Jerry Allen Coyne: A vueltas con la evolución

15 de septiembre de 2016







Tras un sueño de un centenar de millones de años por fin hemos abierto los ojos a un espléndido planeta, brillante de color, abundante de vida. Al cabo de unas pocas décadas tenemos que cerrar los ojos de nuevo. ¿No es acaso una forma noble e inteligente de pasar nuestro breve tiempo bajo el sol la de intentar comprender el universo y cómo hemos venido a despertamos en él? Eso es lo que respondo cuando me preguntan —lo que ocurre con sorprendente frecuencia— por qué me molesto en levantarme por la mañana.
RICHARD DAWKINS
Hace varios años, un grupo de hombres de negocios de un lujoso barrio de Chicago me pidió que diera una conferencia sobre la evolución contra el diseño inteligente. En su descargo debo decir que tenían la suficiente curiosidad intelectual como para desear saber más sobre la supuesta «controversia». Presenté las pruebas de la evolución y luego expliqué por qué el diseño inteligente era una explicación de la vida religiosa y no científica. Tras la charla, una persona de la audiencia se acercó a mí y me dijo: «Admito que sus pruebas a favor de la evolución son muy convincentes, pero todavía no me la creo».
Esta frase compendia la amplia y profunda ambigüedad que muchos sienten hacia la biología evolutiva. Las pruebas son convincentes, pero no los convencen. ¿Cómo es posible? Otras áreas de la ciencia no sufren este tipo de problemas. No dudamos de la existencia de los electrones o los agujeros negros pese al hecho de que estos fenómenos están más alejados de nuestra experiencia cotidiana que la evolución. Al fin y al cabo, cualquiera puede ir a ver fósiles a un museo de historia natural, y constantemente oímos que virus y bacterias están desarrollando, por evolución, resistencia a los fármacos. Entonces, ¿cuál es el problema en el caso de la evolución?
Lo que desde luego no es un problema es la falta de pruebas. Puesto que el lector ha llegado hasta aquí, espero que haya quedado convencido de que la evolución es mucho más que una teoría científica: es un hecho científico. Hemos examinado las pruebas provenientes de muchas áreas: el registro fósil, la biogeografía, la embriología, las estructuras vestigiales, el diseño subóptimo, y otras; y todas estas pruebas muestran, sin el más mínimo destello de duda, que los organismos han evolucionado. Y no se trata únicamente de pequeños cambios «microevolutivos»: hemos visto cómo se forman nuevas especies, en tiempo real y en el registro fósil, y hemos hallado formas de transición entre grandes grupos, como las ballenas y los animales terrestres. Hemos observado la selección natural en acción, y tenemos todas las razones para pensar que puede producir organismos y caracteres complejos.
También hemos visto que la biología evolutiva realiza predicciones contrastables, aunque no, naturalmente, en el sentido de predecir cómo evolucionará una especie determinada, pues eso depende de una miríada de factores inciertos, por ejemplo qué mutaciones surgirán y cómo cambiará el medio. Pero podemos predecir dónde se encontrarán fósiles (como en el caso de la predicción de Darwin de que los antepasados de los humanos se encontrarían en África), podemos predecir cuándo en el registro fósil aparecerán antepasados comunes (por ejemplo, el descubrimiento del «piscípodo» Tiktaalik en rocas de hace 370 millones de años, descrito en el capítulo 2), y podemos predecir qué aspecto tendrán esos antepasados antes de que los encontremos (como en el notable caso del «eslabón perdido» entre las hormigas y las avispas, también descrito en el capítulo 2). Los científicos predijeron que encontrarían fósiles de marsupiales en la Antártida, y lo hicieron. Y podemos predecir que si encontramos una especie de animal en la que los machos tengan colores vivos pero las hembras no, esa especie tendrá un sistema de apareamiento polígino.
Cada día caen cientos de observaciones y experimentos en la tolva de la literatura científica. Muchos tienen poco que ver con la evolución; son observaciones sobre detalles de fisiología, bioquímica, desarrollo, etc., pero muchos sí que la tienen. Y cada hecho que tiene algo que ver con la evolución confirma que es verdad. Cada fósil que hallamos, cada vez que secuenciamos moléculas de ADN, cada sistema de órganos que disecamos apoya la idea de que las especies evolucionaron a partir de antepasados comunes. Pese a las innumerables observaciones posibles que pueden demostrar que la evolución no es cierta, no tenemos ni una sola que lo haga. No encontramos mamíferos en rocas precámbricas, humanos en el mismo lecho de los dinosaurios, ni ningún otro fósil fuera de su orden evolutivo. La secuenciación del ADN apoya las relaciones evolutivas entre las especies que ya habíamos deducido del registro fósil. Y, tal como predice la selección natural, no encontramos ninguna especie con adaptaciones que beneficien sólo a otra especie. Hallamos genes muertos y órganos vestigiales, incomprensibles desde el prisma de la creación especial. Pese al millón de oportunidades de que se muestre falsa, la evolución siempre sale airosa. Es imposible una solidez mayor en una verdad científica.
Ahora bien, cuando decimos que «la evolución es verdad», lo que queremos decir es que las principales proposiciones del darwinismo han sido verificadas. Los organismos han evolucionado, lo han hecho de forma gradual, los linajes se han dividido en especies distintas a partir de antepasados comunes, y la selección natural es el principal motor de la adaptación. Ningún biólogo serio duda de estas proposiciones. Pero esto no significa que el darwinismo esté científicamente agotado, que no le quede nada por entender. En absoluto. La biología evolutiva está rebosante de preguntas y controversias. ¿Cómo funciona exactamente la selección sexual? ¿Seleccionan las hembras a los machos que tienen buenos genes? ¿Qué papel desempeña la deriva genética (en contraste con la selección sexual) en la evolución de las secuencias de ADN o los caracteres de los organismos? ¿Qué homínidos fósiles se encuentran en la línea directa hacia Homo sapiens? ¿Qué causó la «explosión» cámbrica de la vida, durante la cual aparecieron muchos nuevos tipos de organismos en el plazo de tan sólo unos pocos millones de años?
Los críticos de la evolución se aferran a estas polémicas, argumentando que muestran que algo no anda bien en la teoría de la evolución. Pero eso es falaz. No existe desacuerdo entre los biólogos serios sobre las principales aserciones de la teoría evolutiva, sino sólo sobre los detalles de cómo se produjo la evolución, y sobre los papeles relativos desempeñados por diversos mecanismos evolutivos. Lejos de desacreditar la evolución, las «controversias» son en realidad la señal de un campo de investigación vivo y en progreso. Lo que impulsa a la ciencia es la ignorancia, el debate y el contraste de teorías alternativas por medio de observaciones y experimentos. Una ciencia sin controversias es una ciencia sin progreso.
Llegados a este punto podría decir simplemente: «Ya he presentado las pruebas, y muestran que la evolución es cierta. Q.E.D.». Pero eso sería negligente por mi parte, porque, como el hombre de negocios que se me acercó después de mi conferencia, muchas personas exigen más que pruebas antes de aceptar la evolución. Para ellos, la evolución plantea cuestiones tan profundas sobre el propósito, la moralidad y el significado que sencillamente no pueden aceptarla por muchas pruebas que se les presenten. No es el hecho de que hayamos evolucionado desde los simios lo que más les molesta, sino lasconsecuencias emocionales de enfrentarse a ese hecho. Pero a menos que abordemos estas preocupaciones, no conseguiremos progresar en hacer de la evolución una verdad universalmente aceptada. Cómo bien observó el filósofo norteamericano Michael Ruse: «Nadie pasa las noches en vela preocupado por las lagunas del registro fósil. Muchas personas pasan las noches en vela preocupados por el aborto y las drogas, y el declive de la familia, y el matrimonio gay, y todas las otras cosas que se oponen a los llamados “valores morales”».
Nancy Pearcey, una filósofa norteamericana conservadora y defensora del diseño inteligente, expresó este temor común:
¿Por qué se preocupa la gente de manera tan apasionada por una teoría de la biología? Porque la gente percibe intuitivamente que lo que está en juego es mucho más que una teoría científica. Saben que cuando la evolución naturalista se enseña en la clase de ciencias, también se enseñará una visión naturalista de la ética en las clases contiguas de historia, de sociología, de vida familiar y en todas las áreas del currículo.
Pearcey argumenta (y con ella están de acuerdo muchos creacionistas americanos) que todos los males percibidos en la evolución provienen de dos visiones del mundo que forman parte de la ciencia: el naturalismo y el materialismo. El naturalismo es la concepción de que la única manera de entender nuestro universo es por medio del método científico. El materialismo es la idea de que la única realidad es la materia física del universo, y que todo lo demás, incluidos los pensamientos, las voluntades y las emociones, proviene de la actuación de las leyes físicas sobre la materia. El mensaje de la evolución, y el de toda la ciencia, es de materialismo naturalista. El darwinismo nos dice que, como todas las especies, los seres humanos surgieron de la actuación de fuerzas ciegas y carentes de propósito a lo largo de millones de años. En la medida que sabemos, las mismas fuerzas que dieron origen a los helechos, las setas y las ardillas también nos produjeron a nosotros. Ahora bien, la ciencia no puede excluir completamente la posibilidad de una explicación sobrenatural. Es posible, aunque muy improbable, que todo nuestro mundo esté controlado por elfos. Pero las explicaciones sobrenaturales como ésta no son nunca necesarias: nos las arreglamos bastante bien utilizando la razón y el materialismo. Además, las explicaciones sobrenaturales siempre comportan el fin de la indagación: así lo quiso Dios, y punto. La ciencia, en cambio, nunca está satisfecha: nuestros estudios del universo proseguirán hasta la extinción de los humanos.
Pero la idea de Pearcey de que estas lecciones de la evolución inevitablemente se vierten en el estudio de la ética, la historia y la «vida familiar» es innecesariamente alarmista. ¿Cómo puede extraerse significado, propósito o ética de la evolución? No se puede. La evolución es simplemente una teoría sobre el proceso y las pautas de diversificación de la vida, no un grandioso sistema filosófico sobre el significado de la vida. No puede decirnos qué debemos hacer o cómo debemos comportarnos. Y éste es el gran problema para muchos creyentes, deseosos de hallar en la historia de nuestros orígenes una razón para existir y un sentido de cómo comportarse.
Casi todos necesitamos significado, propósito y una guía moral en nuestras vidas. ¿Cómo podemos hallarlos si aceptamos que la evolución es la historia verdadera de nuestro origen? Esta pregunta cae fuera del dominio de la ciencia. No obstante, la evolución puede arrojar algo de luz sobre si nuestra moralidad está de algún modo coartada por nuestra genética. Si nuestro cuerpo es el producto de la evolución, ¿qué podemos decir de nuestro comportamiento? ¿Llevamos todavía con nosotros el bagaje psicológico de los millones de años que pasamos en la sabana africana? Y, si es así, ¿hasta qué punto podemos superarlo?
La bestia que llevamos dentro
Una creencia extendida sobre la evolución es que si reconocemos que sólo somos mamíferos evolucionados, nada podrá impedirnos que actuemos como bestias. La moralidad se desvanecerá y prevalecerá la ley de la selva. Ésta es la «concepción naturalista de la ética» que Nancy Pearcey teme que invada nuestras escuelas. Como dice la vieja canción de Cole Porter:
Dicen que los osos tienen devaneos, e incluso los camellos;
somos hombres y mamíferos: ¡portémonos mal![1]
Una versión más reciente de esta idea fue la facilitada por el ex congresista Tom DeLay en 1999. Para sugerir que la masacre del instituto de Columbine, en Colorado, podría haber tenido raíces darwinistas, DeLay leyó en voz alta, en el recinto del congreso de Estados Unidos, una carta a un periódico de Texas en la que se sugería, con sarcasmo, que «[la masacre] podría deberse a que nuestros sistemas escolares enseñan a los niños que no somos más que unos simios pretenciosos que han evolucionado a partir de algún primordial caldo de lodo». En su superventas Godless: The Church of Liberalism, la crítica conservadora Ann Coulter es si cabe más explícita, afirmando que, a los liberales, la evolución «les permite desvincularse de la moralidad. Haz lo que te parezca: tírate a la secretaria, asesina a la abuela, aborta a tu hijo deficiente… ¡Darwin dice que eso beneficia a la humanidad!» Darwin, por supuesto, nunca dijo nada parecido.
Pero ¿afirma siquiera la moderna biología evolutiva que estamos genéticamente constituidos para comportarnos como nuestros supuestamente bestiales antepasados? Para muchos, esta impresión proviene de la inmensamente popular obra del evolucionista Richard Dawkins, El gen egoísta, o más bien de su título. Éste parece implicar que la evolución hace que nos comportemos de manera egoísta, que nos preocupemos sólo por nosotros mismos. ¿Quién querría vivir en un mundo así? Pero el libro no dice nada de eso. Como Dawkins explica con toda claridad, el gen «egoísta» es una metáfora de cómo funciona la selección natural. Los genes actúan como si fueran moléculas egoístas: las que producen las mejores adaptaciones actúan como si estuvieran apartando a codazos a otros genes en la batalla por la existencia futura. Desde luego que los genes egoístas pueden producir comportamientos egoístas. Pero existe también una voluminosa literatura científica que muestra cómo la evolución puede favorecer a genes que conducen a la cooperación, el altruismo e incluso la moralidad. Quizá nuestros antepasados no fuesen las bestias imaginadas, y en cualquier caso la jungla, con su gran diversidad de animales, muchos de los cuales viven en sociedades bastante complejas y basadas en la cooperación, no es el lugar sin ley que podría suponerse.
Así pues, si nuestra evolución como simios sociales ha dejado una huella en nuestro cerebro, ¿qué tipo de conductas humanas podrían estar escritas en los genes? El propio Dawkins ha dicho que El gen egoísta podría haberse titulado igualmente El gen cooperativo. ¿Estamos constituidos genéticamente para ser egoístas, cooperativos o ambos?
En años recientes ha surgido una nueva disciplina académica que intenta dar respuesta a esta pregunta, interpretando el comportamiento humano a la luz de la evolución. Los orígenes de la psicología evolutiva se remontan al libro de E. O. Wilson Sociobiología, una amplia síntesis evolutiva del comportamiento animal que sugería, en su último capítulo, que el comportamiento humano podía tener también explicaciones evolutivas. Buena parte de la psicología evolutiva intenta explicar las conductas de los humanos modernos como resultados adaptativos de la actuación de la selección natural en nuestros antepasados. Si situamos los comienzos de la civilización hacia 4.000 a. C., cuando existían ya complejas sociedades tanto urbanas como agrícolas, entonces sólo han transcurrido unos seis mil años. Esto representa sólo una milésima parte del tiempo total que el linaje humano ha estado separado del linaje de los chimpancés. Como la guinda encima del pastel, unas 250 generaciones de sociedad civilizada descansan sobre unas 300.000 generaciones durante las cuales debimos ser cazadores-recolectores que vivían en pequeños grupos sociales. La selección debió disponer de mucho tiempo para adaptarnos a ese estilo de vida. Los psicólogos evolutivos denominan al entorno físico y social al que nos adaptamos durante este largo período «Ambiente de Adaptación Evolutiva», o AAE.[2] Sin duda, como dicen los psicólogos evolutivos, debemos retener muchas conductas que evolucionaron en el AAE, aunque ya no tengan valor adaptativo, o que incluso sean maladaptativas. Después de todo, ha habido relativamente poco tiempo para el cambio evolutivo desde el auge de la civilización moderna.
Lo cierto es que todas las sociedades humanas comparten cierto número de «universales humanos» que son ampliamente reconocidos. Donald Brown ha confeccionado una lista de docenas de caracteres de este tipo en su libro del mismo título, entre ellos el uso del lenguaje simbólico (en el que las palabras son símbolos abstractos de acciones, objetos y pensamientos), la división del trabajo entre los sexos, la dominancia masculina, las creencias religiosas o sobrenaturales, el duelo de los muertos, la tendencia a favorecer a los parientes antes que a quienes no lo son, las artes decorativas y la moda, la danza y la música, el cotilleo, la ornamentación del cuerpo y el gusto por los dulces. Como la mayoría de estos comportamientos distinguen a los humanos de otros animales, pueden verse como aspectos de la «naturaleza humana».
Pero no deberíamos suponer siempre que las conductas extendidas reflejan adaptaciones con base genética. El problema es que para muchos comportamientos humanos modernos es demasiado fácil erigir una razón evolutiva de por qué debían haber sido adaptativos en el AAE. Por ejemplo, el arte y la literatura podrían haber sido el equivalente de la cola del pavo real, de manera que los artistas y los escritores dejarían más genes porque sus obras atraían a las mujeres. ¿La violación? Es una forma de que los hombres que no logran encontrar pareja dejen descendencia; estos hombres habrían sido seleccionados en el AAE por su propensión a domeñar y forzar a copular a las mujeres. ¿La depresión? No hay problema: podría haber sido una manera de liberarse de manera adaptativa de las situaciones de estrés, de recoger los propios recursos mentales para poder enfrentarse a la vida. O podría representar una forma ritual de derrota social que permitida al individuo retirarse de la competición, recuperarse y volver a luchar otro día. ¿La homosexualidad? Aunque este comportamiento parezca ser justo lo contrario de lo que la selección natural promovería (los genes de la conducta sexual no se transmitirían y pronto desaparecerían de las poblaciones), puede salvarse la situación si suponemos que, en el AAE, los machos homosexuales se quedaban en casa y ayudaban a sus madres a producir más descendencia. En esta circunstancia, los genes «gays» se transmitirían debido a que los homosexuales producirían más hermanos y hermanas, y estos individuos compartirían esos genes. Por cierto que ninguna de estas explicaciones ha salido de mi magín. Todas han aparecido en publicaciones científicas.
Se está produciendo un tendencia creciente (y perturbadora) a que psicólogos, biólogos y filósofos «darwinicen» todo aspecto de la conducta humana, convirtiendo su estudio en una suerte de juego de salón científico. Pero las reconstrucciones imaginativas de cómo podrían haber evolucionado las cosas no son ciencia; son relatos. Stephen Jay Gould las satirizaba llamándolas «Just-So Stories» («historias ad hoc») en referencia al libro epónimo de Kipling que daba explicaciones deliciosas y fantasiosas de diversos caracteres de los animales («Cómo el leopardo obtuvo sus manchas» y otros cuentos).
Pese a ello, no podemos suponer tampoco que todos los comportamientos carezcan de una base evolutiva. Seguro que algunos sí la tienen. Se incluyen aquí aquellas conductas que casi con certeza son adaptaciones porque están ampliamente compartidas entre los animales, y cuya importancia para la supervivencia y la reproducción es obvia. Las conductas que vienen a la mente son las de comer, dormir (aunque sigamos sin saber por qué necesitamos dormir, un período de reposo del cerebro es común a muchos animales), el impulso sexual, el cuidado parental y la tendencia a favorecer a los parientes antes que a quienes no lo son.
Una segunda categoría de conductas incluye aquellas que muy posiblemente han evolucionado por selección, pero cuyo significado adaptativo no es tan claro como el de, por ejemplo, el cuidado parental. El comportamiento sexual es el más obvio. Como en muchos animales, los machos humanos son en general promiscuos y las hembras selectivas (y eso pese a la monogamia socialmente forzada que prevalece en muchas sociedades). Los machos son de mayor tamaño y más fuertes que las hembras, y tienen niveles más altos de testosterona, una hormona asociada con la agresión. En las sociedades en las que se ha medido el éxito reproductor, su variación entre los machos es invariablemente mayor que entre las hembras. Los muestreos estadísticos de anuncios personales en los periódicos (que, debo admitir, no es la forma más rigurosa de investigación científica) revelan que mientras que los hombres buscan mujeres más jóvenes con cuerpos apropiados para tener hijos, las mujeres prefieren hombres algo mayores que ellas que tengan riqueza, estatus social y estén dispuestos a invertir en su relación. Todas estas características tienen sentido a la luz de lo que sabemos sobre la selección sexual en los animales. Aunque esto no nos convierta en el equivalente de los elefantes marinos, los paralelos implican fuertemente que las características de nuestro cuerpo y comportamiento fueron moldeados por la selección sexual.
Pero una vez más conviene que seamos cautelosos a la hora de extrapolar de otros animales. Los hombres podrían ser de mayor talla no porque compitan por las mujeres, sino por el resultado evolutivo de una división del trabajo: en el AAE, quizá los hombres cazaban mientras las mujeres, que paren los hijos, se quedan a criarlos y a recolectar alimentos. (Nótese que ésta sigue siendo una explicación evolutiva, pero que apela a la selección natural, no a la sexual.) También hacen falta verdaderos malabarismos mentales para explicar evolutivamente todos los aspectos de la sexualidad humana. En las sociedades occidentales modernas, por ejemplo, las mujeres se adornan mucho más que los hombres: maquillaje, vestidos variados y atractivos, etc. Esto es muy distinto de lo que ocurre en la mayoría de los animales con selección sexual, como las aves del paraíso, en los que son los machos los que evolucionan hacia exhibiciones elaboradas, colores corporales y ornamentos. Además, siempre existe la tentación de mirar el comportamiento en nuestro entorno más inmediato, en nuestra sociedad, y olvidarse de que los comportamientos suelen ser variables en el tiempo y el espacio. Ser homosexual seguramente no es igual en San Francisco en la actualidad que en Atenas hace dos mil quinientos años. Pocos comportamientos son tan absolutos, tan inflexibles como el lenguaje o el dormir. No obstante, podemos estar bastante seguros de que algunos aspectos de la conducta sexual, la pasión universal por los dulces y las grasas, y nuestra tendencia a acumular reservas de grasa son caracteres que fueron adaptativos en nuestros antepasados, pero no necesariamente en la actualidad. Los lingüistas como Noam Chomsky y Steven Pinker han argumentado de manera convincente que el uso del lenguaje simbólico es probablemente una adaptación genética, y que algunos aspectos de la sintaxis y la gramática están codificados en nuestro cerebro.
Por último, está la gran categoría de conductas que a veces se han visto como adaptaciones pero sobre cuya evolución no sabemos prácticamente nada. Se incluyen aquí muchos de los universales humanos más interesantes, como los códigos éticos, la religión y la música. Es inacabable el número de historias (y libros) que explican cómo podrían haber evolucionado estos caracteres. Algunos pensadores modernos han construido elaboradas historias de cómo nuestro sentido de la moralidad, y muchos preceptos morales, podrían ser el resultado de la actuación de la selección natural sobre la mentalidad de un primate social, del mismo modo que el lenguaje permitió construir una sociedad y una cultura complejas. Pero al final estas ideas acaban en especulaciones no contrastadas, y probablemente incontrastables. Es casi imposible reconstruir la evolución de estas características (o incluso determinar si son caracteres genéticos que hayan evolucionado) y si son adaptaciones directas o, como el hacer fuego, simples productos secundarios de un cerebro complejo que por evolución desarrolló una flexibilidad conductual que le permitiera cuidar de su cuerpo. Es conveniente sospechar profundamente de las especulaciones que no vienen acompañadas de pruebas contundentes. Mi propia opinión es que las conclusiones sobre la evolución de la conducta humana deberían cimentarse en investigaciones al menos tan rigurosas como las utilizadas en el estudio de los animales distintos de los humanos. Si el lector se molesta en leer las revistas científicas sobre comportamiento animal, verá que este requisito supone un nivel de exigencia bastante alto que llevaría a muchas de las proposiciones de la psicología evolutiva a desaparecer sin dejar rastro.
No hay razón, por tanto, para que nos veamos a nosotros mismos como simples marionetas que bailan movidas por los hilos de la evolución. Sí, ciertas partes de nuestra conducta podrían estar codificadas genéticamente, infundidas por la selección natural en nuestros ancestros de la sabana. Pero los genes no son el destino. Una lección que todos los genetistas conocen, pero que no parece haber penetrado en la conciencia de los legos en ciencia, es que «genético» no significa «que no puede cambiarse». Son muchos y variados los factores ambientales que pueden afectar a la expresión de los genes. La diabetes juvenil, por ejemplo, es una enfermedad genética, pero sus efectos perniciosos pueden eliminarse casi completamente con pequeñas dosis de insulina: una intervención ambiental. Mi mala visión, que corre en la familia, no es ningún impedimento gracias a las gafas. De igual modo, podemos limitar nuestro voraz apetito de chocolate y carne con un poco de voluntad y la ayuda de algunas reuniones de obesos anónimos, y la institución del matrimonio ha hecho mucho por refrenar el comportamiento promiscuo de los hombres.
El mundo sigue rebosante de egoísmo, inmoralidad e injusticia. Pero si se mira en otros lugares se encontrarán también actos innumerables de bondad y altruismo. Algunos elementos de ambas conductas quizá provengan de nuestra herencia evolutiva, pero estos actos son sobre todo una cuestión de elección, no de genes. Donar dinero a una ONG, trabajar de voluntario para erradicar la enfermedad en los países pobres o luchar contra los incendios con enorme riesgo personal; ninguno de estos actos nos puede haber sido inculcado directamente por la evolución. A medida que pasan los años, y aunque no nos han abandonado horrores como la «limpieza étnica» de Ruanda y de los Balcanes, vemos cómo un aumento del sentido de justicia barre el mundo. En tiempos de los romanos, algunas de las mentes más sofisticadas que jamás hayan existido consideraban que sentarse a ver cómo unos seres humanos literalmente luchaban por su vida unos contra otros, o contra animales salvajes, era un exquisito entretenimiento para pasar la tarde. No hay en la actualidad ninguna cultura en el planeta que no lo considere una barbarie. De igual modo, el sacrificio humano fue en otro tiempo un acto importante en muchas sociedades. También eso, por fortuna, ha desaparecido. En muchos países, la igualdad de hombres y mujeres se da por hecho. Las naciones ricas están ganando conciencia de su obligación de ayudar a los países más pobres, no de explotarlos. Nos preocupamos más por el trato a los animales. Nada de esto tiene nada que ver con la evolución, pues son cambios que se producen demasiado rápido como para estar causados por los genes. Está claro, pues, que sea cual sea nuestra herencia genética, no es una camisa de fuerza que nos atrape para siempre en las maneras «bestiales» de nuestros antepasados. La evolución nos dice de dónde venimos, no adónde vamos.
Y aunque la evolución actúa de forma materialista y sin propósito, eso no quiere decir que nuestra vida carezca de propósito. Ya sea por medio del pensamiento religioso o del secular, establecemos nuestros propios propósitos, significado y moralidad. Somos muchos los que encontramos significado en nuestro trabajo, en nuestra familia o en nuestras vocaciones. Hallamos solaz y alimento para el cerebro en la música, el arte, la literatura y la filosofía.
Muchos científicos han hallado una profunda satisfacción espiritual en la contemplación de las maravillas del universo y en nuestra capacidad para extraer sentido de ellas. Albert Einstein, a quien a menudo se califica, equivocadamente, de persona convencionalmente religiosa, veía en el estudio de la naturaleza una experiencia espiritual:
Lo mejor que podemos experimentar es el misterio. Es la emoción fundamental que descansa en la cuna del verdadero arte y de la verdadera ciencia. Quien lo conozca y no pueda ya sentir la admiración, quien no pueda ya sentir el asombro, es como si estuviera muerto, es como una vela apagada. Fue la experiencia del misterio, aunque se mezclaba con el temor, lo que engendró la religión. Un conocimiento de la existencia de algo que no podemos penetrar, de las manifestaciones de la más profunda razón y la más radiante belleza, que sólo son accesibles para nuestra razón en sus formas más elementales, éste es el conocimiento y ésta la emoción que constituyen la verdadera actitud religiosa; en este sentido, y sólo en este, soy una persona profundamente religiosa… Basta para mí el misterio de la eternidad de la vida, y el atisbo de la maravillosa estructura de la realidad, junto con el empeño incondicional por comprender una porción, por pequeña que sea, de la razón que se manifiesta a sí misma en la naturaleza.
Obtener de la ciencia la espiritualidad significa también aceptar el sentido de humildad que la acompaña, humildad ante el universo y ante la posibilidad de que nunca tengamos todas las respuestas. El físico Richard Feynman fue uno de estos incondicionales:
No tengo que conocer la respuesta. No me atemoriza no saber las cosas, estar perdido en un universo misterioso y sin propósito, que posiblemente es como realmente es, por lo que yo sé. No me asusta.
Pero es demasiado esperar que todos sientan lo mismo, o suponer que El origen de las especies puede suplantar la Biblia. Sólo relativamente pocas personas pueden encontrar consuelo y sustento perdurables en los prodigios de la naturaleza; aún menos tienen el privilegio de acrecentar esas maravillas gracias a sus propias investigaciones. El novelista inglés Ian McEwan lamenta el fracaso de la ciencia a la hora de reemplazar la religión convencional:
Nuestra cultura secular y científica no ha reemplazado o siquiera desafiado a estos sistemas de pensamiento sobrenaturales y mutuamente incompatibles. El método científico, el escepticismo o la racionalidad en general tienen que encontrar todavía una narración de ámbito general y con el suficiente poder, simplicidad y atractivo general para competir con las viejas historias que dieron sentido a la vida de las gentes. La selección natural es una explicación poderosa, elegante y económica de la vida en la tierra en toda su diversidad, y quizá contenga las simientes de un mito de la creación rival que tenga el valor añadido de ser cierto. Pero todavía espera la llegada de alguien que lo sintetice, de su Milton… La razón y el mito siguen siendo incómodos compañeros de lecho.
Yo ciertamente no me arrogo el papel de Milton del darwinismo. Pero puedo al menos intentar despejar las concepciones erróneas que atemorizan a la gente sobre la evolución y sobre la prodigiosa derivación de la abrumadora diversidad de la vida a partir de un sola molécula desnuda con capacidad de replicación. La mayor de estas concepciones erróneas es que por aceptar la evolución de algún modo la sociedad se vendrá abajo, se desmoronará la moral, nos veremos impelidos a comportarnos como bestias y procrearemos una nueva generación de Hitlers y Stalins.
Eso simplemente no ocurrirá, como sabemos gracias a los muchos países europeos cuyos residentes han abrazado plenamente la evolución y aun así se las arreglan para seguir siendo civilizados. La evolución no es ni moral ni inmoral. Simplemente es, y a nosotros nos toca entenderla. He intentado mostrar que dos cosas que podemos entender de la evolución son que es simple y que es prodigiosa. Lejos de coartar nuestras acciones, el estudio de la evolución puede liberarnos la mente. Los seres humanos quizá no sean más que una única ramita en todo el vasto y ramoso árbol de la evolución, pero somos un animal muy especial. Al forjar nuestro cerebro, la selección natural ha abierto ante nosotros mundos enteros. Hemos aprendido cómo mejorar nuestras vidas inmensurablemente con respecto a las de nuestros antepasados, aquejados por la enfermedad, el malestar y la búsqueda constante de alimentos. Podemos volar sobre las más altas montañas, bucear a las profundidades de los mares e incluso viajar a otros planetas. Tenemos sinfonías, poemas y libros que llenan nuestras pasiones estéticas y satisfacen nuestras necesidades emocionales. Ninguna otra especie ha conseguido nada remotamente parecido.
Pero hay algo todavía más maravilloso. Somos el único animal a quien la selección natural ha legado un cerebro lo bastante complejo para comprender las leyes que gobiernan el universo. Deberíamos sentimos orgullosos de ser la única especie que ha averiguado cómo ha llegado a ser.


Notas

[1] «They say that bears have love affairs / And even camels / We’re men and mammals —let’s misbehave!» 

[2] La mayoría de los psicólogos evolutivos creen que el AAE es una realidad, que durante los millones de años de la evolución humana, el entorno, tanto físico como social, se mantuvo relativamente constante. Pero por supuesto no sabemos que sea así. Al fin y al cabo, durante 7 millones de años de evolución, nuestros antepasados vivieron en distintos climas, interaccionaron con diversas especies (incluidos otros homínidos), interaccionaron con varios tipos de sociedad y se extendieron por todo el planeta. La sola idea de que existió un «ambiente ancestral» al que podemos apelar para explicar las conductas de los humanos actuales es una presunción intelectual, una suposición que hacemos porque, al final, es lo único que podemos hacer.


En Por qué la teoría de la evolución es verdadera (Cap. 9)
Título original: Why Evolution Is True
Jerry A. Coyne, 2009
Traducción: Joan Lluís Riera Rey
Foto original color en www.oxfordmail.co.uk
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