Mario Bunge: Placebo, panacea, resistencia

30 de agosto de 2013





Los efectos placebo, que antes fueran tema de anécdotas, son hoy temas candentes de investigación en psicología, neurociencia y medicina (Benedetti, 2009). Conviene distinguir dos componentes de un efecto placebo. Un objeto placebo es una cosa o un procedimiento que alivia un mal sin actuar directamente sobre el organismo; su efecto se llama respuesta placebo. Convengamos en llamar efecto placebo al par ordenado . Es posible que el rito del médico brujo tuviese una respuesta más beneficiosa que el producto que vendía. Otro ejemplo de objeto placebo es la proverbial sonrisa bondadosa y alentadora del tradicional médico de cabecera.

La respuesta placebo es real, pero no se debe al objeto placebo por sí mismo sino a la creencia del paciente en su eficacia, o sea, a su expectativa. Si la expectativa es negativa, se habla de nocebo. Por este motivo, el efecto placebo ha sido llamado «efecto creencia». Este nombre se debe a que el efecto desaparece cuando el sujeto se entera de que había sido engañado. El efecto placebo también desaparece cuando al paciente se le suministra naloxone, droga usada para tratar el abuso de opioides.

Estos hechos socavan la hipótesis dualista, de que los efectos placebo se deben a la acción de la mente inmaterial sobre el cuerpo (Kirsch, 1985). En efecto, estudios con fMRI han mostrado que un objeto placebo activa los mismos sitios del cerebro que son estimulados por los opiáceos, entre ellos las endorfinas que sintetiza el propio cerebro. O sea, el efecto placebo es un proceso cerebral.

Sin duda, el efecto placebo es un ejemplo de proceso de arriba para abajo (top-down), que ocurre en la frontera entre lo cognitivo y lo emotivo. Pero lo alto no es inmaterial sino la corteza cerebral junto con su entorno social; y lo bajo está constituido por órganos subcorticales, entre ellos el nucleus accumbens o centro del placer y la amígdala o centro del miedo (Lane et al. 2009). La creencia asociada al efecto placebo sólo ocurre en un cerebro manipulado por otra persona: la que ofrece el objeto placebo. Evidentemente, el efecto es tanto más pronunciado cuanto mayor es el prestigio del profesional. Además, los placebos costosos son más eficaces que los baratos, como era de esperar en una sociedad consumista. Repito: el objeto placebo proviene del entorno social, pero el efecto placebo ocurre en la intimidad del cerebro, de modo que el par objeto-efecto placebo es un hecho biosocial, lo que lo hace merecedor de una mayor atención de parte de neurocientíficos y psicólogos. Sería interesante saber en qué región del cerebro ocurre la ilusión placebo. La hipótesis más simple y plausible es que ella ocurre en la frontera córtico-límbico o cognición-emoción. Pero esta respuesta es demasiado vaga, por lo cual se la sigue investigando.

Cabe advertir que el ensayo clínico aleatorizado, que estudiamos en el capítulo anterior, no basta para aseverar que una droga determinada tiene solamente un efecto placebo, porque todas las drogas lo tienen. Para aseverar que una droga dada tiene solamente efecto placebo, o sea, que no tiene efecto farmacodinámico (químico o biológico) hay que someterla a ensayos químicos o biológicos en un tubo de ensayo o en una placa de Petri.

Algo parecido ocurre con la hipnosis, la que puede ser inducida por una persona a quien se atribuye gran autoridad de algún tipo. El sujeto hipnotizado se muestra relajado, expectante, y dispuesto a colaborar, en particular a desempeñar los roles que le asigne el hipnotista. Pero no hay «trance» hipnótico o estado zombi; también es falso que se pueda obligar al sujeto hipnotizado a hacer algo contra su voluntad. En cambio, es cierto que a veces se da lo que se ha llamado «histeria de masas», o sugestión al por mayor, provocada por un caudillo carismático. En efecto, los psicólogos sociales Solomon Asch, Albert Bandura, Leo Festinger, Stanley Milgram y Muzafer Sherif mostraron hace varias décadas que un individuo rodeado de fanáticos o de cómplices del experimentador es más fácilmente sugestionable que un individuo aislado.

Hay distintos grados de sugestibilidad y por lo tanto de credulidad: hay «buenos» candidatos y otros que no se dejan sugestionar. (Yo soy escéptico, tú eres ingenua, y él es un fanático). Al parecer, la susceptibilidad a la sugestión es parcialmente hereditaria, y se refuerza o debilita durante los primeros años de vida. Pero volvamos al placebo.

Tanto los médicos como los curanderos cuentan con el efecto placebo, aun sin proponérselo. La primera etapa de un efecto placebo es mental (creencia, en particular expectativa). Pero, puesto que todo lo mental es cerebral, y que el cerebro está conectado con los sistemas inmune y endocrino, no debiera sorprender el que algunas creencias tengan efecto terapéutico. Lo mismo explica por qué hay placebos para dolor, depresión, insomnio y somnolencia, pero no para procesos que ocurren sin intervención de la corteza, como la división celular y la artrosis.

¿Cuáles son los mecanismos de acción de los placebos? Se conocen varios y presumiblemente se descubrirán otros. Uno de los mecanismos placebo es el condicionamiento. Por ejemplo, si se suministra un remedio eficaz en forma de cápsula roja, el paciente podrá asociar su mejoría con el color rojo (estímulo condicionado), de manera que al cabo de un tiempo se podrá reemplazar la droga por una substancia inerte.

Otro mecanismo placebo, y el que actúa en el caso del dolor, es la segregación de endorfinas (opioideos endógenos). Un mecanismo adicional, también analgésico, es la síntesis de dopamina, la «hormona feliz». Un creacionista diría que todo eso prueba que hemos sido diseñados con inteligencia y compasión. En cambio, un evolucionista diría que quienes se sienten muy mal todo el tiempo no se reproducen.

El efecto placebo está relacionado con algo que se sabe desde la antigüedad pero se ha investigado recién en tiempos recientes: el control cognitivo de las vísceras y las emociones. Un ejemplo extremo es el control que los yoguis o faquires ejercen sobre su ritmo cardíaco y tasa metabólica (Dworkin y Miller, 1986). La clave de la explicación de este control cognitivo de procesos viscerales y emotivos es una fibra nerviosa, anteriormente inadvertida, entre la corteza prefrontal y el sistema subcortical de la emoción (Ochsner y Gross, 2005).

Otro descubrimiento notable fue la confirmación de la creencia popular en la «voluntad de vivir»: los optimistas se reponen más rápidamente que los pesimistas, tanto de enfermedades como de los golpes de la vida. En este caso, la clave reside en las tenues conexiones nerviosas entre la corteza cerebral y el timo, el bazo y los ganglios linfáticos (Locke y Hornig-Rohan, 1983). Estos trabajos no confirman la creencia del poder de la mente sobre la materia, sino la hipótesis de la interacción entre el órgano de la mente (la corteza cerebral) y el resto del cuerpo humano a través de hormonas y otras moléculas de señalización (Bunge y Ardila, 2002). La moraleja médica es que la psicosomática científica es psico-neuro-endocrino-inmunología. Pero volvamos al placebo.

En resumidas cuentas, tanto el investigador biomédico como el médico debieran tener presente que el Doctor Placebo siempre acecha, ya para confundir al primero, ya para asistir al segundo. El reconocimiento de este hecho tiene dos consecuencias prácticas. Primera: todo ensayo clínico con sujetos humanos debiera incluir un grupo placebo además del grupo de control al que no se toca. Segunda consecuencia: al médico no le basta elegir el mejor tratamiento, sino que también tendrá que decidir si es moralmente lícito usar un placebo, como una dosis subterapéutica, para tratar inicialmente una enfermedad difícil, como la depresión clínica (véase el Capítulo 8). Los médicos «alternativos» no tienen escrúpulos de este tipo porque no miden ni, en particular, dosan. Pasemos ahora al segundo tema de este apartado: los presuntos remedios curalotodos o panaceas. Una panacea médica es, desde luego, una terapia que se recomienda para tratar todos los males, e incluso para curarlos. Durante la Edad Media era común recetar remedios con sesenta o más constituyentes, entre los cuales solían figurar substancias nocivas. Paracelso, contemporáneo de Luther, criticó la idea de panacea, y propuso la tesis de que todas las enfermedades son específicas, de modo que también sus remedios deben serlo. Pero entonces nadie propuso someterlos a ensayos experimentales. Los primeros experimentos fueron hechos un siglo después. Y la idea de la especificidad de enfermedades y medicamentos se confirmó recién medio milenio después, al descubrirse las enzimas receptoras en las membranas de las células.

Las panaceas más antiguas son la sangría y la acupuntura, que se han venido practicando durante dos milenios. La sangría fue prácticamente abandonada a mediados del siglo XIX, cuando se observó que, en el mejor de los casos, era inocua. En cambio, la acupuntura se sigue practicando sin fundamento. Cuando se la estudió científicamente, resultó tener solamente un diminuto efecto placebo (Cherkin y otros, 2009).

El fracaso de cualquier número de pretendidas panaceas no prueba la imposibilidad de la panacea perfecta. Pero para probar tal imposibilidad debiera bastar recordar que (a) no hay tal cosa como enfermedad general: cada enfermedad tiene su propio mecanismo específico; (b) toda terapia, salvo el descanso, la higiene y la mesura, debe ser específica, porque actúa sobre un mecanismo específico; (c) sin embargo, los seres humanos, dotados como estamos de corteza cerebral, somos susceptibles a la sugestión y al autoengaño, de modo que casi cualquier tratamiento es inicialmente eficaz.

Pese a las razones dadas contra la posibilidad de una panacea, siguen vendiéndose con gran éxito libros con títulos como The End of Illness. Como dicen los alemanes, el papel es paciente; y escribir sobre ese tema tiene la gran ventaja de que ni autores ni lectores vivirán para confirmar la profecía.

Finalmente, abordemos el problema de la tolerancia o resistencia a ciertas drogas: el hecho de que hay patógenos inmunes a las drogas más potentes, como los antibióticos. En efecto, hay cepas de bacterias y virus que «contraatacan»: sufren mutaciones que los hace invulnerables a la droga en cuestión. A menudo, éste es un efecto imprevisto del abuso de antibióticos, especialmente en hospitales y en granjas de animales domésticos hacinados.

Cada vez que comemos un producto de esas granjas, ingerimos involuntariamente altas dosis de antibióticos que se han suministrado a los animales para mantenerlos sanos, con lo cual nos tornamos cada vez más tolerantes a esos remedios. Ésta es una consecuencia imprevista de la estrategia sectorial, que apunta a maximizar las ganancias a corto plazo del sector privado a expensas del bien público. Esto ha ocurrido, ya por atraso, ya por predominio de la ideología neoliberal o «libertaria», que asigna prioridad a los derechos o libertades por encima de los deberes o responsabilidades. No hay justicia sin equilibrio de derechos con deberes (Bunge, 1989).

Es hora de aprender que hay valores sociales indivisibles que el mercado no puede realizar, y que en una sociedad viable todo derecho comporta un deber y recíprocamente. Por ejemplo, el derecho a procrear implica el deber de criar la progenie. Si comprendes que tu salud depende de la mía, te avendrás a colaborar conmigo por lo menos en el terreno sanitario (véase Bunge, 2009).







Filosofía para médicos
Primera edición en España,GEDISA, 2012

Fuente foto (de Susana Fernández) y reportaje


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