Elías Canetti - Subrayado en Apuntes 1992-1993
17 de octubre de 2009
Un escritor sin una sola frase necesaria, pero todas venenosas.
El centenario que quiere un hijo, sólo entonces.
Uno escribe para ser distinto. Los embusteros de la escritura siguen siendo lo que de todos modos son.
Si tiene que ser, que sea en medio de una palabra que con el morir se quiebre en dos.
Él se brindó a la desesperación en vez de al silencio.
Él sabe demasiado poco para morir. Quizá se habría enterado de lo más importante justo después.
No se considera cínico, su propia carne está en juego.
Leer sobre uno mismo hasta convertirse en otro.
El amor de los saltamontes: nunca ha sentido él tanto asco sobre el amor.
Hay que tener la honestidad de nombrar el límite con el cual se ha tropezado.
Hay que parecer en el futuro tan ridículo como uno era.
Lo peor es un profeta que quiera serlo.
El día empezó hoy felizmente, con sesenta ballenas salvadas.
Luz de estrellas en lo más profundo del mar.
Sólo cuenta el saber vacilante.
Eso es lo que más les falta a los ordenadores: vacilación.
¿Y a quién he de pedirle la última verdad?
Una crueldad en ti que siempre has infravalorado. Es la crueldad de tu conciencia sobre la muerte.
La cuestión del poder ha sido raspada. ¿Quién sigue cavando?
Palabras que uno evita demasiado tarde.
Uno cumple cien años. Y se pasa a la religión de la muerte.
El incremento progresivo de los sentimientos. Han perdido la vergüenza.
Vivir escondido en un dios.
También tú, altanero, eres un esclavo del idioma en el que escribes.
El hombre que cincuenta y cinco años tras la muerte de su madre la llamaba por su nombre en cada página, me ha liberado de ella.
Desde que he leído su libro, ella se ha desvanecido por vez primera.
Con quien mejor se entiende es con quien quien no entiende absolutamente nada de él.
La pasión de los románticos por la muerte me produce repugnancia. Se comportan como si su muerte fuera algo particular.
El aburrimiento de Dios sin nosotros, moscas.
Frustrar como profesión.
La verdad como niebla incandescente en el cosmos.
Palabras achatadas al máximo, como armaduras. De un lado para otro dentro de ellas, de un lado para otro: filósofos.
Frases ajenas - intolerables, hasta que uno las sueña.
El jadeante, que deglute su prosa al escribir. El cuantúltiple, que se bifurca al andar. El feo, que se escuda con los feos. El resguardado, que grita en medio del tumulto. El cargado de reproches, que, bien protegido, juzga a otros.
Podría ser que de ti sólo quede algo porque las masas hayan seguido creciendo en la dirección de tu espanto.
Puede que sea fatuo desmontarse en un apunte cuidadosamente secreto.
Más fatuo sería no hacerlo por altivez.
Él se acerca a todo desde dentro. Se carencia.
Trad. Juan José del Solar
Madrid, Anaya & Mario Muchnik, 1997
El centenario que quiere un hijo, sólo entonces.
Uno escribe para ser distinto. Los embusteros de la escritura siguen siendo lo que de todos modos son.
Si tiene que ser, que sea en medio de una palabra que con el morir se quiebre en dos.
Él se brindó a la desesperación en vez de al silencio.
Él sabe demasiado poco para morir. Quizá se habría enterado de lo más importante justo después.
No se considera cínico, su propia carne está en juego.
Leer sobre uno mismo hasta convertirse en otro.
El amor de los saltamontes: nunca ha sentido él tanto asco sobre el amor.
Hay que tener la honestidad de nombrar el límite con el cual se ha tropezado.
Hay que parecer en el futuro tan ridículo como uno era.
Lo peor es un profeta que quiera serlo.
El día empezó hoy felizmente, con sesenta ballenas salvadas.
Luz de estrellas en lo más profundo del mar.
Sólo cuenta el saber vacilante.
Eso es lo que más les falta a los ordenadores: vacilación.
¿Y a quién he de pedirle la última verdad?
Una crueldad en ti que siempre has infravalorado. Es la crueldad de tu conciencia sobre la muerte.
La cuestión del poder ha sido raspada. ¿Quién sigue cavando?
Palabras que uno evita demasiado tarde.
Uno cumple cien años. Y se pasa a la religión de la muerte.
El incremento progresivo de los sentimientos. Han perdido la vergüenza.
Vivir escondido en un dios.
También tú, altanero, eres un esclavo del idioma en el que escribes.
El hombre que cincuenta y cinco años tras la muerte de su madre la llamaba por su nombre en cada página, me ha liberado de ella.
Desde que he leído su libro, ella se ha desvanecido por vez primera.
Con quien mejor se entiende es con quien quien no entiende absolutamente nada de él.
La pasión de los románticos por la muerte me produce repugnancia. Se comportan como si su muerte fuera algo particular.
El aburrimiento de Dios sin nosotros, moscas.
Frustrar como profesión.
La verdad como niebla incandescente en el cosmos.
Palabras achatadas al máximo, como armaduras. De un lado para otro dentro de ellas, de un lado para otro: filósofos.
Frases ajenas - intolerables, hasta que uno las sueña.
El jadeante, que deglute su prosa al escribir. El cuantúltiple, que se bifurca al andar. El feo, que se escuda con los feos. El resguardado, que grita en medio del tumulto. El cargado de reproches, que, bien protegido, juzga a otros.
Podría ser que de ti sólo quede algo porque las masas hayan seguido creciendo en la dirección de tu espanto.
Puede que sea fatuo desmontarse en un apunte cuidadosamente secreto.
Más fatuo sería no hacerlo por altivez.
Él se acerca a todo desde dentro. Se carencia.
Trad. Juan José del Solar
Madrid, Anaya & Mario Muchnik, 1997