Marosa di Giorgio - Misal del cura

1 de octubre de 2007







Hay que voltear al cura.
Lo bajamos con este palo.
Los vecinos caminaban en torno del árbol. Mientras el atardecer parecía volar rápidamente. Un sol sin rayos ya, caía echando fragancia a dátil y a naranja.
-Los perfumes de este sol... -decían, tocándose la sien, medio mareados, y olvidando el asunto central.
Vinieron más vecinos. Sacudieron el árbol. El cura no caía.
Sin embargo era preciso aprovechar los escasos momentos entre la luz y la sombra, porque después avanzarían el ejército de las comadrejas, y el lobo platinado que últimamente insistía en indagar por ahí.
De adentro de la casa salió una mujer, que todos conocían. Dijo llamarse hibisco; se presentó, como si la viesen recién; su melena es rosada, y el vestido del color de las llamas, y su cara corola de hibisco.
Así, con ella, era todo más fácil, más difícil. Ella dijo: -Yo lo voltearé.
Le dieron un palo. No lo sabía manejar; luego aprendió. Pegó. Del nido cayeron algunas pajas y no se movió.
Ella, ya con una cuchilla, hizo unos cortes en los tallos, y no sirvieron tampoco para nada.
Los demás la ayudaban, sin darse cuenta, de que entre ellos ya habían empezado a andar unas comadrejas, y el lobo un poco más allá, se ponía sentado sobre dos patas. Mostrando los dientes helados.
Hibisco, envalentonada, trepó por el tronco, se fue para arriba.
Increpó al cura (en idioma exttranjero). El cura no se movió. No se veía; algo negro se confundía con el nidal.
La mujer agredió.
El cura por un segundo mostró la cara, pálida, y las plumas negras en latín.
Ella dio un grito y siguió la lucha.
Le cayeron cayeron encima unos granos raros como de nuez moscada o de azabache que se fueron abajo para sorpresa de todos allá.
Ella metió las manos en el nido, le apresaron los dedos; logró salvarlos. Le cayó encima una oleada otra vez de azabache. Y esas florecitas tristes de los altares.
Ella se agarró al nido, le sacó un pedazo, dispuesta ya a todo.
Unas plumas negras volaron del cura para arriba y otras para el suelo.
Una garra se prendió a ella de rojo vestido que desapareció como un pétalo.
Así cayó desnuda adentro del nido.
El cura hizo un jocundo Aaaaah!
Allá abajo volaba el espanto, se oían cosas nunca oídas, el aire estaba ya todo negro, y el lobo había empezado la cacería.



En Misales
Buenos Aires, cuenco de plata, 2005


2 comentarios:
Anónimo 2 de octubre de 2007, 8:25 a.m.  

Me gustó mucho este relato.

MS.

Diluvio 2 de octubre de 2007, 8:32 p.m.  

Marosa siempre estará presente..nadie la bajará

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