Ni como poeta ni como individuo (II): Pablo Neruda sobre Fidel Castro y el Che Guevara

26 de febrero de 2014




Dos semanas después de su victoriosa entrada en La Habana, llegó Fidel Castro a Caracas por una corta visita. Venía a agradecer públicamente al gobierno y al pueblo venezolanos la ayuda que le habían prestado. Esta ayuda había consistido en armas para sus tropas, y no fue naturalmente Betancourt (recién elegido presidente) quien las proporcionó, sino su antecesor el almirante Wolfgang Larrazábal. Había sido Larrazábal amigo de las izquierdas venezolanas, incluyendo a los comunistas, y accedió al acto de solidaridad con Cuba que éstos le solicitaron.

He visto pocas acogidas políticas más fervorosas que la que le dieron los venezolanos al joven vencedor de la revolución cubana. Fidel habló cuatro horas seguidas en la gran plaza de El Silencio, corazón de Caracas. Yo era una de las doscientas mil personas que escucharon de pie y sin chistar aquel largo discurso. Para mí, como para muchos otros, los discursos de Fidel han sido una revelación. Oyéndole hablar ante aquella multitud, comprendí que una época nueva había comenzado para América Latina. Me gustó la novedad de su lenguaje. Los mejores dirigentes obreros y políticos suelen machacar fórmulas cuyo contenido puede ser válido, pero son palabras gastadas y debilitadas en la repetición. Fidel no se daba por enterado de tales fórmulas. Su lenguaje era natural y didáctico. Parecía que él mismo iba aprendiendo mientras hablaba y enseñaba.

El presidente Betancourt no estaba presente. Le asustaba la idea de enfrentarse a la ciudad de Caracas, donde nunca fue popular. Cada vez que Fidel Castro lo nombró en su discurso se escucharon de inmediato silbidos y abucheos que las manos de Fidel trataban de silenciar. Yo creo que aquel día se selló una enemistad definitiva entre Betancourt y el revolucionario cubano. Fidel no era marxista ni comunista en ese tiempo; sus mismas palabras distaban mucho de esa posición política. Mi idea personal es que aquel discurso, la personalidad fogosa y brillante de Fidel, el entusiasmo multitudinario que despertaba, la pasión con que el pueblo de Caracas lo oía, entristecieron a Betancourt, político de viejo estilo, de retórica, comités y conciliábulos. Desde entonces Betancourt ha perseguido con saña implacable todo cuanto de cerca o de lejos le huela a Fidel Castro o a la revolución cubana.

Al día siguiente del mitin, cuando yo estaba en el campo de picnic dominical, llegaron hasta nosotros unas motocicletas que me traían una invitación para la embajada de Cuba. Me habían buscado todo el día y por fin habían descubierto mi paradero. La recepción sería esa misma tarde. Matilde y yo salimos directamente hacia la sede de la embajada. Los invitados eran tan numerosos que sobrepasaban los salones y jardines. Afuera se agolpaba el pueblo y era difícil cruzar las calles que conducían a la casa.

Atravesamos salones repletos de gente, una trinchera de brazos con copas de cóctel en alto. Alguien nos llevó por unos corredores y unas escaleras hasta otro piso. En un sitio sorpresivo nos estaba esperando Celia, la amiga y secretaria más cercana de Fidel. Matilde se quedó con ella. A mí me introdujeron a la habitación vecina. Me encontré en un dormitorio subalterno, como de jardinero o de chofer. Sólo había una cama de la cual alguien se había levantado precipitadamente, dejando sábanas en desorden y una almohada por el suelo. Una mesita en un rincón y nada más. Pensé que de allí me pasarían a algún saloncito decente para encontrarme con el comandante. Pero no fue así. De repente se abrió la puerta y Fidel Castro llenó el hueco con su estatura.

Me sobrepasaba por una cabeza. Se dirigió con pasos rápidos hacia mí.

—Hola, Pablo! —me dijo y me sumergió en un abrazo estrecho y apretado.

Me sorprendió su voz delgada, casi infantil. También algo en su aspecto concordaba con el tono de su voz. Fidel no daba la sensación de un hombre grande, sino de un niño grande a quien se le hubieran alargado de pronto las piernas sin perder su cara de chiquillo y su escasa barba de adolescente.

De pronto interrumpió el abrazo con brusquedad. Se quedó como galvanizado. Dio media vuelta y se dirigió resueltamente hacia un rincón del cuarto. Sin que yo me enterara había entrado sigilosamente un fotógrafo periodístico y desde ese rincón dirigía su 'cámara hacia nosotros. Fidel cayó a su lado de un solo Impulso. Vi que lo había agarrado por la garganta y lo sacudía. La cámara cayó al suelo. Me acerqué a Fidel y lo tomé de un brazo, espantado ante la visión del minúsculo fotógrafo que se debatía inútilmente. Pero Fidel le dio un empellón hacia la puerta y lo obligó a desaparecer. Luego se volvió hacia mí sonriendo, recogió la cámara del suelo y la arrojó sobre la cama.

No hablamos del incidente, sino de las posibilidades de una agencia de prensa para la América entera. Me parece que de aquella conversación nació Prensa Latina. Luego, cada uno por su puerta, regresamos a la recepción.

Una hora más tarde, regresando ya de la embajada en compañía de Matilde, me vinieron a la mente la cara aterrorizada del fotógrafo y la rapidez instintiva del jefe guerrillero que advirtió de espaldas la silenciosa llegada del intruso.

Ese fue mi primer encuentro con Fidel Castro. ¿Por qué rechazó tan rotundamente aquella fotografía? Encerraba su rechazo un pequeño misterio político. Hasta ahora no he logrado comprender por qué motivo nuestra entrevista debía tener carácter tan secreto.

Fue muy diferente mi primer encuentro con el Che Guevara. Sucedió en La Habana. Cerca de la una de la noche llegué a verlo, invitado por él a su oficina del Ministerio de Hacienda o de Economía, no recuerdo exactamente. Aunque me había citado para la media noche, yo llegué con retardo. Había asistido a un acto oficial interminable y me sentaron en el presidium.

El Che llevaba botas, uniforme de campaña y pistolas a la cintura. Su indumentaria desentonaba con el ambiente bancario de la oficina.

El Che era moreno, pausado en el hablar, con indudable acento argentino. Era un hombre para conversar con él despacio, en la pampa, entre mate y mate. Sus frases eran cortas y remataban en una sonrisa, como si dejara en el aire el comentario.

Me halagó lo que me dijo de mi libro Canto general. Acostumbraba leerlo por la noche a sus guerrilleros, en la Sierra Maestra. Ahora, ya pasados los años, me estremezco al pensar que mis versos también le acompañaron en su muerte. Por Régis Debray supe que en las montañas de Bolivia guardó hasta el último momento en su mochila sólo dos libros: un texto de aritmética y mi Canto general.

Algo me dijo el Che aquella noche que me desorientó bastante pero que tal vez explica en parte su destino. Su mirada iba de mis ojos a la ventana oscura del recinto bancario. Hablábamos de una posible invasión norteamericana a Cuba. Yo había visto por las calles de La Habana sacos de arena diseminados en puntos estratégicos. El dijo súbitamente:

—La guerra… La guerra… Siempre estamos contra la guerra pero cuando la hemos hecho no podemos vivir sin la guerra. En todo instante queremos volver a ella.

Reflexionaba en voz alta y para mí. Yo lo escuché con sincero estupor. Para mí la guerra es una amenaza y no un destino.

Nos despedimos y nunca más lo volví a ver. Luego acontecieron su combate en la selva boliviana y su trágica muerte. Pero yo sigo viendo en el Che Guevara aquel hombre meditativo que en sus batallas heroicas destinó siempre, junto a sus armas, un sitio para la poesía.

A América Latina le gusta mucho la palabra «esperanza». Nos complace que nos llamen «continente de la esperanza». Los candidatos a diputados, a senadores, a presidentes, se autotitulan «candidatos de la esperanza».

En la realidad esta esperanza es algo así como el cielo prometido, una promesa de pago cuyo cumplimiento se aplaza. Se aplaza para el próximo período legislativo, para el próximo año o para el próximo siglo.

Cuando se produjo la revolución cubana, millones de sudamericanos tuvieron un brusco despertar. No creían lo que escuchaban. Esto no estaba en los libros de un continente que ha vivido desesperadamente pensando en la esperanza.

He aquí de pronto que Fidel Castro, un cubano a quien antes nadie conocía, agarra la esperanza del pelo o de los pies, y no le permite volar, sino la sienta en su mesa, es decir, en la mesa y en la casa de los pueblos de América.

Desde entonces hemos adelantado mucho en este camino de la esperanza vuelta realidad. Pero vivimos con el alma en un hilo. Un país vecino, muy poderoso y muy imperialista, quiere aplastar a Cuba con esperanza y todo. Las masas de América leen todos los días el periódico, escuchan la radio todas las noches. Y suspiran de satisfacción. Cuba existe. Un día más. Un año más. Un lustro más. Nuestra esperanza no ha sido decapitada. No será decapitada.






Confieso que he vivido. Memorias (1974)
Foto: F. Castro y P. Neruda en el aula magna de la Universidad Nacional de Venezuela, 1959 (s-d) 


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