Pascal Quignard: Se puede morir por pensar (2)
8 de abril de 2015
Ulises
en harapos es reconocido por su viejo perro Argos.
Homero
escribió, hace 2800 años, en Odisea
XVII, 301: Enoesen Odyssea eggus eonta.
Palabra por palabra: Pensó a “Ulises”
en aquel que avanzaba frente a él.
La
escena es perturbadora, porque ningún hombre ni ninguna mujer en la isla de
Ítaca han reconocido todavía a Ulises disfrazado de mendigo: es su viejo perro
Argos quien reconoce de pronto a ese hombre. El primero al que se descubre
pensando en la historia europea es un perro.
Es
un perro que piensa a un hombre.
Retomo
la escena: El perro está acostado sobre el estiércol. Ante el sonido de una voz
que se alza cerca de la puerta, levanta la cabeza. Ve a un mendigo que está
hablando con el porquerizo. Pero el disfraz no engaña por mucho tiempo al
perro: piensa a Ulises con el
mendigo.
Pero
en el mismo momento, de pronto, el mismo Ulises siente que lo reconocen en el espacio (que alguien “piensa” en él
en el entorno). Ulises mira a su alrededor, percibe finalmente, no muy lejos
del pórtico, yaciendo sobre el montón de basuras y de pajas sucias, a su muy
viejo perro de caza, Argos, con el cual perseguía jabalíes, ciervos, liebres,
cabras montesas veinte años antes, cuando era el rey de la isla.
Sobre
todo, Ulises no quiere ser reconocido. Enjuga apresuradamente una lágrima que
corre por su mejilla, que previamente ensució con un pedazo de madera quemada
para no ser identificable.
Argos
por su parte alza la vista, estira su hocico en el aire, “piensa” a Ulises en
el mendigo, mueve la cola, baja las dos orejas, muere.
Piensa
y muere.
Así,
el primer ser que piensa en Homero resulta ser un perro porque el verbo “noein”
(que es el verbo griego que se traduce como pensar) quería decir primero
“oler”. Pensar es olfatear la cosa nueva que surge en el aire circundante. Es
intuir más allá de los harapos, más allá del rostro embadurnado de negro, en el
seno de la apariencia falsa, en el fondo del entorno que no deja de
modificarse, la presa, una velocidad, el tiempo mismo, un salto, una muerte
posible. Provenimos de una especie donde la predación prevalecía por encima de
toda contemplación. La contemplación, en griego, se decía theoría. La presa era
engullida por el devorador. La presa no era contemplable sin una agresión casi
inmediata, sin la destrucción consecutiva a la visión, y sin su consumo
exhaustivo en los restos de la carroña desarticulada por cada predador saciado.
No
era contemplable, una vez satisfecho su propia hambre, más que el desecho de la
comida: cuernos, huesos, dientes, colmillos, astas, pieles, pellejos,
caparazones, plumas, excrementos, estiércol.
Es
el primer léxico.
Todos
esos relieves en el campo visual, vestigios de lo viviente, huellas de la
motricidad de las fieras, mnemotecnias de sus muertes, son otras tantas letras
(en latín litterae) que formaban lo único contemplable.
Parménides
escribió que los signos (en griego los sémata) son primero los excrementos de
los animales perseguidos, luego las huellas que indican su camino, finalmente
los astros (en latín los sidera) que jalonan sus recorridos.
Los
signos del paso de los animales se vuelven signos de reconocimiento que guían a
los cazadores hacia sus presas –hasta que de pronto se dan vuelta y se tornan
signos del rastro que permite regresar del lugar de la rapiña hasta el “hogar”,
hasta su “fuego”, hasta la cocción de las presas muertas y destrozadas, hasta
la posibilidad del relato no solamente de la caza sino también de la supervivencia
junto a los suyos, sentados en círculo alrededor de las llamas que asan a las
presas muertas.
El
movimiento de volver atrás se dice en griego meta-fora.
El
movimiento de desandar el camino se dice en chino tao.
Los
antiguos griegos de Turquía (como los antiguos chinos del taoísmo) pensaban el
pensamiento como un ir y volver: noein y neomai. Pensaban el pensamiento como
un ir que no olvida el camino por el que va. Un ir que va pero ya volviendo,
tal es el camino, la senda, la vía que constituye el fondo del pensamiento.
Chuang-tsé escribe: tal es el tao. Heráclito escribe, más sabiamente, en la
misma época: es una enantiodromía (una carrera que vuelve sobre sus pasos). Por
tal motivo, los primeros pensadores de Grecia, mucho antes de que se constituyera
la filosofía, desearon fundar el término noos (pensamiento) en la palabra
nostos (regreso). Pensar era errar por cualquier parte acordándose sin embargo
de poder regresar vivo entre los suyos a la salida de la prueba mortal. Hay una
añoranza (en latín un regressus) hasta en la audacia de pensar. Hay un camino
que no se olvida en aquello que piensa. Es lo que significa la palabra griega
método (meta-hodos): el camino inverso (la vía recapitulativa) donde
precisamente el trans-porte (la meta-fora) se hace al revés. Hay algo perdido
que se ama sin terminar en el movimiento
nostálgico de pensar. ¿Son capaces los humanos de pensar sin retorno? No.
Se entiende por qué Rachord piensa en primer lugar, antes de tomar la decisión
de transformar su cuerpo, antes de hundirlo en una nueva agua originaria:
“¿A dónde fueron mis muertos?” Lo invade una añoranza
y huye del agua eterna para encontrarlos, luego de tres días, allí donde está
la mayoría: en la oscuridad del otro mundo donde se amontonan, debajo de la
tierra, todos los muertos que se descomponen.
De
tal modo, el verso 326 del canto XVII de la Odisea
de Homero describe el extraño thanatos
(la voluptuosidad, la deflación, la depresión, la muerte) del perro de caza en
el momento que sigue inmediatamente a su noesis
(su olfato, su pensamiento). Las sombras de la muerte cubrieron los ojos de
Argos inmediatamente después de que
percibieran a Ulises, al que esperaban ver después de veinte años.
En Morir por pensar, Cap. III
Ultimo Reino IX
Trad. Silvio Mattoni
Buenos Aires, Cuenco de Plata, 2015
Foto: Pascal Quignard 1986 Paris © Patrick Zachmann/Magnum Photos