Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: La pintura ("En diálogo", II, 73)

27 de junio de 2020




Osvaldo Ferrari: Hace poco usted me decía, Borges, que, según Ruskin, el primer pintor que vio realmente la naturaleza en su época fue Turner.

Jorge Luis Borges: Sí, y Ruskin tiene, además, un libro titulado engañosamente, o sofísticamente, Pintores modernos, que está erigido, digamos, ad majorem gloriam de Turner.

Específicamente.

—Sí, y el tema de él es que la naturaleza —claro que se refiere a Occidente, ¿no?— había sido usada como fondo: los pintores pintaban sobre todo la cara, a veces los discípulos pintaban las manos; y luego el paisaje era como adicional. Ahora, según Ruskin —pero yo no puedo juzgar ese juicio—, Turner fue el primero que realmente vio las nubes, vio los peñascos, vio los árboles, vio la neblina y ciertos efectos de luz. Y todo eso, según Ruskin, fue un descubrimiento personal de Turner. Él examinaba muy cuidadosamente los cuadros de Turner, con una lupa —eso me lo dijo Xul Solar, que también admiraba a Turner—. Y Chesterton dijo que el protagonista de la pintura de Turner es «The english weather» (El tiempo o clima inglés), pero no refiriéndose al tiempo sucesivo, cronológico, sino, bueno, a diversos modos o hábitos del tiempo, sobre todo los crepúsculos, las neblinas, las luces. Todo eso más que la forma. Tengo entendido —mi opinión no vale nada, pero repito lo que me dijo Xul Solar— que Turner fracasa con la figura humana, y, en cambio, es un gran espectador de paisajes. Y yo recuerdo que en uno de los volúmenes de ese libro de Ruskin hay una reproducción de un puente, un puente determinado; y luego está ese puente dibujado muy cuidadosamente y muy bellamente por el mismo Ruskin. Y ahí, si mal no recuerdo, parece que Turner ha eliminado dos arcos, ha simplificado todo, o ha enriquecido otras cosas; y todo eso lo aprueba Ruskin, y explica que Turner tenía razón estéticamente, aunque diera una imagen falsa del puente.

—Son famosos los cielos de Turner.

—Los cielos, sí, los crepúsculos.

—Oscar Wilde decía que eran cielos musicales.

—Sí, pero también recuerdo otra anécdota de Wilde, que dijo que la naturaleza imita al arte.

—Ah, claro.

—Y que a veces no lo imita muy bien. Se dice que estaba en casa de una señora, la señora lo llevó al balcón para que viera la puesta del sol; entonces él salió con los demás, y ¿qué era?: según él, un Turner de la peor época (ríe).

—¿Esa puesta de sol al aire libre?

—Sí, imitada por la naturaleza, ¿no?; es decir, que la naturaleza no siempre es una buena discípula.

—Precisamente en la época en que se debatía…

—Sí, porque siempre existió la idea de que el arte imita a la naturaleza, y Wilde dijo no, la naturaleza imita al arte… Esto podría ser cierto en el sentido de que el arte puede enseñarnos a ver de un modo distinto.

—Ciertamente.

—Quiero decir, si uno ha visto muchos cuadros, uno sin duda ve la naturaleza de otro modo.

—Se vuelve un mejor espectador.

—Claro, y ya que hablamos de la naturaleza: yo he escrito un prólogo para la obra del visionario grabador y poeta William Blake, y él, que era el menos contemporáneo de los hombres, bueno, en una época de mitología neoclásica, inventó su propia mitología, con divinidades que tienen nombres no siempre bien sonantes, como por ejemplo, Golgonoosa o Iuraisen. Y ahí dice que para él, el espectáculo de la naturaleza siempre lo ha disminuido de algún modo. Y llamaba a la naturaleza —tan reverenciada por Wordsworth— «El universo vegetal». Y después dice otra cosa, pero no sé si es en contra o a favor de la naturaleza, dice que la salida del sol es para muchos simplemente la de un disco, parecido a una libra esterlina, que sube luminosamente. Pero para mí no, agrega; cuando yo veo la salida del sol, dice, me parece ver al Señor, y oigo a miles y miles de serafines que lo alaban. Es decir, que él veía todo místicamente.

—Una visión beatífica.

—Sí, una visión beatífica, exactamente.

—De Blake. Ahora, si bien usted se declara ajeno a la música en general, salvo las milongas y los blues…

—Bueno, pero no sé hasta dónde son música, aunque yo diría que… y, los spirituals me parece que son música; sí, realmente Gershwin es música, ¿no?

—Sin duda, que a usted le gusta mucho además.

—Me gusta mucho, pero no siempre Gershwin corresponde a ese tipo de música… A Stravinski le gustaba mucho el jazz también. A mí lo que me llama la atención oyendo el jazz, es que oigo sonidos que no oigo en ninguna otra música. Sonidos como si salieran del fondo de un río, ¿no?; como si estuvieran producidos por elementos distintos, sí, y eso determina una riqueza, el haber incorporado sonidos nuevos.

—Es cierto, eso lo ha hecho el jazz. Le decía que, en cambio, usted no parece haber sido ajeno a la pintura.

—No…

—Eso podría demostrarse, por ejemplo, a través de aquel poema suyo: «The unending gift» (El regalo interminable) dedicado al pintor Jorge Larco.

—Sí, pero el tema no sé si era la pintura; el tema era el hecho de que cuando la pintura existe, es algo limitado; y mientras no exista, entonces ya puede ir renovándose, ramificándose, multiplicándose infinitamente en la imaginación. Y además, bueno, recuerdo que Bernard Shaw en The Doctor’s Dilemma (El dilema del médico) menciona a tres pintores, que son… Tiziano, Rembrandt y Velázquez. Cuando se está muriendo el pintor, él dice que más allá de la confusión de su vida (se refiere a lo ético, ¿no?) ha sido leal… y entonces él habla de Dios, que ha bendecido sus manos, ya que él cree en el misterio de la luz y el misterio de las sombras; y cree en Tiziano, Velázquez y Rembrandt.

—Y esperaría el cielo de esos pintores.

—Supongo que sí. Yo recuerdo un largo párrafo, muy elocuente, un párrafo deliberadamente retórico de Shaw, que Estela Canto sabe de memoria. ¡Ella sabe de memoria tantos pasajes de Bernard Shaw! Y ese lado retórico de Shaw no ha sido notado por muchos, y él lo acentuó: el hecho de que él hubiera traído al teatro lo que se había olvidado, que eran las largas oraciones retóricas. Y que eran eficaces además, ya que «retórico» no es necesariamente un reproche. Bueno, yo tuve la felicidad de conocer a un máximo pintor argentino: Xul Solar, y él me hablaba siempre de Blake y del pintor suizo Paul Klee, que él juzgaba superior a Picasso; en un tiempo en que hablar mal de Picasso era herético, ¿no? Quizá dure ese tiempo todavía, no sé (ríe).

—Y usted ha juzgado a Xul Solar como un hombre genial, en un momento.

—A Xul Solar sí, desde luego, quizá… yo he conocido a muchos hombres de talento; abundan en este país, y quizá en todo el mundo. Pero hombres de genio no, fuera de Xul Solar no estoy seguro. En cuanto a Macedonio Fernández, lo era oralmente, pero por escrito… quienes lo han buscado en sus páginas escritas se han sentido defraudados, o perplejos.

—Él daba la medida de su genio en la conversación, como usted ha dicho.

—Sí, yo creo que sí. Ahora va a publicarse un libro de Xul Solar, yo voy a escribir el prólogo, y van a publicar páginas suyas, pero, curiosamente, páginas suyas escritas en castellano común y corriente, no en la «panlengua» basada en la astrología, y tampoco en el «Creol», que era el castellano enriquecido por dones de otros idiomas.

—Y que había creado Xul Solar.

—Sí, porque él inventó esos dos idiomas: la «panlengua» basada en la astrología… bueno, inventó también el «panjuego». Ahora, según él me explicó —eso yo no lo acabé nunca de entender—, cada jugada del «panjuego» es un poema, es un cuadro, es una pieza de música, es un horóscopo; bueno, ojalá fuera cierto eso. Hay una idea parecida en El juego de abalorios, de Hermann Hesse, salvo que en El juego de abalorios uno comprende continuamente que se trata de la música, y no realmente de un «panjuego» como quería Xul; de un juego universal.

—En cuanto a su relación con la pintura, Borges, no podemos olvidar que usted es hermano de una pintora.

—Yo creo que de una gran pintora, ¿eh?; aunque no sé si la palabra «gran» agrega algo a la palabra «pintora»; de una pintora, digamos. Ahora, como ella ahonda temas como ángeles, jardines, ángeles que son músicos en los jardines…

—Como por ejemplo el cuadro La Anunciación que tiene como fondo a Adrogué, que está en su casa.

—Sí, que ella quería destruir.

—Qué error.

—No, porque le parece que ella era muy torpe todavía, que no sabía pintar cuando hizo eso. Bueno, lo que yo sé es que ella traza el plano de cada cuadro, y después el cuadro. Es decir, que quienes han dicho que se trata de pintura ingenua, se han equivocado del todo. Pero los críticos de arte, claro, su profesión es equivocarse yo diría… o todos los críticos.

—¿Como los críticos literarios?

—Como los críticos literarios, sí (ríe), que se especializan en el error, ¿no?, en el cuidadoso error.

—(Ríe). Después tenemos un vecino suyo…

—¿El doctor Figari?

—Pedro Figari, justamente, que vivió a la vuelta, sobre Marcelo T. de Alvear.

—Y murió aquí a la vuelta, en esta manzana. A mí me lo presentó Ricardo Güiraldes; él era abogado, tendría bien cumplidos los sesenta años, y creo que de golpe descubrió que podía pintar —pintar, y no dibujar, porque no sabía dibujar—; dibujaba con pincel directamente. Y tomó, yo creo que del libro Rosas y su tiempo, de Ramos Mejía, esos temas de negros y de gauchos. Y Pablo Rojas Paz dijo: «Figari, pintor de la memoria», lo que me parece que está bien, porque lo que él pinta es eso.

Es precisamente eso.

—Por ejemplo, cuadros realistas no son, ya que aparecen gauchos con calzoncillo cribado. Bueno, y eso no se usó nunca en el Uruguay. Pero, eso qué importa, ya que él no buscaba la precisión; todos los cuadros de él son realmente cuadros de la memoria, o más exactamente cuadros de sueños.

—A tal punto es así, que Jules Supervielle una vez le elogió la luz de sus cuadros a Figari, y Figari contestó: «Es la luz del recuerdo».

—¡Ah!, está bien.

—Sí, eso coincide con lo de «Pintor de la memoria».

—¡Ah sí!, yo no sabía eso, y tampoco se me ocurrió que fuera epigramático Figari. Él explicaba cada cuadro desde el punto de vista de la anécdota del cuadro. Por ejemplo: «Este hombre está muy preocupado, ¿qué le pasará?; estos negros, qué contentos están, tocan el tambor, ¡borocotó, borocotó, borocotó, chas-chas!» Siempre repetía esa onomatopeya: ¡borocotó, borocotó, borocotó, chas-chas! (ríen ambos). Él se explicaba cada cuadro de un modo festivo, pero no refiriéndose a los colores o a las formas, sino al tema, digamos, a lo que él llamaba la anécdota del cuadro.






Título original: En diálogo (edición definitiva 1998), II, 73
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Foto: Borges en Capilla Alfonsina 
México 1973 
© Rogelio Cuéllar






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