Marguerite Yourcenar – María Magdalena o la salvación

11 de junio de 2009




Me llamo María: me llaman Magdalena. Magdala es el nombre de mi pueblo: es la pequeña comarca donde mi madre poseía unos campos, donde mi padre poseía unas viñas. Nací en Magdala. A mediodía, mi hermana Marta repartía jarras de cerveza a los obreros, en la granja; yo me llegaba a ellos con las manos vacías; bebían mi sonrisa a lengüetazos; sus miradas me palpaban como si yo fuera una fruta ya casi madura, cuyo sabor depende de un poco más de sol. Mis ojos eran dos fieras atrapadas en la red de mis pestañas; mi boca casi negra, una sanguijuela hinchada de sangre. El palomar rebosaba de palomas; el arca, de panes; el cofre, de monedas con la efigie del César. Marta se estropeaba la vista marcando mi ajuar con las iniciales de Juan. La madre de Juan tenía pesquerías; el padre de Juan tenía viñas. Juan y yo, sentados el día de la boda bajo la higuera de la fuente, sentíamos ya sobre nosotros el intolerable peso de setenta años de felicidad. La misma música de baile se tocaría en las bodas de nuestras hijas; yo me sentía ya llena de los hijos que ellas iban a tener. Juan llegaba hacia mí desde el fondo de su infancia; sonreía a los ángeles como los niños, a los ángeles que eran sus únicos compañeros; yo había rechazado, por amor a él, los ofrecimientos del centurión romano. Juan huía de la taberna donde las prostitutas se agitan como víboras al son excitante de una flauta triste; apartaba la vista para no ver el rostro redondo de las criadas de la granja. Amar su inocencia fue mi primer pecado. No sabía yo que estaba luchando contra un rival invisible, lo mismo que nuestro padre Jacob contra el ángel, ni que la apuesta del combate era aquel muchacho de cabellos desordenados, coronados de briznas de paja y que esbozaban una especie de aureola. Yo no sabía que otro había amado a Juan antes de que yo lo amara, antes de que él me amara a mí; yo no sabía que Dios era el remedio que buscan los solitarios. Presidía yo el banquete de bodas en el cuarto de las mujeres; las matronas me susurraban al oído consejos de alcahuetas y recetas de cortesanas; la flauta gritaba como una virgen; los tambores resonaban como corazones; las mujeres se revolcaban en la sombra, paquetes de velos, racimos de senos, y me envidiaban con voz pastosa la violenta felicidad de recibir al Esposo. Los corderos que estaban degollando en el patio chillaban como los inocentes entre las manos de los carniceros de Herodes; no pude oír, a lo lejos, el balido del Cordero ladrón. Los humos de la noche lo emborronaron todo en la habitación de arriba; el día gris perdió el sentido de las formas y colores de las cosas: no reparé en el blanco vagabundo -sentado entre los parientes pobres, en el extremo más alejado de la mesa de los hombres- que comunicaba a los jóvenes, sólo con tocarlos o con darles un beso, la horrible especie de lepra que les obliga a apartarse de todo. Yo no adivinaba la presencia del Seductor que hace parecer la renuncia tan dulce como el pecado. Cerraron las puertas, quemaron perfumes para alejar a los diablos y nos dejaron solos. Al levantar los ojos, advertí que Juan no había hecho sino atravesar su fiesta de bodas como si fuera una plaza llena de gente con motivo de alguna fiesta pública. Temblaba sólo de dolor; estaba pálido, pero de vergüenza; sólo temía un desfallecimiento del alma que lo dejara impotente para poseer a Dios. Yo era incapaz de distinguir en el rostro de Juan la mueca del asco de la del deseo: era virgen y, además, toda mujer que ama es una pobre inocente. Comprendí más tarde que yo representaba para él la peor de las culpas carnales, el pecado legítimo, aprobado por la costumbre, tanto más vil cuanto que está permitido revolcarse en él sin rubor, tanto más de temer cuanto que no trae consigo la condenación. Había elegido en mí a la más escondida de las muchachas a quien él pudiera cortejar con la secreta esperanza de no obtenerla nunca; yo justificaba su repugnancia hacia otras presas más accesibles; sentada en aquella cama, ya no era más que una mujer fácil. La imposibilidad en que se encontraba de amarme creaba entre nosotros una similitud más fuerte que esos contrastes del sexo que sirven, entre dos seres humanos, para destruir la confianza, para justificar el amor: ambos deseábamos ceder a una voluntad más fuerte que la nuestra, entregarnos, ser cogidos, y salíamos al paso de todos los dolores para dar a luz una nueva vida. Aquella alma de largos cabellos corría hacia un Esposo. Apoyaba la frente en el cristal cada vez más empañado por su aliento; los ojos cansados de las estrellas ya ni siquiera nos espiaban; una sirvienta al acecho al otro lado de la puerta tomaba quizá mis sollozos por exclamaciones de amor. Se alzó en la noche una voz llamando a Juan por tres veces, como sucede en las casas en donde alguien va a morir: Juan abrió la ventana, se asomó para medir la profundidad de la sombra y vio a Dios. Yo no vi más que las sábanas de la cama y las ató para hacer con ellas una cuerda; moscas de fuego palpitaban en la tierra como si fueran astros, así que él parecía sumergirse en el cielo. Perdí de vista a aquel tránsfuga incapaz de preferir una mujer al pecho de Dios. Abrí prudentemente la puerta de mi habitación, en donde nada había sucedido a no ser una huida. Salté por encima de los convidados, que roncaban en el vestíbulo y cogí de la percha el capuchón de Lázaro. La noche era demasiado oscura para ver en el suelo las huellas de las plantas divinas; las piedras en las que tropezaba no eran de aquellas que yo saltaba a la pata coja al salir del colegio; percibía las casas por primera vez, como las ven desde fuera los que no tienen hogar. Por los rincones de las callejuelas de mala fama, tornaban a rezumar los consejos en las bocas desdentadas de las alcahuetas; había vomitonas de borrachos bajo los arcos del mercado que me recordaron los charcos de vino del festín de bodas. Para escapar de la ronda, corrí a lo largo de las galerías de madera de la posada, hasta llegar al cuarto del teniente romano. Aquel bruto me abrió, borracho aún de las libaciones en mi honor a la mesa de Lázaro; sin duda me tomó por una de las rameras con quien solía acostarse. Mantuve la cara tapada con el capuchón de Lázaro; la cosa fue más fácil cuando se trató de mi cuerpo. Cuando él me reconoció, yo ya era María Magdalena. Le oculté que Juan me había abandonado en mi noche de bodas por miedo a que se creyera obligado a verter, en el vino de su deseo, el agua insípida de su compasión. Le dejé creer que yo prefería sus brazos velludos a las manos largas y siempre juntas de mi pálido novio: le guardé el secreto a Juan de su fuga con Dios. Los niños del pueblo descubrieron dónde me encontraba y me tiraron piedras. Lázaro mandó limpiar el estanque del molino, creyendo encontrar allí el cadáver de Juan; Marta agachaba la cabeza al pasar por delante de la posada; la madre de Juan vino a pedirme cuentas del pretendido suicidio de su hijo único; yo no me defendí: me parecía menos humillante dejarles creer a todos que el desaparecido me había amado locamente. Al mes siguiente, Marius recibió órdenes de reunirse, en Gaza, con la segunda división de Palestina; no pude encontrar el dinero necesario para adquirir en el carro uno de esos puestos de tercera clase reservados desde siempre a los profetas, a los miserables, a los soldados con permiso y a los Mesías. EI posadero me contrató para limpiar los vasos: aprendí de mi patrón la cocina del deseo. Era muy dulce para mí saber que la mujer despreciada por Juan caía sin transición al último puesto de las criaturas: cada golpe, cada beso me modelaban un rostro, unos pechos, un cuerpo diferente del que mi amigo no había acariciado. Un camellero beduino consintió en llevarme a Jaffa mediante el pago en abrazos; un marino marsellés me tomó a bordo de su barco: yo iba acostada en la popa y me contagiaba del cálido temblor del mar lleno de espuma. En un bar del Pireo, un filósofo griego me enseñó la sabiduría como si fuera un desenfreno más. En Esmirna, las larguezas de un banquero me enseñaron la dulzura que el chancro de la ostra y las pieles de los animales feroces añaden a la piel de una mujer desnuda, de suerte que fui envidiada, además de deseada. En Jerusalén, un fariseo me enseño a hacer uso de la hipocresía como si fuera un colorete inalterable. En un tugurio de Cesarea, un paralítico ya curado me habló de Dios. Pese a las súplicas de los ángeles, que sin duda se esforzaban por devolverlo al cielo, Dios continuaba errando de pueblo en pueblo, mofándose de los sacerdotes, insultando a los ricos, dividiendo a las familias, disculpando a la mujer adúltera, ejerciendo por todas partes su escandaloso oficio de Mesías. Hasta la eternidad tiene su hora de moda: uno de aquellos martes en que sólo invitaba a gente célebre, Simón el fariseo tuvo la ocurrencia de rogar la asistencia de Dios. Yo había rodado tanto con la intención de darle, a aquel terrible Amigo, una rival menos ingenua. Seducir a Dios era quitarle a Juan su porte de eternidad, era obligarlo a recaer sobre mí con todo el peso de su carne. Pecamos porque Dios no está: como nada perfecto se presenta a nosotros, nos resarcimos con las criaturas. Cuando Juan comprendiese que Dios sólo era un hombre, ya no habría ninguna razón para que no prefiriese mis senos. Me atavié como para ir al baile; me perfumé como para meterme en una cama. Mi entrada en la sala del banquete hizo que se parasen las mandíbulas; los Apóstoles se levantaron con gran tumulto, por miedo a verse infectados con el roce de mis faldas: a los ojos de aquellas gentes yo era tan impura como si estuviera continuamente sangrando. Tan sólo Dios permanecía sentado en la banqueta de cuero: instintivamente reconocí aquellos pies desgastados de tanto andar por todos los caminos de nuestro infierno, aquellos cabellos llenos de piojos de astros, aquellos grandes ojos puros como únicos pedazos que de su cielo le quedaban... Era feo como el dolor; estaba sucio como el pecado. Caí de rodillas, tragándome mi salivazo, incapaz de añadir el sarcasmo al horrible peso del desamparo de Dios. Me di cuenta en seguida de que no podría seducirlo, pues no huía de mí. Deshice mis cabellos como para tapar mejor la desnudez de mi culpa; vacié ante él el frasco de mis recuerdos. Comprendía que aquel Dios fuera de la ley debía haberse deslizado una mañana fuera de las puertas del alba, dejando tras de sí a las personas de la Trinidad, sorprendidas de no ser más que dos. Se había alojado en la posada de los días; se había prodigado a innumerables transeúntes que le negaban su alma, mas reclamaban de él todas las tangibles alegrías. Había soportado la compañía de bandidos, el contacto de leprosos, la insolencia de los policías: consentía igual que yo en pertenecer a todos, espantoso destino... Puso sobre mi cabeza su ancha mano de cadáver, que parecía hallarse ya sin sangre. No hacemos más que cambiar de esclavitud: en el momento preciso en que me abandonaron los demonios, me convertí en posesa de Dios. Juan se borró de mi vida, como si el Evangelista no hubiera sido para mí sino el Precursor: frente a la Pasión, me olvidé del amor. He aceptado la pureza como la peor de las perversiones: he pasado noches en blanco, tiritando de rocío y de lágrimas, tumbada en el campo en medio de los Apóstoles, como un montón de corderos enamorados del Pastor. He envidiado a los muertos sobre los que se acuestan los Profetas para resucitarlos. Ayudé al divino curandero en sus curas maravillosas: froté con barro los ojos de los ciegos de nacimiento. Dejé que Marta trabajase en mi lugar el día de la comida de Betania, por miedo a que Juan se sentara al lado de las rodillas celestiales, en el taburete que yo habría dejado. Fueron mis lágrimas y mis gritos los que obtuvieron del dulce taumaturgo el segundo nacimiento de Lázaro: aquel muerto envuelto en vendas que daba sus primeros pasos en el umbral de la tumba era casi nuestro hijo. Le busqué discípulos, mojé mis manos pálidas con el agua de fregar de la Santa Cena; me mantuve al acecho en el «square» de los Olivos, mientras se daba el golpe de la Redención. Tanto lo quise que dejé de compadecerlo: mi amor se cuidaba de agravar ese desamparo, lo único que lo convertía en Dios. Para no arruinar su carrera de Salvador, consentí en verlo morir, a la manera de una amante, que consiente en que su amado haga un brillante matrimonio. En la sala de los pasos perdidos, cuando Pilatos nos dio a elegir entre un facineroso y Dios, grité como los demás que soltaran a Barrabás. Le vi acostarse en el lecho vertical de sus nupcias eternas; asistí al momento horrible en que lo ataban con cuerdas, al beso que dio a la esponja aún empapada de un amargor marino, a la lanzada del soldado que se esforzaba por perforar el corazón del divino vampiro, con miedo de que tornara a levantarse para chupar el porvenir. Sentí estremecerse sobre mi frente aquella dulce ave de rapiña clavada en la puerta de los Tiempos. Un viento de muerte horadaba los cielos, desgarrándolos como si fueran un velo; el mundo se vencía del lado de la noche, arrastrado por el peso de la cruz. El pálido capitán colgaba de las vergas del Tres-Mástiles, sumergido por la Culpa: el hijo del carpintero expiaba los errores que su Padre eterno había cometido en sus cálculos. Yo sabía que nada bueno podría nacer de su suplicio: el único resultado de aquella ejecución iba a ser mostrar a los hombres que es fácil deshacerse de Dios. El Divino sentenciado a muerte sólo dejaba caer al suelo inútiles semillas de sangre. Los dados trucados del Azar saltaban inútilmente en manos de los centinelas; los harapos de la Túnica infinita no le servían a nadie para hacerse un traje. En vano vertí a sus pies la ola oxigenada de mi cabellera; en vano intenté consolar a la única Madre que ha concebido a Dios. Mis gritos de mujer y de perra no llegaban hasta mi dueño muerto. Los ladrones, al menos, compartían su misma pena: al pie de aquel eje por donde pasaba todo el dolor del mundo, yo no hacía sino estorbar su diálogo con Dimas. Levantaron escaleras, halaron cuerdas. Dios se desprendió, como un fruto maduro, dispuesto ya a pudrirse en la tierra del sepulcro. Por vez primera, su cabeza inerte descansó en mi hombro, el jugo de su corazón nos ponía las manos pegajosas, como en época de vendimias. José de Arimatea iba delante de nosotros con un farol; Juan y yo nos doblábamos bajo el peso de aquel cuerpo más pesado que el hombre; unos soldados nos ayudaron a colocar una piedra de molino tapando la entrada del sepulcro. No regresamos a la ciudad hasta que llegó el frío del sol crepuscular. Volvimos a encontrarnos, no sin estupor, con tiendas y teatros, con la insolencia de los taberneros, con los diarios de la tarde cuya página de sucesos llenaba la Pasión. Pasé la noche escogiendo mis mejores sábanas de cortesana; al llegar la mañana envié a Marta a comprar todos los perfumes que encontrase al mejor precio. Cantaban los gallos, como si quisieran refrescar el arrepentimiento de Pedro: asombrada de que llegara el día, me metí por un camino de los arrabales bordeado de manzanos que recordaban la culpa y de viñas que recordaban la Redención. Guiada por un recuerdo, ángel incorruptible, entré en aquella caverna horadada en lo más profundo de mí misma; me acerqué a aquel cuerpo como a mi propia tumba. Yo había renunciado a toda esperanza de Pascua, a toda promesa de resurrección. No me di cuenta de que la piedra del lagar se hallaba tajada en toda su longitud a consecuencia de alguna fermentación divina; Dios se había levantado de la muerte como de un lecho de insomnio: de la tumba deshecha colgaban las sábanas mendigadas al jardinero. Era la segunda vez en mi vida que yo me hallaba ante una cama donde dormía un ausente. Los granos de incienso rodaron por el suelo del sepulcro y cayeron al fondo de la noche. Las paredes me devolvieron mi aullido de vampiro insatisfecho; al salirme fuera de mí, me di en la frente con la piedra del dintel. La nieve de los narcisos permanecía virgen de toda huella humana: los que acababan de robar a Dios caminaban por el cielo. El jardinero, encorvado hacia el suelo, escardaba un macizo de flores: levantó la cabeza bajo el sombrero de paja que formaba como una aureola de sol y de verano; caí de rodillas, llena del dulce temblor de las mujeres enamoradas que creen sentir cómo se derrama por todo su cuerpo la sustancia de su corazón. El llevaba al hombro el rastrillo que utiliza para borrar nuestras culpas; en la mano, el ovillo y las tijeras de podar que las Parcas confían a su hermano eterno. Quizá se preparase a bajar a los Infiernos por el camino de las raíces. Conocía el secreto del remordimiento de las ortigas, de la agonía de la lombriz de tierra. La palidez de la muerte permanecía en él, de suerte que parecía haberse disfrazado de lirio. Yo adivinaba que su primer ademán sería para apartar a la pecadora contaminada por el deseo. Me sentía babosa en aquel universo de flores. El aire era tan fresco que las palmas de mis manos tuvieron la sensación de apoyarse en un espejo: mi maestro muerto había pasado al otro lado del espejo del Tiempo. Mi aliento enturbió la gran imagen: Dios se borró, igual que un reflejo sobre el cristal de la mañana. Mi cuerpo opaco no era un obstáculo para aquel Resucitado. Se oyó un crujido, puede que en el fondo de mí misma; caí con los brazos en cruz, arrastrada por el peso de mi corazón: no había nada detrás del espejo que yo acababa de romper. Me encontraba de nuevo más vacía que una viuda, más sola que una mujer abandonada. Por fin conocía toda la atrocidad de Dios. Dios me había robado no sólo el amor de una criatura, a la edad en que uno se figura que son insustituibles, Dios me había robado además mis náuseas de embarazada, mis sueños de recién parida, mis siestas de anciana en la plaza del pueblo, la tumba cavada al fondo del cercado en donde mis hijos me hubieran enterrado. Después de robarme mi inocencia, Dios me robaba mis culpas: cuando apenas empezaba a medrar en mi oficio de cortesana, me quitaba la posibilidad de seducir al César o de subir a las tablas. Después de su cadáver, me quitaba su fantasma: ni siquiera quiso que yo me embriagara con un sueño. Como el peor de los celosos, ha destruido esa belleza que me exponía a recaer en las camas del deseo: me cuelgan los pechos, me parezco a la Muerte, a esa vieja amante de Dios. Como el peor de los maníacos, sólo amó mis lágrimas. Pero ese Dios que todo me lo quitó no me lo ha dado todo. No he recibido más que una migaja de su amor infinito: compartí su corazón con las criaturas como cualquier otra. Mis amantes de antaño se acostaban sobre mi cuerpo sin preocuparse de mi alma: mi celeste amigo de corazón sólo se preocupó de calentar esa alma eterna, de suerte que una mitad de mi ser no ha dejado de sufrir. Y, sin embargo, me ha salvado. Gracias a él no recibí de las alegrías sino su parte de dolor, la única inagotable. Me escapo de las rutinas de la casa y de la cama, del peso muerto del dinero, del callejón sin salida que es el éxito, del contento que procuran los honores, de los encantos de la infamia. Puesto que aquel condenado al amor de Magdalena se ha evadido al cielo, evito el insípido error de serle necesaria a Dios. Hice bien en dejarme llevar por la gran ola divina; no me arrepiento de haber sido rehecha por las manos del Señor. No me ha salvado ni de la muerte, ni del mal, ni del crimen, pues gracias a ellos nos salvamos. Me ha salvado tan sólo de la felicidad.





En Fuegos
Traducción: Emma Calatayud
Madrid, Alfaguara, 9ª reimpresión, 1989
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