Salman Rushdie en otro registro: Harún y el Mar de las Historias
5 de septiembre de 2009
Erase una vez, en el país de Alifbay, una ciudad triste, la más triste de las ciudades, una ciudad tan míseramente triste que hasta había olvidado su nombre. Estaba junto a un mar lúgubre lleno de peces taciturnos que tenían un sabor tan insípido que te hacían eructar de melancolía aunque el cielo estuviera azul.
Al norte de la ciudad triste había grandes fábricas en las que (según me han contado) se producía, envasaba y despachaba tristeza a todo el mundo que nunca parecía tener bastante. Las chimeneas de las fábricas de tristeza vomitaban un humo negro que se cernía sobre la ciudad como una mala noticia.
En lo más recóndito de la ciudad, más allá de una vieja zona de edificios ruinosos que tenían aspecto de corazones destrozados, vivía un chico alegre llamado Harún, hijo único del juglar Rasid Khalifa, hombre de jovialidad reconocida en toda aquella infeliz metrópoli, cuya inagotable reserva de cuentos largos, cortos y tortuosos le había valido no ya uno sino dos motes. Sus admiradores le llamaban Rasid, el Océano de la Fantasía, tan repleto estaba de alegres cuentos como lleno el mar de peces taciturnos; pero, para sus rivales envidiosos era el Sha de Bla. Para Soraya, su esposa, Rasid fue durante muchos años el marido más cariñoso que pudiera desear una mujer y, durante aquellos años, Harún creció en un hogar en el que, en lugar de penas y caras largas, había la risa pronta de su padre y la dulce voz de su madre que cantaba canciones.
Hasta que algo se torció. (Quizá al fin se les coló por las ventanas la tristeza de la ciudad.)
El día en que Soraya dejó de cantar, bruscamente, a mitad de la frase, como si alguien hubiera pulsado un interruptor, Harún sospechó que algo andaba mal. Pero no imaginaba cuánto.
Rasid Khalifa estaba tan atareado inventando y contando cuentos que no reparó en que Soraya había dejado de cantar; lo cual, probablemente, empeoró las cosas. Pero Rasid era un hombre muy ocupado y muy solicitado, él era el Océano de la Fantasía, el famoso Sha de Bla. Y, entre ensayos y actuaciones, pasaba tanto tiempo en el escenario que perdió de vista lo que ocurría en su propia casa. Iba por toda la ciudad y por todo el país contando cuentos mientras Soraya, en casa, se ensombrecía, incluso tronaba un poco y cocinaba una buena borrasca.
Harún iba con su padre siempre que podía, porque aquel hombre era un mago, eso no podías negarlo. Se encaramaba a un escenario improvisado en cualquier callejón abarrotado de niños harapientos y vejetes desdentados, todos sentados en el suelo, y, en cuanto empezaba a hablar, hasta las vacas que deambulaban por la ciudad se paraban y erguían las orejas, y los monos lanzaban chillidos de aprobación desde los tejados, y los loros imitaban su voz en los árboles.
Harún solía comparar a su padre con un malabarista, porque en realidad sus cuentos estaban hechos de retazos de historias diferentes que él manejaba a su antojo y mantenía en constante movimiento, como el que juega con muchas pelotas a la vez, sin equivocarse nunca.
¿De dónde venían todos aquellos cuentos? Parecía que Rasid no tenía más que abrir sus labios reidores, gruesos y rojos para que por ellos saliera un nuevo relato en el que no faltaba su dosis de brujería y de amor, princesas, tíos malvados, tías gruesas, gangsters bigotudos con pantalones a cuadros amarillos, paisajes fantásticos, cobardes, héroes, peleas y media docena de pegadizas tonadillas. «Todas las cosas tienen que salir de algún sitio —cavilaba Harún—, por lo tanto, estos cuentos no pueden salir del aire...»
Pero cuando hacía a su padre esta importantísima pregunta, el Sha de Bla entornaba sus, a decir verdad, un tanto saltones ojos, se daba unas palmadas en su blando estómago y se metía el pulgar en la boca con un ridículo gorgoteo, como si bebiera, glu glu glu. Harún se impacientaba.
—Vamos, dime ya, ¿de dónde las sacas? —insistía y Rasid movía las cejas con aire de misterio y agitaba los dedos con ademán de bruja.
—Del gran Mar de las Historias —contestaba—. Yo bebo las cálidas Aguas de las Historias y me siento lleno de inspiración.
A Harún esta explicación le resultaba por demás irritante.
—¿Y dónde guardas el agua caliente? —preguntó un día con astucia—. En termos, supongo. Pues nunca he visto ninguno.
—Viene de un Grifo invisible instalado por uno de los Genios del Agua —dijo Rasid muy serio—. Tienes que estar abonado.
—¿Y cómo se abona uno?
—Oh —hizo el Sha de Bla—. Eso es Excesivamente Complicado Para Contarlo.
—De todos modos —concluyó Harún, malhumorado—, tampoco he visto nunca a un Genio del Agua —Rasid se encogió de hombros—. Tú nunca madrugas lo suficiente para ver al lechero —señaló—, pero no tienes inconveniente en beberte la leche. Conque déjate de averiguaciones y disfruta de los cuentos si te gustan.
Y así terminó la discusión. Pero un día Harún hizo una pregunta de más, y ese día ocurrió la catástrofe.
Título original: Haroun and the Sea of Stories
© Salman Rushdie, 1990
Traducción del inglés: F. Roldán
Barcelona, Seix Barral, 1991