Harold Bloom: Shakespeare «Hamlet»
3 de marzo de 2020
I
Ha habido escritores magníficos guiados por las ambiciones espirituales más altas: Dante, Milton, Blake. En cambio Shakespeare, como Chaucer o Cervantes, tenía otros intereses: en primer lugar la representación de lo humano. Aunque acaso su obra no habría debido convertirse para nosotros en Escritura secular, a mí, en cuanto a poder literario, se me antoja la única rival posible de la Biblia. Mirado con cierta distancia, nada parece más raro ni fabuloso que el hecho de que nuestro más exitoso proveedor de entretenimiento aporte (bien que involuntariamente) una visión alternativa a las explicaciones de la naturaleza y el destino humanos proporcionadas por la Biblia Hebrea, el Nuevo Testamento y el Corán. Así como Yahvé, Jesús y Alá hablan con autoridad, en otro sentido lo hacen Hamlet, Yago, Lear y Cleopatra. Shakespeare es más persuasivo porque es más rico; sus recursos retóricos e imaginativos trascienden los de Yahveh, Jesús y Alá, lo que no me parece tan blasfemo como suena. Hamlet tiene una conciencia y un lenguaje para extenderla más amplios y ágiles que los que hasta ahora ha manifestado la divinidad.
Hamlet guarda muchos enigmas; tendremos que seguir develándolos, tal como místicos y teólogos continuarán exponiendo los misterios de Dios. Aunque siempre meditamos sobre Hamlet con menos urgencia que sobre Dios, me siento tentado a observar sobre Hamlet aquello que los antiguos gnósticos afirmaban de Jesús: primero resucitó y después murió. El Hamlet del acto V se ha alzado de la identidad muerta del Hamlet anterior. Es el Hamlet resurrecto quien dice "Sea lo que fuere" en lugar de "Ser o no ser". En los romances tardíos de Shakespeare hay resurrecciones menos sutiles; no conozco en toda la literatura nada más sutil que la transformación y aparente apoteosis de Hamlet.
Hamlet dice unos mil quinientos versos, en un papel escandalosamente largo que representa algo menos del cuarenta por ciento del texto completo de la obra. Como es un intelectual libresco y un hombre que acecha los teatros (en particular el Globe), su modo natural es una ambivalencia extrema. Cuando se trate de apreciar a alguien o algo, será nuestra apreciación la encargada de crear el aprecio. A nosotros Horacio nos parece leal, el típico personaje serio; para Hamlet es el mejor de los seres humanos. Aunque cuesta no dudar de la validez del elogio que Hamlet le dedica, percibimos que en cierto modo es un cumplido para nosotros, el público, y nos resistimos a rechazarlo:
No, no creas que te adulo;
pues, ¿qué beneficio puedo esperar de ti
que para alimentarte y vestirte no tienes otras rentas
que tu buen ánimo. ¿Por qué adular al pobre?
No, que la lengua azucarada lama la pompa absurda
y los grávidos goznes de la rodilla se doblen
allí donde la lisonja prospera. ¿Me escuchas?
Desde que mi querida alma dominó sus decisiones
y pudo distinguir qué hombres elegía,
te señaló a ti con su sello; pues has sido
uno de esos que lo sufren todo sin sufrir,
un hombre que con iguales gracias recibe
los favores y reveses de la suerte; y benditos sean
aquéllos cuya sangre y juicio equilibrados
les impiden ser flautas que la Fortuna hace sonar
y silencia a su antojo. Dadme un hombre que no sea
esclavo de las pasiones, y lo llevaré en el centro
de mi corazón, sí, en el corazón del corazón,
como te llevo a ti.
(Hamlet, acto III, escena 2, 57 — 74)
Está claro que por una vez Hamlet no habla en tono irónico. Por lo normal es tan burlón como Falstaff; y como la de éste, su popularidad instantánea tuvo alguna relación con el atractivo de la ironía dramática. A ambos ironistas, Hamlet y Falstaff, pensar demasiado y demasiado bien los perjudica; pero para el público es un beneficio. La ironía de Hamlet es trágica y la de Falstaff cómica; sólo que las feroces ironías de Hamlet llegan a resultar hilarantes y la hilaridad de Falstaff acaba siendo trágica. Pero en definitiva Hamlet es del todo sincero en su elogio de Horacio, única persona de la corte de Elsinore a quien Claudio no logra manipular. Cuando dice que ha sido "uno de esos que esos que sufren sin sufrir", sugiere a las claras que Horacio se ha convertido en delegado del público. Como público de Shakespeare, en efecto, nosotros sufrimos todo lo que él nos ofrece; pero, como sabemos que es una obra, al mismo tiempo no sufrimos nada. Al elogiar a Horacio como hombre no esclavizado por las pasiones, Shakespeare desea que el público se vuelva más estoico y sabio.
Ciertos reseñadores me han reprobado por sugerir que Shakespeare "inventó lo humano" tal como lo conocemos ahora. El Dr. Johnson dijo que la esencia de la poesía era la invención, y no debería sorprender que la poesía dramática más fuerte del mundo haya revisado lo humano tan pragmáticamente como para reinventarlo. La distancia shakesperiana, tanto la de los sonetos como la de Hamlet, es un modo bastante original. Como tantas otras invenciones de Shakespeare, tiene sus orígenes en Chaucer; pero tiende a superar las ironías chaucerianas. Gilbert K. Chesterton, que sigue siendo uno de mis héroes críticos, señala que el humor de Chaucer es astuto pero carece de la "fantasticidad salvaje" del de Hamlet. La astucia de Chaucer, dice Chesterton, es una especie de prudencia muy diferente del salvajismo shakesperiano. Este razonamiento me parece útil; el salvaje desapego del príncipe es otra de las formas en que busca liberarse: de Elsinore y del mundo.
Los siete soliloquios que dice Hamlet tienen dos públicos, nosotros y él mismo, y paulatinamente nosotros aprendemos a emularlo en el hábito de oír atentamente. Seamos Hamlet o no, en contra de la conciencia del hablante, y quizá incluso de su intención, lo oímos sin que él se lo proponga. Oír a Yahveh, Jesús o Alá no es imposible pero sí bastante difícil, porque uno no puede convertirse en Dios. A Hamlet uno lo oye de ese modo llegando a ser Hamlet; de esta índole es el arte de Shakespeare en la más original de sus obras. Hoy resulta casi antinatural rehusarse a la identificación con Hamlet, sobre todo si uno tiende a ser un intelectual. Cierta cantidad de actrices han interpretado el papel; ojalá hubiera más que lo intentaran. Como representación, Hamlet trasciende la masculinidad. Es el oyente supremo, condición ésta que desborda los géneros.
Tendemos a definir el genio como un poder intelectual extraordinario. A veces añadimos a la definición la metáfora de la "creatividad". De todos los personajes de ficción, Hamlet es el de genio más descollante. Shakespeare da copiosas pruebas de la fuerza intelectual del príncipe. De su poder creativo nos da signos más bien equívocos, salvo por el gran monólogo del rey-actor y las cancioncillas disparatadas que el propio Hamlet interpreta en el cementerio.
Sugiero que la obra Hamlet es un estudio de la creatividad frustrada del protagonista; del incumplimiento de su fama de poeta. Es una sugerencia muy poco original; está implícita en William Hazlitt y es el centro de la lectura de Harold Goddard. Pero quiero ser lo más claro posible. No estoy diciendo que Hamlet sea un poeta fracasado; ése es el Hamlet francés de T. S. Eliot. El obstáculo del Hamlet de los primeros cuatro actos es el fantasma del padre; es decir, su internalización parcial y problemática del fantasma del padre. En el quinto acto el Fantasma ha sido exorcizado mediante un gran esfuerzo creativo que en gran medida Shakespeare deja implícito. El exorcismo tiene lugar en el mar, en un intervalo entre los actos cuarto y quinto. Shakespeare, que por lo general parece enormemente abierto, también puede ser de lo más elíptico. Le encanta poner cosas hasta el exceso al tiempo que nos educa astutamente dejando algunas fuera. Hamlet es una obra voluminosa, pero también un busto gigante en el cual se ha omitido mucho a propósito. Cómo leer Hamlet es un reto que llega a su punto álgido en la transición entre el cuarto y el quinto acto. ¿Por qué leer Hamlet? Porque a estas alturas la obra nos hace un ofrecimiento que no podemos rechazar. Ha llegado a ser nuestra tradición, y aquí el posesivo es enormemente abarcador. El príncipe Hamlet es el intelectual de los intelectuales: la nobleza y el desastre de la conciencia occidental. Hoy Hamlet se ha convertido también en la representación de la inteligencia misma, un atributo ni occidental ni oriental, ni masculino ni femenino, ni negro ni blanco, sino, en su punto más alto, meramente humano. Porque Shakespeare es el primer escritor auténticamente multicultural.
De Shakespeare uno aprende que la función primaria del soliloquio es escucharse a sí mismo involuntariamente. En sus siete soliloquios, Hamlet nos enseña qué es lo que puede enseñar la literatura imaginativa: no cómo hablar con los demás sino cómo hablar con uno mismo. Con la posible excepción del Fantasma, a Hamlet no lo interesa escuchar a nadie. A través de él Shakespeare nos muestra que la poesía no tiene ninguna función social más allá de la de entretener. Pero tiene una función decisiva para la identidad; Hamlet llega casi a curarse a sí mismo, pero entonces toca un límite que no puede trasponer ni el personaje literario más inteligente.
Nunca se dirá lo bastante que Hamlet no tiene credo social ni religioso, y por mi parte sospecho que Shakespeare era igualmente escéptico, o al menos evasivo. Lo que sí tiene Hamlet es un inmenso sentido de su pujante personalidad interior, que, sospecha, bien podría ser un abismo. Pienso que esta sospecha es el auténtico tema de los siete monólogos, ninguno de los cuales se dice en el quinto acto. El lector tendrá más posibilidades que el espectador teatral de discernir que Hamlet consta casi de dos obras separadas, los actos uno a cuatro y el acto quinto respectivamente, porque el príncipe del último acto parece al menos diez años mayor que el estudiante charlatán de los primeros cuatro.
Es muy difícil comparar Hamlet con cualquier otra obra literaria, ya se trate de los demás dramas de Shakespeare o de obras ajenas de la misma eminencia (las de Dante, Chaucer, Cervantes, Moliere, Goethe, Tolstoi, Chéjov, Ibsen, Joyce o Proust). Hamlet no es aunable ni siquiera a sí misma, y el príncipe mismo dice al final que no le alcanza el tiempo para decir todo lo que sabe. El único análogo útil es Montaigne, a quien parece que Hamlet absorbía. Comparado con Montaigne, el príncipe Hamlet es un salvaje tanto consigo mismo como con los otros. Es imposible decir que aun el Montaigne del gran ensayo "Experiencia" sea más sabio que el príncipe del quinto acto, pero es más generoso con su sabiduría. En el acto V uno siente que, por muy carismático que siga siendo, Hamlet ha perdido la Bendición.
Con Bendición, en el sentido bíblico, quiero decir: "Más vida, en un tiempo sin límites". Algo en Hamlet muere durante la travesía marina; regresa a Dinamarca libre del fantasma del padre pero en algún sentido ya muerto. Acaso la perspectiva espeluznantemente póstuma que mantiene durante todo el quinto acto explique la obsesión agónica de no llevar para la posteridad "un nombre execrable". Al lector o al espectador de Hamlet puede confundirlo un poco que el príncipe disuada a su dolorido seguidor Horacio de suicidarse, con el único fin de que cuente la historia del príncipe y repare así su execrable nombre. De hecho, y aun si aceptamos la momentánea realidad de una locura altamente equívoca, pesan sobre Hamlet bastantes manchas. La sádica brutalidad con que ha tratado a Ofelia contribuyó a inducirla a la locura y el suicidio. Ha asesinado a Polonio, clavando la espada en una cortina con total ignorancia de quién era la víctima, y el acto sólo le ha provocado regocijo. Rosenkrantz y Guildenstern son servidores eventuales y falsos amigos pero no merecen que Hamlet los envíe gratuitamente a la muerte, ni que reciba la noticia encogiéndose de hombros. Sigmund Freud estaba convencido de que Gertrudis era para Hamlet lo que Yocasta para Edipo; yo no estoy tan convencido, sobre todo si pienso que el saludo final de Hamlet a la madre muerta es el superficial "Desdichada reina, adieu." Hamlet es un trastorno, y supongo que podríamos contarlo entre los villanos — héroes de Shakespeare con Yago, Edmund y Macbeth; pero sería un error. Aunque merece que su nombre lleve una marca, no la lleva, y no sólo porque el superviviente Horacio siga repitiendo la historia desde la perspectiva de quien más lo amó.
2
Cabe conjeturar que, de no haber sido un protagonista trágico, Hamlet habría llegado a dramaturgo — poeta más dado a componer comedias que tragedias. No es una conjetura elegante para nuestra época, pero las modas duran una generación, a lo sumo, y el genio de Hamlet perdurará. Como el propio Shakespeare, el príncipe es un maestro en el análisis de personajes; sus interrogatorios nos vuelven más claros a todos los que hablan en la obra (salvo el Fantasma), aun si ellos no pueden aceptar el autoesclarecimiento. ¿Por qué leer Hamlet? Porque, si el lector es capaz de aceptar el proceso, la lectura lo esclarecerá.
Imaginemos que uno es un "noble del séquito" de ésos con los que se identifica el J. Alfred Prufrock de T. S. Eliot: "alguien que sirve / para rellenar un pasaje, abrir una escena o dos". ¿Cómo sería enfrentarse con Hamlet? Yago, que tan fácilmente manipula a cualquiera en su obra, ante Hamlet quedaría desenmascarado en menos de diez líneas; y no le iría mejor al Edmund de El rey Lear. Cada vez que Hamlet lo prueba, Claudio se pone furioso e incoherente y los apabullados Rosenkrantz y Guildenstern tienen graves problemas aun para seguir lo que el príncipe de Dinamarca les está diciendo:
Hamlet: ¿Qué noticias hay?
Rosenkrantz: Ninguna, señor, salvo que el mundo se está volviendo honrado.
Hamlet: Eso es que se acerca el Día del Juicio. Pero esa noticia no es cierta. Dejadme interrogaros con más detalle. ¿Qué le habéis hecho a la Fortuna para merecer que os envíe a esta cárcel?
Guildenstern: ¿Cárcel, mi señor?
Hamlet: Dinamarca es una cárcel.
Hamlet: Dinamarca es una cárcel.
Rosenkrantz: Entonces también lo es el mundo.
Hamlet: Sí, una cárcel imponente llena de celdas, calabozos y mazmorras. Uno de los peores es Dinamarca.
Rosenkrantz: Nosotros no pensamos lo mismo, mi señor.
Hamlet: Pues entonces para vosotros no lo es, porque nada es bueno o malo fuera del pensamiento. Para mí es una cárcel.
Rosenkrantz: Será que vuestra ambición os la vuelve así. Es demasiado estrecha para vuestro espíritu.
Hamlet: Oh, Dios, podría estar encerrado en una cáscara de nuez y tenerme por rey del espacio infinito, de no ser porque tengo malos sueños.
(Acto II, escena 2, 236 — 56)
Para cuando este primer encuentro entre Hamlet y sus viejos amigos llega a su fin, Rosenkrantz y Guildernstern son ya hombres muertos. Tenemos que sentir cuán abrumador es el juego cruelmente ingenioso de Hamlet; es como si un príncipe contemporáneo, digamos de Jordania, se enfrentara en Ammán con sus dos amigos más íntimos de Yale, donde los tres esperan aún graduarse. El rey ha muerto, el príncipe quiere volver a Yale pero está demorado en la corte y de pronto aparecen en Ammán, donde él no ha accedido al trono, sus dos camaradas de New Haven. Horacio, que en Yale fuera un adlátere del grupo, los reemplazará como amigo más íntimo de Hamlet. Éste ha comprendido de inmediato que han sido sobornados por el rey y la reina, que no es el caso con Horacio y no lo será nunca. Loco supremamente sagaz, Hamlet es un príncipe en extremo peligroso: él mismo previene de esto a Laertes, estudiante de Harvard pero viejo conocido de la corte, donde al fin y al cabo ha sido por un tiempo su casi cuñado:
Hamlet (adelantándose) ¿Quién es ése que sufre la pena con tal énfasis,
cuyas frases de dolor conjuran a los errantes astros
y los detienen como oyentes heridos de asombro?
He aquí a Hamlet el danés.
Laertes salta fuera de la fosa
Laertes ¡El diablo te lleve! (Lo ase y forcejean)
Hamlet Mala manera de rezar.
Quítame los dedos de la garganta, te lo ruego,
pues aunque no soy irascible ni brusco
hay en mí algo peligroso que tu prudencia
hará bien en temer. Quita esa mano.
(Acto V, escena I, 236 — 256)
"Oyentes heridos de asombro" (wonder — wounded hearers) se ha convertido en frase permanente para describir al público de Shakespeare. En cuanto a la altiva agresividad de "He aquí a Hamlet el danés", nos produce un escalofrío. No obstante, la controlada amenaza que sigue, no del todo irónica, nos recuerda que éste es el hombre que en la carta donde anunciaba su regreso del mar le escribió a Horacio: "Rosenkrantz y Guilderstern siguen en curso a Inglaterra". Los ha enviado a la muerte con absoluta gratuidad. Algo impresionado, Horacio responde: "De modo que allá van Rosenkrantz y Guildernstern". Recordaremos que al fin y al cabo fueron compañeros de universidad al oír que Hamlet, encogiéndose de hombros, dice: "Bien, sí, le han hecho el amor a su encargo". No: no somos el príncipe Hamlet ni está en nosotros serlo.
Como Yago, Hamlet posee cierto don para escribir con las vidas de otros personajes. ¿Por qué en Yago esto nos da miedo y en Hamlet nos encanta? Uno de los muchos misterios de este personaje, el de mayor complejidad intelectual que se haya creado, es el influjo carismático que ejerce sobre nosotros. A menos que uno sea ideólogo o moralista puritano, muy probablemente se enamorará de Hamlet, una enfermedad universal que ya tiene dos siglos de existencia. Hamlet no nos quiere ni nos necesita hasta muy al final, cuando expresa angustia de dejar tras de sí un nombre execrable. Esto lo dice en un escenario sembrado de cadáveres —su madre, Claudio y Laertes— mientras él también agoniza. Puesto que ya ha asesinado a Polonio, empujado a Ofelia al suicidio y obliterado indiferentemente a los pobres Rosenkrantz y Guildernstern, ¡bien que su nombre debería llevar alguna marca! Pero no creo que él lamente ninguna de las ocho muertes, ni siquiera la suya. Si algo teme es que el nombre de "Hamlet el danés", no el padre sino el hijo, no nos hiera de asombro. ¿Dónde está su logro? En proporción a sus portentosas dotes, no parece haber otro personaje de ficción ni remotamente tan diestro en deshacerse de todo.
3
La mejor forma de leer Hamlet es desechar la noción de que el príncipe pospone la venganza, o mejor dicho la venganza de su padre. Porque, ¿cómo un ironista va a vengarse de alguien despedazándolo a estocadas? Disfruté bastante de la película Shakespeare enamorado, pero me sorprendió ver al protagonista metido a espadachín. Presiento que, en cuanto veía acercarse la violencia, Shakespeare se iba sensatamente por el otro lado. Después de Hamlet no escribió más dramas de venganza, subgénero éste que con toda probabilidad le disgustaba. Hamlet no trata de la venganza sino de la teatralidad; no se me ocurre ninguna obra occidental anterior tan obsesionada por el teatro. El público del Globe se encontró viendo cuatro obras en una. Está el tramo que va del primer acto a la primera escena del segundo, que es una especie de tragedia de la venganza. Siguen unos asombrosos interludios sobre la teatralidad, desde la segunda escena del segundo acto —cuando llegan los cómicos—, hasta que, en la segunda escena del acto tercero, Claudio abandona bruscamente el salón donde se representa La ratonera, "asustado por un fuego fatuo". Durante el cuarto acto se desarrolla una tercera obra casi imposible de caracterizar, un caleidoscopio que a cada cual ofrece algo distinto. Por fin está el acto quinto, donde de pronto Hamlet ha envejecido diez años o más en unas pocas semanas, el Fantasma ya no es siquiera un recuerdo y la paternidad parece un recuerdo remoto. Digamos pues que Hamlet empieza como tragedia de venganza, rompe abruptamente en meditaciones sobre obras y actores, entra en el vórtice de la mente creativa de Shakespeare y emerge como tragedia trascendental en la que un nuevo tipo de gran hombre muere, aquejado de un autoconocimiento absoluto que es burlado por la muerte y se burla de ella. Es el drama más fuerte que se ha escrito y sigue siendo el más desconcertante, sobre todo porque muy pocos pueden dejarlo de lado.
En un libro más largo (Shakespeare: la invención de lo humano), he argumentado que el Hamlet primitivo, del cual el que conocemos es una revisión, fue un esfuerzo fallido del propio Shakespeare. Pero esto no hay modo de probarlo ni rebatirlo, y creo que el Hamlet que tenemos hoy habría atacado la ilusión teatral aun sin el acechante fantasma de una obra anterior. Tengo que precisar muy bien qué quiero decir cuando hablo de destruir la ilusión teatral. El público del Globe, y el público actual que mira un Hamlet no cortado, no sólo se encuentra con una obra dentro de otra; tiene que lidiar con un torrente de jerga teatral, de chistes sobre técnica actoral y de hecho con dos obras dentro de otra, ya que la innominada y atroz tragedia de la muerte de Príamo precede a la no menos atroz La muerte de Gonzago [*], ambas superadas en atrocidad por la revisada versión de Hamlet, La ratonera. Es como si Shakespeare hubiera deseado ahogar al público en teatralidad. Según avanzamos de la segunda escena del segundo acto a la segunda del tercero, nos es cada vez más difícil mantener la ilusión de estar mirando la tragedia Hamlet, príncipe de Dinamarca. Lo que experimentamos es muy distinto. Shakespeare, que ha representado al Fantasma, permanece fuera del escenario; pero a lo largo de casi mil versos Richard Burbage, primer intérprete del príncipe de Dinamarca, entra y sale del papel de Hamlet para, en ciertos tramos, encarnar a Will Shakespeare.
Con todo esto la obra entera debería estallar, pero Hamlet es indestructible y, como he intentado mostrar, la frase "obra entera" no es apropiada. Al cabo de cuatro siglos Hamlet sigue siendo el drama más experimental jamás montado, aun en la época de Beckett, Pirandello y los autores del absurdo. No tengo del todo claro que debamos considerar Hamlet una tragedia; sin duda no en el sentido en que son tragedias Otelo, El rey Lear y Macbeth. En cuanto a defectos trágicos, o para el caso virtudes, bueno, Hamlet el Danés tiene todos los que a uno se le ocurran y muchos más. Emerson definió la libertad como un estado salvaje, y Hamlet es la obra más salvaje y libre que se haya escrito. Shakespeare bien podría haberle transferido el subtítulo de Noche de Reyes: Hamlet, o lo que quieran.
¿Pasa algo en Hamlet? Aunque, visto que hay ocho muertes —incluida la culminante muerte del héroe— la pregunta debería resultar ridícula; todo depende del enfoque que uno adopte. Desde el punto de vista del Fantasma no pasa nada hasta el final, y ni siquiera entonces queda satisfecho su deseo de venganza. Pero la perspectiva del Fantasma no es la nuestra, y el hecho de que Shakespeare haya representado el papel no es sino una ironía más de su parte. Lo único que importa en la obra es la incesante expansión del círculo de la conciencia de Hamlet. Ante una conciencia solitaria de radio potencialmente infinito, ¿cuánto pueden importar los acontecimientos? Hamlet no para nunca de autorevisarse; cada vez que habla cambia. ¿Es posible poner eso en escena cabalmente? Como la mente de Hamlet es en sí un teatro, la obra tiene dos tramas. La trama externa, en toda su complejidad, es indispensable si vamos a ver en Hamlet un hombre y no un dios o un monstruo. Pero Shakespeare no pudo o no quiso encorsetar la trama interna, en la que un poeta fracasa en su intento por hacerse poeta consistente.
¿Por qué vuelve Hamlet del mar? Habría podido marcharse a Wittenberg, París o Londres. Si uno es Hamlet el danés, sin duda creerá necesario ser como los daneses de Dinamarca, por más que Dinamarca sea una cárcel. En un sentido mi pregunta es meramente fantástica, porque Hamlet no puede ser otra vez un estudiante de Wittenberg; el príncipe del quinto acto ya no tiene nada que aprender.
4
Y sin embargo nunca llegamos a estar seguros de cómo leer esta obra. Cada vez que la relee, cada lector se enfrenta con una obra diferente. Claudio, el "poderoso oponente" de Hamlet, no lo es en absoluto; es apenas un maestro "de la artimaña". Cuando reza, inútilmente, dice del cielo que "allí no hay artimañas"; lo cual no le impide seguir azuzando a Laertes, "con pequeñas artimañas", para que intercambie estocadas con Hamlet y el príncipe reciba una herida envenenada. Hamlet anhela encontrar una "artimaña para salir de esta confusión mortal". La insistencia en la palabra apunta a mostrar la desproporción entre Hamlet y Claudio.
Pero tampoco los demás personajes son rivales dignos. Laertes —cabeza hueca, convencional, manipulable— podría ser un vengador cualquiera, mientras que Fortinbrás no es sino uno de tantos generales violentos y tontos, a quien irónicamente se concede la última frase ("... mandad a los soldados que abran fuego") mientras se apropia del cadáver de Hamlet para brindarle honras guerreras. El papel de Ofelia tiene pathos, pero la muchacha no es sino una víctima tironeada de un lado por su padre y del otro por su poco amable amante. Polonio es un necio, Rosenkrantz y Guildernstern oportunistas de segunda y al admirable Horacio le falta personalidad (ya que tiene la función de personaje serio). La reina Gertrudis es poco más que un imán sexual. Sólo el sepulturero gracioso puede ofrecer a Hamlet cierta compañía inteligente. Si la obra nunca cesa de ser diferente es a causa de la extraordinaria mutabilidad de Hamlet, y no hay otro centro posible de interés escénico que él, salvo (muy brevemente) el equívoco Fantasma del guerrero-amante-no-padre, el rey Hamlet.
Irónico más allá de nuestro entendimiento, Shakespeare nos ha dado una obra toda Hamlet: sutil, volátil, de una inteligencia suprema. A quien la lea bien y en profundidad no le quedará alternativa: se convertirá en Hamlet, a veces para su propia perplejidad. Lo que más importa de Hamlet no es el apuro en que se encuentra sino su legado: porque no tenemos otra forma de aprehenderlo, nos amplía la mente y el espíritu. Pero, como nada se consigue sin cargo, también nos arrastra al abismo de su conciencia, en donde hay elementos de un nihilismo que sobrepasa el de Yago, Edmund y el Leontes de Cuento de invierno.
Aunque por definición, Shakespeare es más abarcador y variado que Hamlet, si pudiéramos personificar en una sola figura al poeta nihilista que vivía en Shakespeare, esa figura debería ser Hamlet; pues, mientras que Yago "escribe" con las vidas de otros personajes, Hamlet escribe pasajes nuevos para los cómicos e improvisa extrañas cancioncillas. Ahora bien, Hamlet es un poeta nihilista en dos sentidos: en tema y en postura. En una obra que habla de obras, en un lenguaje que perora sobre sí mismo, Hamlet no cree en nada, ni siquiera en el lenguaje y la mismidad. La obra debería incomodar a los autores cristianos algo más que lo que suelen conceder; el post-cristianismo de Hamlet sigue estando por encima del de buena parte del público. Y tampoco podemos describir al príncipe como un mero escéptico. ¿Cómo discernir cuándo actúa y cuándo es Hamlet? Por momentos Hamlet tiene el desapego perturbador que el propio Shakespeare manifiesta en los Sonetos. Ambos dicen sólo aquello que en el corazón ya llevan muerto; sólo que Hamlet expresa además una suerte de desprecio por el acto de hablar. Y sin embargo profesa una admiración sincera por la buena actuación, por los actores capaces de decir precisamente lo que escribió Shakespeare. Y él mismo es un actor soberbio. Requiere público, y cautiva al público para siempre. ¿Pero es más actor o poeta?
Shakespeare, inferimos, era un "actor de personaje", especialmente bueno para interpretar a ancianos o a reyes ingleses. Héroes, villanos y bufones no eran papeles para él. Me sorprende (aunque no debería) imaginarlo en escena como Fantasma que se dirige a su hijo Hamlet. El pobre Shakespeare tenía que vestir armadura, y hasta las armaduras de teatro son bien pesadas. A Hamlet no queremos verlo en armadura, y no lo vemos. El príncipe ya es bastante teatral sin ella, y como poeta irónico o nihilista la despreciaría. Retrocederíamos si oyéramos a Hamlet exclamar: "Otra vez a la brecha, amigos míos, otra vez; / o coronemos la muralla con el cadáver de nuestro danés". Sobre todo en la primera parte de Enrique IV, el príncipe Hal tiene un toque del príncipe Hamlet. Pero una vez llega a ser Enrique V se parece más a Fortinbrás, aunque un Fortinbrás improbable, educado por Sir John Falstaff, el Sócrates de Eastcheap.
De modo brillante pero triste (al fin y al cabo se trata de una tragedia) Shakespeare hace a Hamlet más actor que poeta. O acaso el lector, aunque deslumbrado por su poesía, está más absorto en desentrañar cuándo Hamlet actúa y cuándo no. En la lectura, uno debe prestar atención constante tanto al actor como al poeta que hay en él. Y así me aboco al monólogo de los monólogos.
Estamos en la primera escena del tercer acto, cerca del fin de esa larga hendidura que abre Shakespeare en toda ilusión dramática que pueda poseer un drama centrado en Hamlet. Por delante tenemos las instrucciones de Hamlet a los cómicos y su montaje de La ratonera. En Hamlet no puede haber pasaje central; la obra es demasiado diversa y el protagonista demasiado volátil. Desde hace más de dos siglos, no obstante, el "Ser o no ser" se ha popularizado tanto que a fuerza de repetición hoy parece rancio. Aunque siento gran admiración por el crítico romántico Charles Lamb —precursor mío en la exaltación de la lectura de Shakespeare por encima de la asistencia a los montajes—, no querría que los lectores cediesen a la desesperación de Lamb respecto a la posibilidad de enfrentarse con frescura a este soliloquio portentoso:
Me confieso totalmente incapaz de apreciar el celebrado parlamento... o de afirmar que es bueno, malo o indiferente; tantos muchachos y señores declamatorios lo han manoseado y tironeado, tan inhumanamente lo han arrancado de su morada en la obra y del principio de continuidad que lo liga a ella, que para mí se ha convertido en un miembro muerto.
Tercero de los siete que hay en la obra, el monólogo explora la relación negativa entre el conocimiento y la acción. Así, es el semillero del gran poema que Hamlet escribirá para el actor- rey, con sus versos culminantes:
Mas para acabar debidamente lo que empecé,
tan opuestos son los rumbos de la voluntad y el destino
que nuestros planes caen siempre derribados;
los pensamientos son nuestros; su ejecución ajena.
(Acto III, escena 2, 192 — 195)
El gran monólogo se abre con palabras tan familiares (para el lector de hoy) que tiene cierta importancia escuchar con detalle qué está diciendo Hamlet, a sí mismo y a nosotros:
Ser o no ser, ésa es la cuestión.
¿Es más noble para el ánimo sufrir
los golpes y las flechas de la fortuna insultante,
o alzarse en armas contra un mar de adversidades
y, haciéndoles frente, acabar con ellas?
Incluso aquí Hamlet es irónico, si prestamos atención a la metáfora de la lucha contra el mar, al que no podrían vencer ni las mayores proezas guerreras. El mar acabará con todas las adversidades y con nosotros también, está sugiriendo Hamlet. El lector debe precaverse de dar por sentado que la cuestión de ser o no ser se refiere únicamente al suicidio. En verdad Hamlet no contempla la posibilidad de matarse. Su alta ironía, como la de los Sonetos, siempre entraña una medida de desapego que se nos escapa un poco. Básicamente Hamlet está cavilando sobre la voluntad, como con tanta frecuencia cavila Shakespeare en los Sonetos. ¿Existe voluntad de actuar, o simplemente la acción se va incubando en uno? ¿Y cuáles son los límites de la voluntad? ¿Cómo puede una conciencia tan vasta como la de Hamlet tener presentes bastantes de las contingencias relevantes para dar voluntad a un fin, cuando no sabe siquiera cuáles habrán de ser los fines de su propio pensamiento?
La malaise del Hamlet, como reconoció Nietzsche, no es que piense demasiado sino que piensa demasiado bien. La verdad lo matará, a menos que se dedique al arte, pero es tan noble como la realeza y lo posee una nostalgia de actuar, aunque su intelecto mire la acción con profundo escepticismo:
Así la conciencia nos hace a todos cobardes,
y así el nativo matiz de la resolución
languidece al toque pálido del pensamiento
y empresas de gran aliento y empuje
por esta preocupación tuercen su corriente
y dejan de llamarse acción.
(Acto III, escena I, 83 — 87)
Leamos estos versos con mucha atención. La metáfora del mar de adversidades reverbera todavía en "su corriente", que asimila la empresa de la venganza a la perpleja realidad de las "adversidades" e ironiza sobre el "gran aliento y empuje", de modo que oímos el movimiento del mar imitado por el lenguaje. Como los discípulos de Shakespeare —Milton y los románticos—, Hamlet desea afirmar el poder de la mente sobre un universo de muerte o mar de adversidades, pero no lo consigue porque piensa con demasiada lucidez. El príncipe profetiza los límites con que nos topamos cuatro siglos más tarde, cuando cualquiera de nosotros comprende que incluso un conocimiento enorme de la conciencia propia es casi inútil para conocer lo no consciente, ese misterio que deja la voluntad estupefacta.
5
Antes de la carnicería con que acaba la obra, Hamlet le dice a Horacio: "Creo que llevo las de ganar. Pero no podrías figurarte qué pesar siento en el corazón". Es aprensión, cierto, pero también remite al miedo de dejar detrás un nombre execrable. Sobre el final, Hamlet desea que tengamos de él buena opinión y poco más:
Si es ahora, no está por venir; si no está por venir, será ahora; si no es ahora, vendrá de todos modos. Todo consiste en estar dispuesto.
Tiene el espíritu dispuesto (tiene la voluntad) y su carne no es débil. Muere extraordinariamente, a la música de su propio "Sea lo que fuere". No hay en toda la literatura secular una muerte que posea al lector más que ésta. ¿Por qué? Si bien las últimas palabras de Hamlet —"el resto es silencio"— son espiritualmente ambiguas, las leo como anuncio de aniquilación más que de resurrección. Puede que en esto resida la mejor respuesta a la pregunta de por qué leer Hamlet. El príncipe no muere como expiador vicario de nuestras faltas, sino, antes bien, con la angustia individual de llevar un nombre execrable. Del mismo modo es probable que nosotros, ya esperemos aniquilarnos o resucitar, acabemos preocupados por nuestro nombre. Hamlet, el personaje de ficción más carismático e inteligente, prefigura nuestra esperanza de enfrentar el final común con valentía.
Nota
Nota
[*] En el acto tercero de la tragedia, Hamlet hace representar ante los reyes, como supuesto homenaje, una breve obra teatral que ha escrito, titulada «La ratonera». Su argumento gira alrededor del asesinato de Gonzago, duque de Viena, por su hermano, para quedarse con su ducado y casarse con su esposa. La conmoción del rey al presenciar la escena del envenenamiento convence a Hamlet de que hizo asesinar a su padre. (N. del T.)
En Harold Bloom: Cómo leer y por qué
Traducción: Marcelo Cohen
Grupo Editorial Norma
Santa Fe de Bogotá, 2000
Image: Harold Bloom at home in his apartment [+]