Herta Müller: El tic-tac de la norma *

9 de febrero de 2020




Con qué frecuencia y qué ligereza pronunciamos la palabra «normal». Qué pronto en la vida la aprendemos, tomándola de las acciones cotidianas de los adultos. Pero con la palabra «normal» también adoptamos «no normal». O «loco» o «chiflado». En mi infancia, en nuestro aislado pueblo de Rumanía, yo aprendí la palabra muy pronto.

No recuerdo haber preguntado en ningún momento: «¿Qué significa «normal»? Al igual que con la palabra «muerto», supe lo que significaba «normal» sin necesidad de preguntarlo. Ya veía en los demás lo que aquella palabra exigía de mí.

Eran las leyes tácitas las que imperaban en las cabezas, puesto que las dictaba la opinión pública. Dividían todo en «bien hecho» o «mal hecho». Al mismo tiempo, esa opinión pública salía de las cabezas que luego gobernaba. Siempre se ponía en contra del individuo. La palabra «normal» sólo se sostiene dentro del colectivo. Obliga a las personas a adquirir las mismas dependencias que la comunidad. Graba profundamente en la mente la necesidad absoluta de pertenecer a la comunidad.

En aquel pequeño pueblo, todos juntos habían creado el dictado de lo «normal» con la esperanza de que los individuos no estuvieran a su altura. Con la esperanza de que ese individuo siempre se sintiera malogrado, inferior, una chapuza frente a la palabra, cuando buscara su cuerpo al vestirse o desvestirse delante de otros, cuando buscara su boca al comer delante de otros, cuando buscara su voz en la conversación con otros.

Aprendí a decir «ése no es normal» y «eso no es normal». Y aprendí a preguntar: «¿Pero tú no eres normal o qué?»

En consecuencia, en el pueblo también vivían una serie de marginados. Las personas trastornadas o con alguna minusvalía que no podían seguir los dictados de la opinión pública eran apartadas con fría compasión. Estaban en medio, obstaculizando el orden y la diligencia de los demás. Y así, al paso que marca la viabilidad de la vida, los atropellaban, ya en tono quejoso ya en tono indignado.

Pero también se ponía en tela de juicio a las personas que pintaban sus casas de otra manera o se peinaban de otra manera, o a los hombres que dejaban a sus mujeres porque se había acabado el amor y la relación empezaba a ser humillante.

A la opinión pública nunca le importaba lo que hubiera tras esa apariencia de lo «normal», tragando y devorando. Sólo le importaba que la apariencia se conservara incluso ante cualquier desgracia, por no decir precisamente al precio de cualquier desgracia.

La época en que ya no podía pronunciar la palabra «normal» sin pensar vino más adelante. Ya me había ido del pueblo. Entre el pueblo y la ciudad, donde vivía ahora, había surgido la distancia. Al igual que ya habían surgido divergencias entre la niña de entonces y mi visión actual de las cosas. La distancia entre el pueblo y la ciudad sólo era de 30 kilómetros, pero los campos de maíz eran densos, y los pastos se veían inclinados desde las ventanillas, y el tren se movía despacio, enfatizando la partida. Cuando me hube ido, me dio la sensación de que la palabra «normal» era el término abstracto más utilizado en una comunidad de pueblo. Allí, la gente cuya vida giraba en torno al campo y el maíz, las gallinas y el perro, el marido y la mujer y el hijo, había colocado por encima de sus vidas –sin base teórica alguna– aquella palabra abstracta que superaba su formación intelectual. Y justo porque podía ser utilizada de un modo completamente arbitrario, la palabra se concretizaba como una forma de crítica y castigo en todas las situaciones.

La palabra no me había resultado sospechosa durante tanto tiempo porque era aplicable a cualquier situación, podía colocarse delante o detrás de cualquier cosa. Cuando uno mismo la decía a menudo, estaba por encima de los demás. Si te la decían a ti, ya habías perdido.

En todos los tonos, en broma o en serio, «normal» no deja de ser una palabra de control. Las que enseguida se me hicieron incómodas fueron las palabras «norma» y «normalidad». Ésas no las decían en el pueblo, las decían en la ciudad. En ellas estaba el Estado. Al día de hoy sigo preguntándome por qué reconocí el Estado en la ciudad antes que en el pueblo. Si la claridad de las cosas fuera una prueba para la razón, en el campo tendría que haber encontrado la palabra «dictadura» para designar lo que me rodeaba. No obstante, más tarde descubrí cuánto desvarío y cuánta crudeza añade el Estado a ese mecanismo de control irreflexivo y casi innato del pueblo.

Los dictadores convierten el campo semántico «normal, norma, normalidad» en una trampa. Saben que esas palabras son una necesidad para todos porque, aunque sólo sea dentro de la familia o en el trabajo, en la costumbre de los movimientos cotidianos, garantizan la superioridad.

En un documental sobre dos refugiadas de Sarajevo vi cómo esas pequeñas críticas que formulamos unos sobre otros, y sin las cuales tampoco podemos conservar estrechos vínculos ni un solo día, pueden resultar mortales. Una era musulmana, la otra, serbia. Durante dos décadas trabajaron en la misma fábrica. Eran amigas como se es amiga de personas sobre las cuales expresamos sin reservas, o así lo creemos –en el fondo, sólo lo hacemos por cariño–, nuestras pequeñas reservas. Pero los que manejan los hilos de la política enfocaron este margen de crítica que otorga la cercanía personal desde una amplia perspectiva general. Y así, desde esta perspectiva que destroza cualquier forma de pensamiento, pequeños comentarios respecto al pelo rojo de la una o a lo mal que friega los platos la otra se convierten en una máquina de odio. Este caso no es ninguna excepción, los fanáticos del poder aprovechan el pequeño margen de variabilidad que deja la cercanía entre las personas para instalar sus sistemas. Y en este terreno nos azuzan para torcernos, para dividirnos entre los que hacen sufrir y los que sufrirán lo que éstos les hagan. Todas las guerras deben hacerse con los instrumentos de la dictadura, o no podrían hacerse. Por eso, los agresores muestran todo lo que los dictadores pueden esconder tras el telón de la paz. También Ceauşescu, también Honecker se sirvieron de este banal margen de variabilidad de la cercanía humana para azuzar a sus enjambres de espías y ejecutantes contra otras personas. Instauraron una «normalidad» anormal y presentaron ésta a sus secuaces como una felicidad colectiva que debía ser vigilada y guardada ante aquellos individuos que pretendieran estropear la felicidad del colectivo.

De entrada, en la dictadura no llama la atención la palabra «normal» como elemento político. Se coloca detrás de otros conceptos compartidos por muchos: orden, disciplina, diligencia. Y muchos siguen a la palabra. Pero la palabra no se queda a la zaga de estas otras virtudes que la preceden. La palabra se organiza como lo hace el poder, o sea contra sus acompañantes. Contra muchos, antes o después, según lo quiera el inevitable azar, contra todos aquellos que dejan de obedecer incondicionalmente. Dejar de obedecer no es ninguna elucubración teórica. Dejar de acompañar a la palabra «normal» no es consecuencia de otros pensamientos, sino que es un pensamiento en sí: como el dolor que surge en un momento en que la palabra lo abofetea a uno. O como el dolor en un momento en que la palabra obliga a uno a abofetear a otros.

En los siguientes años de la dictadura empecé a ver cada vez más claro que la oposición, o lo que así llaman en general, al principio no era ningún gesto político sino un gesto moral: salirse de la fila por hastío ante el tic-tac de la norma. Tenía que ver con las palabras «verdad» y «mentira», con «sinceridad» y «engaño». Cuanto más auténtica, más sólida era la oposición, más era un gesto moral y no otra cosa. Nacía en la propia mente, al quedarse sola ante su propia imagen. Nacía de atenerse a la concepción moral de uno mismo. De la necesidad de conservar la decencia a pesar de las consecuencias para toda la vida. En algo político no se convertía hasta más tarde, y entonces, y sólo visto en conjunto, es decir a posteriori, en una reacción al poder. La oposición, allá donde se daba realmente, siempre se resistía a que el deseo de conservar la decencia no sólo conllevara para la persona algo perjudicial sino algo que iba en contra de la vida. Al apartarse de la norma aparecía el miedo de caer al vacío. Mucho miedo y poco valor. El valor no sirve para nada ante el peor giro que, al apartarse de la norma, ya ha dado la vida. El miedo sí. Sólo el miedo te vuelve egoísta y terco. Y sólo el miedo te hace ver la verdadera situación en toda su magnitud, de tal manera que resulta imposible obedecer a las meras apariencias. El miedo no funciona igual que la norma, no viene movido desde fuera sino desde dentro. En ese miedo se obsesiona uno; y aunque el paso de revelarlo a la sociedad todavía no sea necesario, uno se siente obligado a ser fiel a sí mismo porque la mentira de la sociedad se torna inútil para aferrarse a ella y se desmorona.

Una y otra vez me surgía la comparación entre el pueblo, con sus estructuras tan claras, y el Estado. El Estado tampoco preguntaba qué o en qué creía uno. No insistía en la fe en su ideología, sólo exigía que se mantuvieran las apariencias al precio de cualquier desgracia. Que se exhibiera un modelo de vida tan reducido y constreñido como una consigna sobre la frente.

Negarme a colaborar como observadora de la Securitate no me sirvió para atraer amigos en la fábrica, sólo enemigos. Negarme a comentar un poema a la gloria de Ceauşescu en mi clase del colegio o a pagar la cuota del sindicato contribuyó a que los profesores me odiaran a mí en lugar de odiar el sistema. Me evitaban, nadie quería que lo vieran hablando conmigo. Me tomaban por loca, y cuando me negaba a estas cosas lo veían como un ataque personal. También esto es psicología: el odio a quien dice en voz alta lo que uno mismo piensa en secreto.

Hoy veo la misma reacción en Alemania: la lealtad a Manfred Stolpe por un lado, el odio a Joachim Gauck por el otro [1]. Con Stolpe se identifican muchos, con Gauck unos pocos nada más. Y los fieles a Stolpe hacen como si la Stasi no fuera algo siniestro por culpa de éste sino de Gauck por revelarlo. Como si fuera Gauck quien hubiera inventado la Stasi para Stolpe y para quienes eran como él. Y es justo al revés: si Stolpe y los que eran como él hubieran vivido de otra manera, hoy no sería tan imprescindible la labor de Gauck.

Después de que me expulsaran de una fábrica y luego de varias escuelas deambulaba mucho por la ciudad. Había aprendido a pasear sin rumbo y empecé a robar en las tiendas. Empecé robando pinzas de la ropa. Me movía la ambición de robar objetos cada vez más grandes y perjudicar a ese Estado que me lo había quitado todo. Hoy tengo toda suerte de tazas, copas, cacerolas y cubiertos en casa. Todo «piezas únicas» pues todas son robadas. Enseñaba mi botín a mis escasos amigos. Ellos me advertían y yo era consciente de lo bien que les vendría a los servicios secretos que yo hubiera robado un vaso de agua. Cada vez que entraba en una tienda me hacía el propósito de no robar nada, y en el mismo instante ya estaba robando algo. No lo hacía porque necesitara esas cosas sino porque tenía diez dedos afilados en las manos que habían temblado muy a menudo ante la amenaza del Estado. En términos políticos, yo ya llevaba mucho tiempo en la lista negra, estaba fuera de todos los carriles de la «vida viable». No me quedaba nada que perder, sólo una cosa que lo reunía todo: el motivo político de mi oposición. Y, aun teniéndolo todo tan claro, junto a este motivo inamovible necesitaba un peligro provocado por mí misma. La autodeterminación como miedo añadido. Sabía que, al día siguiente, podría aparecer una fotografía en el periódico en la que saliera yo con una cacerola robada entre las manos, la fotografía de una ladrona. Todo cuanto hubiera hecho hasta entonces se pondría como tapadera a la cacerola robada. Y esa tapa encajaría. Todos los que se habían distanciado de mí hacía tiempo porque no podían dividirse entre mi persona y la norma habrían podido decir que estaba claro que yo me dedicaba a robar cacerolas. Eso mismo ya les había parecido motivo suficiente para no querer tener nada que ver conmigo. También habrían dicho eso.

También esto es psicología: caía adrede en lo criminal a un nivel que me repugnaba. Un nivel que brindaba argumentos al oportunismo disfrazado de «sentido común». Yo sabía que aquello no era rebeldía sino la forma más estúpida de tirar piedras contra mi propio tejado y dejarme llevar por una desesperación ciega.


En mis paseos sin rumbo conocí a los locos de la ciudad: al hombre de la pajarita, que llevaba años parándose a la puerta de un restaurante con un ramo de flores marchitas en la mano para esperar a su novia. Pero a ella la habían sacado de la cárcel hacía años… para llevarla a la fosa del cementerio.

A la enana del polígono de la fábrica, con su cabello estropajoso. Comía los desperdicios de la verdulería. Cada año la preñaban los hombres del turno del mediodía, que salían a última hora de la tarde.

A la vieja que, fuera invierno o verano, arrastraba por las calles un trineo con incontables bolsas de plástico.

Al filósofo que confundía los troncos de los árboles y los postes de telégrafo con personas y les hablaba de Kant y del cosmos de las ovejas que pastaban. En las tabernas apuraba los vasos de las mesas vacías y los secaba con su blanca barba [2].

Aquellas personas a las que el régimen había desquiciado habían asumido ellas solas –así me lo parecía– toda la mala conciencia de aquella normalidad anormal. Mostraban el estado en que nos hallábamos todos. Encarnaban la demencia, eran simplemente lo que se veía tras la apariencia de aquel régimen, ni más ni menos. Se me caía el alma a los pies al verlos. Si todos fuéramos acordes con cómo estamos de la cabeza, pensaba, iríamos por ahí comiendo hierba y arena en verano y nieve y asfalto en invierno.

A aquellos locos los dejaban vivir en las calles de la ciudad. La dictadura no les hacía caso. Ya no eran peligrosos, los esbirros del dictador sabían que estaban rotos hacía mucho. Iban bien con el concepto de la opresión. Pues en lugar de reconocerse en aquellas ruinas humanas, lo que veían los viandantes era la gran diferencia respecto a ellos mismos. La diferencia hallada era motivo de autoafirmación. En la mente se levantaba el dedo índice de la palabra «normal» tal y como la entendía el dictador. Como en tantos aspectos de la sociedad, «normal» se había convertido en algo abstracto, alejándose del contexto que acompañaba o poniéndose en su contra; tales momentos suponían volver a pisar el suelo de la propia percepción. Y tanto la gente como el dictador necesitaban volver al suelo. Además, no costaba nada. Al contrario: ahorraba los gastos de asistencia estatal a los dementes.


Hubo un tiempo en el que pensé en el suicidio. No veía más salidas para mí. Estaba en mi habitación y veía que el armario y la mesa y las sillas se me echaban encima. Tenía miedo del chirrido del ascensor del edificio. Me quedaba sentada detrás de la puerta de mi casa, preparada para que el ascensor se parase, llamaran a la puerta y entraran aquellos señores de hielo a llevarme. Pero el mismo miedo me daban los flecos de la alfombra, los colores de las manzanas o el crujido del azúcar al removerlo en una de mis tazas robadas. También esto es psicología. Por aquel entonces tendría que haber ido urgentemente a un psiquiatra. Pero no fui. No me fiaba de nadie porque sabía que, en cuanto me hubiese marchado, los servicios secretos acudirían a cuchichear con el especialista de bata blanca en el cuarto de al lado.

Sigo creyendo al día de hoy que salí adelante por dos motivos. El primero es la rebeldía ante la amenaza de muerte de la Securitate: después de que los servicios secretos me amenazaran con un «accidente de tráfico», me negué a quitarme de en medio por mi propia cuenta. No estaba dispuesta a facilitarles ese trabajo a los perros asesinos del dictador Y el segundo: jamás fui a ningún psiquiatra.


  Al monopolizar la «normalidad» para el dictador y sus esbirros, toda dictadura deja tras de sí personas intactas, personas dañadas y personas rotas del todo. Sólo los que no tuvieron que superar el dolor de la exclusión, los que no sufrieron la bofetada de la «norma» ni se vieron obligados a abofetear a otros con ella pudieron permanecer intactos. Y fueron muchos, tantos como los que ahora se identifican con Stolpe. O con el PDS [3]. Para no tener que cambiar la «norma» y conservar las apariencias como una consigna sobre la frente, a diario tenían que corregir su propia imagen para ajustarla a la norma, hasta que su rostro era tan poco individual como una luna. Hasta que todos y todo les resultaran tan indiferentes que el tic-tac de la norma pudiera confundirse con su propia respiración. Hasta poder sostenerse a sí mismos en una mano como se sostiene un objeto útil.

Éstos, los intactos de la dictadura, se hicieron a sí mismos lo que los poderosos hicieron con los dañados y rotos: aniquilar su sentido común.

De niña solía sentarme, con la habitación a oscuras, junto a la rendija de la persiana a mirar a escondidas el grueso libro que, según decían todos en casa, no era para niños, o sea, estaba prohibido para mí. Se titulaba El libro del doctor. Era muy gordo y pesado y, sin exagerar ahora el miedo de entonces, de por sí aumentado con el paso del tiempo, diré que era tan gordo y pesado como la guía de calles que todo el mundo lleva en el coche. En El libro del doctor, según creo, se describían enfermedades y remedios caseros para curarlas. Por entonces yo no sabía leer, y, para cuando supe, el libro había desaparecido. Lo prestamos, decía mi madre, y nunca nos lo devolvieron. En El libro del doctor había un cuerpo humano que se podía abrir y cerrar con dos solapas, una solapa para la cabeza y otra para el cuerpo. En aquel cuerpo se superponían una mujer y un hombre. Yo abría las dos solapas y debajo estaban los órganos como en un recortable: verde claro, rosa, azul claro y amarillo. Cada órgano llevaba un numerito. Yo sacaba todos los órganos y los desplegaba sobre la alfombra. Sabía que, al recogerlos, tendría que colocar cada uno donde estaba, en el lugar correcto, para que todo volviera a quedar «normal», para que nadie viera que había estado jugando con El libro del doctor. Pero, en el momento de recoger, los órganos siempre se habían vuelto más grandes y más numerosos que al sacarlos. Yo los recolocaba y forzaba los bordes, pero nunca era capaz de dejar el cuerpo perfectamente plano al cerrar las solapas.


Años más tarde, cuando vi a aquellas personas dañadas y rotas del país, cuando yo misma volvía a mi casa después de horas de interrogatorios incesantes, tambaleándome como borracha entre los árboles del parque y dándole mil vueltas a cada pregunta y cada respuesta, cuando el viento en los árboles era demasiado inmenso y el crujir de las ramas me parecían pasos tras de mí, cuando –aun a riesgo de que me estallara la cabeza– intentaba verme a mí misma desde fuera para descubrir en qué había reaccionado bien y en qué me había equivocado ante todas aquellas preguntas, sentía que llevaba la tapa de los sesos abierta. Unos dedos ajenos me habían abierto la cabeza para revolver en ella. Entonces recordaba El libro del doctor. Los oficiales de la Securitate, los esbirros del dictador habían hecho conmigo lo mismo que hacía yo de niña con el cuerpo de El libro del doctor.

Pero también yo había hecho lo mismo con ellos. Durante el interrogatorio, escogía un punto de su cuerpo: la calva, los pliegues de la oreja, un pedazo de pantorrilla que se veía entre el pantalón y el calcetín. Me quedaba mirando fijamente ese punto hasta que me daba asco. Para hallar algo a lo que aferrarme tenía que tomar conciencia de que, en lo relativo al cuerpo, estaban igual de expuestos al paso del tiempo y a la muerte que todos los demás. Sé que aquí mi superioridad era dudosa. No obstante, eso ya lo dice todo: tenía que agarrarme a la igualdad física para olvidar la desigualdad política. En el fondo, tenía que humanizarlos para hacerlos vulnerables, aunque fuera ante el tiempo y la muerte, que también me afectarían a mí existieran ellos o no. Para soportar el beso en la mano que me dio sonriendo el oficial de la Securitate antes de espetarme, sin venir al caso en absoluto: «También hay accidentes de tráfico, ¿sabe usted?»

Y en Rumanía los había, esos muertos existían: los huelguistas del valle del Schil, a quienes Ceauşescu en persona había prometido la inmunidad, morían en accidentes de tráfico.

Y había gente que se caía por la ventana, y había ahorcados y ahogados y envenenados. Suicidios, al parecer. Los enterraban enseguida, siempre sin autopsia.


Cuando obedecía a motivos morales, el alejamiento de la norma empezaba con pequeñas cosas. Marcaba pautas para la propia persona. Sin embargo, se veía con los ojos de la opinión pública, la que en términos estatales –es decir: en un sentido político– hemos de llamar ideología. Como la Constitución garantizaba la libertad de opinión, el Estado rompía su propia Constitución a diario. Un chiste político, un comentario sobre el trabajo forzado de los escolares en los campos del Estado, pintarle un bigote o unas gafas al retrato del dictador… habría sido imposible encontrar ningún punto de la Constitución que penase tales cosas. Por eso ni los servicios secretos ni la justicia mencionaban nunca la Constitución al imponer sus penas. Precisamente por lo que permitía, la Constitución se había convertido en un documento hostil al Estado. Se mantenía en secreto. Y para aquellos actos que la Constitución no permitía definir como culpa, el poder del Estado recurría a la palabra «anormal». Con esta redefinición, la opinión personal se convertía en enfermedad psíquica; la psiquiatría en una dependencia secundaria de las cárceles. De este modo, la culpa insostenible desde el punto de vista de la Constitución se trasladaba al terreno de las camas de hospital y las batas blancas. Los verdaderos instrumentos del Estado podían dejarse en segundo plano, pues para algo había medicamentos. Entonces sí que, al instante, sin medida y desde el propio interior de la persona, se lograba la destrucción que, desde fuera, no se habría alcanzado sino paso a paso y con el tiempo.


Muchas de las personas que en la dictadura no se negaban a colaborar podían ocultar lo que hacían a otras personas detrás de las cosas materiales. Trabajaban con hierro, madera, papel impreso o comestibles, construían con frío hormigón o derribaban viviendas en las que reinaba el calor sin tener que ver jamás lo que la obligación que cumplían sus manos destrozaba de esas otras personas.

Los médicos, en cambio, no tenían donde esconderse. La gente iba a verlos totalmente expuesta. Las manos de los médicos entraban en contacto directo con su piel. ¿Qué pensarían de la piel desnuda los médicos que se ponían a disposición del Estado después de haber prestado juramento a la ética y la humanidad?

La confrontación con los servicios secretos no se olvida. Quien ahora diga que reprimió esa experiencia miente. Pues con independencia de cuánto tiempo haya transcurrido, de dónde consigas esconderte, es ante tu propia persona ante quien niegas esa experiencia. Y ¿con quién vive uno si no es consigo mismo? Mentir, quitarle importancia es fruto de la consciencia de la propia culpa, no de una laguna de memoria.

La memoria puede dejar de lado las experiencias de cosas triviales. Pero conserva lo relacionado con el miedo. Justo en esos casos de impotencia en los que uno estaba en una situación defensiva, la memoria se vuelve ofensiva. Incluso agresiva.

Años más tarde lees un libro que, como muchos otros antes y muchos después, en el fondo no puede tener nada que ver con tu propia vida. Sin embargo, al margen de la intención del autor, las frases calan en tu propia vida. Crees en ellas como un niño, y ellas se agrandan en tu cabeza: «Y, de repente, surge del suelo un espíritu maligno, nos señala con la rodilla y dice: “¿Quién de los dos?” Entonces Klipatski corre hacia la ventana cerrada, y yo lo sé: se va a tirar sobre las piedras; yo, en cambio, grito: “No, no saltes o lloraré”» [4].

Siento como si la dictadura fuera esa habitación: unos tenían que saltar, otros tenían que llorar. Sólo quienes participaron en esa dictadura, abierta o secretamente, siguen diciendo hoy que no fue tan terrible.

La memoria no abandona la verdad. Sólo puede abandonar la verdad la boca, en el cálculo del engaño.



Notas

[1] Manfred Stolpe era el secretario de la Unión de Iglesias Evangélicas de la RDA, y, tras la reunificación, se despertó una fuerte polémica relacionada con su estrecho contacto con el Ministerio de Seguridad y con su posible cercanía a la Stasi. Joachim Gauck, también pastor protestante, destacó por sus actividades contra el régimen en la RDA y fue nombrado primer comisario federal para la investigación de los archivos de la Stasi tras la reunificación. (N. de la T.)

[2] Encontramos casi idénticas descripciones de estos personajes en su novela La bestia del corazón (1994), Siruela, Madrid 2009, págs. 42-43 (traducción al castellano de Bettina Blanch Tyroller). (N. de la T.)

[3] El PDS [Partei des Demokratischen Sozialismus: Partido del Socialismo Democrático] fue el sucesor legal del SED, el Partido Socialista Unificado de Alemania, de la RDA desde 1989 hasta 2007, y llegó a tener bastantes votantes en los estados federales del este, aunque muy pocos en el oeste. En 2005 cambió su nombre a Die Linkspartei [El Partido de la Izquierda] y en 2007 se fusionó con el WASG [Wahlalternative Arbeit – Soziale Gerechtigkeit: Alternativa Electoral por el Trabajo y la Justicia Social] para formar el actual grupo Die Linke [La Izquierda]. Este partido es objeto de polémica a menudo, pues se señala que, si sus miembros ocupaban cargos políticos en tiempos de la RDA, su cercanía a la Stasi tenía que ser inevitable. (N. de la T.)


[4] Daniil Kharms, Die Kunst ist ein Schrank [El arte es un armario], Friedenauer Presse, Berlín 1992, pág. 242 (traducido desde la versión alemana). (N. de la T.)



[*] Das Ticken der Norm. Conferencia inaugural de las jornadas «Kampf um die Seele. “Operative Psychologie” des MfS und die Folgen» [La lucha por el alma. La «psicología operativa» del Ministerio de Seguridad y sus consecuencias], Berlín, 10 de diciembre de 1993. El texto se publicó después en Die Zeit, el 14 de enero de 1994.






En Hambre y seda
Título original: Hunger und Seide
Herta Müller, 1995
Traducción: Isabel García Adánez

Foto: Herta Müller  © Steffen Roth


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