Juan José Saer: Los microgramas de Robert Walser

21 de octubre de 2015




Cuando Robert Walser murió, a los setenta y ocho años, el día de Navidad de 1956, durante un paseo por las montañas nevadas en las inmediaciones del asilo psiquiátrico del que había sido huésped cerca de veintinueve años, situado en su región natal, en Suiza germánica, desapareció por cierto uno de los mayores escritores de expresión alemana del siglo XX, cuyo genio había sido saludado por Kafka, Musil, Walter Benjamin y Canetti entre otros, pero también salió a la luz del día una buena parte hasta entonces ignorada de su obra, que el mundo conoce con el nombre técnico de microgramas, forjado por los pacientes investigadores que desde hace cuarenta años se ocupan de descifrarlos, pero que Walser llamaba «el método del lápiz».
Se trata de una considerable cantidad de manuscritos, 526 para ser exactos, compuestos con una caligrafía gótica microscópica, que únicamente puede ser parcialmente leída a través de poderosos lentes de aumento. Según Carl Seelig, el redescubridor moderno de Walser, que fue a visitarlo por primera vez al asilo el 26 de julio de 1936, y continuó haciéndolo regularmente hasta la muerte del escritor, «esa escritura secreta, indescifrable, inventada por el poeta en los años veinte, desde el principio de su melancolía, debe ser sin duda explicada como una fuga tímida fuera del alcance del público…». Pero ese juicio de Seelig, en el que vibra la justa amargura de quien no ignoraba la indiferencia con que los contemporáneos de Walser habían recibido sus obras publicadas antes de entrar al asilo, puede crear cierta confusión, induciéndonos a pensar que la difícil legibilidad de esos textos los pone fuera de la literatura, cuando en realidad, a medida que fueron siendo descifrados, revelaron algunos fragmentos esenciales de la obra.
A decir verdad, una parte de los microgramas ha sido ya descifrada, en tanto que el resto va entregando lentamente sus secretos, parcial o totalmente. Las dificultades provienen no solamente del tamaño de la letra y de sus singularidades grafológicas, sino también de ciertos rasgos específicos de la escritura gótica, y también de la textura misma del papel en el que los fragmentos han sido escritos. En una hoja de papel normal, una escritura de tamaño corriente no sufre demasiadas alteraciones al atravesar un defecto de la superficie: a lo sumo una letra o un fragmento de letra aparecen deformados, sin atentar contra la legibilidad del texto. En los microgramas de Walser, una motita, una anfractuosidad u otra casi invisible imperfección material del papel, perturba la lectura de una sílaba, de una palabra, mono o bísilabica, y puede ocultar el sentido de una frase y, si se repite varias veces, aún de un texto entero. Y justamente, es el papel que Walser acostumbraba utilizar lo que ha suscitado entre sus críticos y sus biógrafos, las más perplejas reflexiones.
En algunos casos, el tamaño de las hojas no excede los 8x17 centímetros; pero si a veces Walser trabajaba con hojas más grandes, las aprovechaba al máximo, anotando en ellas varios textos a la vez, que había venido elaborando mentalmente y conservando en su memoria excepcional, de modo que cuando los asentaba en el papel su casi invisible caligrafía, de prolija y sorprendente regularidad, no presentaba ni tachaduras, ni errores ni enmiendas. Para hacerse una idea aproximativa del tamaño de su escritura, basta saber que según Werner Morlang, uno de los más denodados exploradores del Archivo Robert Walser, de treinta y cuatro hojas de microgramas se extrajeron dos libros enteros, la novela «El bandido», que en la versión francesa editada por Gallimard tiene ciento cincuenta y dos páginas, y la serie de escenas y de textos breves (género en el que Walser alcanzó las cimas de su arte) que, con el título general de Félix fueron descifrados y editados en 1972 por Jochen Greven y Martin Jürgens. Pero es en la mayoría de los casos la singular predilección por ciertos tipos inusitados de papel lo que ha generado más especulaciones.
Walser acostumbraba escribir en hojas de almanaque (que solía cortar por la mitad), en reversos de facturas, de volantes, de sobres ya utilizados. A menudo, nuevos textos eran escritos en el dorso de alguna tarjeta postal e incluso en el de alguna circular impresa con la que tal o cual revista le comunicaba el rechazo de algún texto anterior enviado para la publicación. La constante en la utilización de ese soporte material (con la curiosa particularidad en muchos casos de que el texto tiene una extensión que coincide casi al milímetro con el tamaño de la hoja) ha sugerido a los estudiosos de la obra de Walser la hipótesis de que es el tipo de papel y su formato lo que originaba en él el proceso de escritura. Y Morlang dice: «podemos señalar la afinidad, generadora de inspiración, entre los materiales y la práctica de la escritura que debía constituir para Walser uno de los encantos mayores de su método. El uso frecuente de papeles que el azar ponía a su alcance coincide con el principio poético y ético de Walser según el cual no importa qué acontecimiento, por cotidiano y banal que pueda parecer, merece ser tema para la poesía».
Los juicios que han suscitado sus primeros textos en sus confidenciales aunque conspicuos admiradores, confirman que el carácter contingente, ajeno a cualquier finalidad externa, es la virtud más exaltante de su literatura. Para Canetti, Walser es un «escritor sin motivo», en tanto que Benjamin considera su prosa como «una depravación de la lengua totalmente fortuita y sin embargo atrayente y fascinante». Y Robert Musil escribió que tal vez la prosa de Walser podría no ser más que un juego, pero no un juego literario, sino un juego humano, ágil y armonioso, desbordante de imaginación y de libertad, «y que ofrece toda la riqueza moral de esas jornadas de ocio, inútiles en apariencia, en las que nuestras convicciones más firmes se deshacen en una agradable indiferencia».
En realidad, encontrar la inspiración en el papel, en el lugar, en la mesa donde se escribe, es un hecho bastante corriente y en general bien aceptado por la opinión pública. Pero lo que podría generar ciertas resistencias en nuestro mundo finalista y utilitario es la afirmación de que un pedazo de papel destinado al canasto posee una energía más fuerte que los imperativos estéticos, morales, filosóficos o sociales, una energía ausente de esos imperativos y dotada de la rara capacidad de fundar una obra literaria. La afirmación de que hasta las obras más representativas de los valores que enorgullecen a cualquier cultura no existirían sin esa dependencia irracional respecto de un estímulo privado, totalmente irrelevante en el seno de esa cultura, y, a causa de su misma irrelevancia, postulándose incluso como su negación. La afirmación de que esa aparente singularidad de Walser que, con el pretexto de que estuvo encerrado en un psiquiátrico durante casi treinta años muchos estarían tentados a cargar en la cuenta de la demencia, es en realidad el modelo fiel de toda creación literaria.




En Trabajos
Juan José Saer, 2005
Foto de Sophie Bassouls
Fuente: José Oscar Tuma, su sobrino, quien pone a disposición los originales
para todos quienes difundimos la obra de J. J. Saer


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