Francis Ponge (1899-1988): El Sena
2 de junio de 2013
[2013, inédito]
Sabemos bien con qué
dificultad para decidirse nuestra ola en primer lugar frunce el ceño…
En el mismo instante
en que de sus napas profundas –que no son sino especies de ríos subterráneos
como en la zona de Vaucluse sólo que algo más nórdicos– el primer oleaje de nuestro
Sena, por esas palabras ya abundante y nutrido, toma su curso, que la
conciencia roza como un estremecimiento invertido por la insólita presunción de
parte nuestra que habrá consistido, no tanto en haber elegido un objeto
líquido, e incluso un líquido fluido, un río –ya sabemos bien que nuestros
recursos son infinitos–, sino más bien en haber elegido entre todos los ríos al
Sena.
Llevados, en efecto,
por el entusiasmo natural de los poetas cuando están colmados por un nuevo amor
–para nosotros ese nuevo amor no es más que el líquido mismo–, es posible que
le diéramos curso a una corriente demasiado turbulenta como para que
describiera justamente este río.
Impaciente, a lo
sumo, como todo río, por volcarse incontinente al mar, y mucho más aún que cualquier
otro urgido además por el tiempo, ¿cómo hallaríamos enseguida nuestro perfil
equilibrado, nuestra lentitud, nuestro centelleo?
Pero sin duda
debíamos ser los elegidos por esa misma dificultad…
Porque el
enfriamiento en nosotros del genio de la civilización antiquísima que abreva y
florece precisamente en esas orillas, así como cierta experiencia de la
ingenuidad del desorden, podrían enlentecer tal vez y aplacar con mesura esas
olas de inspiración.
Por otra parte, de
cualquier manera que en un escrito demasiado apresurado se ordenan las palabras
por sí mismas, sin duda que su centelleo al fin deberá producirse, puesto que
se trata de palabras como las que yo empleo: ya frotadas y pulidas por un largo
uso en todas sus caras.
Lejos estamos sin embargo
de que una esperanza semejante nos exima de vigilar sin pausa la contención de
nuestro flujo.
*
Pero caramba, son
las cinco… ¿Y qué pasó con la marquesa? –Señor, acaba de salir. –¿A pasear por
la orilla del Sena? –Por la orilla del Sena en otro orden de cosas…
Bueno, no ha sufrido
demasiados cambios. Siempre la misma satisfacción, que no siente para nada la
necesidad de definir.
El Sena le
pertenece, en suma, como cualquier calle de París.
Aunque no sepa mucho
de él –y quizás por eso–, lo contempla con mirada tierna, con cierto amor.
Tenemos pues un río
célebre, a la vez familiar y célebre, como tantas cosas en París. Un poco más
amable que otras cosas, quizás porque está más vivo.
Los poetas han
hablado bien de él (en la misma línea de pensamiento…).
Además, un río
cómodo: se cruza fácilmente. ¿Cuántos puentes hay en París?
¿Pero dónde se
origina? No lo recuerdo muy bien. No muy lejos de aquí, en todo caso. Y el mar
donde desemboca, tampoco está demasiado lejos en mi pensamiento.
Todo está bien.
Hasta luego entonces, hasta mañana, querido Sena. Nos hemos entendido muy bien.
Tal vez hoy haya reflexionado demasiado, pero esta breve confrontación siempre
me hace bien.
Mañana habremos
cambiado de ropa, pero siempre es algo imperceptible. Y nunca nos pondremos
nada llamativo.
Tu oleaje casi
siempre es muy tranquilo. A tal punto que me parece un poco lento.
Cuando se hace más
rápido, cuando haces espuma, es a fines del invierno, en la primavera: entonces
no me cuesta nada, te lo aseguro, darte motivos dentro de mí.
Crece, crece pues,
querido. Habrá algunas líneas en los diarios. Serán tus días impuros, como les
dicen. Me pondré contento por ti. Contento, sin la menor inquietud. ¡Ah! Si nos
inquietáramos quiera el cielo, querido, que no nos lluevan otras razones…
En el mismo orden de
ideas, o casi, el Sena le pertenece tanto a la Marquesa de las Cinco (o igual
que a ella, en fin, pero no más), como al geógrafo, a su portero, al
historiador, al marino, al pescador, al poeta, a cualquier francés, al turista,
al filósofo –al colegial también, sea blanco o sea negro.
Y tú, querido
abonado del Círculo[1],
sin duda tienes tu idea al respecto…
Sin embargo,
considera tu suerte –por poco que el Sena (¿cómo tomármelo?) entre en el juego
en el transcurso de este libro…
(Sólo para pulir las
pocas páginas precedentes, me haría falta revisarlas cien veces.)
*
Si en primer lugar
quisiera dar del Sena una definición provisoria que no choque infinitamente a
nadie, sino que rodee más bien las dificultades para pasar bajo los arcos del
puente siguiendo la pendiente regular de las mentes, y en fin que no se hinche
exageradamente por encima del nivel de la época, diría que llamamos así
actualmente al perpetuo curso de agua fría que atraviesa lentamente París.
De modo que no
deberías guardarme rencor, querido lector, si te sumerjo en lo continuo, en lo
lento, lo insulso y lo frío. Ni tampoco si, adoptando un género cercano al
discurso, me voy lo bastante lejos como para remontarme a la fuente.
Examinaré primero
cómo mi mente se vio llevada a dedicarse a un tema así, o mejor dicho, durante
cierto período, a confundirse con él (o a difundirse).
En fin, a pesar de
muchas ocupaciones y contratiempos, a pesar también de toda clase de
compromisos de la persona entera a los cuales nos forzaron las batallas de la
época (¿y qué hombre que uniera la mínima clarividencia con el mínimo coraje
hubiese podido eximirse de ello sin despreciarse a sí mismo?), habiendo podido
entonces, aunque no fuera más que provisoriamente, arreglar mi vida, desde hace
algún tiempo, no me dedico a otra cosa, como sabes, querido amigo, que a pensar
y a escribir.
Y más aún, si
aceptas las bromas en estas cuestiones, antes que a pensar, a escribir.
También sabes que me
resulta natural (y a decir verdad, no puedo actuar de otro modo) basarme en las
cosas exteriores para pensar y para escribir.
A tal punto que pudo
parecerme razonable, después de todo, limitar mi ambición a un inventario y a
una descripción a mi manera de esas cosas exteriores.
No es que prescinda
por ello del hombre: me darías lástima si lo creyeras. Pero sin dudas me
conmueve demasiado, a diferencia de los autores que lo convierten en tema de
sus libros, como para que me anime a hablar de él directamente. ¡Basta! Ya pude
explicarme en otra parte. Sin embargo, la perturbación que me produce el hombre
también permite comprender mi elección y mi comportamiento con los objetos
exteriores. Si mi mente se dedicó primero a los objetos sólidos, sin duda que
no fue casualidad. Buscaba un sostén, una boya, una balaustrada. Por lo tanto,
más que un objeto líquido o gaseoso, debía parecerme propicio un guijarro, una
piedra, un tronco de árbol, hasta una brizna de pasto, en fin, cualquier objeto
resistente a la vista mediante una forma de contornos definidos, y a los demás
sentidos mediante una densidad, una compacidad, una estabilidad relativas
igualmente indiscutibles. Los sentidos del hombre y la densidad relativa de su
cuerpo funcionan en tal caso, aunque sólo fuera inconscientemente, como
criterios. Pero finalmente el hombre también ve los líquidos, los experimenta
con todos sus sentidos, que también son afectados por los gases. Por lo tanto, tenía
que volver a ellos. Al menos a partir del momento en que había podido probarme
a mí mismo en el mundo, y no solamente por mi propio encuentro en los espejos,
o por alguna experiencia muy certera de una perseverancia en mi identidad (un
ámbito en este caso siempre peligrosamente amenazado por otras experiencias
extrañas, por otras fuerzas extrañas), sino también por la procreación de un
hijo, por ejemplo, o tan sólo (o más aún) por la de un libro, un único poema,
una sola palabra de carácter indestructible –creí adquirir cierta seguridad y
algún derecho a la temeridad.
Pero ahora toco
otras cuestiones que es preciso considerar con cuidado.
Es que la
perturbación en que me hunde el hombre es también donde me sumerge el
pensamiento. Como si por un lado uno pudiese encontrar al hombre y los
sentimientos que experimenta o procura y además todo aquello que es idea o
pensamiento –y por el otro, los objetos exteriores (el hombre incluido, cuando
se lo considera como tal) y las sensaciones y las asociaciones de tipo no
lógico que provocan, y además todas las obras de arte y los escritos. Como si
los objetos del segundo grupo fueran empleados o se constituyeran contra los sujetos del primero. Y así
resulta pues natural quizás concebir un proverbio, o incluso cualquier fórmula
verbal y finalmente cualquier libro como una estela, un monumento, una roca, en
la medida en que se opone a los
pensamientos y a la mente, en que es concebido para oponerse a ellos, para
resistir, para servirles de parapeto, de velo, de cordajes, en fin, de punto de
apoyo. O bien en la medida en que es concebido como su estado de rigor, su
estado sólido.
En todo caso, tales
fueron durante años mis sentimientos, tal la visión no razonada y casi
instintiva de donde surgieron mi comportamiento, mi decisión de escribir y mi
clase de escritos, y mi arte poética.
Y ciertamente, no
quiero decir que haya cambiado tanto desde entonces, ni que por nada del mundo
piense en renegar de mi conducta ni de mi decisión. Pero tal vez esta nueva
seguridad de la que hablaba hace un momento y ese nuevo deseo de temeridad, en
fin, una visión más audaz y más fría de la naturaleza de las cosas y de las
obras del espíritu, me condujeron a modificarlas un poco.
Porque a fin de
cuentas, si bien sigue siendo cierto que pretendo atenerme a un inventario y a
una descripción de las cosas exteriores, habiendo debido reconocer que en el
mundo existen otras cosas distintas a las que tienen una materia informada y
sólida, sobre las cuales me pareció natural en principio basar y conformar mis
escritos, es decir que existen no menos objetos fluidos que objetos sólidos,
debo decir, en segundo lugar, que me siento ahora llevado a congratularme de
que existan, porque me parece que presentan tantos rasgos comunes con el habla
y los escritos que sin duda van a permitirme dar cuenta de mi propia habla y de
mis escritos o, si se quiere, de mi propensión a hablar y a escribir, sin que
por ello deba dejar de basarme en el mundo exterior, puesto que forman parte de
él.
Sí, desde que empecé
a considerar esos objetos (y la dificultad que encuentro en captarlos también
me incita a creerlo así), fui llevado a pensar que se parecen mucho más a los
escritos que los cristales, los monumentos o las piedras. Y desde entonces
llegué a considerar como una perversión que antes hubiera podido anhelar
organizar mis textos como sólidos de tres dimensiones, consagrarme a la poesía
plástica.
Y sin duda que no se
trata de consagrarme súbitamente al pensamiento como tal, y a su expansión
infinita, ni de abandonar la preocupación por organizar mis escritos. Pero
ahora me parece más razonable (o menos utópico) aspirar a realizar la
adecuación de los escritos a los líquidos antes que a los sólidos. En fin, el
éxito de esta tentativa me parece menos improbable.
Debo decirlo, fui
poderosamente ayudado para franquear esta etapa por la revelación de las más
recientes hipótesis de la física, según las cuales el estado líquido de la
materia estaría más cerca del sólido que, como se había creído antes, del
gaseoso (en este caso se trata, subrayemos, de una proximidad cuantitativa, con
todas las consecuencias que ello implica).
Por desgracia, me
resulta imposible exponer de manera satisfactoria las recientes teorías
científicas que se refieren al estado líquido de la materia. No poseo ni la
competencia indispensable, ni el tiempo (ni por consiguiente el deseo) de
adquirir dicha competencia. ¿Por qué no tengo verdaderamente ese deseo? Porque
tengo muchos otros, que vienen a frenarlo y anularlo. Y no me vanaglorio de ello,
ni tampoco lo concibo, por cierto, como una superioridad de mi naturaleza. Sino
tan sólo como mi “diferencia”, que he tenido que constatar. Y a la cual,
habiéndola constatado, debo obedecer…
El relato del drama
que termina (trágicamente) con una decisión así, te lo ahorraré –si bien no me
fue posible, pido disculpas, sofocar por completo el lamento que te lo puede
revelar.
Será preciso pues
que me disculpen las personas verdaderamente competentes en estas materias, a
los ojos de quienes podrá llegar este escrito –tal como por mi parte los
disculpo cuando sus propios ensayos se ofrecen ante mi vista y allí se me
muestran ciertas imperfecciones, en las cuales se manifiestan sus diferencias,
que en definitiva me provocan admiración y entusiasmo mucho más que irritación
o ironía.
En efecto, si no
puedo exponer sus teorías de manera satisfactoria, sin embargo tengo que decir
algunas palabras al respecto. Lo cual entra necesariamente en mi tema.
Hasta hace poco
tiempo, se creía que había un completo desorden molecular tanto en los líquidos
como en los gases, el líquido solamente difería del gas por la menor intensidad
del movimiento térmico, tal menor intensidad a su vez se explicaba por el hecho
de que allí las distancias entre las moléculas son alrededor de mil veces más
pequeñas que en los gases a presión normal. De hecho, las consecuencias de la
adopción de la teoría cuántica, por un lado, y los estudios de rayos X, por el
otro, llevaron a los físicos a considerar que si bien en los líquidos las moléculas
no están en contacto (como en los sólidos), sin embargo casi lo están. La densidad (y por lo tanto la condensación de la
materia) es aproximadamente la misma en los dos estados. Por otra parte, al
menos para los líquidos más simples (donde la forma de las moléculas es
aproximadamente esférica y los campos intermoleculares tienen simetría
esférica), la imagen que podemos hacernos de ellos según los exámenes con rayos
X se parece mucho a la de un sólido, con mayor movimiento. Por último, ese
mismo movimiento, y más precisamente dos propiedades importantes de los
líquidos, la de reunirse en masa y la de derramarse, han sido analizadas de tal
manera que la cercanía de ambos estados resulta aún más certeramente
comprobada. El estudio de las fuerzas intermoleculares condujo a diversas
teorías, algunas de las cuales hacen intervenir más o menos expresamente la ley
de fuerzas entre moléculas (ciertas teorías imaginan las moléculas hundidas en
pozos de potencia de donde rara vez salen), otras abandonan enteramente (o más
bien dejan de lado, de acuerdo a los principios de la teoría cuántica) la
estructura molecular, introduciendo ondas para reemplazar la agitación térmica.
Yo resumiría lo esencial de lo que me parece que puede ser fácilmente recordado
en las pocas proposiciones siguientes:
Un gas es
completamente isótropo y completamente desordenado. En un sólido cristalino, en
cambio, toda molécula está rodeada por un número definido e invariable de
vecinos inmediatos. En un líquido, el número de vecinos cercanos está
igualmente determinado, aunque sólo en promedio, porque dichos vecinos son
móviles con respecto a la molécula central. Tal constancia promedio ofrece una
imagen del líquido bastante análoga a la de un sólido, con la diferencia de que
el líquido se caracteriza por puntos de coordinación anormal que, por poco
numerosos que sean con respecto a los puntos de coordinación normal, bastan
para destruir toda regularidad a una gran distancia de la molécula central. Así
pues, podemos decir que, por un lado, existe un orden en los líquidos a corta
distancia, y por otro lado, que el líquido es capaz de encontrar una
configuración de energía libre mínima, imposible para el cristal. El líquido
sería una especie de sólido con agujeros que tiende a recomponerse (de allí su
fluidez), y que nunca lo logra por su propio movimiento, sino al contrario por
efecto de una causa exterior, de hecho su enfriamiento. Y de este modo se
podría describir por oposición el fenómeno de la fusión. En el sólido, por
encima del punto de fusión, los átomos vibrarían sin influirse. Se trataría
antes de una liberación más que de una vibración. Si la temperatura aumenta, la
amplitud de las oscilaciones crece en igual medida, y puede llegar a ser tal
que ciertos átomos no vuelvan a su lugar. A determinada temperatura, el número
de esos cambios de lugar a su vez llega a ser tal que la red prácticamente se
destruye y el cristal se funde. Digamos además que la fluidez, o el derrame
viscoso, característica de los líquidos, es considerada por algunos como una
evaporación de una sola dimensión. En la evaporación, lo que se evapora es el
átomo. En el derrame, sería solamente el ión positivo…
Si he ingresado, a
lo largo de los pocos párrafos precedentes –y en verdad de un modo bastante
torpe y grosero– en el maravilloso dominio de la ciencia cuantitativa, un
dominio que no me corresponde, tal vez sea, por un lado, para tentar a algunos
de los profanos entre mis lectores que, más irresistiblemente de lo que yo
mismo sentí, se sentirían decididamente atraídos hacia él. Pero sobre todo,
debo confesarlo, es para mostrar que las más recientes hipótesis van a
fundamentar una convicción que poco a poco se ha formado en mí, quizás
únicamente destinada a justificar la elección del tema de este escrito y el
género (cercano al discurso) que adopté para tratarlo, y según la cual habría
un estado del pensamiento donde éste
a la vez es demasiado agitado, demasiado distendido, demasiado ambicioso y
demasiado isótropo como para ser del todo expresable –y tal estado corresponde
al de un gas claramente por encima de su temperatura crítica, cuando no es
licuable; y otro estado del pensamiento en que se aproxima a la expresividad –y
ese estado es análogo al de un gas licuable o vapor; basta con que la presión
crezca y que la temperatura baje más para que el habla en ese momento pueda aparecer, primero en suspensión y
entonces se trata de un estado lógico comparable al de un gas en estado de
vapor saturado; luego aparece una superficie de separación, cuando pensamiento
y escrito coexisten bajo la misma presión, y es como cuando el líquido cae en
el fondo del vaso. Pero esto es lo más importante: a partir de ese momento, y a
pesar de la muy cierta no-discontinuidad entre el pensamiento y su expresión
verbal, como entre el estado gaseoso y el estado líquido de la materia, el escrito presenta rasgos que lo vuelven muy próximo a la cosa significada, es
decir, a los objetos del mundo exterior, así como el líquido está muy cerca del
sólido. La diferencia es que tiene la facultad de hallar una configuración de
energía libre mínima. De modo que la adecuación de un escrito a los objetos
exteriores líquidos no solamente no
es utópica, sino por así decir fatal, y como de antemano segura de ser
realizada, con la única condición de que todo sea hecho para que el escrito sea
tal como un escrito por definición debe ser… o sea provisto de todas las
cualidades análogas a las de los líquidos.
La analogía o, si se
quiere, la alegoría o metáfora, podría ser muy largamente y casi
indefinidamente continuada, con una satisfacción creciente, pero no quiero
dedicarle más tiempo del razonable y me detendré allí.
Solamente quisiera
agregar una palabra a propósito de la noción tan importante, como vimos, de
temperatura crítica, y más precisamente del límite inferior del estado líquido
o solidificación (o en sentido contrario, fusión). El conjunto del mundo
exterior (los objetos, la naturaleza), ¿no podría ser comparado con los
sólidos? La aparición del hombre en medio de ese mundo, del sujeto que crea condiciones de elevación
de temperatura tales que la naturaleza se
funde, se vuelve maleable –¿de manera que tendríamos entonces, incluso
antes de cualquier pensamiento, la expresión, el poema?... Los dejo que lo
piensen…
*
Luego de haber
versado sobre el líquido en sentido absoluto y haber mostrado, de una manera
grosera e imperfecta, y en suma casi líquida ya que en este caso se trata menos
de ideas que de expresiones poéticas –es decir, de cosas en el instante de su movilización por la mente–, las razones
que tiene un escritor (y más en general cualquier hombre preocupado por la
expresión) para interesarse en ello, y también por qué debe hacerlo en una
forma intermedia entre el poema en prosa y el discurso, explicaré en pocas
palabras por qué, entre todos los objetos líquidos, elegí el Sena.
En primer lugar, sin
duda debía elegir alguna forma del agua,
ya que es el líquido que más comúnmente se nos muestra en la naturaleza. Claro
que habría podido, por otras razones, elegir la sangre, por ejemplo, o el alcohol
o la glicerina, ¿qué sé yo?, y sin duda que un día de estos podré hacerlo –pero
me hacía falta empezar por el agua, que la naturaleza nos prodiga en cantidades
más que industriales, cuyas impresiones sensoriales estamos acostumbrados desde
la infancia a recibir cotidianamente, a la que podemos considerar en fin con
voluptuosidad y desapego a la vez. Por cierto que la sangre, que quizás forme
parte aún más íntimamente de nuestra vida, se ofrece más raramente a nuestra
vista. Cuando aparece además, la mayoría de las veces, es en circunstancias
excepcionales, más bien inapropiadas para la observación serena. Por último, el
agua nos es ofrecida frecuentemente en masa, de modo que podemos sentirla y
observarla de maneras muy variadas. Podemos ingerirla, beberla en un vaso, pero
también podemos sumergirnos íntegramente en ella, e incluso ahogarnos, y todo
muy naturalmente, sin que se necesite ningún esfuerzo excesivo de imaginación,
capaz de alterar nuestro órgano de percepción y de razonamiento. En suma, poco
faltaría para que pudiésemos vivir continuamente en el agua; incluso poco falta
para que vivamos continuamente en ella. Salimos apenas lo suficiente como para
que se nos permita considerarla –un poco menos acuáticos tan sólo que las focas
o los delfines, y por lo tanto apenas más justos
con respecto a ellos. No obstante, quizás justos, sin duda exactamente tal como
hace falta para poder hablar dignamente de ella, aunque en íntimo conocimiento
de causa, chorreantes pero terráqueos. Rutilantes, impregnados de ella, pero
fuera de ella y con la posibilidad de volver a sumergirnos a cada instante, y
volver entonces a sumergir nuestra mente cada vez que una expresión, por
ejemplo, se haya “secado” tal vez demasiado.
Bueno, y a partir de
allí entendemos por qué, puesto que deseamos poder considerarla en masa y con
mirada tranquila, y en ocasiones, si fuera necesario, desde un punto de vista
casi panorámico, no hemos elegido entre sus diversas formas la lluvia. ¿Y por
qué, antes que el océano, que un lago o que una pileta, un río? Pues bien, es
principalmente debido a la noción o idea de discurso
(después de lo que dije sobre las relaciones entre lo líquido y nuestra
retórica, me parece inútil insistir en ello). Así pues, por toda clase de
razones que se harán perceptibles a medida que se desarrolle este discurso, y
que finalmente lo habrán de constituir, harán con el Sena este libro. Aunque
quisiera, no podría entonces detenerme aquí para definirlas. Pero en fin, ¿por
qué, entre los ríos, aun entre las aguas corrientes, por qué el Sena?
Terminaría así este capítulo recordando el comienzo.
Porque el Sena, como
he dado a entender, es un río tranquilo y constante. Y así nos obliga a vigilar
sin descanso, una regla que nos complace, la contención de nuestro flujo. Y por
otras razones más. Porque el Sena corre en el seno de la cultura cuya lengua
utilizamos naturalmente. Porque corre por París, donde podemos captarlo
cómodamente, o más bien, a decir verdad, desesperarnos (o exaltarnos) por no
poder captarlo. Finalmente, porque es un río que a lo largo de su curso no
presenta desde el punto de vista geográfico ninguna anécdota monstruosa, no
está bordeado por ninguna montaña, ni revela ninguna garganta, ni cañón, ni
catarata, en fin, ningún accidente grandioso ni pintoresco que exija de
nosotros sentimientos violentos o difíciles capaces de arrebatarnos de la
contemplación y de la expresión, del conocimiento y del goce de las cualidades
comunes y esenciales de los ríos, y en definitiva del líquido que fluye, del
simple, del más simple discurso líquido
que fluye.
*
El Sena entonces
corre por París, y te había propuesto definirlo provisoriamente como el
perpetuo curso de agua insulso y frío que atraviesa incansablemente nuestra
gran ciudad. Pero enseguida es preciso considerar lo siguiente:
Ciertamente, París
es una de las más célebres ciudades del mundo. Y por cierto, existe una
probabilidad de que lo siga siendo por mucho tiempo más. Por mucho tiempo más,
como Nínive o Babilonia, después de haber sido materialmente borrada de la
superficie de la tierra. Nuestros escritos, y su recuerdo en la memoria de los
hombres, contribuirán principalmente a esa larga supervivencia. Pero también
nuestros escritos a su vez podrán llegar a desaparecer, así como la memoria de
los hombres, y toda la humanidad, incluso toda vida sobre la superficie del
planeta, y el Sena seguirá corriendo. Lo vemos por el Tigris y el Éufrates.
También podemos inferirlo de otra manera. Porque, ¿desde cuándo creen ustedes
que corre el Sena? Ciertamente, ya corría desde hacía mucho tiempo cuando los
parisinos lo eligieron para establecerse a sus orillas. Ya está en Ptolomeo, en
Estrabón. Tampoco es muy antiguo. Pero esto es lo que sabemos desde hace poco:
las arenas blancas de las que actualmente quedan algunos montículos visibles en
el bosque de Fontainebleau fueron depositados por el mar que, en época muy
antigua, cubrió íntegramente nuestra región. Cuando el mar se retiró, entonces
el Sena corrió tras él, y sin dejarse frenar por la resaca, se arrojó en él.
Desde entonces, sigue corriendo (¿pero no será acaso similar a la luz de esas
estrellas, muertas desde hace milenios, que sin embargo no deja de llegar hasta
nosotros?). ¿Podemos saberlo? La ciencia moderna data el depósito de esas
famosas arenas alrededor de veinte millones de años antes de nuestra era, o si
lo prefieren, hacia el siglo doscientos mil antes de Cristo. Los mismos
científicos nos informan que osamentas de renos y de mamuts, correspondientes a
una época glaciar, fueron hallados en los aluviones de nuestro río, aunque
también huesos de tigres y de elefantes, testimonios de una época en que el
Sena corría en medio de una selva tropical. ¿Y cuándo aparecieron hombres en
sus costas? ¿Es posible que nuestros ancestros fueran primero animales marinos?
Nada lo indica. Lo cierto es que adquirieron la costumbre de beber y de cocinar
sus alimentos con agua dulce, sin perjuicio de ingerir en forma sólida la sal
que también les resultaba necesaria. Por tal motivo eligieron a menudo las
orillas de los ríos para instalarse. Quizás también porque esas orillas
constituían los únicos claros en una selva oscura donde se sentirían más
débiles. Y por otras razones más, que ahora no es mi intención conjeturar.
Porque esto es lo único que quiero decir (lo que acabamos de recordar
seguramente permite afirmarlo): mucho antes de que ninguna noción haya podido
formarse, mucho antes de todo entendimiento, mucho antes de la formación de un
cráneo, ya corría un río por acá, sin nombre. Y seguirá corriendo, de nuevo sin
nombre, cuando toda noción haya desaparecido, a falta de entendimiento que
sobreviva, a falta de humanidad, a falta de cráneos.
Vemos pues con qué
grandezas debe medirse nuestra mente. ¿Y se enfrenta con eso fácilmente? –Ya lo
ves. ¿Pero nuestro escrito? ¡Es otra cosa!... Sin embargo, ¿cómo se mide con
esto nuestra mente? Y bien, volviendo posible la idea contraria, y dándose la
tarea de realizarla. Entiendo que la única reacción digna del hombre, es decir,
de un ser dotado de tal fuerza mental que resulta así capaz de considerar su
futuro como limitado con respecto al del mundo, de ningún modo es el terror o
la resignación, sino tal confianza en su mente que se proponga durar más tiempo
del que el mundo parece dispuesto a permitírselo, y vencer finalmente su
catástrofe de velocidad.
En otros términos,
me resulta natural, por mi parte, tras concebir la idea de que el Sena debe
sobrevivir a mi escrito (e incluso a la memoria de este escrito), postular
enseguida la hipótesis contraria, y concebir entonces este escrito organizado
por mí y logrado de tal manera que el Sena no le sobreviva. Ya sea que lo
prefiera de inmediato (o algún día) a su cauce y entonces súbitamente (o
imperceptiblemente) renuncie a su deambulación irrisoria, ya sea que el Sena
prosiga corriendo en la eternidad, a pesar de muchas de las catástrofes
posibles, o bien que haya desaparecido a consecuencia de una catástrofe
infinitamente más grave, y sin embargo mi escrito le sobreviva, si el hombre –y
es preciso entonces que mis escritos estén hechos para ayudarlo, aunque sin
duda de un modo diferente a sus descubrimientos científicos–, si el hombre,
decía, luego de haber penetrado las intenciones de la naturaleza y aprendido a
desbaratarlas, pudo mudarse (por ejemplo) con armas y equipajes (equipajes que
contuvieran mi libro) a otro planeta antes de la catástrofe de éste.
Lejos de mí, en
efecto, aun cuando hayan creído que me lo podían atribuir, el deseo de una
catástrofe tan grande que el hombre desapareciera y que mis escritos, únicos
testigos incorruptibles de su paso sobre la tierra, permanezcan como
caparazones vacíos sobre una playa desierta, para la vista y conocimiento de la
planicie solitaria. Y también está lejos de mí la idea ingenua de que el hombre
alguna vez pueda domesticar la naturaleza, propiamente dicha, y plegarla a su
voluntad. No estoy tan desnaturalizado hasta el punto de no solidarizarme con
mi especie, ni tan loco hasta el punto de considerar al hombre como algo muy
distinto de una larva.
¿Pensamos en todo
aquello que puede caer sobre nosotros a cada momento desde el fondo del espacio
intersideral? La menor profundización con algo de continuidad del fenómeno de
las manchas solares bastaría para provocar tal enfriamiento en la superficie de
nuestro planeta que toda vida desaparecería para siempre. Y por cierto, ya
sería magnífico haber ideado los medios para prever tal eventualidad y
prevenirla. Pero eso no es nada. ¿Pensamos en las catástrofes que provoca en
una cantidad incalculable de universos microscópicos el menor de nuestros
gestos, o incluso sin que movamos el dedo meñique, la menor declinación de una
de las innumerables células que componen el tejido de que está hecha la uña del
dedo meñique? Es posible que millones de civilizaciones microscópicas resulten
irremediablemente sepultadas por ello. ¿Y quién nos dice que nuestro sistema
solar, en el seno del cual las manchas de nuestro sol pueden tener una
importancia tan decisiva para la vida de la humanidad, no sea una ínfima parte
integrante de la uña del dedo meñique de algún pigmeo, que después de todo bien
puede llegar a tener ganas de moverlo, o en cuya mente, desde hace unos cientos
de millones de nuestros años, se prepara, tal vez sin que siquiera se dé
cuenta, una veleidad de ese tipo? No veo en ello ninguna imposibilidad por mi
parte. Estamos pues, lo confieso, en la posición de una larva. Pero esta
confesión, esta conciencia de nuestra pequeñez, ¿es capaz de obligarnos a
modificar algo en nuestro comportamiento? Es lo que no me parece fatal. Porque
suponiendo que advirtiéramos una larva, ¿preferiríamos contemplarla rezando, en
actitud de contrición o de resignación, o no nos regocijaría en cambio
observarla, por segura que esté de su pequeñez, inclinada sobre un microscopio
o con el ojo en un lente, y muy consagrada a intentar descubrir los secretos
del universo, a los fines de perpetuar un poco más de tiempo su especie y darle
algún giro a los genios de nuestro dedo meñique? Por cierto que sí, yo
preferiría lo segundo, y si fuera el pigmeo dios soberano de ese pequeño mundo,
me sentiría muy tentado a no tomar para nada en consideración las plegarias del
primero y en cambio aplastarlo para justificarlo, confirmándole así mi poder,
mientras que le mostraría al segundo a la vez mi estima y mi poder postergando
voluntariamente, habida cuenta de su altiva pretensión y quizás por la
diversión que me procura, postergando entonces el corte de la uña de mi dedo
meñique durante unos días, lo que les permitiría a miles de generaciones de
esas larvas vivir y progresar en el conocimiento de su universo. Y quien me
objetara que nuestras larvas harían mejor, por ejemplo, en dedicarse sin
ambicionar más al goce individual de los bienes que poseen, de los encantos de
su compañera larva o la de su vecino y de los festines que una u otra les
preparan, me resultaría natural responder que no veo ningún placer que se
acerque al que procura el alimento de tamaña esperanza y el entusiasmo de
tamaña ambición. Por otra parte, las dos clases de goce son bastante cercanas
como para poder ser bien combinadas, y ciertamente el deseo de perpetuar su
vida y la de su especie proviene sencillamente del amor a esa vida y a personas
de esa especie. No veo en ello ninguna contradicción, y encontraremos
fácilmente una lección al respecto en el inmortal Epicuro.
Por cierto, sería
vano de mi parte reiniciar el elogio de ese pensador incomparable después del
que le dedicara Lucrecio, pero quizás me toca constatar que, después de varios
siglos de nuestro larvario, el temor a los dioses que nos había quitado ha
vuelto varias veces a la carga sin por ello triunfar definitivamente. Sí, me
corresponde decirlo, la estima que él supo inspirarles a los dioses nos ha
valido en todo caso esta larga prórroga de nuestra catástrofe específica.
Notables progresos han podido ser realizados por nuestra especie en el
conocimiento de su universo. Pero hace menos de un siglo la marcha de ese
progreso se aceleró tanto que sin duda los dioses temblaron y ellos nos
opusieron diversos avatares.
En primer lugar,
algunas de nuestras larvas, olvidando con total conocimiento de causa los fines
para los que se desarrollaba la ciencia (es decir, fines de conocimiento y de
dominio de las fuerzas naturales con miras a nuestra salvación específica), la
apartaron de su meta y la usaron para su solo provecho en la fabricación de
mercancías destinadas a cubrir necesidades inmediatas al mismo tiempo creadas
artificialmente. Pero como pronto se acumuló tal plétora de mercancías que
corría el riesgo de perderse el provecho, la ciencia entonces fue más
criminalmente usada con fines militares para imponerles por la fuerza a pueblos
atrasados la ingurgitación de esos productos. Por otra parte, una clase entera
de larvas había sido prácticamente reducida a la miseria y a la esclavitud por
el desarrollo de esas industrias. Para nuestras larvas de la clase dominante,
se trata entonces de extinguir en la mente de la multitud de sus esclavos las
luces que Epicuro y sus sucesores habían encendido. Esfuerzos gigantescos
fueron realizados en este sentido. El temor a los dioses fue de nuevo
restaurado, espectáculos, deportes infames utilizados para embrutecer a la
miserable masa de larvas. Como las religiones parecían decaer, idealismos
sustitutivos fueron probados en gran número. Pronto las masacres se volvieron
necesarias.
Que la catástrofe
humana sea posible cada día y que pueda preceder al descubrimiento por el
hombre de los frenos que podría oponerle, por desgracia nada impide suponerlo.
Pero la ruptura de una vena de mi cerebro también puede producirse a cada
instante y no por ello dejo de hacer cosas. A lo sumo la conciencia de ese
riesgo hace que emprenda cosas más decididamente, y que trabaje más
enérgicamente y sin descanso. Y no pretendo estar solo en esa disposición. Dentro
de nuestra especie, cada vez son más numerosos los hombres que confunden su
propio proyecto con aquel al cual la humanidad pronto se consagrará por
completo y que consiste en su salvación específica.
Ante el llamado de
un hombre de mayor mérito y cuya enseñanza y acción no ceden en importancia a
las del filósofo antiguo, la masa inmensa de los explotados se elevó poco a
poco a la conciencia de su poder y de su destino histórico, que consiste en
asumir los intereses de toda la especie humana. Un partido de hombres toscos y
valientes asumió la tarea de unir y conducir en cada nación al conjunto de los
hombres conscientes de tal magnífico deber. A consecuencia de los trastornos
sangrientos causados por el anárquico desarrollo de la producción industrial, primero
se liberó una gran nación, arrastrando en su estela casi un continente entero.
Guiada por hombres llenos de sabiduría y de genialidad, la hemos visto resistir
recientemente a los asaltos de los más crueles asesinos que nuestra especie
haya parido, y ayudar muy poderosamente a los demás pueblos del globo a
deshacerse de su tiranía. Pero los enemigos del género humano se reagrupan por
todas partes. La lucha gigantesca no ha terminado. Ciertamente, luego de esa
primera victoria de envergadura, la potencia de las ideas nuevas creció en cada
nación. Pero todavía son necesarios muchos esfuerzos para hacerlas triunfar en
toda la superficie del planeta, y para que la humanidad al fin pueda dedicarse,
liberada de los enemigos absurdos y malhechores que lleva en su seno, a la
única lucha de la cual es digna y que le importa en última instancia, la lucha
contra las fuerzas cósmicas que la amenazan con su perdición a cada instante…
He aquí descripta,
querido amigo, de la manera más sucinta, la situación en que nos encontramos
actualmente. Pero ha llegado el momento en que debo hablar del segundo avatar
con que nos amenazan los dioses.
La precipitación del
progreso de la humanidad en su conocimiento de las cosas naturales, que produjo
los efectos sociales que acabo de describirte brevemente, llevó a otras
consecuencias aun dentro de la mente humana, y que si no fuesen claramente
advertidas, podrían obstaculizar gravemente su andar.
En una palabra, los
éxitos de los que hablo fueron anotados por el hombre, por cierto que
equivocadamente, sólo en la cuenta de su razón, por la cual se felicitaba
además debido a que ésta le había permitido desembarazarse del temor a los
dioses, y se instaló cierta infatuación en su mente en beneficio de esta
facultad, en detrimento de ciertas otras de las cuales probablemente sea
abusivo y presuntuoso separarla.
Un observador bien
ubicado sin duda debería comprobarlo: así como la especie humana en progreso
despedaza su cuerpo, del mismo modo lo utiliza la mente. Su patética maniobra,
durante mucho tiempo regida por la distinción arbitraria entre alma y cuerpo,
ahora lo es por la no menos arbitraria entre razón y facultades intuitivas.
Y si bien ese nuevo
idealismo que es en el fondo el racionalismo ha sido superado en la práctica
por un activismo que le da su lugar al riesgo, al error, a las fallas y a los
mismos fracasos de la mente, nos vemos obligados a constatar una peligrosa
supervivencia de las ilusiones que aquel propaga.
Las necesidades de
la lucha cotidiana en la que se encuentran comprometidos llevan a los
conductores de la parte progresista de la humanidad a integrar de alguna manera
la verdad en la acción. En la medida en que esa acción es eficaz, cuando nos
acerca al momento en que la humanidad entera podrá dedicarse al deber
específico que acabo de definir, en la medida en que comprometen, en esa acción
cotidiana, completamente sus personas, que por así decir serían portadoras de
la verdad, no tienen que investigar teóricamente esta última, ni expresarla de
otro modo.
Ocurre sin embargo
que las mismas necesidades de su acción los conducen a luchar ideológicamente
contra sus adversarios. Es entonces cuando les aprieta el zapato –el zapato que
les impone la sociedad atrasada en la que viven, un zapato que asume la forma
de las categorías de esa sociedad.
Porque esa acción a
la que se obligan constantemente –y que es seguramente más que un pensamiento o una teoría puesta en práctica–, que es
verdaderamente una operación de orden casi mágico y como un incesante milagro –seguramente su poder de
propaganda es muy grande–; pero sólo en la medida en que sigue siendo acción,
de ninguna manera cuando se convierte en tesis, filosofía o crítica en el
absoluto. Porque entonces pierde toda potencia y toda virtud. En esta segunda
condición, actúa como su propio freno, contra su propia propagación: hace una
contra-propaganda.
Porque entonces
encuentra a individuos, hombres ligados al mundo por su destino individual y
susceptibles de reflejos sentimentales o ideológicos que implica su
individualización, incluso más allá de su situación de clase y de su intuición
de la voluntad general. Hombres que tienen que enfrentarse, a solas y a cada
instante, a la naturaleza, a sus parientes, a su mujer, a cada uno de sus
semejantes, a su propio cuerpo, a su propio pensamiento, a su habla, al día, a
cada objeto, a la noche, al tiempo, a las estrellas, a la enfermedad, a la idea
de la muerte.
Y a esos hombres,
¿cómo se los considera? Únicamente como personas políticas. ¿Qué se les
propone? Sólo la acción política. Pues bien, digo que eso no es inteligente,
porque no se tiene en cuenta la realidad de los individuos a los que se trata
de llegar, y que entonces se corre el riesgo de no alcanzar, de perder; lo que es más, empujarlos a la
reacción, transformarlos en renegados y luego en tránsfugas –y a los mejores en
desesperados.
Sin duda que ya dije
bastante al respecto como para que se admita que, en su peripecia
contemporánea, la acción específica del hombre contiene un extraño nudo.
¿Acaso se origina en
que no es preciso que la evolución vaya demasiado rápido? Quizás en otras
razones…
¿Y creen que al
tratar estas cuestiones y llegado a este punto nos hemos alejado del Sena? No
hemos dejado sus orillas, recorremos una de sus costas: es aquí donde muchos,
por desgracia, y no hablo metafóricamente, toman la decisión de tirarse.
Dejémoslos. Reservo para más tarde (unas páginas más adelante) el homenaje que
está en mi intención (y en mi tema) rendirles a los ahogados del Sena.
Me habrá bastado con
evocar esas terribles realidades… Pensándolo bien, sin embargo, yo no los
habría llevado hasta este punto si no hubiera sabido que estaba en mi poder no
abandonarlos allí y alejarlos enseguida de esa comprobación deprimente y de la
tremenda meditación que se desprende de ella.
Si yo tuviera que
dejarlos allí, ¿qué significaría en efecto? Si no que no existe otra verdad que
la política, que todo aquello que no entra en la acción inmediata, táctica –es
decir, tanto la literatura y las artes como las mismas ciencias, y además toda
la vida de relaciones individuales (de hombre a hombre, a mujer, a hijos, a
naturaleza…)–, está en el error.
Pero finalmente, ya
que las ciencias al menos parecen escapar (la verdad que no sé por qué, pero tal
parece por definición) a esta condenación plenaria, puedo intentar, según
parece, apoyar en ellas la palanca de mi argumentación, y me limitaré a
preguntar si acaso concebimos un estado, aun en el futuro, de la ciencia (e
incluyo la ciencia política, objeto de los militantes) en que ésta no se basara
en definiciones sólidas y en el cual, por otra parte, la HIPÓTESIS fuera
excluida.
¡Bueno! Si tal
estado de la ciencia, al menos en nuestra época, no puede imaginarse, es
preciso entonces reconocerles a los mismos poetas, y a los artistas en general,
y en todo hombre a la parte dentro de sí donde juegan el misterio, el riesgo,
la imaginación, la fantasía, el capricho, la hipótesis, un derecho a la
existencia, y además un papel en la acción. Digo más, hay que reconocerle a la
misma pereza un papel en la acción. Supongamos que Newton no se hubiera
acostado un día a la sombra de un manzano: fue en el momento de su pereza que
hizo el descubrimiento.
En cuanto a mí, si
bien es cierto que la ciencia (cuyo fin no es solamente conocimiento, sino
también poder) debe basarse para comenzar en definiciones sólidas y por otra
parte confiarse a veces a la pereza y en determinada medida a los azares de la
contemplación, entonces tal vez mi proyecto no sea tan loco ni totalmente
injustificado. Porque son verdaderamente definiciones lo que pretendo formular,
pero tales que, pues no implican en absoluto que primero haya hecho tabla rasa
sino más bien por el contrario que haya reunido en una primera etapa los
conocimientos ya elaborados (también en mí mismo) sobre cada tema, contengan
igualmente elementos nuevos y si se quiere una parte del futuro de nuestros
conocimientos sobre el mismo tema. ¿Pero cómo lo logro, si es que lo logro?
Volviendo a moldear con los conocimientos antiguos las acepciones morales y
simbólicas, y todas las asociaciones de ideas, la mayoría de las veces muy
variadas y contradictorias, a las cuales esa noción puede o pudo dar lugar
–incluyendo las que habitualmente se consideran pueriles, gratuitas y sin interés,
incluso éstas tal vez preferentemente, porque tienen más posibilidades de
aportar un elemento todavía no utilizado.
De modo que por la
aglomeración de todas esas cualidades (o calificaciones) contradictorias –y
cuanto más contradictorias son y más irracionales parecen, mejor– obtengo un
conglomerado neutro, desprovisto de
toda tendencia o resonancia moral que pueda obstaculizar las verdades nuevas e
inauditas a las que deseo apasionadamente que se incorporen, y así
efectivamente se incorporan a ellas. No se trata más que de un retorno, de una
incesante apelación a lo concreto, a la vez mediante el moldeado, la pérdida en
la masa de las acepciones lógicas, y mediante la consideración atenta del
objeto, y la voluntad de imitación lógica o de nominación sin alternativa no
sólo de sus cualidades distintivas, sino también de su comportamiento total, de
su unidad, de su diferencia, de su estilo.
Entiendo que se
trata de una tentativa cuya ambición y cuyas dificultades son inauditas: por
tal motivo sin duda es que ahora debo recordarlas en cada frase para exhortarme
a vencerlas y en primer lugar para no subestimarlas.
Y dado que se trata
del Sena y de un libro por hacer, de un libro en que aquel se debe convertir,
¡adelante!
¡Vamos, amasemos de
nuevo juntas las nociones de río y de libro! ¡Veamos cómo hacer que penetren
una en la otra!
¡Confundamos,
confundamos sin vergüenza el Sena con el libro en que se debe convertir!
*
Y en primer lugar,
¿hace falta que ponga mi papel a lo ancho y que tal vez ni siquiera resista a
la tentación de plegarlo por el medio?
¡Ay! ¿Pero cómo
hacer para que los márgenes parezcan abruptos, o al menos de algún modo
similares a costas? ¿Nos limitaremos a suponer que el río, para comodidad de la
causa, se apresuró a emparejar justamente el nivel superior de sus bordes? Algo
que no se produce más que en determinados períodos de creciente muy
excepcionales: no puedo recurrir honestamente a un subterfugio de esa clase, si
bien en este caso no se muestra particularmente como un rebajamiento sino que por el contrario más bien sería un realce.
En la misma línea,
¿no deberé imaginar y conseguir de mi editor una paginación del libro de tal
modo que el texto referido a las aguas propiamente dichas, cuando el libro esté
abierto, ocupara el centro, justificado para cubrir cada página doble, mientras
que los márgenes derecho e izquierdo de cada página fueran ocupados por los
textos referidos a la descripción de las orillas? ¿Qué cuerpos de letra adoptar
entonces para que la relación del cuerpo elegido para los textos referidos a
las aguas y el elegido para los textos referidos a las orillas represente de
manera satisfactoria la que vemos en la naturaleza entre las dos clases de
realidades?
Y además, ¿cómo dar
cuenta de la profundidad del agua? ¿Y cómo preparar el lecho de barro o de
piedras sobre el que corre? ¿Y las hierbas, los juncos, las cañas que hace
mover, que peina más o menos desordenada, apasionadamente al pasar?
¿Y no haría falta
que la justificación del texto central fuera muy apretada al comienzo, para
ensancharse a medida que se recibieran los afluentes sucesivos, hasta tener la
superficie total, ya sin ningún margen, de las dobles páginas abiertas del
libro, una vez llegase al pantano Vernier?
Por último, ¿sería
preciso que bordeara la costa normanda y se lanzara al mar?
Pero, ¿cómo representar la aproximación y la
confluencia de los mismos afluentes? ¿Deberán cruzar oblicuamente los márgenes
como lo hacen en la realidad? Por cierto, sería posible, dividiendo verticalmente
el texto central, dar cuenta del hecho de que algunos, mucho tiempo después de
la confluencia teórica, no mezclan sin embargo sus aguas incoloras en principio
casi paralelas al mismo Sena, del lado de la orilla que van a bordear para
entrar en el cauce común, lo que se nota por la diferencia de color o de
transparencia entre sus aguas (diferencia que también podría ser representada
mediante el uso de caracteres diferentes y líneas con diferentes interlineados
y más espaciadas)… y no se deciden a mezclar sus piernas con las del otro río y
a confundirse verdaderamente con él sino después de un largo camino en la
abstracción de costa a costa hasta que un obstáculo repentino los hace
abrazarse bruscamente. Dicen que es lo que pasa en particular en la confluencia
del Sena con el Aube [Alba], ya que este último río debe su nombre a la
blancura y pureza relativa de sus aguas. Al parecer sería también lo que
pasaría con el Marne (aunque confieso que, a pesar de mi buena voluntad, no
pude comprobarlo certeramente con mis propios ojos), cuyas aguas Maxime du Camp
afirma que no se mezclan para nada con las del Sena en la confluencia de
Charenton, sino que continúan fluyendo paralelamente a estas últimas a lo largo
de la orilla derecha y hasta el medio del cauce durante toda la travesía de
París, y la mezcla no se realizaría sino muy progresivamente a partir de Meudon
y no se concluiría sino después de Sèvres, donde las pronunciadas curvas del
lecho por esos lugares hacen que las aguas se arrojen unas sobre otras como los
cuerpos de los jóvenes amantes en las curvas de los scenic railways en los que les gusta subirse los días
feriados.
¿Debería tener finalmente mi texto cuatrocientas
setenta y un páginas, suponiendo que bajara
un metro por página, con el pretexto de que el Sena nace a cuatrocientos
setenta y un metros de altura? ¿O debería tener setecientas setenta y seis,
puesto que el Sena corre siguiendo un curso de agua de setecientos setenta y
seis kilómetros? ¿Debería arreglármelas para que se utilizaran en su impresión
setenta y siete mil setecientos sesenta y nueve caracteres tipográficos, ya que
el conjunto de la cuenca del río que me ocupa mide ese número de kilómetros
cuadrados (77769 kilómetros cuadrados), o no sería más bien la superficie de
las hojas utilizadas para cada volumen, o para su edición completa, lo que
debería estar de acuerdo con esa cifra?
Pero no he dejado traslucir aún los más difíciles de
los problemas que plantearía semejante prurito de exactitud.
Tanto es así que sería indigno no planteárselos, aun
a falta de poder imaginarles una solución satisfactoria.
Por ejemplo, ¿cómo hacer que se reflejen invertidas
en el espejo del texto líquido central las expresiones (o acaso deberían ser
solamente ideas) ora de naturaleza
vegetal, ora de naturaleza mineral, y esos hermosos y grandes monumentos de
estructura eterna cuyas descripciones serían el tema de los textos marginales?
¿Y cómo reflejar la luz, el cielo, las nubes, que
deberían incidir así, aunque de manera distinta, en los objetos sólidos
evocados en las orillas? ¿Luces solares que habría que reemplazar de noche (la
noche, ¿qué es para un libro?) por las del cielo estrellado? ¿Qué hacer con el
buen y el mal clima?
¿Cómo hacer que pasaran dentro del texto central,
que se supone tiene los caracteres de la materia líquida, o que flotaran en su
superficie, todo lo que nada o flota adentro o en la superficie de las aguas?
¿El crucero infalible de los peces, la hélice o la rueda horizontal en una
materia blanda, o las blandas cabriolas intrauterinas de algún ahogado,
viajando en posición fetal?
¿Y qué de la animación reinante en la superficie o
en las orillas? ¿Qué hay de los bañistas, los remeros, las lavanderas, los pescadores,
los remolcadores, lanchones, balsas?
¡Vamos, a pesar del encanto y el interés que
ofrecería un monumento tipográfico que respondiera solamente a una pequeña
parte de esas exigencias –puesto que no podrían ser cumplidas todas adecuada e
irrefutablemente–, veo en verdad que es preciso que renuncie a ellas, feliz si
con haber enunciado tan sólo algunas, ciertas características de mi objeto han
resultado evocadas y que, sin dudas, no habrían podido serlo de otro modo!
Veamos pues si mediante algún otro procedimiento…
¿Pero acaso no es hora (¿no te parece, querido
amigo?) de que abandone ya toda idea, toda preocupación por el libro y vuelva a
sumergir mi mente en el agua del río, a cuerpo descubierto? ¿Y no debería
felicitarme entonces por haber elegido un tema así? ¡Puesto que al fin, sea
como sea, es magnífico! Es un tema donde podemos sumirnos más que en cualquier
otro, para captarlo desde adentro. Sus partes (incluso sus moléculas) no se
resisten demasiado a la división… Hasta tal punto… Hasta tal punto que apenas
me rodea, me penetra, tiende a invadir físicamente mi entendimiento… ¡Ah!
¡Ah! No busques entonces, querido amigo, que un
discurso demasiado verídico sobre el Sena penetre en tu entendimiento. Te
arriesgarías a temblar, por lo menos. Es una masa de agua hostil que no sería
bueno sufrir bruscamente en uno mismo. No la soportarías fácilmente, aunque
sólo fuera en tu entorno familiar, en tu departamento… Pero en tu
entendimiento, sería mucho peor aún. Si entrara demasiado en tu cabeza, los orificios
de tus sentidos resultarían taponados enseguida y correrías el riesgo de perder
toda noción sólo por haber querido captar una noción demasiado completa de ese
único objeto. A riesgo de perder la razón y el equilibrio. Toda razón, además,
para hablar, leer o escribir. Se te podrá ver entonces haciendo rápidos
remolinos, mientras tus miembros se debaten por un momento, aunque luego
podrías descender, curiosamente apelotonado, hasta el fondo para ser arrastrado
y llevado hasta la próxima maraña de plantas o hasta los escualos submarinos
que patrullan la desembocadura del río en el océano… Tenemos pues un tema que
nos arrebata y tiende a lanzarnos al mar, con todo lo que pensamos, o más bien
con lo que ya no pensamos más…
Es un tema del cual tengo que salir casi enseguida,
por más frecuentemente que me hunda en él (lo que bien puede resultarme
necesario, de hecho).
Pero sin dudas ha llegado el momento de evocar el
recuerdo anónimo de todos aquellos, innumerables, que tras haber decidido un
día hundirse en las aguas del río, no quisieron o no pudieron volver a
salir.
Algunos tal vez se tiraron, empujados por un deseo
de conocimiento íntimo comparable al que yo sentí. Otros, por el contrario,
para no conocerlo más, porque el sempiterno paso ante sus ojos de un fenómeno
de esa clase les había brindado una idea de lo indecible y de lo incomprensible
capaz de desesperarlos o de cansarlos solamente. O quizás algunos terminaron
leyendo ahí una revelación insoportable, que prefirieron callar antes de darse
muerte, algo que una revelación semejante implicaba inevitablemente.
Entre los desdichados que evoco, muy numerosos
pudieron ser quienes quisieron no conocer nada más (y no solamente ese objeto
en particular), luego de haber considerado, como consecuencia de relaciones
desagradables con las realidades más diversas, que este mundo ya no podía
ofrecerles nada agradable o tolerable.
Por último, si les creemos a los periodistas, a los
poetas, a los novelistas, una cantidad considerable de personas pudieron decidir
terminar así un solo, un simple episodio de sus vidas, el cual les habría
proporcionado la certeza, a veces por un instante tan sólo, pero qué fatal y
qué irremediable, y la desesperación de no conocer nunca nada, aunque no fuese por ejemplo más que el corazón de uno
de sus semejantes y el lugar que ellos mismos podían aspirar a ocupar en él.
El hecho es que en París especialmente el Sena es
uno de los modos de suicidio más frecuentemente usados. De manera que muchos
parecen preferir las llamas frías del líquido antes que las de algún incendio
(aun encendido por ellos mismos), o la asfixia en un líquido antes que la
asfixia por gas como el gas del alumbrado, o el aplastamiento bajo las ruedas
lentas y frías de ese salvaje, ese inmemorial transporte natural antes que el
aplastamiento bajo las ruedas de un ómnibus, un subte o un tren.
A todos esos desesperados, locos o razonables,
asustados o valientes, papanatas, quijotes o lafcadios, miserables o
magníficos, teatrales o discretos o secretos, presas del despecho o del desdén,
que vaya naturalmente nuestro homenaje o nuestra piedad, nuestra aprobación o
nuestra resignación: en ellos pensamos con verdadero orgullo. Nunca deja de
invadirnos ese sentimiento, mezclado con algo de horror, a decir verdad, cuando
contemplamos al azar de nuestro paso sobre los puentes o a lo largo de las
costas los objetos y los monumentos numerosos e importantes que su propio
número y su perseverancia en el curso de los siglos y de las semanas obligaron
a que la ciudad le dedicara a su pasión: chalecos salvavidas, boyas, lanchas
rápidas de auxilio y el sombrío y terrible edificio de la Morgue.
En cuanto al mismo Sena, ¿qué nuevos sentimientos
hacia él nos van a invadir en la medida en que lo imaginamos arrastrando tantos
cadáveres? ¿Será acaso de rencor o enojo porque acepta con apariencia
completamente impasible esos sacrificios, e incluso a veces los atrae, los
incita y pareciera solicitarlos pérfidamente? ¿Será por el contrario de
reconocimiento, pensando en que su corriente ha sido elegida así como lugar de
descanso, como amante suprema, hermana, madre o enfermera por tantos
desdichados incurables, y que ha cumplido ese papel hasta su máxima
satisfacción y que no los decepcionó?
Por mi parte, no me inspira debido a eso ni más
atracción ni más repulsión; ni mayor confianza ni mayor desconfianza: sé bien
que ninguno de nuestros sentimientos humanos le resulta adecuado, y no le
rendiré homenaje con ellos porque no tengo tiempo ni sustancia nerviosa para
perder en un gasto unilateral, sino que todos mis esfuerzos más bien apuntan al
proyecto inverso. Es decir: obtener de él (y sé bien que será en su contra) la
ganancia de algunos sentimientos inauditos, no experimentados todavía por el
hombre, que su contemplación atenta (y activa, o sea nominativa) puede
permitirnos descubrir y apropiárnoslos, he tenido la experiencia cierta de ello
con otros objetos (ni más ni menos reacios que él).
De manera que ya no nos verán por mucho tiempo, ni a
mí ni a ti por consiguiente, querido lector, demorados en un espectáculo tan
humano, tan lamentablemente humano. Ya nos hemos vuelto a poner de pie, nos
hemos sacudido (como los perros que se mandan a lavar o a ahogarse en el mismo
río después de haberlos mimado, acariciado o golpeado en sus orillas) el exceso
de agua que altera nuestra epidermis, molesta nuestros movimientos y torna
incómodas nuestras relaciones con los seres y los objetos de tierra firme.
Asimismo, aun dentro de una escafandra, que bien
puedo suponer, y esta vez sin exceso o perversidad de imaginación, que sea
puesta a disposición de nuestro deseo de observación algún día, repito, aun
dentro de una escafandra, ¿qué verdades importantes, en tanto que
verdaderamente específicas del agua profunda de los ríos (y entre los ríos,
únicamente del Sena), podríamos esperar percibir?
Por cierto, podríamos examinar por primera vez, y
sacar provecho de dicho examen, el fondo de nuestro río, conocer finalmente su
lecho, saber qué limo, qué barro, qué piedras o qué arenas lo constituyen aquí
y allá. También podríamos sin duda entusiasmarnos y sorprendernos con los
objetos de toda clase, muy heteróclitos, muy singulares, que pudieron
precipitarse allí por la voluntad, la negligencia del hombre o por algún
accidente. ¡Qué no se puede decir al respecto! Y quizás un estudio atento de
ese fondo y de los desechos que lo cubren, comparados con los fondos y los
desechos de otros ríos famosos, que hacen correr sus aguas en medio de
civilizaciones diferentes o por el contrario en regiones desiertas, sería
interesante, curioso, lleno de enseñanzas. No se dejan en seco con frecuencia
ríos de tal importancia. No he oído decir que con el Sena se haya emprendido
una tarea semejante desde hace mucho tiempo. Tal vez, aparte de las
dificultades técnicas que implicaría, se retrocede ante la naturaleza de las
revelaciones que resultarían puestas ante la mirada del público. Tal vez se
siente cierto pudor al respecto, o un miedo más o menos consciente. Tal vez
imaginan que un súbito frenesí, comparable al que impulsa a los ladrones, o
cierta vergüenza, o por el contrario un desaliento de consecuencias políticas o
religiosas imprevisibles, pueda invadir entonces a los testigos de tales
revelaciones. Tal vez se prefiere no hacer ver eso, ignorar para siempre lo que
hay allí abajo, así como algunos que se sienten enfermos y tardan en ir al
médico por temor a lo que tendrá que revelarles, algo que cambiará en adelante
sus existencias de manera definitiva. Así como también, mucho más comúnmente
aún, el hombre parece preferir no saber, para no inquietarse, lo que sucede
dentro de sus vísceras –y tal vez todo funcione mejor así.
Lo cierto es que semejantes sondeos y limpiezas son
poco frecuentes, inevitablemente parciales, y no se desarrollan en presencia de
una afluencia de público. Las dragas que se utilizan no son objeto de ninguna
devoción, ni tampoco de una curiosidad especial por parte de individuos o de
multitudes. Sus pequeñas palas, sin embargo, teóricamente deben ser mucho más
interesantes de desgranar que las perlas de un rosario bendecido[2]…
Pero el barro, no sé por qué, tiene mala fama en el mundo actual; nadie querría
interesarse demasiado en él. Tal vez sea porque en el lenguaje común de los
hombres desde hace mucho está afectado por el peor coeficiente de
desaprobación. En verdad había que afectar algo,
ya que hacía falta que una palabra expresara esa clase de sentimientos; y
bueno, se eligió el barro, y desde entonces ya no sirve prácticamente para otra
cosa que para reemplazar en boca de los hombres no sé qué mueca de asco, un
escupitajo. De modo que sobre el mismo barro ha recaído el asco que él sirve
para expresar. Curiosa consecuencia, curioso engaño. Desde entonces los hombres
se ven privados de todos los demás sentimientos que podría hacerles concebir,
sin duda legítimamente, y en suma de todas sus demás cualidades, de todas sus cualidades
aparte de las asquerosas. Pero dejémoslo ahí… El barro en este caso no es
nuestro tema y algún día encontraremos la ocasión de dedicarnos a su
rehabilitación en particular… Lo cierto es que el precioso, el fenomenal barro
del fondo del Sena, del Sena de París (la preciosa, la monstruosa ciudad), no
es objeto de ningún culto ni de ninguna curiosidad. Cuando podría esperarse a
juzgar por las muestras que hay en todos los museos y en todos los laboratorios
del mundo, sabiendo que es sometido a potentes proyectores, al lente del
microscopio, a mil experimentos, a mil reactivos, y que sería legítimo que se
pretenda hacer beber una taza a todos aquellos que se llaman, sin ninguna
prueba previa, por ventura de la moda, la celebridad o los más sórdidos intereses,
ciudadanos de honor de París. Porque finalmente, aun si todas esas
observaciones, todas esas devociones, todos esos experimentos y reacciones
debieran resultar irrisorios, porque desembocarían en la prueba de que el barro
del Sena se parece a todos los otros barros del mundo, bueno, por cierto, no
sería algo del todo inútil, y también podría extraerse alguna enseñanza de
ello.
Sin embargo, no es a un objeto así al que se dirige
la devoción popular. Ésta se ejerce, es preciso admitirlo, en favor de un objeto
muy diferente. Reproducida en millones de ejemplares y vendida por todos los
comerciantes de recuerdos de París, así como por los pequeños escultores
ambulantes que instalan sus puestos en los parapetos de muelles y de puentes,
una cabeza de yeso, que representa a la Desconocida
del Sena, es el objeto de ese fervor. De esa figura se venden también
muchas fotografías, a menudo impresas en el reverso de tarjetas postales.
Algunos escritores usaron ese mito a su manera: un autor alemán le dedicó un
libro entero, y se lo trata extensamente en una de las más célebres novelas que
han aparecido en los últimos años[3].
La leyenda es muy sencilla: dice que el cuerpo inanimado de una joven fue
sacado un día del Sena. Su rostro, de una maravillosa belleza, parecía no haber
sido alterado en absoluto por la angustia de la muerte ni por la estadía en el
agua. Por otro lado, no se pudo obtener ningún indicio sobre la identidad de la
misteriosa ahogada, ni sobre las circunstancias de su drama. Eso es todo. La
máscara de su rostro habría sido moldeada en yeso antes de la inhumación de la
muerta, y lo que vemos sería la reproducción de dicha máscara. Se trata del
rostro de una persona muy joven, casi una niña. Los ojos están cerrados, la
boca atravesada por una especie de sonrisa muy parecida a la de la Gioconda de Da Vinci. Pero se trata de
un rostro francés, parecido al que vemos en las vírgenes de Reims o de
Chartres. Es algo sencillo y conmovedor, mucho más conmovedor, al parecer, que
un puñado de barro. Sin embargo, a quienes lo han decidido así (y te juzgan muy
mal si opinas distinto) también les gusta decir u oír decir que el hombre no es
más que un poco de barro. Pero en cuanto a mí, no quiero decir nada, excepto
que el barro me parece muy diferente al hombre y que quizás el hombre podría
volverse muy diferente de lo que es (y que no es barro) si tan sólo se dedicara
menos a contemplar sus propias imágenes que a considerar por una vez con
honestidad el barro…
Así pues, el Sena visto desde adentro, con ayuda de
una escafandra por ejemplo, sin duda podría revelarnos algo de la naturaleza de
su fondo, y eso no sería para nada desdeñable. Pero si nos quedamos en el mismo
lugar y elevamos nuestra mirada hacia el horizonte, contemplaríamos de
inmediato las mismas aguas, pero no pienso que lográramos conocer verdades muy
particulares de las aguas del río que hemos elegido entre todos. Por el
contrario, nos veríamos privados entonces de los elementos de comparación constituidos
por los objetos fijos entre las cuales se desliza la corriente de agua, y que
nos permiten captar más claramente sus características.
Por lo tanto, en este momento, tenemos que subir
decididamente a la superficie, salir del agua, sacudírnosla, deshacernos de
ella, y considerarla en adelante desde sus puentes o sus costas.
¿Acaso vamos por eso a confundirnos con la multitud
de suspirantes que siempre han rondado el Sena, al coro de aquellos que le
dedican sus romanzas, a los suspirantes de sus pasarelas y de sus puentes?
Ciertamente, no nos está vedado reinventar nosotros mismos en este momento los
cantos que ha inspirado el río. Inclinados sobre él, por todo el tiempo que nos
plazca, desde algún puente, o instalados a su cabecera, o paseándonos con la
guitarra en la mano a lo largo de sus pasarelas, tanto que sentiremos latir
nuestro corazón, respirar nuestro pecho, tanto que el aire respirable rodeará
confortablemente nuestro cuerpo, podremos cantar, apasionados y a pesar de
nuestros suspiros más gallardos, las tonadas más melancólicas o las más
desesperadas.
Sí, el Sena es también el río que ha inspirado a
muchos poetas, ilustres o anónimos: no sería justo olvidarlo, no tenerlo en
cuenta para nada. Sí, el Sena es también el río sobre el cual Bernardin de
Saint-Pierre escribió tal cosa, Nodier tal otra, Apollinaire tal otra más. Sí,
Pastora, oh
torre Eiffel, el rebaño de los puentes bala esta mañana.
Sí,
Bajo el puente
Mirabeau corre el Sena
y nuestros amores…
Quedémonos cara
a cara con las manos enlazadas
mientras debajo
del puente de
nuestros brazos pasa
la ola cansada
de las eternas miradas..
Sí,
El amor se va
como el agua que corre
el amor se va…
Llega la noche
suena la campana
los días se van
y yo me quedo.
Sí,
El río se parece
a mi dolor
fluye y no para
nunca
cuándo se
terminará la semana…
Sí,
El río clavado
sobre la ciudad
te fija como un
vestido partiendo
hacia el dócil
anfión sufriste
todos los
regalos encantadores
que tornan
ágiles las piedras.
Sí,
Tierra
Oh desgarrada
que los ríos han zurcido,
Sí,
Estoy borracho
de haber bebido el universo entero
sobre el muelle
donde veía correr las olas y dormir las balsas
escúchenme soy
la garganta de París
y si quiero me tomaré
el universo
Escuchen mis
cantos de borrachera universal
Y la noche de
septiembre que terminaba despacio
las luces rojas
de los puentes se apagaban en el Sena
las estrellas
morían el día apenas estaba naciendo[4]…
Ciertamente, es algo lindo, cautivante, emocionante.
Por cierto, no estamos queriendo renegar de tales voces, desear que se callen,
no concederles audiencia, no hacernos eco de ellas (como se ve), sin ningún
temor de que después de ellas la nuestra palidezca o se extinga. Pero también
es cierto que semejantes canciones no son para nada la nuestra. No hemos sido
designados para decirlas. Por lo tanto, tampoco nos interesa demasiado
decirlas. Ni a ustedes escucharlas de nosotros.
No. Ni más ni menos que esto, por ejemplo, a saber
que el Sena tiene su origen a siete kilómetros de Saint-Germain-la-Feuille y
corre en dirección norte-noroeste en un trayecto de setecientos setenta y un
kilómetros, hasta su desembocadura en tal o cual grado de latitud y de longitud,
luego de haber atravesado las provincias de Bourgogne, Champagne, Île-de-France
y Normandie, los departamentos de la Côte-d’Or, de l’Aube, Seine-et-Marne,
Seine-et-Oise, Seine, l’Eure y Seine-Inférieure, las ciudades de Châtillon,
Troyes, Montereau, Melun, París, Mantes, Rouen y Le Havre, y recibido tales
afluentes por su derecha, tales otros por su izquierda, y por ejemplo solamente
en la Côte-d’Or, en primer lugar la cuenca colmada del Revinson, el Brévon y
algunos arroyos, entre ellos el Douix de Châtillon, luego fuera de ese
departamento recibe las aguas de cuatro ríos que al menos en parte le
pertenecen, a saber: el Laignes y el Ource que se originan allí, el Aube y el
Yonne. Y si quiero considerar el Laignes, ¿tendré que decir que surge de una
soberbia fuente y que una parte de sus aguas le llegan subterráneamente de otro
río del mismo nombre cuyo origen está cerca de Baigneux-les-Juifs? ¿O que la
cuenca del Ource es muy boscosa y sus afluentes principales el Douix, el Arce,
el Groême, el Dijonne, el arroyo de Val-des-Choux, la vertiente de Brion, las
surgentes de Thoires y de Belan, la fuente de Pré-l’Abbé, las vertientes de
Riel-les-Eaux y de Clos-de-Champigny, el Bedan y el arroyo de Moulin-Pingat?
Del Aube, ¿que su curso es de doscientos veinticinco kilómetros, que nace cerca
de un peñasco cubierto de musgo y de enredaderas, a cuatrocientos metros de
altura, en el noroeste de Praslay en la Haute-Marne, que sus aguas son
transparentes como el cristal y que conserva incluso después de su confluencia
en el cauce común su corriente clara aparte de las aguas verdes del río más
grande?
¿Acaso eso es menos poético o menos interesante? Ni
más ni menos, a saber por ejemplo que el Sena es el río en que se establecieron
los Parisii y que los Normandos remontaron hasta París (y más precisamente
hasta la torre que entonces vigilaba el Pequeño Puente) ese río en donde se
precipitó el cadáver de tal príncipe asesinado, donde se reflejaron las llamas
de la Comuna y que fue un boulevard desierto bajo la Ocupación?
¿Pero acaso también estas cosas son de mi
incumbencia? ¿No lo dirán otros mejor que yo?
¿Y yo qué? Bueno, a esa pérfida y fría línea
horizontal que se burla desde hace siglos de las generaciones que se apresuran
en su pasarela o que cabalgan su curso para ronronearle estúpidas romanzas
mirándola mover indolentemente las piernas y divirtiéndose con pequeños efectos
lingüísticos o con pequeños andamiajes más o menos viciosos y retardatarios en
sus costas, la consideraré (como lo hice hasta aquí) con más atención, a la vez
con amor y con desconfianza, para envolverla finalmente en su propio ropaje,
contento si tan sólo puedo asestarle al pasar algunas definiciones sólidas.
Y sin dudas el Sena, es momento de confesarlo, el
Sena, me di cuenta bastante rápido apenas empecé a reflexionar sobre él, el
Sena no me inspira naturalmente ninguno de los sentimientos tiernos o idílicos
que veo tan habitualmente manifestados en los escritos a los cuales ha dado
lugar hasta ahora.
Por cierto, como pareciera en principio que todo el
mundo se entiende perfectamente acerca de él, que todo el mundo sabe muy bien a
qué se refiere cuando dice “Sena”, y que cada cual en particular posee una idea
simple sobre él, entonces, cuando me propusieron este tema, y si bien no lo
planteé yo mismo, sino una persona claramente situada fuera de mí, lo acepté
como posible, e incluso como probable. No fue algo que por mi parte cuestionara
demasiado hasta el momento en que intenté captarlo de verdad…
Mientras tanto, el talentoso e inteligente fotógrafo
que debía colaborar en el libro había llegado a Francia. Y sin dudas para él la
cuestión no se le iba a plantear igual que a mí: sea como fuere, recorrió el
Sena en toda su extensión, tomó fotografías… Para él la suerte estaba echada.
Por otra parte, ninguno de mis amigos a quienes se
me ocurrió comentarles el asunto pareció especialmente sorprendido. Varios
incluso reaccionaron de tal modo que me hicieron creer que sabían bien cómo me
las iba a arreglar para tratar ese tema.
Pero había algo que sin embargo ya debía preocuparme
un poco, intrigarme: cada vez que tenía la oportunidad de cruzar el Sena o de
bordearlo, me sorprendía no recibir sino una impresión bastante poco intensa,
bastante poco clara, bastante poco profunda –como un roce superficial. En
verdad, esa misma lentitud de nuestros acercamientos tenía algo conmovedor. De
vuelta en casa, cuando pensaba en ello, estaba dividido entre dos sentimientos.
O bien se me aparecía la dificultad misma del tema, y al mismo tiempo su
interés, la amplitud de los problemas de toda clase que suscitaba –lo cual me
tentaba y me asustaba a la vez. O bien, al pensar de la manera más concreta
posible en las aguas de mi río, sentía más bien cierta aversión. A veces esas
dos impresiones se combinaban. ¿Cómo captar el ser de esto?, me preguntaba. ¿De
qué se trata? Es una tropa que corre sin cesar desde hace millones de años, que
no ha dejado de llegar hasta mí o de escaparse de mí (si me imagino parado
sobre un puente), de pasar, de desfilar delante de mí (si me ubico en una de
sus costas). Siempre en el mismo sentido, lo que resulta molesto y
desesperante… Una masa de materia envolvente, hostil, muy capaz de ahogar. Una
tropa insípida, fría, dulce y pérfida, con la cual no me gusta meterme, a la
que no sería bueno llevar a casa. No me gusta tanto. No me conviene tanto.
París (y el Sena) siempre me parecieron situados demasiado al norte para mi
gusto… Pero además, es un agua como cualquier otra. Una parte del agua que
corre por la superficie del mundo y toma ese curso, esa zanja –eso es todo. Y
en suma el Sena es mucho más ese curso, sus orillas, su fondo, sus cielos que
el agua en sí misma, que es un agua indiferente, nunca la misma, y siempre de
la misma naturaleza, que por casualidad se ha visto precipitada allí y se ha
introducido en esa zanja. Por otra parte, esa agua no adquiere en la zanja
ningún aspecto que me cautive o me entusiasme especialmente. No pareciera ser
del todo una fuerza de la naturaleza, un fogoso acontecimiento de borbotones,
de melenas, de trompas como el Rhône, por ejemplo, en el cual participaran
nieve y torrentes. Aquel desciende de las alturas, de los glaciares. En la
medida en que me gustan los ríos que saltan entre las piedras, que ríen, que
hacen lío, se agitan como la juventud al bajar por el curso de la vida, tanto
más me cuesta dedicarme a ese deslizamiento como tal, a ese triste resultado de
las lluvias. No, el Sena, lo lamento, no me inspira. No más que una aversión.
Como los ríos en general y sobre todo los ríos lentos. Y sobre todo los ríos
profundos. Me horroriza el agua que se pretende pura y transparente pero cuyo
fondo no veo. Sobre todo las aguas que por su pereza y su negligencia, por su
abulia en deslizarse, ensucian y pudren sus fondos.
Me gusta más el agua de la canilla. Me gusta esa
actividad, esa risa, esa precipitación, ese ajetreo. También me gusta el agua
de la jarra, el agua de mi vaso. Pero no soy muy sensible a los encantos de esa
agua profundamente sucia, impura –y que sin embargo centellea en la superficie
en medio de bosques.
No, el Rin no es mi padre, el Sena no es mi mujer[5],
y si hay una literatura que aborrezco es precisamente la que diviniza, en
términos líricos, a la Eva, a la Onda: esa literatura a la Reclus[6].
En cuanto a definir los ríos como caminos que van y
transportan adonde uno quiera ir, bueno, le dejo esa responsabilidad al profundo autor de esta observación: no
parece en absoluto suficiente.
¡Ah! Inclinado sobre el agua desde un puente, me
hace falta hablar más bien de un flujo de ideas no plásticas, casi soñadoras,
que me viene con la corriente, que no puedo retener, que sigue su ruta río
abajo, tras haberme atravesado de alguna manera, y que termina perdiéndose en
el remolino, en el caótico reposo del océano, antes de haber pedido cobrar
forma del todo –a falta de haber sido captado o retenido mínimamente por la
memoria y siempre apresurado por lo que viene inmediatamente después.
Sí, es el flujo incesante de las ideas soñadoras,
salvajes, no retenidas y a decir verdad no pensables, el flujo que atraviesa París
–esa París repleta de bellos y grandes monumentos de estructura eterna, mucho
menos eterna que ese flujo, el flujo incesante.
Pero París justamente se formó donde ese flujo podía
ser atravesado más fácilmente, y el
pensador sobre los puentes, instalado perpendicularmente al curso del río,
puede sentir fuertemente su identidad personal acodándose allí.
Sí, el río es ese curso de agua salvaje que pasa a
través de todo, a través de los monumentos de las culturas más refinadas –con
un andar a la vez fatal y estúpido, profundo, a veces barroso–, es la corriente
de lo no-plástico, del no-pensamiento que atraviesa sin cesar la mente,
evacuando sus residuos, sus desechos, sus recursos, arrojándolos al mar. Ciega
y sorda. Fría, insensible.
Hendidura, surco, pliegue hueco, zanja, ingle,
valle.
Sé bien que a partir de la noción de pliegue hueco,
de valle, de zanja, podré dar cuenta de un gran número de rasgos del río.
Entreveo largos desarrollos a partir de allí.
Pero antes, aprovechando mi posición de espectador
que examina el río desde arriba de un puente, debo dar cuenta de algunos otros
rasgos, también esenciales, que estoy apurado por despejar de una vez.
Estoy pues inmovilizado aquí en esta especie de
eterno presente que es el del espectador, inmovilizado ante el río móvil. No me
muevo, ni actúo, tampoco veo todo lo que ya ha pasado (lo que entonces sería
saber), porque el hecho mismo de que el río siga pasando me obliga a no cerrar
de ningún modo ese pasado y me fuerza a anticipar el futuro. Pero si el futuro
sólo es ignorancia, cuando es el futuro del espectador y no del actor que forja
ese futuro, ¿cómo puedo concluir otra cosa que no sea: esto va a seguir así
eternamente? Cada vez, me digo, que veo lo que pasa, veo el mismo río que se
desliza. Todo sucede pues como si no se hiciera nada, puesto que nada queda,
nada permanece como algo adquirido. Así, el río sería la imagen concreta de lo
que una gran mente de nuestra época, a quien acabo de robarle ya varias
expresiones, llamó “el tiempo transdialéctico:
un tiempo sin contradicciones, un tiempo sin lucha, un tiempo apaciguado, un
tiempo donde todo no hace más que deslizarse”, una especie de “sustrato
neutro”, la imagen de un “tiempo que no tiene forma”, donde “todo se sacrifica
a su unidad”. El río es la imagen de ese tiempo vacío de acontecimientos, de
ese tiempo supra-vital que los metafísicos a menudo se han dedicado a concebir
“y del cual resulta muy natural –observa el mismo gran pensador– que luego de
haberlo captado así como un dato (cuando no se trata más que de una ficción),
lo hayan declarado dato único”. “Los
metafísicos –sigue diciendo– nunca han hecho otra cosa”, y concluye muy
justamente que “cuando se pretende luego llegar al mundo complejo de los
fenómenos, a la vida, a la historia, no se podrá interpretarlos. Porque no será
el tiempo como tal lo que habrá que intentar concebir, sino el movimiento o los
movimientos del tiempo, su estructura dialéctica, tal y como aparece en la vida
y en la historia”[7].
Por mi parte, concluiré que los metafísicos sin
dudas no pudieron concebir esa ficción sino a partir de datos muy reales que
constituyen particularmente a los ríos, el agua casi eternamente fluyendo; y
que a mí me alcanza con este río, o más bien que lo aprecio por ser concreto de
otro modo, denso y complejo de otro modo, pues así me obliga, tal como lo hago
a partir de él, a captar muchas otras nociones, absolutamente diferentes (y
también contradictorias), donde refrescarme, espesarme, calmarme finalmente y
reforzarme en mi propio impulso.
Volvamos, por ejemplo, a nuestra noción de valle:
¿no nos conduce enseguida esta noción a la bajeza, con su coeficiente
peyorativo y su corolario de humillación? ¡Ah, estoy muy contento, entre
paréntesis, de que la relación fonética entre las raíces humid y humil me resulte
finalmente justificada! Sabía bien que un día u otro encontraría su
fundamentación. Sí, ¿acaso no resulta evidente, para quien lo piensa un minuto,
que el valle, el pliegue hueco, la zanja (científicamente le dicen thalweg) es por definición la línea de
la mayor bajeza, de la máxima humillación de toda esa región, designada a su
vez por la palabra cuenca[8]. Así se
explican (entre otros) algunos sentimientos pueriles, anotados ingenuamente
como lo que sigue, por ejemplo, encontrado entre mis papeles. El agua tal como
cae del cielo, la acepto de bastante buen grado. Pero el agua de los ríos,
bueno, lo siento, nunca pude sentir nada por ella. Entiéndanme. Está muy bien
que llueva, y es perfecto que el agua impregne la tierra, haciéndola apta para
la vegetación, no veo en ello ningún inconveniente, por el contrario. Lo que me
molesta, no sé por qué, es la divinización de los ríos, de esas zanjas…
¡Pero ahora sé por qué!
Es que el lecho de los ríos es el lugar de la
humillación (activa, sensible, visible, en acto) de toda una región. Cuando se
llega al Sena, estamos en el lugar geográfico más bajo. A lo que está más abajo
en la superficie de toda su cuenca. En su lecho convergen todas las
humillaciones, todas las bajezas (de todos sus afluentes, y de sus respectivos afluentes).
La humedad y las humillaciones de toda una región.
Ese lecho es la arruga, la manera en que se ahueca,
por diversos avatares, los sucesos, las desgracias, y por y a través de las
lágrimas y otras secreciones que resultan de ello, la superficie de la tierra
en nuestra región.
Sí, es el flujo incesante de las ideas salvajes del
que hablaba hace un momento, sí, es el flujo de lo no-plástico, de lo
no-pensable, pero es también el flujo de lo que ha sido vivido, el residuo de todo lo que se actuó, el flujo de lo que no
pudo ser asimilado y que debe ser rechazado, evacuado. Sí, así es como la
naturaleza silvestre entra en París, la atraviesa y sale –pero ahora sé a qué
se parece lo silvestre: sé que también la orina es silvestre.[9]
Flujo cotidiano, de todas las horas, flujo de todos
los instantes.
Cloaca, cloaca a cielo abierto. Y no hablo en
sentido figurado.
¡Porque después de todo es cierto! No hay una gota
de líquido producida en la superficie de esa cuenca, ni nada de lo que se
derrama tanto del cuerpo de los hombres o de los animales como de la tierra o
del cielo, si no forma parte de los dos tercios que se evaporan en el camino,
que no se encuentre finalmente en ese lecho. Y cuando hablo de los dos tercios
que se evaporan, sólo es válido para el agua de lluvia, pero las demás aguas
tienen muchas menos oportunidades de hacerlo: los líquidos cloacales no se
evaporan casi nada. ¡Sí, claro! Porque lo que se infiltra en el camino en la
superficie de la cuenca, vuelve a surgir finalmente en otro sitio, y termina
volviendo al lecho, después de haber sido más o menos filtrado, es cierto.
Piensen: cada vez que mean o cagan…
Cada vez que estrujan una media encima del
lavatorio, en la planta baja de sus casitas de campesino en Champagne, de
obrero en l’Aisne, o en el Seine-et-Oise, o en el séptimo piso del inmueble
parisino donde usted se pudre, viejo enfermo, le agregan al Sena un poco de lo
que él jovialmente hace centellear entre las laderas arboladas de Saint-Germain
o de Chatou. Y ustedes quisieran que eso corriera más rápido, en caso de
necesidad bajo la forma de una ancha corriente de aguas barrosas y
amarillentas. Pero no. La mayoría de las veces lo hace con toda tranquilidad
–centelleando– dejando en duda si está durmiendo o si corre. La más innoble
incontinencia da lugar así por momentos a un lindo espejo natural.
“Entra como un cisne y sale como un cerdo”: creo que
Heine habló así del Spree de Berlín. Y por cierto, es algo que se puede aplicar
no solamente al Bièvre o al Rouillon, sino al mismo Sena de París, si pensamos
en que ese río, cuyo recorrido dentro del departamento que lleva su nombre es
de sesenta kilómetros, más de doce en París, debe estar muy fuertemente
contaminado más abajo por su paso en medio de una aglomeración de cinco a seis
millones de habitantes. Y podremos desear entonces que se terminen las obras
emprendidas, y que la frase “todo a la cloaca, nada al Sena” se vuelva una
verdad, y que las aguas servidas, en vez de ingresar al río en Asnières, vayan
finalmente a volcarse en los campos de fertilizantes de Gennevilliers, Achères
y Méry-sur-Oise. Por supuesto, la mayor parte de esas aguas no dejarán por ello
de retornar al lecho del río más o menos lejos, más o menos río abajo, pero al
menos habrán sido filtradas en los terrenos subyacentes de los campos de
fertilizantes que complacientemente acabamos de citar.
Por el momento, todo va al Sena, y por mi parte
tengo también que tirar aquí ciertas cosas que me dijeron, que no he
verificado, pero cuya evocación me causó una impresión tan fuerte que deseo
librarme de ellas cuanto antes.
Tal parece que en determinados sitios de los
suburbios cercanos, río abajo de París, pueden verse las instalaciones de
empresas industriales relativamente importantes, concebidas y dirigidas por
individuos que no temen consagrar sus vidas, sus nombres y ganar fortunas que
luego bien pueden gastar en dotar a sus hijas de ropa blanca inmaculada –que no
temen, como dije, ocupar su tiempo y su mente en la recuperación de materiales
recogidos por el Sena durante su paso por la aglomeración parisina. Resulta
pues que algunos, después de haber instalado unos diques superficiales,
recolectan flotas enteras de corchos que, más o menos lavados y remodelados en
formatos reducidos, servirán para tapar luego muchos frascos de remedios o de
perfumes. Otros pasan sus existencias en barcas especiales, provistas en su
centro de una gran caja en forma de ataúd. Armados de largas pértigas con
arpones, pescan a su paso animales muertos cuyos cadáveres, convenientemente
tratados, les procurarán ganancias apreciables. Las grasas, fundidas y
blanqueadas, entrarán en la composición de diversas margarinas, mientras que
los huesos proporcionarán los polvos calcáreos que sirven para fabricar
numerosos productos farmacéuticos u otros, tales como tizas, talcos o pastas
dentífricas por ejemplo. Pero las más modernas de esas empresas, las más
considerables entre los industriales, las más ricas, las mejor equipadas, las
más famosas, aquellas cuyos dueños tienen las hijas más buscadas, son las que
tienen diques formados por postes o enrejados flotantes que sólo retienen la
crema, la espuma, esa película a menudo muy espesa de aceites, grasas y mugre
que se fija en la superficie impregnándola y recubriéndola. Entonces, no hace
falta más que raspar esas superficies, desengrasar esos enrejados y luego
tratar químicamente la pasta obtenida para chuparse enseguida los dedos con las
mejores margarinas, los más finos jabones, con otros mil artículos de lujo,
delectación y belleza.
Son cosas que funcionan, y no haré el ridículo de
condenar ocupaciones semejantes.
Además, estoy impaciente por abandonar una visión
tan anecdótica de las cosas: lo mismo a Heine, sus supuestos cisnes y sus
supuestos cerdos, que a nuestros recolectores de cloacas y otros refinadores de
suburbio.
Como ya tuve la oportunidad de darlo a entender, el
Sena, río abajo de nuestra aglomeración, de sus letrinas y de sus chimeneas, no
parece menos puro que en su curso superior: bajo las enramadas del Eure y del
Sena inferior ofrece muchos lindos espejos naturales. Lo que sin dudas sería un
signo de que en efecto no es menos
puro, que no lo es ni más ni menos. Lo único que nos parece digno de destacar
(y que en primer lugar nos gusta), porque se trata de una cuestión de
principio, es –si continuamos honestamente nuestra dialéctica, si la llevamos a
su término, si nos valemos finalmente de lo que sin dudas vemos, pero que tal
vez tenderíamos antes bien a ocultar si nos interesara más perseguir una
metáfora seductora que alcanzar una verdad inaudita y desconcertante– es
entonces que el mismo lugar de la humillación y de la bajeza, el lugar donde se
desaguan infamias y vergüenzas es también un lugar de espejos, de pureza y de
transparencia, y que por último es solamente
en esos lugares, los más bajos, y en esas aguas residuales, sí, tan sólo allí
donde aquello que está en lo más alto, donde por fin los cielos pueden (o
aceptan) reflejarse.
Y por cierto, es algo perceptible no sólo para la
mente de cualquiera que reflexione, sino también para la menos prevenida, la
menos preparada, la más distraída de las miradas: en la superficie de la tierra
nada es más reflejante, no hay otro espejo natural que no sean las extensiones
líquidas. Un aviador se da cuenta enseguida. El reflejo es patrimonio de esas
extensiones, de esas napas horizontales, de esos lechos de putas. Y espejean
tanto más, reflejan tanto más nítida, claramente, en la medida en que están,
por una parte, más inmóviles, o más lentas, más perezosas, y en cuanto sus
fondos, por otra parte, son más oscuros, su azogue es más denso y está más
uniformemente extendido.
Esto me permitirá pues darme cuenta con exactitud,
explicarme a mí mismo determinados sentimientos o sensaciones que
frecuentemente llegué a experimentar dentro de mí cuando me acerqué a mi Sena.
Sí, cuando llego a su valle, aunque sea dentro de
París, aunque sea en la desembocadura de una calle o callejón, cuando
finalmente me encuentro cerca de esas aguas, a menudo miro menos el agua (sólo
la miro con el rabillo del ojo), y también cuando la pienso desde mi
escritorio, a menudo recuerdo menos el agua a fin de cuentas y más esa especie
de ancha zanja irregular, ese gran carril en el terreno, esa gran grieta azul o
gris o amarillenta, por último ese brusco esclarecimiento del paisaje, ese
súbito claro.
De tal claridad, que parece afectar no solamente a la
superficie, sino también al interior mismo de la tierra, me acuerdo también (o
la percibo) como de un par de tijeras abiertas cortando un retazo de seda
estirado. Ya saben, cuando la hoja inferior avanza invisible bajo la tela,
aflorando brillante a medida que el tejido, en este caso un tejido de asfalto y
de piedra tallada, de edificios de piedra, es cortado. Y la hoja superior, que
avanza al mismo tiempo, pero que pareciera tan sólo seguir a la otra, esa hoja
superior no es sino la franja de cielo que corresponde al río, a su vez hoja
inferior de nuestras tijeras abiertas.
También me pasa que lo percibo como un fruto
abierto, o uno al que le falta, al que le han sacado antes de exponerlo un
pedazo, una rodaja, una sección, para probar su calidad interior, su inocuidad,
su inocencia.
Sí, tal parece, llegando a un valle, que le hubieran
sacado una sección al paisaje; en París, en las inmediaciones del Sena, que le
hubieran sacado un barrio a París.
Y como al fin, sin duda alguna, nos gustaría mucho
tener la certeza de que el interior de nuestro fruto –de nuestra manzana, de
nuestra naranja, de nuestra tierra, de nuestra región, de nuestro París– es una
pulpa sabrosa y clara, bajo la cáscara más fangosa, más barrosa –una pulpa
parecida a la pulpa, a la inmaterial pulpa del cielo: pues bien, aquí se nos
ofrece esa ilusión.
Y aun cuando sólo se trate de una ilusión, al menos
el deseo que sentí sería en verdad una certeza. Sí, estaría al menos y sin
dudas seguro de lo que deseo. Así que gracias,
oh Sena, porque en todo caso me lo probaste: ¡el cielo no es más puro que el
fondo de mi corazón![10]
Por cierto, entiendo lo que me van a decir: que el
cielo no siempre es puro y sereno, puro y tranquilizador –y que también
entonces el líquido lo refleja– y que la impresión desesperante que sentimos
entonces se ve tanto más agravada, es decir, en una suma doble. Sí, pero
también por eso hay que rendirle homenaje precisamente al líquido. Porque así
tenemos la ventaja no solamente de gozar (triste o alegremente) dos veces del
cielo, sino también de disfrutarlo de una manera un poco más tangible, ya que
podemos sumergirnos en esas aguas, en la imagen suave o desesperante del cielo,
podemos saciar nuestro deseo de abrazarlo o de tocarlo con el cuerpo, para
besarlo o combatirlo, podemos además sacarle un vaso y ponerlo adentro de
nuestro cuerpo.
Y sin duda que todas las cualidades que acabamos de
captar son comunes para todas las extensiones líquidas sobre la superficie de la
tierra e incluso son más perfectas, más realizadas en cualquier estanque, lago
o laguna natural o artificial que en los arroyos o los ríos. ¿Por qué entonces
nos impresionan de manera más fatal, más amplia, más dramática en cualquier
arroyo o cualquier río antes que en un lago o laguna?
Pues bien, sin duda por dos razones (por lo menos).
En primer lugar, porque el hecho de que la zanja en este caso nos parezca de
una longitud indefinida (puesto que viene de más allá del horizonte y prosigue
del otro lado también más allá del horizonte), precisamente este hecho nos da
la impresión de una herida más grave, una prueba más decisiva, una certeza
mejor fundada. Y también es porque sólo entonces resulta aplicable la imagen de
las tijeras, donde la comisura de las dos hojas se halla pues en el horizonte
río arriba.
En segundo lugar, el movimiento torna la cosa más
presente, más actual y por ende más emocionante, más sensible, si por otro lado
se pretendiera –y estaríamos equivocados– no tener en cuenta todas las impresiones
de otro tipo, como las que he mencionado anteriormente, en relación con nuestra
noción del tiempo supra-vital por ejemplo, y que convergen con nuestra
sensación añadiéndose a los precedentes.
Sea como fuere, mi mente se encuentra lo suficientemente
colmada por tal sentimiento como para que finalmente se desborde y yo entone mi
himno al líquido.
Sí, esto me resulta evidente ahora, el Sena no corre
sólo entre sus dos orillas sino también entre dos partes de mí mismo, que se
parecen pero a las que separa, y que sus aguas reúnen y reflejan. Es evidente
que encontró una pendiente importante; que sigue, ahonda y llena un valle
importante, una falla importante de mi cuerpo. ¡Oh, hay ahí entonces una muy
buena oportunidad, un logro muy grande!
¡Oh, qué bueno es que el líquido exista, que ahonde
y llene de ese modo y que satisfaga, limpie, abreve ciertas fisuras naturales
de la tierra y de mi cuerpo! Qué bueno que la naturaleza entera no sea
solamente sólida y gaseosa; que algo pesado, denso y tangible como lo sólido
sin embargo se deslice y se escape; y que pueda ser fácilmente dividido,
habitado; y que puedan infiltrarse en mis vacíos, en mis sequedades y
reanimarlas. Que algo así, capaz de movimiento, haga de espejo, destelle y
refleje el resto del mundo, sólido o gaseoso; que multiplique el cielo y las
cosas; que parezca a la vez eterno y pasajero, fatal y accidental, profundo y
superficial, estúpido y dotado de reflexión.
Qué bueno es que las nubes se fundan y que la
diseminación, la dispersión de las lluvias se reúna en fuentes profundas y
luego en arroyos y ríos que dan la impresión de volumen, de fuerza, de
musculatura, de abundancia, de generosidad, y a la vez de una serena seguridad,
de intenciones precisas, de perseverancia, de continuidad… y que eso se deslice
tranquilamente hacia los grandes descansos, los grandes reservorios del océano.
Qué bueno que esa recolección prosiga, atrayendo
irresistiblemente hacia ella a las aguas dispersas. Qué satisfactorio que haya
así en cada región de la tierra un flujo central, una majestuosa avenida
central, bien ubicada, cada vez más fundamentada y confirmada, donde todo se
junta y adquiere su dirección justa y su más corto camino hacia su fin, su
magnífico descanso.
Qué placentero y hermoso que las aguas que corren
hayan buscado su ruta con inquietud y precipitación, que al fin la encuentren y
qué alegría deslizarse un buen día en el lecho común.
Y más en general, qué bueno es que la naturaleza se
presente así en tres estados y nos permita pasar por todos nuestros sentidos de
uno al otro conforme el anterior nos haya embriagado o nos haya dejado
sedientos, y entonces deseemos cambiar.
Y más en particular, que el líquido natural más
expandido sea el agua, esa agua que lava y que sacia a personas y cosas; que
las despoja de aquello que no les pertenece esencialmente, las refresca, las
rejuvenece, arrastra lejos de ellas sus residuos, sus desechos, sus partes
muertas o demasiado viejas.
Esa agua pureza y espejo. Esa agua que consuela y
cura sus arrugas, sus heridas, tapa sus grietas, calma sus resquebrajamientos,
sus sequedades, su sed.
Esa agua que reanima, que hace revivir, que sube por
sus troncos y sus miembros. Esa agua cuya aplicación quita el dolor de cabeza,
y compensa el exceso de calor creado por la energía, el trabajo, las penas, los
ejercicios corporales e intelectuales.
Esa agua, en fin, esa agua del mundo, quizás
específica de nuestra tierra a la que envuelve íntegramente con sus velos
líquidos o vaporosos –y cuyas características quisiera ahora examinar un poco
más seriamente, puesto que el Sena a fin de cuentas sólo es una pequeña parte
de ella.
*
Resulta muy notable que la naturaleza tanto interior
como exterior a nosotros se presenta en sus tres estados, y he dicho que
debíamos felicitarnos por ello.
Si se admite que nuestra Tierra, en su origen, no
fue sino un fragmento desprendido del Sol, no estamos tan seguros sin embargo
de que los minerales se formaron a partir de líquidos: tal vez fue a partir de
especies estables a temperatura más elevada. Nos es posible, en efecto,
imaginarnos el Sol, y por consiguiente el actual núcleo central de nuestra
Tierra, y por ende la Tierra entera en su origen como una inmensa masa gaseosa
e incandescente, y aun como un simple conjunto o sistema de cargas eléctricas.
Sea como fuere, parece que como efecto de un
enfriamiento progresivo, algunos de los elementos gaseosos de ese conjunto en
contacto con capas aún más frías del éter intersideral se condensaron en
diversos vapores, entre ellos el vapor de agua. Podemos imaginarnos entonces
una primera edad de la Tierra donde su historia se redujo a una especie de
tormenta perpetua. Gas que se elevaba por el mero hecho de su energía cinética,
que luego se condensaba y caía en lluvias que, en contacto con el núcleo
central, se evaporaban de inmediato, para condensarse de nuevo, volver a caer
en chaparrones y así sucesivamente, arrastrando en sus movimientos numerosas
cenizas hasta que gracias al enfriamiento continuo poco a poco se forma una
costra, ardiente todavía aunque sólida de modo que la tormenta prosigue, pero
poco a poco los movimientos de evaporación se hacen más lentos y el líquido
finalmente puede permanecer un momento en las depresiones de la superficie.
Sucede así que el líquido ya no se evapora sino en
parte y se forman los océanos, pero a una temperatura tal (temperatura de
incubadora) que toda clase de cuerpos simples, fósforo, carbono, etc., resultan
entonces íntimamente mezclados y disueltos en el agua, y aquellos cuya
combinación compleja constituye la materia orgánica pueden asociarse y dar
lugar dentro de los océanos a los primeros fenómenos de la vida, cuya imagen
nos ofrece todavía actualmente el plancton.
He aquí pues, querido amigo, cómo nuestra
imaginación nos permite describir lo que los anteriores libros sagrados
llamaron el Génesis.
Pero lo más maravilloso que hay para decir,
escúchalo bien, es lo siguiente: al agua químicamente pura, e incluso a la que
se puede obtener por síntesis en los laboratorios, le queda algo de ese rasgo
monstruoso y casi divino.
Sí, cuando se estudia el agua comparativamente con
otros líquidos, se comprueban anomalías tales que pueden confirmar en verdad la
hipótesis de su carácter originario.
Deseoso de ahorrarte nuevas fatigas, no te
arrastraré esta vez mucho más adentro de los maravillosos jardines de la
ciencia cuantitativa, erizados de fórmulas y de aparatos raros. Pero ya que nos
hemos acercado de nuevo, déjame mostrarte sin embargo, como a través de rejas,
algunos de los tesoros que se han acumulado allí.
Considerado antaño como tipo del estado líquido, el
agua es un fenómeno casi único en su género. Para explicar sus diversas
anomalías, de las cuales la más usualmente experimentada es su aumento de
volumen por solidificación (pero hay muchas otras, más sorprendentes aún), la
física moderna acaba de abandonar la hipótesis según la cual sería un líquido
asociado, mezcla de diversos hidroles. Ahora prefiere representar una masa de
agua cualquiera como una gigantesca molécula única, con lazos internos móviles
(aunque sin embargo sólidos), y con vacíos importantes cuyo parcial llenado
daría cuenta especialmente de su anomalía de densidad.
Además está completamente aceptado, y te ruego que
midas la importancia de ese descubrimiento, que determinados cuerpos disueltos,
lejos de destruir la regularidad del ensamblaje coordinado del agua, por el
contrario lo consolidan.
De modo que si recordamos el hecho de que ciertos
organismos marinos, como la medusa por ejemplo, contienen más de un ochenta por
ciento de agua, no consideraremos en definitiva para nada como una boutade la
siguiente frase del físico Langmuir: “El Océano entero no es más que una gran
molécula un tanto laxa y la salida de un pez es consecuencia de un proceso de disociación.”
En este punto, una señal de mi dedo bastará sin
dudas para hacerte recordar las analogías desarrolladas en la primera parte de
este discurso, y comprender inmediatamente el magnífico eco de una proposición
así dentro de la retórica. No quiero insistir en ello.
Así, nos hallaríamos pues actualmente en una época
del mundo, o si lo prefieres, viene a ser lo mismo, en una temperatura del
mundo, donde los tres estados de la materia pueden existir simultáneamente, de
una manera relativamente estable aunque muy móvil, agitada, de donde resulta la
vida. Y no solamente en lo que hemos adquirido el hábito de llamar la
Naturaleza, sino también en nuestro mismo cuerpo, es decir, en una de las
formas llamadas superiores de la vida, y no solamente en nuestro cuerpo, sino
en las formas de nuestra mente, lo que implica la coexistencia, allí como en
todas partes, del objeto, la mente y la palabra.
Pero ya que hemos elegido en este caso un objeto
líquido particular, un río: el Sena, y que elegimos tratarlo según la forma
retórica que le resulta adecuada, nos falta ejemplificar, de acuerdo a ese
objeto y según nuestro modo de expresión, nuestra hipótesis general y
restringirla al caso en cuestión.
Pues bien, es fácil. Digamos tan solo que la
tormenta, de la que hablábamos hace un rato, continúa. Aunque en proporciones y
con una intensidad incomparablemente menores. Se ha atenuado, fragmentado; es
entrecortada por espacios y períodos de buen tiempo. ¿Buen tiempo? A decir
verdad, no lo deseemos demasiado, no lo deseemos en absoluto, porque lo que
llamamos así prefigura sin dudas una época del mundo en que el líquido habrá
desaparecido, y todo se secará, y es probable que nuestra especie haya cambiado
mucho… hasta desaparecer sin dejar rastros. Sea como fuere, el agua sigue
cumpliendo su ciclo tal como lo hemos descripto, y es en los días de buen
tiempo cuando se eleva hacia las alturas de la atmósfera. ¿Qué es entonces el
Sena, dentro de este ciclo? Nada más que una, y ni de cerca la más importante,
de las grietas que toma indiferentemente una parte del agua cuando corre por la
superficie de la Tierra para alcanzar los lugares donde se evapora en masa: el
Océano. ¿Y no parece cómico pensar, cuando hemos adquirido esta idea de nuestro
río, que tales zanjas alguna vez pudieron ser divinizadas? Pero ciertamente
llegaron a serlo, por obra de las larvas que somos. No me seguiré sorprendiendo
más con ello.
Prefiero considerar con un poco de atención el
exquisito mecanismo según el cual marcha y funciona la divertida relojería del
mundo actual. Sí, bien podemos considerarlo así, en la medida en que las más
terribles tempestades, trombas, ciclones, huracanes ya no afectan en verdad de
manera muy desastrosa la vida de nuestro universo. Me gustaría verlo desde un
poco más arriba, o que me lo representaran más chico, para comprobar entonces
con qué minucia, qué complicaciones, qué ínfimos matices se da el
funcionamiento de ese delicado aparato. ¡Cómo inciden toda clase de
influencias, de soplos, de engranajes sutiles
en la formación, el curso, la detención y la precipitación de las nubes!
¡Cómo se desencadena todo, al parecer inopinadamente, pero de la manera y a la
hora más precisa, exactamente en el lugar determinado! Qué variedad de formas,
de meteoros, de músicas, de efectos, de fenómenos. Ah, un chorrito de agua por
aquí, y mira por allá la tormenta que se forma, estalla y se precipita y se
deshace, y las aguas se filtran alegremente en la pequeña hondonada del
terreno, observa todas esas arrugas. Elijamos una para estudiarla. ¿Aquélla? No
le saques los ojos de encima, no la pierdas de vista, es el Sena… Pero espera,
déjame observar primero cómo se organiza el mecanismo del cual sólo es uno de
los pequeños corredores, el mecanismo que lo alimenta.
Y comprueba de inmediato, desde el punto elevado en
que nos hallamos, cuán visible es, aunque las aguas, en oposición al fuego, no
sean una fuente de calor y no tengan actividad propia, aparte de su movilidad
(y la fluidez de los vapores que surgen de ellas), no obstante su sensibilidad
a los impulsos que provienen ya sea de los movimientos de la atmósfera, ya sea
de las atracciones de los astros, le comunican al globo entero una apariencia
de animación y de vida. Observa que los cambios más importantes dentro de los
mismos continentes se deben a la circulación de las aguas corrientes, porque
causan, incluso en las capas más profundas, perturbaciones más variadas y al
menos tan importantes, en todo caso más constantes, que las de los volcanes que
ocasiona el fuego interior.
Mira ahora cómo pasan las cosas.
De hecho, casi todos los contrastes de clima
provienen de que la atmósfera, constantemente en movimiento, se halla en
contacto unas veces con el agua de los océanos, otras veces con la tierra
firme. La tierra se calienta y se enfría aproximadamente dos veces más rápido
que el agua. Ahora bien, en los alrededores del paralelo norte 65º es donde la
masa continental está más extendida. Será pues en ese punto donde se mostrarán
las anomalías térmicas más fuertes, los contrastes más acentuados del clima. Es
también allí donde las perturbaciones atmosféricas serán más frecuentes y más
irregulares.
De hecho, nuestras regiones de Europa occidental,
aunque situadas un poco por debajo de esa latitud, poseen una inestabilidad del
tiempo caracterizada por un cielo que cambia de un día para el otro, golpes de
frío que interrumpen el calentamiento de primavera, formación de nubes y
chaparrones que suceden rápidamente a las horas soleadas, jornadas tórridas
bruscamente interrumpidas por una tormenta.
Es porque la atmósfera que las baña trae tanto el
hálito del trópico como el de las regiones polares, el soplo del océano y
también el de las estepas asiáticas.
Entre las altas presiones oceánicas subtropicales
centradas en las Azores y las bajas presiones oceánicas subárticas centradas en
Islandia, el aire debe desplazarse, desviado por la rotación de la Tierra,
hacia el este noreste.
Ese gran flujo oceánico que proviene del oeste
sudoeste, progresivamente enfriado o calentado según las estaciones pero
naturalmente húmedo, afecta los sistemas nubosos, cuya extensión se ve limitada
en invierno por un pico de alta presión que prolonga hasta Suiza e incluso
hasta el Macizo central francés el gran máximo del Asia.
Por otra parte, sufrimos en este caso el contragolpe
debilitado de las perturbaciones pasajeras más profundas, debidas a áreas
ciclónicas que se desplazan rápidamente sobre el océano durante una misma
jornada, arrastrando a menudo anticiclones migratorios. El elemento activo en
la formación de tales perturbaciones es el aire polar que expulsa a las alturas
al aire tropical. Se producen en el frente constantemente oscilante donde se
encuentran las masas de aire tropical y de aire polar, y su energía es tanto
mayor en la medida en que surgen en latitudes más altas. Las nubes surgen y se
condensan en superficies de discontinuidad inclinadas, a lo largo de las cuales
se enfrentan esas masas de aire de diferente origen. Se presentan allí en masas
poderosas y generadoras de lluvias, mientras que nubes ligeras aparecen en los
intervalos. Tales sistemas nubosos sobreviven la mayoría de las veces a las
perturbaciones que los generaron y prosiguen su ruta hacia el oeste disipándose
poco a poco…
Sea como fuere, ya sea que su origen se encuentre en
el flujo regular de la atmósfera entre los grandes centros de acción que
describí hace un momento o en la resonancia de perturbaciones pasajeras de tipo
ciclónico, en todos los países de Europa occidental la lluvia viene del océano,
traída por hileras de nubes que abordan el continente empujadas por los grandes
vientos del oeste, reguladores de nuestro clima.
Pero acerquemos un poco más nuestra mirada a la
región que nos interesa: comprobaremos enseguida la sensibilidad de las
precipitaciones ante las menores asperezas del terreno. Comprobaremos también
que llueve cada vez menos a medida que nos internamos en el continente. En
cuanto a las variaciones de las precipitaciones con relación al relieve,
observaremos que las pendientes a barlovento son las más húmedas, y las pendientes
a sotavento son relativamente más secas. Es como si las colinas del Bocage
normando, las mesetas del Haut Perche y de la región de Caux hicieran de
pantalla o de abrigo para el conjunto de la cuenca parisina, donde todo es
transición, a partir de allí, y matices delicados.
Por otra parte, ya que desde el punto de vista en
que nos hemos ubicado los años pasan rápido (¿no es así, querido amigo?) y más
aún las estaciones, muy pronto nos fue posible observar que en razón de la
situación cósmica de nuestro planeta, y debido a que los frentes polares
tienden a reunirse en invierno, la frecuencia y la energía de las
perturbaciones de origen ciclónico se ven entonces muy incrementadas, y resulta
aumentado proporcionalmente el eco que sentimos de ellas en nuestro continente.
En esa estación será cuando las hileras de nubes abordarán nuestras regiones
con mayor frecuencia y en mayores masas, será entonces cuando las
precipitaciones serán más abundantes, cuando nuestros ríos habrán de conocer
sus crecientes.
Sin embargo, si abandonamos definitivamente la
consideración de las nubes y de las precipitaciones que se desprenden de ellas,
para fijar nuestra mirada en la cuenca de nuestro río, y en el río en sí mismo,
comprobaremos que, si bien toda su agua le llega de las precipitaciones
atmosféricas, presenta un importante déficit de caudal. ¿A qué se debe? Una
parte del agua corre y arriba directamente a la línea de vaguada; una parte se
evapora; otra se filtra aunque reaparece en forma de vertientes, o es devuelta
a la atmósfera (principalmente en verano) por la respiración de las plantas.
Una muy escasa parte finalmente es retenida por las rocas descompuestas y la
vegetación.
Por tal motivo, más allá incluso del clima (que
incide sobre la abundancia y la regularidad de las precipitaciones, y también
sobre el coeficiente de evaporación del agua una vez caídas las lluvias) que
según acabamos de ver en nuestras regiones es templado y lleno de transiciones
y matices, por tal motivo, decía, el relieve del suelo (que ofrece vaguadas en
pendientes más o menos pronunciadas), y la estructura geológica del terreno
(conforme la cual se efectuará más o menos fácilmente la filtración), son
factores importantes del régimen y de las características generales de los
cursos de agua.
Pues bien, todos los cursos de agua nacidos en las
llanuras atlánticas tienen un índice de caudal poco elevado y un coeficiente de
caudal que constata la pérdida de dos tercios del agua caída del cielo. Esto se
explica tanto por el escaso relieve cuanto por el clima. En toda la Cuenca
parisina hay muy pocas elevaciones que superen los doscientos metros, las
pendientes pronunciadas siempre son demasiado cortas como para impulsar la
corriente, la nieve es rara y nunca dura lo suficiente como para cumplir un
papel significativo en el suministro de agua, que es debida exclusivamente a la
lluvia. Pero, gracias a una armoniosa combinación de los terrenos permeables e
impermeables en la zona, y a la alternancia de capas calcáreas, arenosas y
arcillosas o margosas, identificadas en la superficie por la alternancia de
mesetas descubiertas y depresiones verdes, el Sena corre por encima de otros
Senas más profundos, y los estanques y lagos de su cuenca descansan a su vez
sobre otros estanques y otros lagos: es porque la extensión de los terrenos
suficientemente permeables como para almacenar napas y restituir lentamente las
reservas se estima en este caso en un sesenta por ciento de la superficie de la
cuenca. Tal es el factor de regularización que más a menudo se ha señalado.
En definitiva, si bien el Sena es el río de nuestra
región cuyo índice de caudal es el más débil con respecto a las aguas caídas,
no obstante ningún otro gran río de Francia arrastra aguas tan abundantes por
una vaguada de tan escasa pendiente ni ofrece durante el año variaciones medias
tan poco notorias. Ninguno cuyas crecientes sean más fáciles de prever. Y
ciertamente, la armadura de altos muelles que protegen las calles de París no
ha sido emplazada y no se justifica sino debido al carácter particularmente
precioso, en esta capital, de los archivos de piedra o de papel que se
encuentran depositados allí: el Sena, a decir verdad, por su mismo carácter, no
merecía tal desconfianza.
Ahora, querido amigo, mi mente se vuelve
invenciblemente hacia ti. Tampoco creas que resulta útil, por favor, oponer
diques demasiado elevados al oleaje de apariencia un tanto tumultuosa que corre
por estas páginas, cuyos márgenes blancos quizás te parezcan insuficientes para
proteger los tesoros previamente depositados en los preciosos monumentos y las
anchas avenidas de tu mente. O bien, si aun así debes levantarlos, piensa sin
embargo que este escrito todavía no arrastra sino apenas un tercio de las
precipitaciones que se produjeron al respecto en mi mente, ya que el resto se
evaporó o se filtró mientras tanto. Te ruego que confíes en la constancia de
esa ley en nuestro clima: quédate tranquilo. Tu propia mente no dejará correr
en su superficie sino apenas un tercio de las precipitaciones que se producen
por obra mía. Vas a almacenar otro tercio, que un día u otro devolverás por tus
propias vertientes. En cuanto al tercer tercio, se evaporará por sí mismo…
Pero ya veo lo que me vas a objetar. Que este
escrito, según confesé (por mi intención confesa, en todo caso), no es para
nada comparable a las lluvias que caen del cielo y cuyos aguas se pierden en
dos terceras partes, sino que más bien se parece a su objeto, es decir, al río
que arrastra el tercio restante, sin dejar que en el camino se evapore gran
cosa. Ciertamente, es en verdad lo que deseo y te agradezco que manifiestes
algo de asombro. El asombro está justificado en determinada medida; en otro
sentido, no lo está en absoluto.
Líquido es lo que se desliza y siempre tiende a
ponerse a nivel. Podríamos agregar: que tiende a meter adentro el resto del
mundo. Sí, contrariado por esa condena que lo persigue, tiende a condenar, si
no a todo el resto del mundo, por lo menos lo que está cerca de sus orillas… y
tal vez lo lograse si le dieran tiempo. De tal modo, los ríos en su juventud
muestran una actividad muy grande, se les notan gargantas, cascadas. En su
madurez, cuando han encontrado su perfil de equilibrio, las modificaciones se
vuelven más lentas, el deslizamiento de las aguas más constante. En su período
de senilidad, por último, han transformado su cuenca en penillanura donde se
acumulan gran cantidad de productos en descomposición. La corriente se torna
cada vez más débil. Los ríos lentos y apacibles no arrastran más que partículas
arcillosas. La acumulación ya no es más activa que el ahondamiento, y pareciera
que todas las fuerzas estuvieran entonces como dormidas.
Mi Sena, te lo dije al comienzo, en este sentido se
arriesga por cierto a parecer relativamente más joven de lo que debería… Claro
que eso me gusta, o más bien te autorizo con gusto a que te guste.
Admito sin embargo que si acaso debí, como un
neófito, darle un exceso de juventud mostrando preferentemente su aspecto
cósmico, también procuré, aunque sólo fuera por la manera en que mi discurso
multiplica las sinuosidades, las lentitudes, las digresiones, las vueltas, los
meandros, darle una oportunidad considerable a la evaporación.
Insistiendo tan sólo un poco más, podría decir que
el tercio en un líquido que se filtra le asegura sus fundamentos al monumento
líquido, mientras que el tercio que se evapora no tiene otro interés que hacer
más apreciable el tercio final que, semejante al tonel de las Danaides, aunque
se dirija incesantemente hacia abajo, hacia su pérdida en el medio salino
original, sigue siendo tangible en su misma huida. Tangible como agua dulce,
como agua insípida y fría, condenada, no plástica, inerte. Inerte, quiero decir
sustancialmente, inerte salvo justamente en su movilidad, en su movimiento
hacia el océano, hacia lo salífero, la vida; inerte salvo en su deseo, salvo en
su intención.
Y además, para ser completamente sincero en este
tema, ¡qué me importa!
Mil veces, desde que intenté darle libre curso a mi
mente a propósito del Sena, mil veces, lo has comprobado, querido lector, me
encontré en el camino con obstáculos repentinamente alzados por mi propia mente
para obstruirse el camino. Mil veces me pareció que mi mente corría a lo largo
de la orilla para ganarle en velocidad a su propia corriente, para oponerle
pliegues de terreno, diques o embalses… Quizás asustada por verla correr a lo
que creía que sería su perdición. O deseosa, quizás, de verificar la fuerza y
la perseverancia de su deseo, y de verlo manifestarse de manera más
espectacular o expresiva, obligándolo a incrementarse o a reforzarse de forma
bella. Mil veces me pareció que frente a cada uno de los obstáculos que ella
misma levantaba, mi mente contaba (desde otro ángulo) con aferrarse a ellos
casi indefinidamente para incitarse a tomarlos largamente en consideración.
Pero en cada ocasión supe comportarme de manera de poder
seguir mi curso. Cada vez, tras haber reconocido el obstáculo, casi de
inmediato encontré la pendiente que me permitió rodearlo. Y sin duda que no
estaba desde un principio tan fijado en mi designio ni en el punto de la costa
que escotaría para arrojarme al océano como para que determinados obstáculos no
pudieran hacerme desviar el curso –pero no importa, ya que encontré
decididamente mi paso y supe cavar un lecho que casi no conlleva en adelante
más vacilaciones ni variantes. No importa, ya que dados los obstáculos que se
me plantearon, al menos encontré el camino más corto. Sí, cada vez que se me
apareció un obstáculo, me pareció insensato chocar con él indefinidamente y lo
dejé de lado, o bien lo sumergí, lentamente lo envolví, lo erosioné, siguiendo
la pendiente natural del espíritu y sin inundar por ello demasiado las llanuras
circundantes. Sí, cada vez encontré mi salida, ya que nunca tuve otra intención
que seguir derramando mis recursos. No importa entonces. No importa que el sol
y el aire me saquen un tributo, puesto que mis recursos son infinitos. Y porque
tuve la satisfacción de atraer hacia mí, y drenar a lo largo de todo mi
trayecto mil adhesiones, mil afluentes y deseos e intenciones adventicias.
Puesto que finalmente he formado mi escuela y todo me aporta agua, todo me
justifica. Ahora veo bien que desde que elegí este libro y a pesar de su autor
emprendí mi carrera, veo bien que no puedo secarme. No importa, ya que han
renunciado a ponerme diques, ya que sólo piensan en sobrepasarme, en adornarme
con arcos. No importa, porque hacen falta puentes para cruzarme. Tampoco
importa, por último, puesto que lejos de lanzarme hacia otro deseo, en otro
río, me tiro directamente al océano. No importa, ya que ahora interpreto a toda
mi región, y no solamente no se prescindirá ya de mí en los mapas, sino que aun
si se inscribiera en ellos nada más que una línea, sería yo.
Sé muy bien que no soy el Amazonas ni el Nilo ni el
Amor. Pero también sé que hablo en nombre de todo lo líquido, y por lo tanto
quien me concibió puede concebirlos a todos.
Llegado a este punto, ¿para qué seguir corriendo,
cuando ya estoy seguro de no dejar de correr dentro de ti, querido amigo? O más
bien, ¿para qué seguir corriendo, si no para estirarme y relajarme al fin?
Como en el mar…
Pero entonces
empieza otro libro – donde se pierde el sentido y la pretensión de éste…
París, 1947
[1]
Este texto fue escrito en 1947 a pedido del Círculo del Libro de Lausanne, que
lo editó en 1950, ilustrado con fotografías de Maurice Blanc. Contiene glosas,
en varios pasajes, con expresiones y a veces párrafos enteros tomados de obras
científicas, especialmente de Darmois o de Emmanuel de Martonne.
[2]
Hay un juego de palabras tal vez intraducible entre bennes (“palas mecánicas, volquetes, cestas”) y bénit (“bendecido, bendito”), que
explica la asociación entre las dragas y el rosario (T.).
[3]
La novela Aureliano de Louis Aragon,
publicada en 1944.
[4]
Todas las citas pertenecen al libro Alcoholes
de Apollinaire (T.).
[5]
En francés, el nombre del río, la Seine,
es femenino (T.).
[6]
Alusión al escritor Olivier Reclus, autor de una voluminosa obra titulada El más bello reino bajo el cielo, de
contenido geográfico, que le sirvió de fuente a Ponge en varios pasajes.
[7]
Bernard Groethuysen (nota del autor).
[8]
En francés bassin, que significa
además de “cuenca” de un río, también “chata” de orinar, entre otros
recipientes más o menos “bajos”. (T.)
[9]
“Silvestre” traduce el adjetivo fauve:
“leonado”, que se usa asimismo como sustantivo (“fiera; animal salvaje”), de
donde toma su nombre la escuela de pintura fauvista. (T.)
[10]
Racine, Fedra, acto IV, verso 1112.
Francis Ponge (Montpellier, 1899–Bar-Sur-Loup, 1988). Marcel Spada nos dice que la obra del poeta francés "no pertenece a ningún género en particular; es la suma de todos los géneros. Hay en ella el deseo de abolir las distinciones caprichosas que comúnmente impone la crítica literaria". Obras: Doce pequeños escritos (1926); De parte de las cosas (1942); Proemes (1948); La Seine (1950); La Rage de l'expression (1952); La gran recopilación (1961, 3 vols.); El jabón (1967) y Fábrica del Prado (1971). También, escribió ensayos como Pour un Malherbe (1965) y un libro sobre crítica del arte, Estudios de Pintura (1948). Fuente data
Silvio Mattoni nació en Córdoba en 1969. Publicó los libros de poemas El bizantino (1994), Tres poemas dramáticos (1995), Sagitario (1998), Canéforas (2000), El país de las larvas (2001), Hilos (2002), El paseo (2003), Poemas sentimentales (2005), Excursiones (2006) y El descuido (2007). Algunos de sus numerosos ensayos se reunieron en Koré (2000) y El cuenco de plata (2003). En 1992 ganó el concurso de poesía Enrique Pezzoni. En el año 2004 obtuvo la beca Guggenheim. Da clases de Estética en la Universidad de Córdoba. Tradujo libros de Catulo, Cesare Pavese, Yves Bonnefoy, Louis-René des Fôrets, Marguerite Duras, Georges Bataille, Simone Weil, Henri Michaux, Francis Ponge y Pascal Quignard, entre otros. Fuente data