Herta Müller: ¿Está rico el matarratas? *

5 de abril de 2017




«Dónde estará mi escalera, con lo bien que encajaba debajo del árbol y ahora no está. Me la han robado, a ver si no», dice la anciana. «Si es que ésos te lo roban todo, desde que han venido ésos ya no se puede tener de nada», y se refiere a los inmigrantes.
Esta manera de insultar se ha vuelto tan natural en el pueblo que ya no hace falta pronunciar la palabra «inmigrante» o «extranjero». La mujer espera que secunden su opinión.
El hombre –de unos sesenta años– que me acompaña hasta la linde del pueblo, a las colinas con árboles frutales, asiente con la cabeza al mirarla. Ella le conoce y conoce también su opinión sobre el tema por conversaciones anteriores. Él se atormenta porque ahora no puede decir lo que piensa. Porque estoy yo a su lado y sabe que le replicaría furiosa. Y para que su paisana no se entere de que conoce a gente de opiniones muy distintas, se calla. Pero también para ocultar que a su lado va una persona que también es extranjera.
Semanas antes intentó explicarme que yo soy distinta de los extranjeros porque soy alemana de Rumanía. Desde aquel intento sabe que no admito su diferenciación, esa engañosa buena intención de su parte que, sin embargo, apunta a otros.
El hombre se agacha a coger manzanas y la mujer sigue su camino insatisfecha. Cuando ya se ha ido, él no comenta ni palabra sobre lo que acaba de ocurrir. Hace como si la mujer ni siquiera hubiese pasado.
Una hora más tarde camino a su lado «de regreso a casa» y cruzamos el pueblo, que ofrece el mismo aspecto que otros miles de pueblos del oeste de Alemania: todo está tan cuidadito hasta el último detalle que parece que jamás soplara una pizca de viento en el cielo, ni lloviera, ni helara, ni hiciera un calor que se come los colores. Como si allí, sin rozar las casas, el tiempo sólo afectara a los rostros de las personas. Pero también éstas envejecen más tarde y de un modo diferente al de los países de la pobreza. Y pienso que la gente que vive en esas calles, con sus casas de vigas de madera, sus arbustos decorativos y sus macizos de áster tardío, no soporta oír la palabra «pobreza». La gente mayor sabe que después de la guerra fueron pobres y que se habían quedado en la mitad de sí mismos. Porque también sabían que la guerra la había empezado Hitler.
Eran perdedores en la guerra y perdedores en sus casas y campos, pues también habían puesto sus canciones y usos populares al servicio de la guerra. Por eso no tenían derecho a quejarse. Fuera de allí, en los demás países –países pisoteados por Hitler en su nombre–, se les tenía por monstruos. Y se pusieron a trabajar como bestias para no ver lo que quedaba de ellos.
Y los jóvenes saben que muchas cosas que para ellos son algo natural no dejan de ser un sueño para muchos en los países pobres, y un lujo para muy pocos. Sólo con que la pobreza de los pobres roce este pueblo ya tienen miedo sus habitantes. Los viejos y los jóvenes. Un miedo exagerado en tanto que es un miedo figurado que muy fácilmente puede revertir en odio. Consideran que la pobreza es indigna, con lo cual la pobreza ajena ya les parece absolutamente inaceptable. Ellos están por encima. Y lo que encarna la pobreza son los extranjeros. Hasta para mirar la pobreza ajena se creen demasiado buenos. Pensar así es propio de quien se cree de una raza superior[1]. Protegiendo su pueblo de la pobreza mediante el odio sienten que están en casa.
Quien pronuncia la palabra «extranjero» por las calles de estos pueblos la vincula al odio. Y ya tiene tema de conversación con cualquiera. Una conversación que siempre sigue el mismo desarrollo. Las fórmulas huecas y llenas de prejuicios sobre los extranjeros bastan para hablar durante un buen rato, para desahogar sin despertar sospechas tantas insatisfacciones particulares por otros motivos muy distintos (y que jamás reconocerían o jamás verbalizarían).
El periódico local había publicado un panfleto sobre los extranjeros unos días atrás. Una auténtica muestra de «poesía popular» cubierta de una gruesa costra de prejuicios y en el ameno tono del desprecio a la humanidad. El tibio comentario de los redactores de que aquello tan sólo era un ejemplo del ambiente en que vivimos y de que circulaban cientos de octavillas con ese texto denota una falsa moral. Del contenido del panfleto no comentaba nada.
La mayoría de las Cartas al director de los días siguientes fueron cartas de agradecimiento: Ahora se ha dicho claro de una vez. Las cartas indignadas eran muy pocas… es probable que la redacción ya lo supiera antes de publicar el texto.
La anciana que despotrica al pie del manzano no se refiere a un inmigrante en concreto, se refiere a todos. Cómo iba a referirse a ninguno, no había visto al ladrón de la escalera. Ahora bien, sabe que quien busca asilo no tiene casa ni techo ni árbol, claro que lo sabe. Y también sabe que su vieja escalera de madera no le serviría para nada. Pero eso no le hace cuestionarse sus prejuicios.
La lugareña inculpa arbitrariamente, calumnia y sabe que puede hacerlo como le venga en gana; nunca tendrá que demostrar lo que dice. Y aunque hubiera sido un extranjero, ella querría que desaparecieran del pueblo y de todos los lugares del país todos ellos. Ella es una de muchos, hace lo que es habitual en esa zona, calumnia a diario en cuanto se presenta la ocasión. Cambia de interlocutor pero el tema siempre es el mismo. Eso le da vida, a ella y a su pequeño pueblo.
Esta vida que da el odio se convierte en algo natural. La imagen del enemigo que todos comparten no requiere rectificaciones puesto que sus características son inventadas. Al compartir esa imagen del enemigo en sus conversaciones, los del pueblo hallan la aprobación sin tener que asumir ninguna responsabilidad. Eso crea adicción. El odio a los extranjeros se convierte en opinión pública. Crea un sentimiento de pertenencia a un colectivo, muy necesario cuando en todos los demás terrenos son la envidia, las intrigas o la competencia lo que determina las relaciones. El que se mantiene al margen de esa comunidad resulta sospechoso y la comunidad lo presiona para que se justifique.
Hace tres años yo todavía decía: Eso le pasa a la gente que vive «eternamente aferrada al ayer». Cada vez hablarán menos y callarán más porque su entorno no los aceptará. Se quedarán solos, pensaba yo aún hace tres años. Hace tres años aún no imaginaba lo ágiles que son las frases del odio, lo deprisa que se extiende una y otra vez esa ideología de la raza superior, lo sólida que puede ser la cobardía como pilar de la vida y hasta dónde puede llegar. Y menos aún imaginaba lo poco que tarda la ideología de la raza superior en arraigar en los jóvenes, puesto que aúna la autocompasión y el delirio de grandeza en un mismo aliento.
Sabía que andaban por ahí el grupo paramilitar Wehrsportgruppe Hoffmann y otros grupos neonazis de similar pelaje. Sabía también que los republicanos y el DVU[2] cada vez tenían más votos. Ni en el caso de Berlín o de Pforzheim, de Stuttgart o de donde fuera me creí el término «voto de protesta». Y, sin embargo, pensaba que las cosas que decían esos agitadores se caían por su propio peso.
Lo que me tranquilizaba era la fe en el efecto del conflicto generacional de 1968. Aquello supuso una cesura para siempre, pensaba. Y pensaba que la gran mayoría de los nacidos después de 1968 no darían vuelta atrás respecto a esa cesura. Después de que los hijos e hijas de entonces buscaran y encontraran a los criminales y encubridores de Hitler en sus propios padres, de que plantearan el problema de la culpa, de la culpa personal precisamente, nunca pensé que eso dejara de ser vinculante en este país.
Me cuenta una pediatra de Hamburgo que los padres muy jóvenes que llevan a sus hijos al hospital dicen a los médicos: «No quiero que mi niño esté en una habitación con niños extranjeros». Me cuenta la pediatra que esos padres a veces traen a niños muy enfermos y que, a pesar de la preocupación y de la angustia, tienen esa frase en la cabeza. Y que no reparan en soltarla.
Los neonazis que tiran piedras y provocan incendios, los agresores de Hoyerswerda y Rostock no son grupos marginales. Se mueven en el centro. No sólo pueden contar con el aplauso desde los márgenes, sino también con la aprobación de aquellos cuyo aspecto no se asociaría con los cabezas rapadas. Ciudadanos modositos que no se rapan la cabeza sino que, por lo bajo y sin llamar la atención, van forjando esa opinión pública y personal que convierte las agresiones a las personas en algo compatible con la sociedad. Los neonazis con sus puños americanos son, desde hace al menos dos años, los ejecutores de una opinión pública. Por eso no salen huyendo. Actúan delante de las cámaras de los reporteros y hasta hacen el salvaje en el mismo sitio una noche tras otra. No tienen motivos para cubrir sus rostros ni para pasar a la clandestinidad. Nos presentan el crimen organizado como algo legal. Porque se sienten portavoces de la comunidad. Llevan a efecto lo que los mayores ya no pueden hacer porque el cuerpo ya no se lo permite. Hallan el reconocimiento y se convierten en héroes.
Ya puede el canciller federal predicar otras mil veces la frase: «Somos un país amable con los extranjeros». Eso ya no se lo cree nadie. Es una frase insensible, ciega, y una provocación.
Los políticos aseguran que se sienten «afectados», pero ni por casualidad se les ocurre una frase que despierte nuestra atención. De su boca no sale una sola idea. En lugar de eso, la misma cantinela manida a base de metáforas muertas. Se las llevan a la boca para escapar de los hechos. Y les resbalan, frías. Al propio lenguaje, a la lengua alemana se le pone carne de gallina cuando hablan los políticos alemanes. Las imágenes del lenguaje de los políticos son metáforas con carne de gallina. La Comunidad Europea (o la democracia, o el Estado) debe ser «capaz de defenderse con arrojo, un ancla firme en un mar tempestuoso» (ministro de Exteriores Kinkel). Todo es intercambiable, se dicen las mismas naderías todo el tiempo.
¿Por qué será que la gente que se dedica a la política –es decir, la gente para quien los discursos en público forman parte de la profesión tanto como las decisiones a puerta cerrada no lee? ¿Por qué no leen al menos lo necesario para dominar el tono general de un lenguaje creíble? ¿Por qué para hablar hoy en día de los neonazis se llevan a la boca un lenguaje que, estéticamente, apenas se diferencia de las metáforas del fascismo? Todas sus imágenes van a dar en la misma cicatriz fea de siempre:
«Hay que arremangarse», se dijo después de la reunificación, luego vino el «fondo del valle» que «no se había tocado aún», luego sí «se había tocado» pero no había perspectivas de «remontada», de «país floreciente», nada. Ahora «está lleno el barco». En el décimo aniversario de su llegada a la Cancillería, el canciller sigue diciendo: «Cada cual se labra su propio destino». Todas, metáforas con carne de gallina.
Cuando se prende fuego a los extranjeros, a los políticos les viene antes a la boca la palabra «vergüenza» que la palabra «acto criminal». Pero «vergüenza» no significa más que la mirada que, de reojo, se dirige hacia el extranjero para calibrar la repercusión negativa en política exterior. Perseguir y agredir a las personas no es una «vergüenza», es un crimen.
Hace una semana, unos skinheads dieron una paliza a un alemán. «Es que parecía extranjero», dijeron los agresores. Fue sin querer. Cuando se prende fuego a un albergue para inmigrantes se acierta seguro. Claro que, por la calle, hasta el ojo experto en cuestiones de raza superior se puede equivocar.
Si uno intenta seguir el razonamiento desde la perspectiva de un neonazi, resulta que, para evitar estos errores, los extranjeros deberían marcar su identidad ante los ojos de los demás cuando salen de casa: coserse un símbolo en la ropa.
Los pocos agresores que fueron llevados ante los tribunales hablaron de «aburrimiento». Una palabra que no encaja en absoluto en un proceso judicial. La xenofobia no se explica aludiendo al paro o la falta de discotecas o de proyectos para los jóvenes. Porque el aburrimiento, se entienda lo que se quiera bajo este concepto, no induce a atentar contra las personas.
Tampoco el hecho de que en Alemania nunca hubiera una revolución como el «derramamiento de sangre» de Francia conduce a estas agresiones. Quien aún pretenda cabalgar sobre este caballo de la filosofía de la historia pronto se verá a lomos de una mula parda. La sangre de los muertos nunca ha vuelto más sensato a ningún vivo. La mirada hacia Rumanía lo demuestra. Con la caída de Ceauşescu salieron a la luz muchos muertos: fosas comunes ocultas con víctimas de la tortura. Personas fusiladas en plena calle. ¿Y después?
Un año después, los rumanos se dirigieron hacia las afueras de los pueblos al son de las campanas y prendieron fuego a las casas de los romaníes. A calles enteras.
No puedo evitar hacer la comparación de que la gente de la antigua RDA se encuentra en una situación similar a la mía en la Alemania reunificada: son alemanes por el alemán que hablan. Pero no son alemanes occidentales. Son extranjeros en todos los demás aspectos de su biografía y socialización. Existe una mayor semejanza entre las costumbres de los polacos, checos, húngaros y rumanos y las de los alemanes de la antigua RDA que entre éstas y las de los alemanes occidentales. Las dictaduras del este de Europa se parecían todas en sus calles y en los interiores de sus casas. A veces por casualidad, por la misma planificación de la miseria, y a veces intencionadamente, de acuerdo a las mismas estructuras de los aparatos de represión del Estado, dieron lugar y luego dejaron tras de sí mundos similares… y personas con los mismos daños.
Los alemanes de la antigua RDA no son «personas de segunda clase», sino alemanes occidentales en su superficie y europeos del este en el interior de sus cabezas. Eso no es ninguna forma de segregación, es la verdad de los hechos. Lo que sucede es que, al lado de esa tan estudiada hipocresía de la igualdad, suena como un sacrilegio.
Como la gente de Rostock se reconoce en cada inmigrante, como estos refugiados son su pasado inmediato, surge el odio. La reunificación debería crear y garantizar la distancia segura con respecto al pasado. Así lo hizo, pero sólo de cara a la galería. Cambiar los años vividos es imposible. La reunificación no se plantea siquiera el problema de la semejanza entre la antigua RDA y los países del este, que son justo como era la RDA hace dos años. A ello se añade que la gente esperaba la llegada del bienestar con la reunificación y quería dejar tras de sí de una vez la escasez (pues pobreza no llegaba a ser). Y ahora resulta que encuentran la pobreza extranjera viviendo delante de su puerta. Ahora que se han librado de la dictadura, los alemanes del este protegen sus aceras de la pobreza extranjera. Además, es más fácil afirmar la propia identidad frente a esa pobreza extranjera que frente a los alemanes occidentales.
El trato de odio que los alemanes de la antigua RDA dan a los extranjeros del este de Europa delata un rechazo de su identidad en tanto europeos del este. Recuerda la actitud de los nuevos ricos y resulta tan repugnante y moralmente insostenible en la gran masa como en los casos de fanfarronería individual. Sólo que en la masa es mucho más peligroso. El nuevo odio también se remonta en la historia. El antifascismo, del que tanto se había abusado como pilar de una ideología también odiada, se deja de lado. Ahora se sienten «libres». La rabia que debería ir dirigida a los que abusaron ideológicamente del antifascismo se canaliza, en lugar de ello, pintando cruces gamadas sobre tumbas judías y provocando un incendio en Sachsenhausen[3].
Los políticos balbucean sus metáforas con carne de gallina. Para distanciarse, proponen nuevas leyes penales. Como si hubieran muerto las leyes viejas, las leyes contra la intimidación, la coacción, la agresión física, la provocación de incendios, el asesinato.
El canciller federal sigue siendo incapaz de pronunciar la palabra «extrema derecha» sin emparejarla con el otro polo, la «extrema izquierda». De lo segundo –y bien que lo sabeno se trata. Y es precisamente de la época del extremismo de izquierdas de la que aún se conservan leyes y artículos y una tropa especial de la policía que recibe una formación intensiva constante. En Brokdorf o Kreuzberg, esa tropa tan especial resultó muy curiosamente «incapaz de actuar». En su día, los disturbios sólo consistían en ocupar calles o prender fuego a algún supermercado. ¿Dónde están esos policías cuando prenden fuego a personas?
La política ya no actúa. De cuando en cuando, en la competencia diaria entre los partidos se extiende un pánico colectivo y cada cual trata de reaccionar a lo sucedido a título pasado. En lugar de actuar contra el extremismo de derecha, se reacciona a él.
Los debates giran en torno a una fórmula mágica para cambiar la ley de asilo a los inmigrantes. Cuando el cambio sea efectivo, todo se quedará igual que estaba, a menos que entre en vigor otra ley de inmigración en el mismo momento. No sería la primera ni la última vez que todo se queda como estaba. A pesar de todo, cada día los políticos cierran el pacto con una postura corta de vista.
El derecho al asilo político debe conservarse «en esencia»; es lo que dicen. ¿Qué es la «esencia»? Lo que tiene que haber es una lista de países en los que no hay persecución política. Eso quiere decir también: sin persecución a las minorías y sin persecución religiosa. Rumanía tendría que estar en esa lista. Aunque igual un día llegan autobuses estatales llenos de rumanos para masacrar a los húngaros con porras como ya sucedió en Tirgu Mureş, aunque haya pogromos contra los romaníes. Aunque los nuevos servicios secretos hayan reciclado al viejo personal de la Securitate y de nuevo campen a sus anchas por fábricas, oficinas o entidades postales. Y aunque los miembros de los partidos de la oposición sean espiados y amenazados.
El hecho de que cada cual nace y muere como individuo es una banalidad que se presta a las metáforas con carne de gallina. A los políticos no se les ocurre jamás. Cuando el grupo de individuos es demasiado numeroso, piensan en Estados.
Hablar de persecución política tiene tan poco sentido para el que la sufre como para el que emigra por culpa de la pobreza. Porque ahora se ha decidido no creer a estas personas. Ahora los políticos esperan que los Estados expidan certificados de persecución a sus perseguidos.
El concepto de «asilo político» se ha visto degradado por la nueva ley de inmigración. Se coacciona a los que huyen de la pobreza para que lo aleguen como único argumento, como mentira obligada. Eso se les debe echar en cara a los políticos, no a los refugiados.
Ya no es posible establecer la diferenciación entre inmigrantes que huyen de la pobreza y refugiados políticos, puesto que se ha generalizado la expresión «asilo político» y se utiliza igual para todas las variantes de la penuria. Pero el lema de la política es hoy: cerremos los ojos y daremos con el camino.
Quien, hoy en día, promete a la población tiempos con menos exiliados de países pobres engaña conscientemente, pues el motivo para su exilio, la pobreza, no desaparece. Es imposible mantener a las personas pobres alejadas de los países ricos.
Tampoco en sus países de origen están en su casa esas personas que no poseen más que cuatro porquerías y en cuyas sienes sólo retumban la desesperación y el hastío. Las cuatro porquerías no les sirven de anclaje. Y la desesperación y la comedura de cabeza los incitan a marcharse de allí.
La actitud de raza superior mediante la cual la mediocridad alemana reclama la atención tampoco se frena ante los italianos, griegos y turcos que llevan veinte años viviendo en Alemania. Los institutos Goethe del extranjero se ven en la necesidad de justificarse, los ejecutivos japoneses retiran sus proyectos de inversión en el este de Alemania por miedo a la xenofobia de la población.
Un día, en el mercadillo de Hamburgo, una mujer pedía limosna con un papel en la mano. La gente, jóvenes o viejos, ponía cara de asco cuando les enseñaba su papel. Algunos la empujaban para que se alejase. Un verdulero le gritó al compañero del puesto de jamones: «¡Échale algo para hincar el diente, o, ya de paso, le das un jamón entero!» Los dos se echaron a reír y los clientes de ambos puestos rieron con ellos.
Delante de la Gedächtniskirche de Berlín, un joven me tiró de la manga y me dijo: «¿Qué, está rico el matarratas?». Yo iba comiéndome un kebab por la calle. Le solté: «Yo no tengo matarratas en la boca, lo tienes tú en el cerebro». Me sacó la lengua, hizo una mueca grotesca y profirió una sonora arcada.

Notas
[1] En el original, Herta Müller utiliza sin tapujos el inequívoco término acuñado durante el nazismo y adoptado también por el régimen fascista del Japón: Herrenmenschen, que equivale a «amos», «raza de amos» o «pueblo de amos». La palabra «raza» es prácticamente tabú en alemán desde la posguerra. (N. de la T.)
[2] Deutsche Volksunion [Unión Popular Alemana], un partido nacionalista que actualmente está aliado con los nacionaldemócratas del NDP [Nationaldemokratische Partei]. (N. de la T.)
[3] Sachsenhausen fue uno de los campos de concentración más grandes de Alemania. Después de utilizarlo también los rusos como campo de prisioneros, en 1961 se convirtió en museo y lugar conmemorativo. En septiembre de 1992, un grupo de neonazis prendió fuego a uno de los barracones. (N. de la T.)







[*] Schmeckt das Rattengift. Publicado anteriormente en Frankfurter Rundschau el 31 de octubre de 1992

En Herta Müller: Hambre y seda
Título original: Hunger und Seide Herta Müller, 1995
Traducción: Isabel García Adánez

Foto original color: Herta Müller / Getty Images





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