Albert Camus - Nietzsche y el nihilismo
1 de abril de 2007
Negamos a Dios, negamos la responsabilidad de Dios; solamente así liberaremos al mundo. Con Nietzsche, el nihilismo parece hacerse profético. Pero no se puede sacar de Nietzsche sino la crueldad baja y mediocre que él odiaba con todas sus fuerzas, mientras no se ponga en el primer plano de su obra, mucho antes que al profeta, al clínico. El carácter provisional, metódico, estratégico, en una palabra, de su pensamiento, no puede ser puesto en duda. En él el nihilismo, por primera vez, se hace conciente. Los cirujanos tienen en común con los profetas que piensan y operan en función del porvenir. Nietzsche no pensó nunca sino en función de un apocalipsis futuro, no para ensalzarlo, pues adivinaba el aspecto sórdido y calculador que ese apocalipsis tomaría al final, sino para evitarlo y trasformarlo en renacimiento. Reconoció el nihilismo y lo examinó como un hecho clínico. Se decía el primer nihilista cabal de Europa. No por gusto, sino por disposición, y porque era demasiado grande para rechazar la herencia de su época. Diagnosticó en sí mismo y en los otros la imposibilidad de creer y la desaparición del fundamento primitivo de toda su fe, es decir, la creencia en la vida. El ¿se puede vivir en rebelión? se convierte en el ¿se puede vivir sin creer en nada? Su respuesta es positiva. Sí, si se hace de la falta de fe un método, si se lleva al nihilismo hasta su últimas consecuencias y si, desembocando entonces en el desierto y confiando en lo que va a venir, se siente en ese mismo movimiento primitivo dolor y alegría.
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La vocación superior de Nietzsche si le creemos, consiste en provocar una especie de crisis y de detención decisiva en el problema del ateismo. El mundo marcha a la aventura, no tiene finalidad. Dios es, por lo tanto, inútil, puesto que nada quiere. Si quisiera algo, y en eso se reconoce la formulación tradicional del problema del mal, tendría que asumir una suma de dolor y de ilogismo que rebajaría el valor total del devenir. Se sabe que Nietzsche envidiaba públicamente a Stendhal su fórmula: La única excusa de Dios es que no existe. Al estar privado de la voluntad divina, el mundo está privado igualmente de unidad y de finalidad, por eso no se puede juzgar al mundo. Todo juicio de valor acerca de él lleva finalmente a la calumnia de la vida. Se juzga entonces lo que es por referencia a lo que debería ser, reino del cielo, ideas eternas o imperativo moral. Pero lo que debería ser no es; este mundo no puede ser juzgado en nombre de nada. [...] La conducta moral, tal como la ilustró Sócrates, o tal como la recomienda el cristianismo, es en sí misma un signo de decadencia. Quiere sustituir al hombre de carne por un hombre reflejo. Condena el universo de las pasiones y los gritos en nombre de un mundo armonioso completamente imaginario. Si el nihilismo es la impotencia para creer, su síntoma más grave no se encuentra en el ateismo, sino en la impotencia para creer lo que es, para ver lo que se hace, para vivir lo que se ofrece. Esta enfermedad está en la base de todo idealismo. La moral no tiene fe en el mundo. La verdadera moral, para Nietzsche, no se separa de la lucidez. Es severo con los calumniadores del mundo porque descubre en esa calumnia la vergonzosa inclinación a la evasión. La moral tradicional no se para él sino un caso especial de inmoralidad. Es el bien -dice- el que necesita que lo justifiquen. Y también: Un día se dejará de hacer el bien por razones morales.
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Con él, la rebelión parte del “Dios ha muerto” al que considera como un hecho establecido, y
se vuelve contra todo lo que aspira a reemplazar falsamente a la divinidad desaparecida y deshonra a un mundo, sin duda sin dirección, pero que sigue siendo el único crisol de los dioses. Contrariamente a lo que piensan algunos de sus críticos cristianos. Nietzsche no ha concebido el proyecto de matar a Dios. Lo ha encontrado muerto en el alma de su época. Es el primero que ha comprendido la inmensidad del acontecimiento y decidido que esta rebelión del hombre no podía llevar a un renacimiento si no era dirigida. Cualquier otra actitud con respecto a ella, ya fuese el pesar o la complacencia, debía llevar al apocalipsis. Nietzsche no ha formulado, por lo tanto, una filosofía de la rebelión, sino que ha edificado una filosofía sobre la rebelión.
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El mismo razonamiento [que sobre el cristianismo] hace Nietzsche ante el socialismo y todas las formas de humanitarismo. El socialismo no es sino un cristianismo degenerado. Mantiene, en efecto, esa creencia en la finalidad de la historia que traiciona a la vida y a la naturaleza, que substituye a los fines reales con fines ideales y contribuye a enervar las voluntades y las imaginaciones. El socialismo es nihilista, en el sentido en adelante preciso que confiere Nietzsche a esa palabra. El nihilista no es quien no cree en nada, sino quien no cree en lo que es. En ese sentido, todas las formas de socialismo son manifestaciones todavía degradadas de la decadencia cristiana. Para el cristianismo recompensa y castigo suponían una historia. Pero, en virtud de una lógica inevitable, la historia entera termina por significar recompensa y castigo: ese día nace el mesianismo colectivista. Así, la igualdad de las almas ante Dios lleva habiendo muerto Dios, a la igualdad simplemente. Nietzsche combate también las doctrinas socialistas como doctrinas morales. El nihilismo, ya se manifieste en la religión o en las predicaciones socialistas, es el resultado lógico de nuestros valores llamados superiores. El espíritu libre destruirá esos valores, denunciando las ilusiones en que se basan, el regateo que suponen y el crimen que cometen al impedir que la inteligencia lúcida cumpla su misión: transformar el nihilismo pasivo en nihilismo activo.
En este mundo desembarazado de Dios y de los ídolos morales el hombre se halla ahora solitario y sin amo. Nadie menos que Nietzsche, y en eso se distingue de los románticos, ha hecho creer que semejante libertad podía ser fácil. [...] Lo esencial de su descubrimiento consiste en decir que si la ley eterna no es la libertad, la ausencia de ley es todavía menos. Si nada es cierto, si el mundo carece de regla, nada está prohibido; para prohibir una acción se necesita, en efecto, un valor y una finalidad. Pero, al mismo tiempo, nada está autorizado; se necesitan también un valor y una finalidad para elegir otra acción. [...] Si no hacemos de la muerte de Dios un gran renunciamiento y una perpetua victoria sobre nosotros mismos, tendremos que pagar esa perdida. Dicho de otro modo, con Nietzsche la rebelión desemboca en la ascesis. Una lógica más profunda reemplaza entonces al si nada es cierto, todo está permitido” de Karamazov por un “si nada es cierto, nada está permitido”. Negar que una sola cosa esté prohibida en este mundo equivale a renunciar a lo que está permitido. Allí donde nadie puede decir ya qué es negro y qué es blanco, la luz se extingue y la libertad se convierte en una prisión voluntaria.
Puede decirse que Nietzsche se lanza con una especie de alegría espantosa al callejón sin salida al que empuja metódicamente a su nihilismo. Su finalidad confesada es hacer insoportable la situación para el hombre de su época. La única esperanza parece consistir para él en llegar al extremo de la contradicción. Si entonces el hombre no quiere perecer entre los nudos que le ahogan, tendrá que cortarlos de un golpe y crear sus propios valores. La muerte de Dios no termina nada y no se puede vivir sino con la condición de preparar una resurrección. “Cuando no se encuentra la grandeza en Dios -dice Nietzsche-, no se la encuentra en ninguna parte; hay que negarla o crearla”. Negarla era la tarea del mundo que le rodeaba y que veía correr al suicidio. Crearla fue la tarea sobrehumana por la que quiso morir.
En este mundo desembarazado de Dios y de los ídolos morales el hombre se halla ahora solitario y sin amo. Nadie menos que Nietzsche, y en eso se distingue de los románticos, ha hecho creer que semejante libertad podía ser fácil. [...] Lo esencial de su descubrimiento consiste en decir que si la ley eterna no es la libertad, la ausencia de ley es todavía menos. Si nada es cierto, si el mundo carece de regla, nada está prohibido; para prohibir una acción se necesita, en efecto, un valor y una finalidad. Pero, al mismo tiempo, nada está autorizado; se necesitan también un valor y una finalidad para elegir otra acción. [...] Si no hacemos de la muerte de Dios un gran renunciamiento y una perpetua victoria sobre nosotros mismos, tendremos que pagar esa perdida. Dicho de otro modo, con Nietzsche la rebelión desemboca en la ascesis. Una lógica más profunda reemplaza entonces al si nada es cierto, todo está permitido” de Karamazov por un “si nada es cierto, nada está permitido”. Negar que una sola cosa esté prohibida en este mundo equivale a renunciar a lo que está permitido. Allí donde nadie puede decir ya qué es negro y qué es blanco, la luz se extingue y la libertad se convierte en una prisión voluntaria.
Puede decirse que Nietzsche se lanza con una especie de alegría espantosa al callejón sin salida al que empuja metódicamente a su nihilismo. Su finalidad confesada es hacer insoportable la situación para el hombre de su época. La única esperanza parece consistir para él en llegar al extremo de la contradicción. Si entonces el hombre no quiere perecer entre los nudos que le ahogan, tendrá que cortarlos de un golpe y crear sus propios valores. La muerte de Dios no termina nada y no se puede vivir sino con la condición de preparar una resurrección. “Cuando no se encuentra la grandeza en Dios -dice Nietzsche-, no se la encuentra en ninguna parte; hay que negarla o crearla”. Negarla era la tarea del mundo que le rodeaba y que veía correr al suicidio. Crearla fue la tarea sobrehumana por la que quiso morir.
[...] Desde el momento en que reconoce que el mundo no persigue fin alguno. Nietzsche propone que se admita su inocencia, se afirme que no se le juzgue pues no se le puede juzgar por intención alguna, y que se reemplacen, por consiguiente, todos los juicios de valor por un solo sí, una adhesión total y exaltada a este mundo. Así, de la desesperación absoluta surgirá la alegría infinita, de la servidumbre ciega la libertad despiadada. Ser libre es, justamente, abolir los fines. La inocencia del devenir, desde el momento que se la admite, simboliza el máximo de libertad. El espíritu libre ama lo que es necesario. El pensamiento profundo de Nietzsche es que la necesidad de los fenómenos si es absoluta, sin grietas, no implica coacción de ninguna clase. La adhesión total a una necesidad total es su definición paradójica de la libertad. [...]
Esta aprobación superior, nacida de la abundancia y de la plenitud es la afirmación sin restricciones del delito mismo y del sufrimiento, del mal y del asesinato, de todo lo problemático y extraño que tiene la existencia. Nace de una voluntad decidida de ser lo que se es en un mundo que sea lo que es. Considerarse a sí mismo como una fatalidad, no querer hacerse de otro modo que como se es... La palabra está dicha. La ascesis nietzscheana, que parte del reconocimiento de la fatalidad termina en una divinización de la fatalidad. El destino se hace tanto más adorable cuanto más implacable. El dios moral, la piedad y el amor son otros tantos enemigos de la fatalidad a la que tratan de compensar. Nietzsche no quiere rescate. La alegría del devenir es la alegría del aniquilamiento. Pero sólo el individuo se hunde. [...] Todo individuo colabora con todo el ser cósmico, lo sepamos o no, lo queramos o no. El individuo se pierde así en el destino de la especie y el movimiento eterno de los mundos. Todo lo que ha sido es eterno, el mar nos devuelve a la orilla.
[...] La divinidad sin inmortalidad define la libertad del creador, Dionisos, dios de la tierra, aúlla eternamente en el desmembramiento. Pero simboliza al mismo tiempo esa belleza trastornada que coincide con el dolor. Nietzsche creyó que decir sí a la tierra y a Dionisos era decir sí a sus sufrimientos. Aceptar todo, y la suprema contradicción, y el dolor al mismo tiempo, era reinar sobre todo. Nietzsche estaba dispuesto a pagar el precio debido por ese reino. Sólo la tierra, grave y doliente, es verdadera. Sólo ella es la divinidad. Del mismo modo que Empédocles se precipitó en el Etna para ir a buscar la verdad donde está, en las entrañas de la tierra, así también Nietzsche proponía al hombre que se hundiera en el cosmos para encontrar su divinidad eterna y convertirse en Dionisos. [...]
En El hombre rebelde, Buenos Aires, Losada, 1975