Herta Müller: Hambre y Seda. Hombres y mujeres en el día a día
26 de diciembre de 2018
El pico brillaba. El vendedor picaba el bloque de hielo azul. Delante de la báscula se había formado una cola. Gente con los ojos como platos. Hablaban poco, como si cada golpe con el pico les volviera pesada la lengua. La punta del pico iba separando pedazos del bloque. Unos salían más grandes, otros más pequeños. La gente que había avanzado en la cola tenía cara de curiosidad. Y todos se preguntaban: ¿Cuánto cundirá el bloque? No habrá para todos. Para los que hacían cola en la calle, tres casas más allá de la tienda, ya no alcanzaría.
El bloque estaba hecho de pescuezos, alas, patas y cabezas de gallina. Previamente se habían metido en agua para congelarlo todo en un bloque.
Luego, los primeros en salir con su pedazo de hielo azul y rojo se marchaban a casa, pasando junto a los que esperaban. Ese día habían comprado carne, dirían. El sol brillaba sobre el asfalto agrietado, los árboles medio escuálidos arrojaban una sombra que sólo constaba de ramas. Sobre la acera, parecían cornamentas de ciervo ladeadas. Entonces pasó también la señora de los zapatos de tacón alto. Durante unos cuantos pasos llevó la cornamenta ladeada en la cabeza. Y junto a su vestido de seda rojo pálido llevaba su pedazo de hielo.
Una cabeza de gallina –pude verla claramente junto al pulgar de la señora– le miraba los zapatos mientras ella caminaba. Al sol, la sangre rojiazul comenzaba a chorrear. Por donde había pasado quedó un rastro de gotas de sangre.
Yo pensé: hambre y seda. Y en mi cabeza latían la rabia y la desesperación. Los siguientes, personas pobremente vestidas, pasaron con sus pedazos junto al reguero de sangre. Lo hicieron el doble de grande, el triple. Luego, toda la acera acabó cubierta de gotas de sangre. Se secaban tan deprisa como si el asfalto ardiente deseara callar lo que estaba sucediendo. ¡Qué aspecto hubiera ofrecido la calle! Gotas rojiazules como lluvia. También pasaban niños. Llevaban sus pedazos con las dos manos. Las gotas calaban en su ropa.
La pobreza a veces se mostraba como simple pobreza. Sólo afectaba a los rostros, a los ojos de mirada como ausente. Ojos como pasillos vacíos incluso donde se termina el rostro. Eso podía soportarlo porque, probablemente, detrás de mis ojos se abrían y se prolongaban los mismos pasillos vacíos. Aquella pobreza no sólo era hambre en el estómago. También era hambre de vitalidad. Hambre de frases y gestos. De hablar en voz alta. Hambre de risa. Hambre del ruido que hace la vida.
Cuando la pobreza se hacía insufrible, insoportable para los ojos y para la cabeza entera, era cuando ofrecía imágenes como la del bloque de hielo de trozos de gallina. En esas imágenes se abría la grieta por la que asomaba toda la miseria de cuantos vivían en aquel país, y la indignidad de todos aquellos años, de todas aquellas vidas en un mismo instante. O en muchos instantes al mismo tiempo.
Cuando confluían hambre y seda, la imagen se subvertía. Se tornaba algo más de lo que se veía: el hambre dentro del hambre se señalaba a sí misma. Ahí ya no se podía uno contener. La desmesura era excesiva. Ahí ya no se podía mirar. No se podía estar. Ni siquiera se podía pasar al lado. Pero no se podía esquivar. Veinte metros de asfalto englobaban la ciudad entera. El país entero. La única opción era esconderse de uno mismo en el interior de la propia cabeza hasta dejar de percibirse, hasta dejar de saber quién era uno y dónde estaba. La única opción era convertirse en objetos sin vida para no enloquecer de risa, no enloquecer de llanto o no enloquecer dando gritos. Para no vomitar. Era imposible ignorar que toda aquella gente que pasaba junto al reguero de sangre no importaba nada. Ni todos los demás. Ni uno mismo tampoco. Era imposible ignorar que tan sólo importaba el dictador, «el hijo más amado del pueblo» y los suyos. Era imposible ignorar que aquel puñado de poderosos, cada vez que movían un dedo, hacían cosas que la mente no alcanzaba a comprehender. Lo único comprehensible eran aquellas imágenes de hambre y seda.
Hambre y seda: la imagen desnuda del hambre. Ahí se había aniquilado en las personas incluso lo que no era visible en ese momento.
Lo que se veía era: el régimen no deja vivir a su pueblo. El régimen mantiene a su pueblo en las últimas pero vivo para no tener que pagar los entierros. Sin embargo, a diario se veía otra imagen de igual desmesura: los ataúdes en las bacas de los coches. Recorrían las calles de la ciudad. Los nombres y la edad de los difuntos iban escritos en grandes letras sobre las cajas. Iban al hospital. O venían del hospital. Al ver aquellos ataúdes se sabía que había un cuerpo dentro. O que pronto lo habría.
El transporte de los muertos corría a cargo de las familias. El Estado no se ocupaba de ello. Los hospitales ni siquiera admitían a gente de cierta edad. La primera pregunta del médico cuando se llamaba a una ambulancia era: ¿Qué edad tiene el paciente? Si el paciente era mayor de sesenta y cinco años, el médico de urgencias ya no acudía.
pasaba junto al reguero de sangre no importaba nada. Ni todos los demás. Ni uno mismo tampoco. Era imposible ignorar que tan sólo importaba el dictador, «el hijo más amado del pueblo» y los suyos. Era imposible ignorar que aquel puñado de poderosos, cada vez que movían un dedo, hacían cosas que la mente no alcanzaba a comprehender. Lo único comprehensible eran aquellas imágenes de hambre y seda.
Hambre y seda: la imagen desnuda del hambre. Ahí se había aniquilado en las personas incluso lo que no era visible en ese momento.
Lo que se veía era: el régimen no deja vivir a su pueblo. El régimen mantiene a su pueblo en las últimas pero vivo para no tener que pagar los entierros. Sin embargo, a diario se veía otra imagen de igual desmesura: los ataúdes en las bacas de los coches. Recorrían las calles de la ciudad. Los nombres y la edad de los difuntos iban escritos en grandes letras sobre las cajas. Iban al hospital. O venían del hospital. Al ver aquellos ataúdes se sabía que había un cuerpo dentro. O que pronto lo habría.
El transporte de los muertos corría a cargo de las familias. El Estado no se ocupaba de ello. Los hospitales ni siquiera admitían a gente de cierta edad. La primera pregunta del médico cuando se llamaba a una ambulancia era: ¿Qué edad tiene el paciente? Si el paciente era mayor de sesenta y cinco años, el médico de urgencias ya no acudía.
Todos los bloques de viviendas estaban invadidos por aquellos bichos. Popularmente, no sé por qué, se les llamaba «rusos». Al sacar un libro de la estantería, a menudo encontraba uno muerto, reseco, aplastado entre las páginas.
«Las cucarachas sobrevivirán a este pueblo», decía un amigo mío. «Las cucarachas, los cuervos y las ratas».
Delante de todos los bloques de viviendas se veían cubos de basura a rebosar. En verano olían a podredumbre. Las ratas correteaban a su alrededor. Los gatos famélicos hurgaban en ellos en busca de comida. Entre hambre y hambre se apareaban junto a los cubos en pleno día. Aullaban. A veces se juntaba un grupo de niños y los miraban. Se reían. Los adultos que pasaban intentaban espantar a los gatos con piedras y palos.
También estas imágenes, las cucarachas correteando por todas partes, los pegotes negros que formaban los cuervos llegados a la ciudad desde los campos, las ratas rondando las calles, los gatos esqueléticos… también estas imágenes eran, en su desmesura, más fuertes que la capacidad de razonar. Te abrían los ojos de par en par y te los cerraban corriendo.
Sí, parecía como si todo lo que tenía vida en aquel país tuviera que ver con el hambre. Como si todo lo que tenía vida hubiera de alcanzar ese último extremo, salirse de su propio ser en aquel estado de decrépita deformidad para poder vivir.
Como si el hambre hubiera puesto la vista en la más cruda imagen de sí misma. En la aberración de hambre y seda.
La fina frontera de las cosas que se revelaban por sorpresa y que uno hubiera podido calificar de «bellas» estaba siempre tan cerca de la miseria que ésta ya no hacía efecto alguno. O producía un efecto de contraste, un contraste tan sutil que la miseria y la fealdad omnipresentes se hacían aún más fuertes.
Cuando las ancianas del campo llegaban con sus cestos de mimbre y se ponían a vender flores por las esquinas de la ciudad –campanillas blancas, muguetes, azafranes silvestres o girasoles de color amarillo chillón–, aquellas flores descomponían todas las caras que pasaban junto a ellas. Como las flores eran tan bonitas, como no habían perdido el aura del paisaje, de los bosques y riberas y prados, lo único que conseguían era provocar tristeza. Pertenecían al campo. Y «campo» siempre era lo contrario de «Estado». Las flores florecían cada año, no necesitaban nada para crecer por sí mismas. Esa autosuficiencia de la belleza tan próxima a la pobreza a veces se me antojaba indiferencia, como si la naturaleza ignorase por completo a las personas.
Cuando, en un Estado, lo único que da sentido a la vida es la supervivencia, la belleza del campo se transforma en dolor.
A menudo me explicaba a mí misma que las flores que conservaban el aura del campo siempre eran descartadas para las celebraciones del Estado. En los actos oficiales, las protagonistas de la ceremonia eran siempre las flores menos expresivas de todas: los claveles rojos. Los claveles rojos, rígidos y sin olor, acompañaban los cantos de alabanza al matrimonio de dictadores, las fiestas de los colegios y fábricas, las salas de reunión, los escenarios de los conciertos, los ataúdes de los funcionarios muertos que, enmarcados por la bandera y rodeados de medallas, recorrían la ciudad en camiones abiertos que circulaban a velocidad de peatón.
Hacía mucho que el clavel rojo había abandonado el campo para unirse al Estado. La flor del poder, la flor del Estado era el clavel rojo: inexpresivo y resistente. Poseía la tozudez y la insensibilidad de los poderosos. Se prestaba a la celebración del poder. Gustaba a los poderosos porque tenía cierta aura de naturaleza pero tardaba en marchitarse, porque en lugar de oler crujía.
También la tuya y también el abeto blanco, esos árboles siempre igual de altos que bordeaban las villas de la Nomenklatura, guardando sus sombríos secretos tras sus hojas perennes, formaban parte de las plantas del poder. Estaban por todas partes delante de las instituciones del país. Eran plantas de fiar, nunca amarilleaban ni se quedaban calvas. No florecían. No creaban inseguridad a los dignatarios. Sólo se producía un choque cuando pasaban junto a ellas las personas pobremente vestidas. Entonces, se diría que las plantas hacían de guardas, aguzaban el oído y miraban. Crecían indiferentes pero al servicio del poder. Crecían cuando yo pasaba a su lado, crecían contra mí y contra todos los que, en aquel país, habíamos recorrido las calles con pedazos de carne congelada en las manos.
Los poderosos tenían el don de detectar las plantas y objetos sin expresión. Al no tener expresión resultaban idóneos como ornamentos del poder. Se prestaban a ello. Uno los encontraba siempre en aquellos lugares donde se humillaba a las personas. Esa repetición, la consecuente sistematicidad con que acompañaban el poder y cuanto tenía que ver con él, convertía a los claveles rojos, la tuya y el abeto blanco en plantas repugnantes.
La repetición era, tanto en el terreno del poder como en el terreno del hambre, el método más efectivo del régimen. Otorgaba a los poderosos la misma seguridad cada vez, y cada vez volvía inseguros a quienes carecían de poder por completo.
Las tiendas, los grandes «bazares» de todo el país estaban llenos de cuatro cosas todas iguales. En las tiendas de comestibles había dos tipos de latas y dos tipos de tarros de cristal en todos los estantes. Conservas de pescado y tarros de mermelada. Tanto el pescado como la mermelada eran incomibles. Por eso formaban parte del mobiliario de la tienda. Llevaban años en los mismos estantes, estaban cubiertos de polvo. Las etiquetas habían amarilleado y se despegaban. Estuvieras en el norte o en el sur, en el este o el oeste, en verano o en invierno, en todas las tiendas del país te encontrabas aquellas conservas.
No era muy distinto el panorama de las tiendas de ropa. Había pisos enteros llenos de prendas de las mismas telas, los mismos modelos y los mismos colores. También impregnaba todas las tiendas el mismo olor pegajoso de los productos para dar apresto a las telas. Las tiendas, aunque las bañara el sol, siempre se veían en penumbra por lo oscuros que eran los colores de las telas. No era gris, sino gris polvoriento. No era marrón, sino marrón polvoriento. De percha en percha recorrías metros cuadrados de aquella repetición polvorienta. A veces, al entrar en una tienda de ropa me venía a la cabeza la frase del cura en los entierros: polvo eres y en polvo te convertirás. Tenía la sensación de que los dependientes llevaban aquella frase escrita en la cara.
Las prendas de vestir hacían todo lo contrario de vestir a las personas. Las tapaban. Estaban confeccionadas para que cualquiera que se las pusiera se volviese gris sobre el gris. En la tienda parecían batallones de prendas, todas al paso acompasado, en silencio. Parecían uniformes por sus colores, su falta de variedad, por el pesado y pegajoso olor del apresto. Su finalidad era hacer desaparecer a las personas entre las personas. Porque los poderosos no llevaban aquella ropa. Llevaban ropa de países occidentales o trajes a medida.
Las prendas que parecían batallones de uniformes en las tiendas sólo eran para los que hacían cola para conseguir un bloque de carne congelada.
Cuando recorría las tiendas de ropa, veía en su penumbra y su aire rancio lo poco que contaba el individuo en aquel país. Y en cada ocasión pensaba: Si ahora me dijeran coge algo que te guste, coge todo lo que te guste, te lo regalamos… saldría de la tienda con las manos vacías. A menudo tenía miedo de que me hicieran tal oferta en una tienda. A menudo me sentía obligada a decantarme por alguna cosa, de tomar partido por alguna prenda, una sola. A imaginarme a mi persona con aquella prenda puesta. Entonces la tienda entera se convertía en una persecución. Me iba corriendo, huyendo de la fealdad.
También el hecho de verse condenadas a llevar aquella ropa contribuía a que las personas se sintieran pequeñas e inferiores. Como pagar dinero por ellas, mucho dinero que les había costado mucho trabajo reunir. Como el hecho de que, una vez comprada aquella ropa, se cerrara el círculo: cuando iban por la calle con aquella ropa se les notaba que habían tenido que hacer cola para conseguir su pedazo de carne congelada. Que eran de los que no contaban en aquel país. Anhelantes, volvían la cabeza para mirar a quienes pasaban a su lado con ropa occidental. El deseo brillaba como una chispa en sus ojos, en aquellos pasillos vacíos donde colgaban sus miradas, recorriendo sus grises ropas de pobre.
Aquel anhelo llevaba tan lejos a la gente de la ropa de batallón que, para ocasiones especiales, pagaban muchísimo dinero por las fruslerías de los poderosos, por las cosas que para ellos eran naturales. Y así sucedía, por ejemplo, que del bolsillo de una falda o de una camisa de una prenda de ropa de batallón asomaba –a propósito bien visible– un paquete de cigarrillos extranjeros, un mechero extranjero o un bolígrafo reluciente.
A menudo llegaba tan lejos el anhelo, que la gente de la ropa de batallón metía cigarrillos rumanos en los paquetes de cigarrillos extranjeros para dar la impresión de que aquellas fruslerías tan naturales para los poderosos también estaban a su alcance.
Cuando la gente de la ropa de batallón compraba cigarrillos extranjeros por mucho dinero, sólo los fumaba en público. Los cigarrillos, los mecheros y los bolígrafos eran símbolos de estatus. Despertaban la atención, la admiración. En público, contribuían a que la gente de la ropa de batallón alcanzase cierto reconocimiento. Reconocimiento, obviamente, por parte de sus iguales nada más.
Así, por ejemplo, se ponían de adorno en las casas los envases vacíos de productos occidentales. O en los despachos, sobre el escritorio. Latas de coca-cola vacías, latas de cerveza, latas de café, frasquitos de perfume. Por lo general no eran las personas que los guardaban como adornos quienes los habían vaciado. Se adquirían ya vacíos para así aproximarse a aquellos bienes naturales para los poderosos. A veces hasta se habían comprado. En los mercadillos vendían todo tipo de envases vacíos de productos occidentales.
También las bolsas de plástico extranjeras, con sus colorines, llamaban la atención en la uniformidad de las calles. Incluso las vendían en los mercadillos. La gente de la ropa de batallón las llevaba, las trataba con cuidado para que durasen mucho. Procuraba que no se arrugasen y que no se ensuciasen. Brillaban sobre el asfalto cuarteado y agrietado.
Cuando no había gotas de sangre de los pedazos de carne congelada, lo que brillaba en la acera eran escupitajos. Escupir en la acera era parte –sobre todo para los hombres– del caminar. Al pasar tenías que prestar atención para no pisar los escupitajos. A menudo, el escupitajo era un pegote de baba verde. Escupir no tenía nada que ver con estar resfriado. Era una costumbre. Se hacía cuando se iba por la calle, así de sencillo; era tan normal como la ropa de batallón, el polvo o los charcos. Tampoco hacía falta cuidarse de que no te vieran escupir en la acera. Nadie se molestaba por ello. A nadie le daban asco los pegotes verdes. Se veían en los vestíbulos de las estaciones, en los andenes, en los caminos de los parques, en los pasos subterráneos, bajo los puentes, en los patios y pasillos de las fábricas. Había días en que yo sí me molestaba al ver aquellos pegotes verdes. Había días en que no los veía porque estaba acostumbrada a ellos. Incluso había días en que me gustaban los escupitajos verdes. Formaban parte del pauperismo de la ciudad. A quién iban a darle asco los escupitajos de la acera en un país donde la carne que se comía eran cabezas y pies de gallina congelados en forma de bloques rojiazules. Donde las cucarachas se paseaban por las tiendas de comestibles y las ratas corrían de un cubo de basura a otro entre los bloques de viviendas. El asco ya no existía. Y si existía, era constante, de modo que no se sentía de un modo consciente. Porque se vivía en un mundo cuyo fin era condensar todo lo feo en el menor espacio posible, repetido con la mayor densidad y absurdez posibles. Entonces, los fragmentos de realidad comunes y corrientes mostraban las mismas grietas que un collage. Señalaban algo más allá de ellos mismos. Rozaban la aberración de hambre y seda.
La gente se dejaba a merced de su cuerpo. Hacía lo que le pedía el cuerpo. Igual que escupir, para los hombres era parte del movimiento natural de caminar rascarse sus partes. También a ese gesto, que a menudo era prolongado y llamativo, se había acostumbrado la mirada. Era tan natural que se veía como parte del comportamiento de los hombres. Igual que la palabra pula –es decir: «polla»– aparecía miles de veces en todos los contextos, en todas las conversaciones. La expresión «¡Qué pollas…!» sonaba de lo más normal. Cualquier mínima molestia se desahogaba mediante la palabra pula. En rumano no es una palabra vulgar. Con igual frecuencia se mentaba el «coño» en las expresiones.
Frente a la mojigatería del Estado, aquel uso tan natural de esas palabras por parte de la gente era una forma de oposición. Cuando se está rabioso, en rumano no sólo «se da por el culo» sino también por el oído, por la nariz o por la cabeza. Siempre he envidiado este idioma por su plasticidad. Incluso ahora, cuando quiero echar pestes de algo, recurro al rumano porque el alemán no tiene palabrotas tan plásticas. El alemán tiene todas esas palabras, pero no sirven. Suenan pesadas y obscenas.
En una fábrica, durante un consejo, una mujer había soltado en un arrebato de ira: «¡Pero qué pollas quieren, demonios!». Cuando se sosegó un poco, se disculpó por haber dicho la palabra «demonios». Todo el mundo se echó a reír. Entonces, la mujer preguntó asombrada: «¿De qué coño os reís?»
En el diccionario de la lengua rumana no aparecen estas palabras y expresiones. En los medios oficiales, para la censura, tales palabras y expresiones debían guardarse en el mismo cajón que la pornografía. Estaban prohibidas. En la vida cotidiana, tales palabras y giros constituían el único alivio para las personas que tenían pasillos vacíos tras la mirada. Creo que ayudaban a la gente a sobrevivir, a soportar la aberración de la coexistencia de hambre y seda.
«Te veo follado de preocupación», decían los rumanos cuando alguien se metía en algo que no era de su incumbencia. Lo decían con mala idea y con cariño al mismo tiempo. En alemán harían falta muchas frases para expresar eso. Y como tendrían que ser muchas frases, se perdería la esencia de esa única frase. Muchas veces he intentado traducir expresiones del rumano al alemán. Usarlas en alemán. Entonces siento que mi lengua materna me traiciona en todos los matices.
Cada vez que oía estas palabras y expresiones por la calle, en retazos de conversaciones, sabía que el régimen había llevado a una población tan vital como la rumana a una especie de muerte en vida. A la parálisis.
Y a veces también pensaba que, al estar tan llena de vida aquella lengua, toda la rabia se canalizaba en ella. Que, al haber improperios tan largos y tan fuertes, el ansia vital se quedaba atrapada en las palabras.
Incluso ahora, cuando hablo con un amigo mío, también exiliado rumano, esas palabras y expresiones aparecen de inmediato en nuestra conversación, en las frases que pronuncio. Y mi amigo me dice: «Repítelo, hace muchísimo que no oía decir eso…» Lo dice de broma y lo dice en serio. Y yo repito esas palabras y expresiones de broma y lo digo en serio.
Los representantes del régimen evitaban tal lenguaje. A menudo me pregunto si recurrirían a él cuando estuvieran en confianza entre ellos. Las fórmulas y los giros prefabricados de su ideología, aquellos que tanto habían robado a la lengua del país, eran tan profusos después de veinte años que bastaban para comunicarse. Podías pasar horas abriendo y cerrando la boca, hablando en voz alta sin decir nada en absoluto. El culto a las personas de Ceauşescu y su esposa los había convertido en los únicos gobernantes de todo el país. Los otros poderosos también eran súbditos suyos. Su función era representar el poder del matrimonio de dictadores. En todo cuanto decían tenían que hacer referencia al matrimonio de dictadores. Tenían que rumiar el lenguaje del matrimonio de dictadores. Por eso, su forma de hablar era el ejemplo de lenguaje sometido más claro de todo el país. Del mismo modo en que las personas de los pasillos vacíos tras la mirada y las ropas de batallón sobre la piel intentaban, con sus paquetes de cigarrillos y sus mecheros y bolígrafos extranjeros, rozar lo que para los poderosos era natural, también se apropiaban su lenguaje, a menudo sin darse cuenta siquiera.
«Cuando no se ha conocido una prensa libre durante más de cuarenta años tampoco es fácil que los hábitos de pensamiento y de lenguaje cambien en el curso de unas pocas semanas. Si se lleva a una tribu de aborígenes un televisor que no dice más que “cucú”, los aborígenes no aprenderán a decir otra cosa que ese “cucú”», dice el escritor Mircea Dinescu dos meses después de la revolución en una entrevista para la revista alemana Der Spiegel.
Los representantes del poder, los que más ejemplificaban aquel lenguaje de súbditos, tenían caras distintas de las demás. Sus mandíbulas molían las palabras cuando ellos extendían su lenguaje muerto por el país. Cuando rumiaban las fórmulas prefabricadas del dictador no tenían pasillos vacíos detrás de la mirada. Nunca tenían un ideal, pero sí un objetivo: mantenerse en el poder por todos los medios, obtener privilegios para diferenciarse de la gente que hacía cola para conseguir un pedazo del bloque de carne congelada.
Oyendo el lenguaje de los súbditos, a la vista de la miseria del país se abría un abismo. El lenguaje de los súbditos era mentira y cinismo hasta el último hálito. Y su pretensión era que todos acabaran rumiándolo también. No exigía ningún ideal. Tan sólo exigía el desprecio de uno mismo y la repetición ciega hasta que el pensamiento individual se hubiera paralizado, encogido y olvidado. O hasta que simplemente se quedaba dando vueltas en el interior de la cabeza, sin voz, también sin la voz de la persona. El lenguaje de súbdito convertía el pensamiento individual en una forma de mala conciencia.
La mala conciencia empequeñecía tanto a las personas que se quedaban encogidas ante sí mismas, limitadas al valor que el régimen les reconocía. La vida misma, la respiración tenía el halo de lo prohibido. La prohibición era como el miedo: se extendía a todo. No hacía falta nombrarla con más detalle.
El miedo hacía surgir fantasías. Circulaban por lo bajo como los rumores: se decía que Ceauşescu estaba muy enfermo. Que se habría muerto hacía mucho si no le pusieran transfusiones de sangre a diario. Que la sangre se la sacaban de la cabeza a los recién nacidos con una aguja. Las mujeres se contaban tales truculencias al oído con la voz quebrada. También es cierto que habían sido degradadas a máquinas de tener hijos. Los preservativos estaban prohibidos, la píldora estaba prohibida. El aborto sólo se permitía en el caso de mujeres con más de cinco hijos o más de cuarenta y cinco años. El útero de las mujeres estaba vigilado mediante revisiones médicas forzosas cada cierto tiempo.
La fantasía de las transfusiones de sangre del dictador me la contó a mí una mujer que había finalizado estudios superiores, vivía en una gran ciudad y no tendría más de treinta años. Yo dudé de que la historia fuera cierta. Ella no.
Pocos días más tarde, mientras íbamos juntas hacia nuestras casas, una compañera –profesora en el mismo colegio que yo me dijo que tenía un problema. Estaba embarazada. «Tú no tienes hijos, seguro que conoces a algún médico que me pueda ayudar», me dijo.
Yo respondí que no. Que nunca había estado embarazada. Mentía. No conocía tanto a aquella compañera. Tenía miedo de que todo aquello no fuera más que una provocación. Hasta que no empezó a temblar y se echó a llorar no la creí.
Ella sintió que yo la creía. Se tranquilizó y yo me sentí culpable. Me miró con los pasillos vacíos de sus ojos. Yo miraba al suelo. Ella dijo en voz muy baja pero con mucha dureza: «Ya le he dicho a mi marido que, como vuelva a pasar, le corto la polla».
Tenía dos hijos.
Después, sentadas en un banco del parque que sólo consistía en dos tablas muy estrechas y al que le faltaba el respaldo, le dije: «Tomo la píldora. Me he hecho dos abortos yo sola, yo sola, ¿me entiendes?». Ella asintió con la cabeza.
Lo que le había dicho era la verdad.
Unas semanas más tarde, la profesora embarazada estaba sobre el escenario del Centro Juvenil de la ciudad. Otra vez se celebraba un concurso entre los colegios en el marco del festival «Alaba a Rumanía». Yo sólo la veía de espaldas. Dirigía un coro que cantaba una canción a la gloria de Ceauşescu. Yo me preguntaba: ¿Cómo lo soportará?
Luego llegaron las vacaciones de verano. El curso siguiente yo trabajaba en otro colegio. A menudo pensaba en la compañera embarazada. Por casualidad me la encontré un día por el centro. Me acerqué a ella riendo porque tendría que haber estado de seis meses y no lo estaba. Su vientre estaba plano. «Me alegro de que resolvieras aquel problema», le dije. Ella me miró a la cara un instante. Su mirada era fría. «No sé de qué me hablas», dijo. Yo me despedí.
En el hospital municipal de la ciudad había una oficina de planificación familiar. La doctora encargada de asesorar a las pacientes era la mujer de un oficial de los servicios secretos. Confiarse a ella era confiarse a los servicios secretos.
Una estudiante de medicina de último curso se quedó embarazada. Se practicó un aborto ella misma. En los días siguientes tuvo una fiebre muy alta. Habría tenido que ir al hospital. Por miedo al hospital y por miedo a la pena de cárcel se ahorcó en la habitación de una residencia de estudiantes. Después del entierro se celebró un consejo entre los altos cargos de la facultad. En presencia de otros estudiantes, la joven fue expulsada del Partido y de la facultad post mortem. En el vestíbulo de la residencia donde se había ahorcado colgaron una foto de ella. Llevaba un texto añadido que describía a la estudiante como «ejemplo negativo».
En las clínicas ginecológicas contrataban a «médicos» que venían de los servicios secretos. Eran especialistas en interrogatorios. Iban disfrazados de médicos, llevaban bata blanca y el «Dr.» delante del nombre. Tras el ingreso en el hospital interrogaban a las mujeres sobre el transcurso del aborto. Tenía que denunciar a las personas que habían participado, bien porque estuvieran presentes o bien porque le hubieran proporcionado alguna sustancia, así como a cuantos estaban al corriente. Hasta que la mujer no lo contaba todo no recibía ningún tratamiento, ni siquiera en caso de hemorragia interna. No era raro que murieran pacientes por no haber cedido a la confesión.
A las trabajadoras de las fábricas las llevaban en horario laboral a la revisión ginecológica, acompañadas por una persona «de confianza» de la propia fábrica[1]. El pretexto era: prevención del cáncer de útero. Ahora bien, antes del endurecimiento de la ley del aborto no habían existido semejantes revisiones «preventivas». Los embarazos se anotaban en un registro. Además, si la embarazada necesitaba cualquier otro tratamiento médico, tenía que aportar el certificado del ginecólogo antes de recibirlo. Hasta para empastarse una muela era obligatorio el certificado.
La dirección y los profesores de una escuela de secundaria decidieron, en un consejo, la expulsión de una alumna embarazada. La propuesta había venido de su tutora. A la alumna embarazada no se le permitió asistir al consejo. El resultado ya era inamovible antes de celebrarlo. Estaba determinado de antemano quiénes iban a hablar y qué iban a decir. También el orden para pedir la palabra estaba fijado de antes. El acta la redactaba alguien «iniciado en el tema». De darse intervenciones imprevistas, no constarían en acta. Yo pedí la palabra, dije que éramos una escuela y que también teníamos que respaldar a una alumna ante un problema. Qué iba a ser de esa niña, pregunté. Di a entender que acabaría en la calle. También dije que en el plan de estudios faltaban contenidos de educación sexual. También dije que el hombre del que la niña esperaba un hijo no quería saber nada de ella ni del bebé. Y que los padres la habían echado de casa porque consideraban el embarazo «una vergüenza». Con mis alegaciones me gané la ira de la dirección (dos mujeres). También los profesores designados para hablar y el que redactaba el acta lo sintieron como un ataque personal. La mayor parte de los presentes, sin embargo, se limitaron a mirarme con cara de aburrimiento y sin decir nada. Luego votamos: todos estaban a favor de la expulsión. Sólo hubo un voto en contra, el mío. «¡Pues sólo faltaría eso!», dijo la tutora. «Esto es una escuela, un instituto de educación secundaria, no una institución de caridad». En los recreos, por los pasillos, los alumnos insultaban y se reían de la niña embarazada. Los que no lo hacían, la evitaban y se callaban.
Esta historia de la escuela sucedió en 1984. Dos años más tarde, las normas del dictador habían cambiado. También los procedimientos. Los tutores de las escuelas recibían la indicación de decirles a las alumnas qué gran honor significaba ser madre. Si alguna se quedaba embarazada, se le permitiría continuar con sus estudios nada más nacer el bebé. Podrían dejar a su hijo en un orfanato. Para siempre incluso. Ahora, tras la caída de Ceauşescu, se ha sabido que los huérfanos eran vendidos en países occidentales para conseguir divisas. Y que las tropas especiales de los servicios secretos estaban formadas por personas que en su día habían sido reclutadas de los orfanatos.
La madre de una alumna de sexto curso vino al colegio a notificar a la tutora que su marido, el padre de la alumna, llevaba medio año abusando de su hija. La madre lo había sabido por la hermana más pequeña. Para comprobarlo, el día anterior había salido antes del trabajo. Había encontrado al marido con la hija mayor en la cama. La hija no le había dicho nada a la madre porque el padre la tenía amenazada. La madre consideró que su hija era tan culpable como su marido. La tutora y la dirección del colegio estuvieron de acuerdo con ella. Una semana más tarde, la niña fue trasladada a un reformatorio.
Trabajé en una fábrica de maquinaria pesada. En la oficina, en la mesa de al lado, escuché la siguiente conversación: «Buenos días. ¿Siguen vendiendo bordados hechos a mano? Las medidas son 29 por 2. ¿Y cuánto cuesta? De acuerdo. ¿Cuándo puedo recoger el bordado? Sí, a las diez estaré allí». Era una compañera de la oficina la que decía esto. Tenía un hijo. Tenía veintinueve años y estaba de dos meses… las medidas del bordado. Con quien hablaba era con una mujer que practicaba abortos clandestinos. Costaba cinco mil lei (el sueldo de dos meses). Mi compañera de la oficina dio suerte. El aborto no dio complicaciones. Cuando volvió a quedarse embarazada, seis meses más tarde, se practicó el aborto ella sola con el tubito de plástico de las agujas de hacer punto en redondo. Con el mismo tubito me lo hizo también a mí un año más tarde en el baño de la oficina. Me lo metió en el útero y lo llevé tres días y tres noches. El extremo que quedaba fuera iba pegado al muslo. Durante esos días tenía que llevar falda para garantizar que entraba aire en el útero. En un segundo aborto lo hice todo yo sola. Mi compañera sólo me prestó su tubito de plástico. Con la puerta de la casa cerrada con llave, me senté en el baño por encima del espejo, que había colocado en el suelo. Me metí el tubito en el útero.
Un conocido mío decía: «Cuando mi mujer se queda embarazada no es ningún problema, nos vamos a casa de mi suegra el fin de semana. Con levantar la puerta del sótano veinte veces, listo. Si es que hay que tener recursos». Yo no conocía directamente a su mujer. Me preguntaba si ella era capaz de contarlo con tanta ligereza.
Al igual que los rumores sobre el estado de salud de Ceauşescu circulaban las recetas para abortar:
introducir en el útero jabón de pastilla, molido como si fuera harina
introducir en el útero limón o zumo de limón
introducir en el útero el tubo de plástico de unas agujas de hacer punto en redondo
levantar muebles pesados tan alto, tantas veces y durante todo el tiempo que se aguante
inyectarse dosis excesivas de diversas sustancias dos veces con un intervalo de tres días
tomar una dosis excesiva de las pastillas para el estómago que entraban en el país de contrabando desde la Unión Soviética y se vendían en el mercado negro: durante veinticuatro horas, dos pastillas cada dos horas. La fiebre, los espasmos del estómago y los fuertes vómitos provocaban el aborto. Las pastillas recibían el nombre de «caramelos rusos».
Estas recetas no sólo se transmitían en voz baja. También se aplicaban. Se empezaba con la más inocua y, a medida que aumentaba la desesperación, se pasaba a las más arriesgadas. Día tras día, estos métodos abortivos provocaban la muerte a cientos de mujeres. Todavía no se sabe cuántas mujeres morirían a consecuencia de la ley del aborto rumana. Cuántas morirían solas en sus casas, cuántas en el hospital, bajo la mirada de los especialistas en interrogatorios. No se llevaba ninguna estadística. Al igual que los preservativos y la píldora, también estaban prohibidas las estadísticas. La muerte de estas mujeres se anotaba en las estadísticas oficiales bajo diagnósticos falsos. Los médicos que registraban muchos nacimientos podían contar con gratificaciones y con una carrera floreciente.
Una estudiante universitaria fue detenida junto con cinco compañeros de carrera. Los seis viajaban en coche de camino a un pueblo en la frontera con Yugoslavia. En ese pueblo vivían los padres de uno de ellos. El motivo de la detención –«intento de cruzar la frontera ilegalmente»– era inventado. Ninguno había salido del coche y el coche no había salido de la carretera en ningún momento. Los cinco compañeros ya eran conocidos entre los servicios secretos por sus «actividades contrarias al régimen», porque eran escritores. En la cárcel preventiva a la que fueron a parar los encerraron en celdas contiguas. A la chica la pusieron en otro pasillo de la cárcel. La encerraron con las prostitutas en una gran celda común. Durante el interrogatorio, el policía le tocó el trasero y los pechos. Ella se defendió. El policía dijo furioso: «No te las des de santa. ¿Cuántos kilómetros de polla has tragado en tu vida?». La amenazó con la porra. Ella dejó que la tocara por miedo a la tortura. Luego, él fingió la intención de besarla. Ella cerró los ojos y ya estaba preparada para lo que fuera. Cuando la cara de él se hubo acercado a la suya, él le dio dos bofetadas y se rió. Luego, el agente afirmó ante otros compañeros que la detenida había intentado seducirle. La estudiante fue devuelta a su celda, llorando. Las mujeres de la celda la recibieron entre risas: «¡Ay, qué remilgada! Ya se te pasará. Si tú también estás aquí por las pollas, igual que nosotras».
Tener hijos en Rumanía era cosa de las mujeres. En la mayoría de los casos, los hombres opinaban que las mujeres se las tenían que arreglar ellas solas con lo que les crecía en la tripa. Con la misma naturalidad con que se rascaban sus partes al andar, decían: «A las mujeres hay que pegarles, nunca se les pega suficiente. Porque, si el marido no sabe por qué, la mujer lo sabe seguro».
Las esposas e hijas de la Nomenklatura no se veían afectadas por la reforma de la ley del aborto. Ellas vivían en su propio estado en el Estado. En los hospitales del Partido sí se practicaban abortos. Cinco hijos sólo llegaban a tener las mujeres que hacían cola en las tiendas para conseguir el pedazo de carne congelada. Ellas no tenían ni contactos ni dinero para un aborto. Parían los hijos de la pobreza, los que, ya al aprender a hablar y a andar, tenían esos ojos demasiado hundidos tras los cuales se abría un pasillo vacío. Los que, siendo niños todavía, se veían obligados a pisar lugares en los que hambre y seda se rozaban. Eran niños que ni su madre ni su padre habían deseado. No eran sino males menores… la alternativa a la muerte o la cárcel.
Una y otra vez me surgía la pregunta de por qué desearía Ceauşescu aquel aumento de la población, cada vez más gente en un país donde faltaban los alimentos básicos. Desde el jardín de infancia los niños oían: «El camarada Nicolae Ceauşescu es el padre de todos los niños, y la camarada Elena Ceauşescu es la madre de todas las niñas». Tenían que repetir la frase para anestesiar su propio pensamiento antes de que éste llegara a desarrollarse. Y lo más estremecedor de esta frase era que para muchos niños se cumplía de una forma macabra.
Me da miedo pensar que, algún día, muchos niños se enterarán de por qué están en este mundo. Se hablará de los tiempos de la dictadura, se impondrá hablar: en los medios de comunicación, en las escuelas, en las casas. El tercer, cuarto, quinto hijo de una madre será incapaz de ignorar la relación entre su propia vida y la obligación de tener hijos que pesaba sobre las mujeres. Y entonces, aunque Ceauşescu lleve mucho tiempo muerto, en muchos ojos aparecerán los pasillos vacíos. Y sobre muchas vidas pesará un hecho que nadie puede cambiar, aunque la ley se derogara de inmediato tras la muerte de Ceauşescu.
Del mismo modo en que, después de una guerra, la palabra «guerra» sigue existiendo en la «posguerra», en la época posterior a Ceauşescu seguirá existiendo durante mucho, mucho tiempo el nombre de Ceauşescu. Como muchos otros dictadores de la historia, también Ceauşescu ha alcanzado la inmortalidad que perseguía, pero justo por el motivo contrario. No ha desaparecido aun habiendo muerto. Sus huellas dactilares permanecen por todas partes en el país en forma de ciudades y pueblos destruidos, de paisajes arrasados, en el rastro de sangre de los fusilados durante los días de su caída, permanecen en el horror arraigado en la cabeza de los supervivientes. Los sueños de Ceauşescu son cementerios rumanos.
Y tan grande como el horror que se prolonga día tras día es el horror ante el horror pasado. Cualquier persona que viva o haya vivido en Rumanía, cualquier persona que haya sobrevivido a Ceauşescu, en realidad sólo le ha sobrevivido durante un intervalo de tiempo. Está marcada. Para comprender, tendrá que reflexionar sobre el horror pasado con el horror arraigado en su cabeza. Para comprenderse a sí misma. Y para cada uno, la vida quedará dividida en dos: la época de Ceauşescu y la época posterior a Ceauşescu.
Y allí donde una vez, y después una tras otra, se rozaron hambre y seda, donde la realidad de todo un país se vio concentrada en unos pocos metros cuadrados y, en la aberración, desbordó los límites de una imagen, allí permanece el miedo. Cerril y pertinaz, rítmico como el latido de un segundo corazón en las rodillas, acompaña los pasos.
Hace pocos días, un hombre me preguntó si creía posible que en lugar de Ceauşescu hubieran ejecutado a uno de sus dobles. El que me preguntó nunca había vivido en Rumanía. Visitó el país después de la caída de Ceauşescu. Me hizo la pregunta en el mismo tono de los rumores de antaño: susurrando. Le respondí que no, no lo creía posible. «Ceauşescu ya no existe», le dije, «oí su voz durante el proceso. Y vi sus gestos. Y los de su mujer. No era ningún doble».
El hombre había traído de Rumania el miedo que ahora se veía en su rostro. En el desconsuelo y la desorientación de la nueva libertad es donde realmente empiezan a verse las huellas del dictador muerto. Se comportan como el eco después de un grito. La miseria del país no se puede eliminar de un día para otro. A través de las voces, ahora alzadas, y de los gestos iracundos de las personas trasluce el miedo. Los pasillos vacíos siguen ahí, detrás de las miradas, todo el mundo los percibe, incluso un extranjero. Los rumores del horror, los susurros persistirán durante mucho tiempo. Todo el mundo los escuchará y los transmitirá, incluso los extranjeros. Provocan emociones. Son, para los habitantes del país y para los extranjeros, una posibilidad de participar en lo que sucede sin pensar en términos políticos.
Por otro lado, el hombre que me preguntó lo del doble del dictador quizá habría preferido que le dijera otra cosa. Mi respuesta no le cambió la cara. Cuando se fue, se llevó su miedo en la cara lejos de mí. Y su incredulidad. Tras alejarse varios pasos, se volvió una vez más. Incluso se había detenido entre paso y paso antes de tomar conciencia de que tenía que irse con esa respuesta. Todavía no le habría parecido demasiado tarde para escuchar lo contrario de lo que yo le había dicho. Mi respuesta no le había tranquilizado nada. Le había inquietado.
Si le hubiera dicho que veía posible que no hubieran ejecutado a Ceauşescu sino a uno de sus dobles, se habría iniciado una larga conversación entre aquel hombre y yo. Al acercarse a mí, venía preparado para eso. Y se alejó de mí porque sus expectativas no se habían cumplido, como si mi respuesta lo hubiese espantado.
[*] Hunger und Seide. Publicado anteriormente en Richard Wagner y Helmuth Frauendorfer (eds.),
Der Sturz der Tyrannen. Rumänien und das Ende der Diktatur, Rowohlt, Reinbek 1990
En Herta Müller: Hambre y seda
Título original: Hunger und Seide
Herta Müller, 1995
Traducción: Isabel García Adánez
Traducción: Isabel García Adánez
Imagen: Herta Müller. Photo: Cato Lein
Copyright: Cato Lein, Tiden Norsk Forlag
Copyright: Cato Lein, Tiden Norsk Forlag