CÍRCULO
Cada vez que el pensamiento choca con un círculo es porque topa con algo original de lo cual parte y a lo que sólo puede rebasar para volver a ello. Quizás nos acercaríamos a ese movimiento original si cambiáramos la luz de las fórmulas borrando las palabras «apaciblemente» y «contento». El escritor es entonces el que escribe para poder morir y el que tiene su capacidad de escribir por una relación anticipada con la muerte. La contradicción subsiste, pero se ve bajo un aspecto distinto. Como el poeta sólo existe ante el poema y en cierto modo después de él, aunque sea necesario que primero haya un poeta para que exista el poema, así también se puede presentir que, si Kafka se dirige a la capacidad de morir a través de la obra que escribe, ello significa que la obra es de suyo una vivencia de la muerte, de la que al parecer es preciso disponer de antemano para llegar a la obra, a la muerte. Pero también es posible presentir que el movimiento que en la obra es aproximación, espacio y uso de la muerte no es del todo ese mismo movimiento que conduciría al escritor a la posibilidad de morir. Hasta se puede suponer que las relaciones tan extrañas del artista y de la obra, esas relaciones que hacen depender la obra de quien sólo es posible en la obra, que esta anomalía proviene de esa vivencia que perturba las formas del tiempo, pero que proviene más profundamente de su ambigüedad, de su doble aspecto que Kafka expresa con demasiada simplicidad en las frases que le atribuimos: Escribir para morir, Morir para escribir, palabras que nos encierran en su exigencia circular, que nos obligan a partir de lo que queremos encontrar, a buscar sólo el punto de partida, a hacer así de ese punto algo a lo que sólo nos acercamos alejándonos, pero que también autorizan esta esperanza: allí donde se anuncia lo interminable, la de aprehender, la de hacer surgir el término.
Como es natural, las frases de Kafka tal vez parezcan expresar una visión sombría que le, es propia. Chocan con las ideas que están vigentes sobre el arte y sobre la obra de arte y que André Gide, como tantos otros, se recordó a sí mismo: «Las razones que me impulsan a escribir son múltiples y las más importantes, a mi parecer, son las más secretas. Ésta puede ser sobre todo: poner algo al abrigo de la muerte». (Diario, 27 de julio de 1922). Escribir para no morir, confiarse a la supervivencia de las obras, esto es lo que acaso vincule el artista a su labor. El genio afronta a la muerte, la obra es la muerte hecha vana o transfigurada o, según las palabras evasivas de Proust, hecha «menos amarga», «menos ingloriosa» y «tal vez menos probable». Es posible. No opondremos a esos sueños tradicionales atribuidos a los creadores la observación de que son recientes, de que, perteneciendo a nuestro Occidente nuevo, están ligados al desarrollo de un arte humanista en que el hombre intenta glorificarse en sus obras y actuar en ellas perpetuándose en esa acción. Esto es, sin duda, importante y significativo. Pero, en ese momento, el arte ya sólo es una manera memorable de unirse a la historia. Los personajes históricos, los héroes, los grandes hombres de guerra, no menos que los artistas, también se ponen al abrigo de la muerte; entran en la memoria de los pueblos; son ejemplos, presencias actuantes. Esta forma de individualismo pronto deja de ser satisfactoria. Nos damos cuenta de que si lo que importa es antes que nada el trabajo de la historia, la acción en el mundo, el esfuerzo común por la verdad, resulta vano querer permanecer uno mismo por encima de la desaparición, desear ser inmóvil y estable en una obra que domina el tiempo: es vano y, además, contrario a lo que se quiere. Lo que hace falta no es permanecer en la eternidad perezosa de los ídolos, sino cambiar, sino desaparecer para cooperar en la transformación universal: actuar sin nombre y no ser un puro nombre ocioso. Entonces, los sueños de supervivencia de los creadores parecen no solamente mezquinos, sino culpables, y cualquier acción verdadera, realizada de manera anónima en el mundo, al parecer afirma sobre la muerte un triunfo más justo, más seguro, cuando menos más libre del miserable arrepentimiento de ya no ser uno mismo.
Estos sueños tan grandes, unidos a una transformación del arte en la que éste aún no se hace presente para sí mismo, pero en la cual el hombre que se cree dueño del arte quiere hacerse presente, ser aquel que crea, ser, creando, quien escapa, así un poco, de la destrucción, tiene esto de sorprendente: muestran a los «creadores» ligados en una relación profunda con la muerte y, a pesar de las apariencias, esa relación es también la que persigue Kafka. Unos y otros quieren que la muerte sea posible, éste para aprehenderla, aquéllos para mantenerla a distancia. Las diferencias son insignificantes, se inscriben en un mismo horizonte que consiste en establecer con la muerte una relación de libertad.




Título original: De Kafka à Kafka 
Maurice Blanchot, 1981 
Traducción: Jorge Ferreiro 
Foto: MB (sin atribución de autor ni fecha)




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