Marguerite Yourcenar: Selma Lagerlöf, narradora épica
21 de noviembre de 2011
Hay pocos novelistas
geniales. Las novelistas geniales son más escasas aún. Las grandes poetisas, no
es que sean muy numerosas pero existen, sin embargo, en número suficiente para
poder formar con ellas todo un ramillete. Pero una gran novela requiere que su
autor pueda contemplar la vida y las costumbres sociales con una mirada libre,
y hasta ahora apenas se les permitió esto a las mujeres. También supone, en el
mejor de los casos, el lujo de hallarse en posesión de un poder creativo que
las mujeres parecen haber tenido pocas veces -o al menos no las dejaron
manifestarlo‑ y que, hasta el momento, sólo pudo encontrar su realización en la
maternidad fisiológica. Una única y admirable excepción a esto: Murasaki
Shikibu, seguramente una de las mejores novelistas del mundo, que floreció en
Japón en el siglo XI. Pese a dos o tres nombres que nos encontramos desde esa
fecha hasta el XIX pero que, pensándolo bien, no deberiamos incluir en nuestra
lista[1], las demás grandes novelisas se sitúan todas alrededor de los siglos
XIX y XX. La lista -que cada uno de nosotros puede establecer a su gusto‑,
incluye codo lo más una docena de nombres y aun así, algunos de ellos como el
de George Sand están en ella más bien por la personalidad de la mujer y no por
el talento de la escritora. Sorprende bastante constatar que las anglosajonas,
y después las escandinavas, son las que se encuentran en mayoría. Entre estas
mujeres de gran talento o geniales, ninguna a mi entender, sobrepasa en altura
a Selma Lagerlöf. En cualquier caso, ella es la única que constantemente se eleva
hasta la epopeya y el mito.
Su vida
fue mediocre, en apariencia: una infancia dichosa en su antigua propiedad de
Märbacka, en donde nace el 20 de noviembre de 1858, de una familia de
terratenientes, funcionarios y pastores protestantes. Coge la «buena» enfermedad,
una coxalgia congénita que se declara cuando la escritora tenía tres años y que
la convierte en una chiquilla sedentaria, siempre metida entre libros, atenta a
los relatos que narran los viejos a su alrededor. Una adolescencia y una
juventud melancólicas; su primer baile, durante el cual nadie invita a bailar a
la muchacha coja; un padre más quimérico que práctico, que al final de su vida
curaba sus males con aguardiente; la certidumbre de que pronto iba a perder su
propiedad querida. Selma consigue tras duras penas el permiso para examinarse
en la Escuela Normal con vistas a obtener un puesto de maestra estatal que
aseguraría, aunque escasamente, su subsistencia, proyecto que a sus padres les
hace menear la cabeza, pues en aquella época las profesiones liberales eran aún
una novedad para las mujeres. Unos cuantos años grises pasados en Landskrona,
cerca de Malmö, ejerciendo su carrera de maestra. Marbäcka, vendida en subasta
pública, como iban a serlo en sus novelas la granja de los Ingmarsson y la del
padre de Marianne Sinclair; tras largos esfuerzos por encontrar un tono y un
estilo propios, la publicación, a los treinta años, de La saga de Gösta
Berling. La celebridad, que le llega casi enseguida y pronto la gloria, que
trajo consigo la posibilidad de dedicarse únicamente al trabajo literario. En
1909, recibe el premio Nobel, que permite a Selma recuperar Märbacka.
Respecto
a lo demás, unos cuantos viajes largos valientemente emprendidos por aquella
casi inválida; una prolongada y ardiente amistad con una joven viuda
perteneciente a la sociedad judía de Göteborg, mujer muy hermosa, enfermiza,
herida por la vida y que también ‑y no sin talento‑ escribía libros. La
«compañera de viaje», como decía crípticamente Selma que, cuando Sophie muera,
unos veinte años antes que ella, confesará con melancolía: «Yo estaba segura de
su cariño; me hizo sufrir muchas veces y yo también la hice sufrir a ella a
menudo». Por otra parte, la tierna fidelidad a la familia, a la madre sobre
todo, y a la tía Lovisa, a quien con tanta simpatía evoca en Märbacka.
Una participación comedida en el movimiento feminista de su época, cuando era
aún muy reciente en Suecia (la joven Selma es contemporánea de la primera mujer
médico que hubo en su país, y de la primera mujer que logró un doctorado en
Letras). Grandes preocupaciones de propietaria agrícola, causadas por la
recuperación de Märbacka. La parte tomada en el movimiento pacifista de antes
de 1914. Importantes donativos a su comunidad campesina y a los escritores pobres.
Una generosidad prodigada sin tasa durante las dos guerras, tanto en el orden
financiero como haciendo entrega de su persona mediante artículos,
conferencias, lecturas en público, a favor de las personas marginadas o
hambrientas; más tarde de la población alemana o rusa que padecía las
consecuencias del bloqueo o de la inflación y, finalmente, a favor de Finlandia
durante la «guerra de invìerno». Parece ser que la imposibilidad de ayudar
personalmente a este país al que amaba asestó el último golpe a Selma, ya vieja
y cansada. Murió de un ataque de parálisis en Märbacka, el 16 de marzo de 1940.
Una vida
es lo que uno hace de ella: estos pocos detalles que encuentro en la muy rica
biografía de Selma Lagerlöf escrita por Elin Wagner[2], nos aportan a la vez todo y nada. Hay otros que añaden sus luces: nos
enteramos de que esta mujer, cuyo genio párece tener sus raíces en la tradición
popular, leía mucho y en varias lenguas; también sabemos que se tomó muy en
serio sus funciones como miembro de la Academia Sueca y del Jurado del Nobel.
Carlyle había influido en ella bastante durante su juventud: al parecer, por
efectos de una ósmosis singular, el tono y el estilo de Gösta Berling
deben mucho al austero profeta escocés. Más tarde, Selma leyó a Swedenborg y
encontró en él una confirmación a su propia videncia que la introducía de lleno
en otros mundos[3]. Unos ejercicios yoguísticos le ayudaron a mejorar su estado físico y
seguramente también a afirmar su sorprendente serenidad, pese al choque que
suponían los acontecimientos mundiales que iban a trastornar, ya tarde, a su
generación. No parece que siguiera muy lejos por esa vía, pero el yoga es un
método que nadie puede abordar ‑si es que lo hace con seriedad‑ sin verse para
siempre enriquecido y cambiado. Este exotismo nos sorprende un poco en la gran
narradora värmlandesa y, sin embargo, recordamos esas minúsculas figuras
sentadas en la postura clásica de la contemplación, con las piernas y las manos
cruzadas, que adornan ciertos bronces vikingos, imperceptibles puntos de
contacto entre el extremo Norte y un Oriente más cercano de lo que hubiéramos
pensado. Una escultora de nuestros días, Tyra Lundgren, en un bajorrelieve
dedicado a las mujeres de Suecia que llegaron a ser célebres, ha colocado a
Selma Lagerlöf en el centro, rodeada por el lucido tropel que comprende a un
tiempo a Santa Brígida y a Cristina dc Suecia, a Frederica Brenner y a Ellen
Key. La sabiduría de Selma, su humanidad, su tranquila sencillez en lo visible
y en lo invisible, bien merecen este lugar de honor.
Se ha
hablado bastante confusamente de novela-río: en la obra de Selma tenemos una
suerte de epopeya‑río nacida de las mismas fuentes del mito. Nace entre los
torrentes y cascadas que alimentan impetuosamente las herrerias de Ekey en La
saga de Gösta Berling, con su hervor de nieve derretida, sus espumas de
supersticiones, sus hojas muertas y sus vestigios del siglo pasado mezclados
con la loca alegría de la juventud. Esta primera obra tal vez sea la más
espontánea de la gran escritora: es como un inmenso himno a la vida y al mismo
tiempo un canto de rebeldía inocente. El río pasa después por desfiladeros más
severos: en Jerusalén en Dalecarlia refleja las montañas sombrías y
verdes, los bosques azotados por el huracán, los campos que desde uempos
inmemoriales hizo sagrados la pena humana, campos que Ingmar Ingmarsson y el
viejo Matts se niegan a abandonar, ni siquiera para ir a Tierra Santa. El río arrastra
en su crecida al tronco de árbol que golpea en pleno corazón al gran Ingmar ya
viejo, cuando se esforzaba por salvar a un grupito de niños arrastrados por las
aguas. En Jerusalén en Galilea, el río pasa subterráneo bajo la aridez
del desieno. En Nils Holgersson riega toda Suecia, desde Laponia a Sund,
reflejando el vuelo triangular de las ocas salvajes acompañadas por el granuja
de Nils quien, de tanto ver paisajes y asistir a los trabajos y padecimientos
de los hombres, de tanto participar en la existencia hostigada de los animales,
adquirirá el corazón y la sabiduría necesarias para ayudar a sus ancianos
padres en su pobre granja. Ampliado a las dimensiones de un estuario, mezclado
con las aguas del océano, el río rodea a ese vasto archipiélago de islas e
islotes, tan pronto sonrientes como sombríos, que son los cuentos y novelas
cortas de Selma Lagerlöf: Los lazos invisibles, La hija de la gran ciénaga
y otros más. En un relato que evoca la áspera Suecia del siglo XVI, Los
Florines de Mícer Arne, abraza con sus heladas aguas la isla en donde se
esconden los asesinos del viejo sacerdote. En El hombre fuera de la ley
y en Carlota Löwenstold ‑obras densas, atormentadas, contestables, que
escribió al final de su vida‑, ensucia sus aguas con los desechos de la maldad
y del demencial egoísmo humano, arrastra en sus remolinos los cadáveres de la
batalla de Jutland; lame con sus amansadas olitas, finalmente, los paisajes en
donde una anciana señora revive su infancia.
También
los personajes son de envergadura épica. Bebedor, jugador y libertino, Gösta,
el pastor renegado, arde como una llama derramando a su alrededor la alegría y
el frenesí de vivir. No obstante, él también es el vagabundo que trocó por
aguardiente los sacos de trigo que una pequeña pobretona le había confiado para
que se los guardase; y es el ingrato supersticioso que permite expulsen de
Ekeby a su protectora, al tomarla por una bruja, aunque luego la vuelva a
instalar allí más tarde y la vele en su lecho de muerte; al mismo tiempo, es
también el desesperado romántico que sueña con morir envuelto en la paz de los
bosques finlandeses; es asimismo el seductor de todas las mujeres hermosas y el
amante de ninguna, hasta el día en que se casa con una mujer abandonada que
necesita su ayuda. A su lado, la comandanta de Ekeby, con su pipa y sus
palabras malsonantes en la boca, tan pronto engalanada con satenes y perlas
para recibir a sus invitados en Navidad, como ayudando a sus trenes de mineral
en su navegación a través del peligroso lago, es una de las figuras femeninas
más robustas que ha producido la novela del siglo XIX. Tenemos dónde escoger
entre un montón de inolvidables escenas: aquella en que ella le confiesa al
joven descarriado que deseaba morir, que también su vida ha sido dura y
difícil, tanto como la de cualquier vagabundo, y que tendría tantas razones
como él para escoger el suicidio; la escena en que recibe a su madre sentada a
la mesa, cuando ésta le viene a reprochar su comportamiento y ambas mujeres se
insultan aunque sigan comiendo plácidamente, mientras los convidados,
petrificados, no se atreven ni a decir una palabra, ni a tocar las viandas; la
escena, para terminar, en que ella, caída a su vez, llega andando a pie hasta
casa de su madre casi centenaria y la encuentra en la lechería, dando órdenes a
las sirvientas; sin pronunciar una palabra, la vieja dueña de la casa le tiende
a la hija pródiga el cucharón de descremar que, hasta el momento, no había
prestado a nadie, devolviéndole así su puesto en el hogar.
Con las
dos Jerusalén, el ritmo se adapta al paso lento de los campesinos. Estos
personajes se mueven con prudencia, preocupados por no alterar nada en las
costumbres establecidas ni en el misterioso acuerdo existente entre los
espíritus de la naturaleza y el hombre, hasta que una crisis de fanatismo lanza
a algunos de ellos por los caminos de Tierra Santa. La obra empieza con las
páginas famosas en que Ingmar Ingmarsson, mientras camina detrás de su arado,
imagina que está consultando a sus padres y a sus antepasados reunidos en una
granja celestial: ¿debe o no tomar sobre sí la responsabilidad de ir a buscar a
su novia, cuando ésta salga de la cárcel, tras haber sido condenada a tres años
de arresto por infanticidio? Ingmar comprende muy bien que hubiera sido penoso
para Brita celebrar el bautizo antes de la boda, pero los viejos no ignoran que
la costumbre de anticiparse a la ceremonia nupcial reina en todas partes y en
todos los tiempos, en el campo. «Es duro para ti tener relaciones con una mala
mujer ‑dice el padre‑. No, padre, Brita no era mala; era orgullosa. ‑Es lo
mismo.» ¿Cómo casarse, en efecto, cuando el entierro del viejo en la primavera
ha ocasionado tantos gastos que ni siquiera quedó con qué pintar ni revocar la
granja, ni con qué celebrar un banquete de bodas? Pero Ingmar, al ver pasar por
el camino a un pintor de brocha gorda con sus cubos de color y sus pinceles,
cree haber recibido el consejo que le prometían sus antepasados: durante un
largo trayecto en que cada parada es como una estación en el calvario de su
orgullo, irá a buscar a su novia que refunfuña, temiendo el desprecio con que
van a tratarla en su propio pueblo. Es domingo: Ingmar tiene el valor de entrar
con su novia en la iglesia, porque ella siente un repentino deseo de asistir al
oficio. Las mujeres dejarán el banco en donde ella se sienta, cerca del umbral.
Pero muy pronto aquel desprecio se convertirá en respeto; los aldeanos
reconocerán que aquel hombre, que ha sabido llegar hasta el final de su
adversidad, es un dìgno sucesor de los viejos de Ingmarsgard[4].
Cuando
nos preguntamos de dónde sacan su fuerza los personajes de Selma Lagerlöf,
pensamos en un principio que se debe a las poderosas reservas de la austeridad
protestante en que la misma autora fue educada. Sólo en parte es acertada esta
respuesta, porque es demasiado simple. Esós personajes tan cercanos al mundo de
la naturaleza parecen estar motivados, sobre todo, por una estricta adherencia
al orden natural: sus buenas resoluciones crecen como los árboles o fluyen como
los manantiales. Hay que tener en cuenta también una larga herencia humana que
comprende, no sólo la tierna piedad popular de antes de la Reforma (el
luteranismo sueco no rompió nunca del todo con los ritos y leyendas de la
cristiandad medieval), sino también el legado de los ricos y oscuros «tiempos
paganos». Por debajo de la rigidez protestante, la virtud de sus personajes, en
el sentido antiguo de la palabra virtud, consiste menos en la observancia de
tal precepto o en la fe en tal dogma que en los poderes profundos del hombre y
de la raza. Ingmar Ingmarsson es aconsejado por sus ancestros no sólo
metafóricamente y mientras está soñando despierto. Estamos acostumbrados, por
una parte, a despreciar los buenos sentimientos, considerados por muchos de
nosotros como algo falso y, por la otra, a no ver en la grandeza sino pompa
teatral y nos resulta difícil aceptar de buenas a primeras esa virtud escrita
en el interior del ser como lo está el grano de su madera en el interior del
roble.
El
crítico danés George Brandès, que «lanzó» a Selma Lagerlöf, destacó
inmediatamente en Gösta Berling «la fría pureza» de sus escenas de amor.
Se equivocaba, tal vez: esa frialdad quema. Su punto de vista nos indica al
menos que el naturalismo de los años 1880‑1890 podía equivocarse, al menos
tanto como el panerotismo de nuestros días, sobre lo que constituye el fondo
pasional y sensual de una obra. Los personajes de Gösta Berling, bien es
cierto, no se acuestan juntos o, al menos, no ante nuestros ojos, y los amores
adúlteros de la comandanta se sitúan antes del primer capítulo, pero, al igual
que en todo arte grande y severo, el amor carnal se expresa simbólicamente y no
con detalles fisiológicos. Más aún que los besos de Gösta a la condesita Donna,
los cantos salvajes, la velocidad del trineo, el frío y los fuegos de la noche
evocan el orgasmo amoroso. En el cuento de Los lazos invisibles, que nos
muestra a un rústico raptando a una «Troll» dormida en el bosque la orgía de
las mariposas que liban las flores prefigura las emociones del muchacho ante la
bella desnuda: nos recuerda a la «joven gigante» de Baudelaire, pero con una
inocencia primitiva suplementaria. Selma hereda de la gran tradición épica, en
la que se sobrentienden las relaciones sexuales o bien son descritas con
castidad, cualesquiera que fuesen, por lo demás, las crudas realidades de la
sociedad de la época. La hermosa Helena es presentada por Homero como la digna
esposa de Paris; el inmenso goce conyugal de Zeus y de Hera es significado por
la eclosión de flores en el suelo que les sirve de lecho. Para Selma Lagerlöf,
el matrimonio, con sus alegrías y sus tormentos, está situado completamente en
el centro; sus ritos sensuales permanecen secretos, pero debajo de las amplias
faldas y de los corpiños aldeanos de Brita, de Barbro o de Anna Svärd, bajo los
lujosos atavíos de señora provinciana que lleva puestos Charlotte Löwenskold,
no podemos dudar de que exista la carne.
El
símbolo vuelve a intervenir en la descripción de los jóvenes amores de Gabriel
y de Gertrudis, en las dos Jerusalén: se convierte en el agua pura del
manantial subterráneo, que Gertudis no puede beber, por la cual muere y por la
que Gabriel arriesga su vida yéndola a buscar. Otras veces, las prolongadas
alegrías de los esponsales encuentran su alegoría en el andamiaje de la casa
que el novio construye alegremente y en las sábanas, servilletas y manteles
tejidos por la novia. El adulterio es una deshonra para toda sociedad tradicional,
pero se ennoblece de aristocrática desenvoltura en la comandanta y con valor
angustioso en la granjera Ebba, aterrada en un principio por la idea del
escándalo, pero que finalmente se decide a poner flores, aunque todos la vean,
en la cruz de madera de su hija, aislada en un rincón del cementerio, después
de que el marido le negase al pequeño el derecho a reposar en la tumba familiar[5]. Finalmente, la muchacha deshonrada no cae tan bajo en esa sociedad
rústica como lo hubiera hecho por entonces en la sociedad burguesa. Brita, ya
lo hemos visto, se levanta pese a su infanticidio; la hija de la gran ciénaga,
que prefiere renunciar antes que perseguir a su seductor ante la justicia, por
no oírle hacer un falso juramento, recupera la estima pública y hace un buen
matrimonio con un aldeano.
La
oposición paganismo‑cristianismo es considerada por nosotros a un nivel casi
primario, ya que el término pagano siempre significa libertad sexual ‑en gran
parte imaginaria‑ como en la Antigüedad, y el término cristiano evoca con harta
frecuencia una religiosidad de pura rutina, estrechamente unida a las
conveniencias y decencias sociales, pero de la que se hallan ausentes las
grandes virtudes propiamente cristianas como la caridad, la humildad, la
pobreza y el amor a Dios. En ese Norte escandinavo, aún tan cerca de su era
pagana, el contraste se establece de otra manera. Los elementos paganos son
percibidos como elementales, en el sentido literal de la palabra, como
presencias terribles o benignas, irreductibles al orden humano, que nos rodean
por todas partes y con las que nuestra almá puede comunicar mientras no haya
perdido la facultad de ver lo invisible en lo visible. Así es cómo la
encantdora Maja Lisa tropieza con «Neck», el hermoso caballo blanco mágico,
inmemorial genio de las Aguas, que la mira con ojos de enamorado humano[6]. El «tomte» vela por la conservación de las fincas y elimina a los
malos dueños; es la conciencia de la casa, al menos tanto como los viejos
servidores de la misma[7]. Los espíritus del bosque previenen al carbonero Stark cuando su
almiar se incendia, pero desaparecen para siempre cuando unos fanáticos cortan
el rosal en el cual se refugiaba el «pueblo de los pequeños»[8]. El pescador colmado de dones por las ondinas se ahogará cuando el
pastor, para desembrujarlo, le haga beber en el cáliz de la comunión unas
cuantas gotitas de agua del lago, a la que prohibía tocar una interdicción
mágica[9]. En la narración llena de fuerza titulada Los desterrados, uno
de los dos criminales obligado a vivir en el bosque es un rico aldeano
cristiano, fuera de la ley tras haber matado a un fraile. El otro, pagano, hijo
de provocadores de naufragios, nunca conoció la vida protegida ni las
costumbres relativamente establecidas de un pueblo. El aldeano es reverenciado
como un Dios por el adolescente medio salvaje y aquél le va enseñando poco a
poco los preceptos de la religión en la que aún cree, pese a haber infringido
sus mandamientos. Este progreso moral termina paradójicamente con una traición:
el joven denuncia y mata al amigo cuya alma cree salvar obligándole a sufrir su
castigo[10]. La fe cristiana y los modos heroicos de la vida primitiva se
destruyen unos a otros.
Parece
ser, según algunos fragmentos de obras de su juventud, que la Selma de aquellos
años vio en el cristianismo una fe demasiado elevada y demasiado austera para
poder abrazar por completo la realidad, y vio en la cruz el símbolo de una
salvación que no necesariamente salva a todos los hombres. Ya mayor, siguió
diciendo que no podía creer en la Redención; por otro lado, en el margen de un
libro que leía por aquella época, encontramos una invocación a Jesús. Estos
estados de ánimo personales importan menos que el acento profundamente
cristiano de algunos grandes cuentos impregnados de un fervor que podríamos
llamar existencial, semejante al de la piadosa Edad Media. La niña que se había
indignado al ver a un pastor protestante intolerante tirar al agua los santos
pintarrajeados de la iglesia áel pueblo, reacciona ante ese puritanismo obtuso
igual que ante los pietistas, cuando cortaron el rosal de las hadas. Ella está
dispuesta a beber en todas las fuentes. La historia del rey Olaf Trygvasson,
asesinado por una salvaje reina vikinga cuyas insinuaciones había rechazado
contiene una de las visiones marianas más puras de la literatura: Olaf, en un
sueño premonitorio, se ve vencido en el transcurso de una batalla naval,
tendido echando sangre en el fondo del mar. La tierna Madre de Dios avanza
sobre las aguas glaucas que van formando a su alrededor pilares y arcos de
catedral; lo levanta, lo apoya en su regazo y camina con él lentamente, pasando
del azul del mar al azul del cielo[11]. Más emocionante aún resulta la historia del rey Olaf Haraldson,
burlado por un monarca que le ha enviado por esposa, en lugar de su hija
legítima, a una bascarda de esclava. Olaf siente tentaciones de matarla pero,
sin embargo, perdona a la cómplice de aquella impostura. Se siente lo bastante
fuene para elevar aquella mujer hasta él, en lugar de verse rebajado y
envilecido por ella. «¡Tu rostro resplandece, rey Olaf!» Pero cuidado: Olaf no
está tan motivado por la humildad cristiana, como por una certidumbre íntima
que asciende del fondo de su ser. En un plano muy elevado, esa diferencia se
desvanece: no es menos verdad que Olaf Haraldson, al igual que Ingmar
Ingmarsson o Anna Svärd, saca sobre todo la fuerza del fondo de sí mismo[12].
En
algunos cuentos cuya sencillez e incluso ingenuidad podrían inducirnos a error,
se desliza siempre una nota discordante, no de ironía, como por la misma época
en Anatole France, sino de clarividente amargura, templando lo que tomábamos
por un ingenuo folclor cristiano. Tras las súplicas de San Pedro, Jesús envía
un ángel al infierno para sacar de allí a la madre del Apóstol y llevarla al
cielo. Unos pocos condenados se han agarrado a las alas del ángel, pero la
implacable vieja se las arregla para obligarlos a soltarse. Cuando el último de
aquellos desdichados cae al abismo, el ángel, como cansado, deja a su vez caer
a la vieja y sale volando del abismo infinito. Llevamos con nosotros nuestro
infierno: ni el mismo cielo tiene poder para cambiarnos lo suficiente y
hacernos entrar en el Cielo.[13]
En gran
número de relatos, la corriente pagana y la cristiana se amalgaman. La anciana
Agneta[14], en su cabaña a orillas de un glaciar, demasiado lejos de todos los
caminos para poder dar ni siquiera la limosna de un vaso de agua a un viajero,
sufre por su vida inútil. Un fraile le aconseja que ayude a los muertos que
andan merodeando por la montaña y, en lo sucesivo, cada noche, encenderá ella
sus leños y sus velas para ofrecer una fiesta de calor y de luz a los
condenados que soportan los tormentos del frío en el antiguo Infierno
escandinavo. Ya nunca volverá a ser inútil ni se sentirá sola. La vieja Beda de
las Tinieblas finlandesas[15] ofrece una merienda a las comadres de la vecindad para celebrar el
triunfo del sol, que aquel día había salido vencedor de un eclipse indicado en
el calendario de la cocina. En su fría aldea dominada por una montaña, el sol
es su mejor amigo; ella le honra igual que lo hubiera hecho una antepasada de la
Edda. Pero una mención al Señor, a quien debemos el sol, nos lleva desde la acción
de gracias pagana al Cántico de las criaturas.
El apogeo
de este instintivo sincretismo lo encontramos en «La leyenda de la Rosa de
Navidad»[16], cuento exquisito aunque sintamos tentaciones de no leerlo, asqueados
como lo estamos por tantos cuentos de navidad insípidos como se han publicado
en las revistas. Es la historia del bosque de Goinge, invadido, poco antes de
la medianoche, en el momento en que las campanas del llano se ponen a tocar
celebrando la Natividad, por una oleada de calor y de luz que hace derretirse a
la nieve. Vuelve a triunfar la noche casi polar, pero una segunda oleada más
fuerte todavía hace reverdecer la hierba y crecer las hojas; una tercera trae a
los pájaros migratorios que hacen sus nidos, incuban sus huevos y enseñan a
volar a sus pequeños, mientras que los animales de la tierra paren y alimentan
a sus crías, mezclándose sin miedo con los hombres. Una pulsación más de luz y
al canto de los pájaros viene a unirse el canto de los ángeles. Pero este
prodigio ‑al que asisten hasta los bandidos escondidos en el bosque‑ termina
cuando un desconfiado fraile, que ve en aquella fantasmagoría la obra del
demonio, golpea a una paloma posada sobre su hombro. El esplendor de la Navidad
ya no volverá jamás a Goinge. Más allá de la imagen profundamente satisfactoria
del Edén bíblico, nos acercamos aquí al mundo sagrado de la India: el tiempo
estalla; las plantas, los animales, las estaciones, florecen y pasan en un
instante que se diría medido por una respiración eterna.
Los
animales, como hemos visto, tienen su importancia en esta reaparición del Edén.
Es natural: aun siendo feroz o astuto, el animal procede de antes de la Culpa;
conserva esa inocencia primitiva que nosotros hemos sacrificado. En la otra de
Selma Lagerlöf, suele ocurrir que un crimen cometido contra un animal
desencadene toda una serie de maldiciones para el hombre. Durante la Navidad,
el anciano Ingmar, sorprendido por una tormenta, se refugia impunemente en la
guarida de un oso; rompe después la tregua de Dios saliendo de caza en busca
del poderoso bruto, que lo derriba y lo mata. La familia del gran campesino
entierra sin honores a este hombre por haber infringido los términos de un pacto[17]. En Jerusalén en Dalecarlia, el antepasado de Barbro le ha roto
el espinazo a un caballo ciego que le vendió un chalán ladrón: sus
descendientes masculinos nacerán ciegos e idiotas hasta el día en que Ingmar
Ingmarsson redima esa culpa mediante una buena acción heroica. En otros
cuentos, la inocencia del animal apacigua la desesperación del hombre ante el
camino que lleva el mundo. El ermitaño Hattole, alzando los brazos, inmóvil
como un fakir de la India, pide a Dios que aniquile este mundo en donde reina
el mal. Pero sus rugosos brazos se parecen mucho a ramas de árbol y unos
aguzanieves construyen su nido en el hueco de una de sus palmas. Aun sin
querer, el ermitaño se interesa por el trabajo inteligente de los pájaros y por
su frágil obra maestra hecha de musgos y de ramitas. Cuando los polluelos
rompen el cascarón, él los defiende del gavilán aunque sepa que toda vida
camina necesariamente hacia la muerte. Deja por fin de implorar la destrucción
total porque no puede soportar la idea de que aquellos inocentes sean
destruidos. Un nido ha sido más fuerte que la iniquidad de los hombres. «Bien
es cierto que los hombres no valían tanto como lus pájaros, pero tal vez Dios
mirase al universo como él miraba a aquel nido.»
En esa
novela didáctica que es El maravilloso viaje de Nils Holgersson, los
animales enseñan al niño la prudencia, la tenacidad y el valor. Nils se vuelve
compasivo al devolverle sus crías a la ardilla enjaulada; sabe algo de la
resignación del perro viejo que sólo espera ya de su amo el tiro que acabará
con su vida; de la vieja vaca lechera, que terminará en el mostrador del
carnicero, tras haber muerto la anciana granjera que le confiaba sus cuitas
mientras la ordeñaba, apoyada en su costado. Los animales de las Fábulas de La
Fontaine son hombres deliciosamente disfrazados de animales de granja o del
bosque; aquí, la simpatía o el sentimiento de la inseguridad común invierten el
muro de las especies. Cuando la vieja oca‑guía, Akka de Kebnaikaise, pregunta
al niño si él no cree que las ocas salvajes merecerían tener algunos pequeños
terrenos en las landas donde hallarse a cubierto de los cazadores, la lección
llega hasta algunos de nosotros.
Dos obras
maestras que reintroducen al niño en la vida primitiva como son El libro de
la selva y El maravilloso viaje se publicaron casi al mismo tiempo,
al linde del siglo que con mayor salvajismo ha destrozado y arrebatado su
sentido sagrado a la naturaleza, con lo cual, también al hombre. Selma Lagerlöf
admitía la influencia de Kipling, pero estos dos libros escritos por dos
temperamentos diferentes se parecen tan poco entre sí como la selva hindú y la
landa lapona. Mowgli adolescente es una especie de joven dios, que posee las «Palabras
maestras» y a quien ayudan los animales a destruir el pueblo del que quiere
vengarse; Mowgli vuelve al mundo únicamente (¿y por cuánto tiempo?) para acudir
a la llamada del amor en primavera. Nils no hará más que regresar a su pequeña
granja. Nos encontramos ante la humilde moral utilitaria que permite a los
dalecarlianos sobrevivir en la «Jerusalén que mata». El libro de la selva
y El maravilloso viaje corren una misma suerte: son considerados libros
para niños cuando, en realidad, su sabiduría y su poesía van a todos dirigidas.
Cierto es que Selma Lageröf escribió ese libro para los alumnos de los colegios
suecos, pero también nos habla a nosotros.
En esta
obra, tan dominada por la noción del bien dívino o cósmico, el mal se entiende
como un accidente o un crimen humano. Los cuentos fantásticos más negros de
Selma Lagerlöf escasas veces provocan en nosotros ese horror casi visceral que
buscan tantos aficionados a lo sobrenatural. El diablo, en Gösta Berling,
es sólo un personaje disfrazado y su diabolismo resulta rudimentario. Selma se
negó siempre a decir si el huracán que precipita la conversión de los aldeanos
en Jerusalén en Dalecarlia era de veras una tempestad espiritual, el
paso del Maligno significado por la antigua cacería infernal de las mitologías
del Norte o simplemente una tempestad. Pero basta con que comparemos las Jerusalén
con esa otra obra maes tra más turbia: La colina inspirada, de Barrés,
para advertir que los dalecarlianos visionarios conservan hasta el final una
especie de integridad heroica; los iluminados de Barrés, por el contrario, se
encenagan en una zona más o menos demoníaca, en donde hormiguean, en todo caso,
unas larvas. Esto proviene, ciertamente, de que Barrés ‑católico por cultura y
opción‑ retrocede con espanto nostálgico ante todo lo que represente para él la
tentación del desorden; los dalecarlianos, en cambio, por muy contrariados o
vejados que se vean, permanecen dentro de la gran tradición propia de la
disidencia protestante[18].
No por
ello deja de rondar el mal, en estos libros llenos de bondad, en sus habituales
formas de violencia, de libertinaje y de hipocresía; no nos encontramos ante
unos idilios almibarados. En Los milagros del Anticristo, se narra la
historia de una fiesta que da una vieja inglesa a los aldeanos de Sicilia en
las ruinas de su antiguo teatro. Tras haberles ofrecido unas canciones, unas
romanzas de su tierra, amablemente aplaudidas, la imprudente se arriesga a
interpretar un aria de la Norma. Se desatan las risas y los abucheos y
la multitud obliga a la desdichada a repetir una y otra vez su aria, víctima
grotesca entregada a las fieras del circo. El asesinato de toda una familia en Los
florines de Maese Arne es de una violencia digna de Truman Capote. En El
hombre fuera de la ley, la escena en que unos desechos humanos, medio
marineros, medio malhechores, se esfuerzan por hacer comer carne de serpiente a
un miserable que ha caído más bajo que ellos mismos, casi resulta insoportable.
La Selma Lagerlöf de Gösta Berling evocaba con simpatía las llamas del
ponche que iluminaban el rostro de los jinetes; el borracho maltratado por la
vida, en «El rey caído» de Los lazos invisibles era también una especie
de pingajo sublime, un Rembrandt en un decorado salutista. En «El balón»[19], el alcohólico no es más que un veleidoso, odioso como pueden serlo
los débiles; creeríamos estar leyendo una octavilla de una sociedad
antialcohólica de no ser por las sutiles relaciones existentes entre el padre y
los hijos, dulces soñadores que, si no murieran jóvenes, tal vez acabasen igual
que su padre. Con el mismo arte refinado bajo unas formas simples, se orquesta,
al principio del Anillo de Löwenskold, la conversación entre una pareja
de aldeanos que se excitan uno al otro para cometer un robo sacrílego sin que
se pronuncie ni una sola palabra comprometedora.
La
hipocresía, vicio de las sociedades bien pensantes, se ve en todas partes
valientemente asignada al último puesto. Carlota Löwenskold, publicado
en 1927, se halla dominada por la poca grata personalidad del pastor
protestante Karl Arthur Ekenstedt, monstruo de engaño para sí mismo, que
siembra la desgracia a su alrededor, sin dejar de pretender que él es inspirado
y guiado por Dios. Junto con la venenosa Thea, la mujer del organista, hembra
embaucadora que ha logrado apropiárselo, forman la única pareja repugnante que
hay en la obra de la novelista sueca; sus deformadas siluetas que van errando
de feria en feria parecen escapadas de un lienzo del Bosco. Nos sorrendemos de
que Selma Lagerlöf haya prestado, a las dos hijas de su vejez ‑la aristocrática
Carlota y la rústica Anna Svärd‑, tesoros de indulgencia para con aquella
eclesiástica crápula. ¿Deberemos pensar que subsiste, en una de las dos
mujeres, un resto de ternura para el hombre a quien amó, y en la otra un
respeto por aquel marido socialmente inferior a ella, o nos hallamos más bien
en una zona de penumbra que Selma Lagerlöf deja en la oscuridad? Acordémonos de
la encantadora pequeña Elsalill, de Los florines de Mícer Arne,
enamorada ‑sin darse cuenta, al principio, pero después con todo conocimiento
de causa‑ del asesino que exterminó a su familia y que, si hubiese podido,
tampoco la hubiera respetado a ella. «He amado a un lobo», se dice. Pero sigue
amándolo.
Pese a
algunos toques de moralismo casi inevitables, dada la época y el lugar, Selma
no suele juzgar a sus personajes: bastan sus actos. La gran novelista no suele
erigirse en juez: es demasiado sensible a la diversidad y al carácter
específico de los seres para no ver en ellos los hilos de una tapicería cuya
totalidad no abarcamos. Al igual que los campesinos de nuestra tierra, esos
suecos piensan oscuramente que hace falta de todo para hacer un mundo. En el relato
titulado «Una historia de Halland»[20], uno de aquellos en donde Selma mejor nos hace sentir la inexplicable
atracción de una persona por otra, el joven granjero que ha abandonado sus
pobres propiedades para seguir a Jan, el cíngaro ‑criado y marido de su madre‑,
no se indigna ni de haberse visto arruinado por su culpa, ni de haberse visto
implicado en un negocio sucio que lo envía a la cárcel: «Era de una especie
distinta y se vio obligado a obrar según las leyes de su especie». La autora no
elige ni entre dos hombres, ni entre dos modos de vida: ni la del aldeano
sedentario que únicamente conoció su pesada tarea habitual, ni la del disipado
vagabundo, infiel y taimado en ocasiones, pero que arrastraba a los demás
seres, en algunos momentos, a un baile lleno de alegría.
Ya he
dicho lo suficiente para mostrar que Selma Lagerlöf, cuando sobresale, lo hace
igualando a los más grandes novelistas. No siempre es así. Hasta en sus años
mejores, ciertas de sus obras dan la impresión de una hondonada entre cumbres. La
casa de Lillicrona o La leyenda de una vieja mansión, entre otras,
aunque no están desprovistas del encanto propio de los cuentos o de las
antiguas baladas, resultarían pálidas de no verse iluminadas por los reflejos
que sobre ellas arrojan otros grandes libros de la misma autora. Los
milagros del Anticristo, publicados poco después de Gösta Berling,
fueron recibidos con una mezcla de elogios y objeciones; hoy se nos imponen
sobre todo estas últimas. El folclor italiano, absorbido apresuradamente,
resulta en ese libro de un pintoresquismo superficial y la historia,
evidentemente prefabricada, de un Niño Jesús sustituido en el altar por una
falsificación que es el Anticristo, es decir, el socialismo (cuarenta años más
tarde, se hubiera dicho el comunismo), resulta casi irritante por tanto
simplismo. La autora tiene el mérito de haber visto, por debajo de la Sicilia
para turistas, la indigencia del pueblo, y ya es mucho haberse atrevido a
denunciar en 1894 que el culto exclusivo al progreso es una idolatría atea,
aunque tal vez no hubiera que decirlo así. Una novela corta, El carretero de
la muerte, escrita en 1912 a petición de una sociedad en lucha contra la
tuberculosis, trata del problema de «después de la vida», pero a pesar de las
experiencias muy hondamente vividas por la autora, no nos dice nada, sobre esas
regiones fronterizas, que no sepamos ya por otra parte[21]. El emperador de Portugal, que es de 1914, fue recibido con
admiración, pero puede parecernos un poco forzada esa historia de un dulce
megalómano que, en su imaginación, eleva a su hija prostituta al rango de
emperatriz.
«Mi alma
se ha vuelto pobre y sombría; ha vuelto a caer en estado salvaje», anotaba
Selma Lagerlöf en 1915. Dos o tres años más tarde, en un poema que permaneció
inédito en vida de la autora, la vemos sentada a su mesa de trabajo, agotada
por su tarea de escritora, que según ella consiste «en una recolección
desesperada de ramitas, briznas de paja e inútiles desechos de corcho», y luego
sintiendo de pronto volver a ella su alma, «esa desertora» ‑y alma parece
querer significar aquí genio‑ prosigue: «Planeé yo sola por encima de los
campos de batalla ‑dice tristemente el alma‑, pasé al ataque con el pueblo
torturado de las trincheras; acompañé a los refugiados por los caminos de la
miseria y del exilio; naufragué con los barcos torpedeados y, en los submarinos
asesinos, aceché la presa... Padecí la suerte de las poblaciones hambrientas;
permanecí en vela en las ciudades sobre las que llovían solapadamente las
bombas... Viví en casa de los príncipes destronados y en la de los perseguidos
que se adueñaron del poder». Tales experiencias de unión con el dolor del mundo
hubieran debido inspirar grandes obras a la Selma ya vieja. Pero había llegado
la hora del cansancio y de la duda de si la literatura servía aún para algo; le
faltaba tiempo para madurar esas nuevas experiencias como es debido y para
poder expresarlas después. El hombre fuera de la ley, que termiría con
paisajes de guerra, no fue, y ella lo sabía, una obra lograda. Los veinte años
que restaban verían la lenta gestación del Anillo de los Löwenskold, en
donde escenas impresionantes alternan con finas descripciones de la vida
provinciana en el siglo pasado, pero en donde abundan también la lentitud, las
repeticiones y, por aquí y por allá, unas secuencias melodramáticas propias de
novela negra. La autora, está claro, ya no domina su obra. Trató de encontrar
un epílogo en el que Karl Arthur Ekenstedt moría en olor de santidad: no lo
consiguió[22]. Todo novelista auténtico sabe que no puede hacer lo que quiere con
sus personajes.
«Sigo
perpleja en lo que concierne al sentido de la vida», le había dicho Selma
imprudentemente, en 1926, a un periodista. Esta sensata confesión desencadenó
la indignación de su público; no esperaban de su ídolo dudas filosóficas. Como
siempre ocurre cuando un escritor alcanza una gran popularidad, sus fervientes
admiradores se habían hecho de ella una idea somera, extraída en parte de sus
grandes libros admirados confiadamente o leídos tan sólo para encontrar en
ellos bellas historias, y en parte también por la inevitable propaganda
organizada en torno a su persona y a sus escritos. Dos años antes, Märbacka
‑más accesible que sus antiguas obras maestras‑ había ofrecido a los lectores
una imagen enternecedora y festiva del pasado familiar de la escritora, del que
el amor familiar había eliminado ruindades y choques inevitables. Selma niña
era descrita con encanto, pero con los convencionalismos que adoptan los
adultos para hablar de la infancia. No hay nada malo en que una anciana señora
evoque amablemente sus primeros años, y muy duro sería el lector que no se
dejara conmover por las gracias mitad sonrisas, mitad lágrimas que encontramos
en el rabillo del ojo de Märbacka, pero la gran narradora épica había
muerto.
Todo es
peligroso para el escritor que envejece (el escritor joven también corre sus
riesgos, pero son diferentes). La oscuridad y la soledad son peligrosas; la
popularidad lo es también. Es muy arriesgado hundirse sin retorno en el propio
mundo interior; igualmente disiparse en trabajos y ocupaciones de toda clase.
Selma, colmada de honores, tal vez fuera menos libre que la maestra de
Landskrona. Su celebridad adoptaba la forma de recepciones oficiales, de
discursos que era preciso oír o pronunciar; de escuadras de boy‑scouts de
excursión a Märbacka; de cantatas en el día de su santo ofrecidas por las
jovencitas de las escuelas; de visitas de periodistas y curiosos de toda
especie, que acudían a ella como moscas atraídas por la gloria. Al llegar a
septuagenaria, había dicho su intención de «penetrar en el país silencioso de
la vejez». Jamás penetró en él. Sus lectores se lo impedían, así como sus necesidades
de dinero, menos para ella que para las empresas a las que se consagraba, y
también se lo impedía, seguramente, el humilde deseo que todo escritor tiene de
escribir. Pero dudaba de sí. «Quise creer durante el mayor tiempo posible que
todo esto (sus obras recientes) tenía algún valor. Pero no lo tienen, estoy
segura», confesaba en 1933. Se equivocaba, algunas veces. Escrito en el
suelo, obra que compuso en 1933 y a cuyos derechos renunció en favor de los
intelectuales alemanes perseguidos, contiene una descripción casi visionaria
del patio de las lapidaciones, en el interior del templo de Jerusalén, muy
digna de la Selma de antaño. Pese a la moralidad, demasiado evidente, de la
conclusión, su Cristo convirtiendo a la mujer adúltera puede compararse a ese
otro Cristo ‑imbuido éste de una insólita sensualidad‑, de D. H. Lawrence,
veinte años más joven que Selma Lagerlöf y que murió quince años antes que
ella: el de El bombre que murió. Los poetas de generaciones sucesivas se
contradicen‑ y dicen lo mismo.
De vez en
cuando, sin embargo, Märbacka abría sus puertas a otros visitantes distintos de
los colegiales en busca de autógrafos, o de las delegaciones de empleados de
correos. En 1938, una mujer joven, emocionada ‑ella misma lo dijo‑ como una enamorada,
se acercó a saludar respetuosamente a la anciana señora de setenta y ocho años:
era Greta Garbo. Cuarenta y seis años atrás, Sophie Elkan, de soltera Sophie
Salomon, se había presentado de la misma manera, aunque llevaba puesto ‑como
permitía la moda por entonces‑ un velo tupido que Selma había levantado a la
fuerza para admirar su belleza. En el intervalo entre estas dos visitas, había
transcurrido toda una vida.
Pero poco
importaba. Las grandes obras, algo difuminadas ya por la distancia, seguían
ahí, como los paisajes de fondo en un lienzo: los bosques y cascadas del Ekeby
de los caballeros, las montañas severas y las colinas verdes de Jerusalén en
Dalecarlia, los campos y las landas divisadas por Nils desde lo alto de las
nubes y, sobre todo, los cuentos admirables, puros como lagos impolutos. En uno
de esos relatos, el viejo coronel Berenkreuz, que se ha retirado a una granja,
pasa el tiempo que le queda tejiendo una gigantesca tapicería de lanas de
colores, tan pronto vivos como oscuros, en cuyo dibujo ha puesto en secreto lo
que él cree saber de la vida. En una noche clara de verano, oye que alguien
invisible está atravesando, sin estropearla, la trama, se acerca a su cama y da
un talonazo presentando armas. «Se presenta la muerte, mi Coronel». La Muerte
podía venir a interrumpir en su tarea a la tejedora de Märbacka.
Mount
Desert Island, 1975
[3] De las experiencias parapsicológicas más o menos convincentes anotadas
por la misma Selma Lagerlöf, sólo indico aquí, por su belleza, la siguiente
transmisión de pensamiento: tarde en la noche, la novelista terminaba una de
sus obras a la cabecera de su madre enferma, demasiado cansada o demasiado
ausente para hablarle de su libro. La obra terminaba con una apasionada
improvisación del antiguo caballero Ekeby, el violinista Lilliecrona. Por la
mañana, la anciana señora le contó que había oído en sueños una música
maravillosa de violines.
[4] Selma Lagerlöf dijo a su biógrafa Hanna Astrup Larsen (Selma
Lagerlöf, Nueva York, 1936) que a veces se había introducido ella misma en
sus libros, pero casi siempre por medio de personajes masculinos.
«Especialmente en el de Ingmar Ingmarsson, el trabajador pesado y tenaz».
Aunque en esas palabras se adivina una leve ironía.
[18] Algunos cuentos, además de Los milagros del Anticristo
demuestran la simpatía que sintió Selma Lagerlöf por el catolicismo italiano de
su época; no deja de ir acompañada de un poco de condescendencia burlona y
algunos errores. Más interesante resulta quizá su forma respetuosa de tratar al
Islam. Un piadoso vagabundo, descendiente del Profeta, acude en ayuda de los
dalecarlianos perseguidos en Jerusalén. Gertrudis, que padece una enfermedad
mental, cree reconocer a Cristo en un derviche de hermosa mirada grave sentado
en el umbral de una mezquita; luego se enterará de que es un derviche aullador
y asistirá, aterrada, a los ritos vocales de la secta; pero cuando se recobra,
antes de abandonar Jerusalén, le besa la mano. «No era Jesús, pero sí un hombre
santo.»