Roland Barthes entrevistado por Michel Delahaye y Jacques Rivette
9 de julio de 2013
Inauguramos con este espacio una serie de entrevistas con algunos testimonios destacados de la cultura contemporánea.
El cine se ha convertido en un hecho cultural igual que los demás, y todas las artes, todas las ideas deben tomarlo como referencia, tanto como él a ellas. En estas conversaciones, entre otras cosas, desearíamos tratar de recoger ese fenómeno de información recíproca, a veces evidente (no siempre son los mejores casos) y muchas veces difuso.
Esperamos poder situar el cine, siempre presente tanto en primer plano como en uno secundario, dentro de una perspectiva más amplia, lejos del olvido en el que a veces amenazan con hacerle caer el archivismo o la idolatría (aunque éstos también deben desempeñar su papel). Roland Barthes, autor del Degré zéro de l’écriture, de Mitologías, de un Michelet, de Sur Racine, así como de numerosos y muy estimulantes artículos (dispersados hasta ahora en Théâtre Populaire, Arguments, La Revue de Sociologie Française, Les Lettres Nouvelles, etcétera, pero cuya recopilación esperamos en breve), fue el primero que descifró y comentó a Brecht en lengua francesa. Es él nuestro primer invitado de honor.
Le damos las gracias por haber revisado atentamente el texto de esta conversación (recogida con un magnetófono).
¿Cómo integra usted el cine en su vida? ¿Lo considera como espectador, y como espectador crítico?
Quizá habría que partir de los hábitos cinematográficos, de la manera en la que el cine llega a nuestras vidas. En mi caso, yo no voy mucho al cine, apenas una vez por semana. En cuanto a la elección de las películas, en el fondo nunca se hace con total libertad. Sin duda me gustaría más ir al cine solo, porque para mí, el cine es una actividad completamente proyectiva; pero, a consecuencia de la vida social, muchas veces ocurre que vamos al cine acompañados de una o varias personas, y a partir de ese momento, la elección se convierte en algo, lo queramos o no, comprometido. Si yo escogiera de forma puramente espontánea, sería necesario que mi elección tuviera el carácter de una improvisación total, liberada de toda clase de imperativos culturales o cripto-culturales, guiada por las fuerzas más oscuras de mí mismo. El problema que se plantea en la vida del usuario del cine es que existe una especie de moral más o menos difusa de las películas que es necesario ver, los imperativos, por fuerza de origen cultural, que son bastante potentes cuando se pertenece a un medio cultural (aunque sólo fuera porque para ser libre hay que ir en contra de ellos). A veces, eso tiene cosas buenas, como suele ocurrir con todos los esnobismos. Siempre estamos de algún modo prestos a dialogar con esa especie de ley del gusto cinematográfico, que es probablemente tanto más poderosa como fresca resulta ser esa cultura cinematográfica. El cine ya no es algo primitivo. Ahora se distinguen en él fenómenos de clasicismo, de academicismo y de vanguardia, y nos encontramos situados, a través de la evolución misma de ese arte, en medio de un juego de valores. De manera que, cuando hago mi elección, las películas que hay que ver entran en conflicto con la idea de imprevi sibilidad, de disponibilidad total que representa todavía el cine para mí, y, de manera más precisa, con películas que, espontáneamente, yo querría ver, pero que no son las películas seleccionadas por esa especie de cultura difusa que se está haciendo ahora.
¿Qué opina usted del nivel de esa cultura, todavía muy difusa, en lo que al cine se refiere?
Es una cultura difusa porque es confusa. Con ello quiero decir que en el cine existe una especie de entrecruzamiento posible de valores: los intelectuales se ponen a defender películas para el gran público y el cine comercial puede absorber muy deprisa películas de vanguardia. Esa aculturación es propia de nuestra cultura de masas, pero tiene un ritmo diferente según los géneros; en el cine parece muy intensa; en literatura, los cotos son mucho más reservados. No creo que sea posible adherirse a la literatura contemporánea, la que hoy se produce, sin cierto conocimiento e incluso sin un conocimiento técnico, porque el ser de la literatura se ha introducido en su técnica. En resumidas cuentas, la situación cultural del cine es actualmente contradictoria: ha conseguido que se pongan en movimiento técnicas, de lo que se desprende una exigencia de cierto conocimiento, y un sentimiento de frustración si no se lo posee; pero su esencia no se encuentra en su técnica, al contrario que en la literatura: ¿se imaginan ustedes una literatura-vérité, análoga al cine-vérité? Con el lenguaje eso sería imposible, la verdad es imposible con el lenguaje.
Sin embargo, nos estamos refiriendo constantemente a la idea de un «lenguaje cinematográfico», como si la existencia y la definición de ese lenguaje estuvieran universalmente admitidas, ya sea que tomemos la palabra lenguaje en un sentido puramente retórico (por ejemplo, las convenciones estilísticas atribuidas al contrapicado o al travelling), ya sea que lo tomemos en un sentido muy general, como relación de un significante y de un significado.
En mi caso, consumo el cine conforme a un modo puramente proyectivo, y no como si fuera un analista, probablemente porque no he conseguido integrarlo en la esfera del lenguaje.
¿El cine no tiene, si no una imposibilidad, al menos una dificultad para entrar en esa esfera del lenguaje?
Podemos tratar de situar esa dificultad. Hasta ahora nos parece que el modelo de todos los lenguajes es la palabra, el lenguaje articulado. Ahora bien, ese lenguaje articulado es un código, utiliza un sistema de signos no-analógicos (y que, por consiguiente, pueden ser, y son, discontinuos). A la inversa, el cine se ofrece a primera vista como una expresión analógica de la realidad (y, además, continua); y una expresión analógica y continua, no sabemos por dónde cogerla para introducir, para iniciar en ella un análisis de tipo lingüístico. Por ejemplo, ¿cómo cortar (semánticamente), cómo hacer variar el sentido de una película, de un fragmento de película? Luego, si el crítico quisiera tratar el cine como un lenguaje, abandonando para ello la inflación metafórica del término, debería en primer lugar discernir si el contenido fílmico contiene elementos que no son analógicos, o que son de una analogía deformada, o transpuesta, o codificada, provistos de una sistematización concreta de manera que podamos tratarlos como fragmentos de lenguaje. Nos hallamos ante problemas concretos de investigación, que aún no han sido abordados, que podrían serlo al principio con algo parecido a unos tests fílmicos, tras lo cual veríamos si es posible establecer una semántica, incluso parcial (sin duda parcial), de la película. Se trataría, aplicando para ello métodos estructuralistas, de aislar elementos fílmicos, de ver cómo son comprendidos, qué significados les corresponden en tal o tal caso y, haciéndolos variar, de ver en qué momento la variación del significante causa una variación del significado. Entonces habríamos realmente aislado, en la película, unas unidades lingüísticas, con las que después podríamos construir las «clases», los sistemas, las declinaciones.[*]
¿Eso no concuerda con ciertas experiencias realizadas al final del cine mudo, en un plano más empírico, principalmente por los soviéticos, y que no fueron muy concluyentes, salvo cuando esos elementos de lenguaje fueron retomados por Eisenstein dentro de la perspectiva de una poética? Pero cuando esas investigaciones permanecieron en el plano de la pura retórica, como en Pudovkin, fueron refutadas casi de inmediato: en el cine todo ocurre como si, desde el momento en que quisiéramos adelantar un punto de vista semiológico, éste fuera inmediatamente refutado.
De todos modos, si llegáramos a establecer una especie de semántica parcial sobre unos puntos precisos (es decir, para unos significados precisos), nos costaría en gran manera explicar por qué no toda la película está construida como una yuxtaposición de elementos discontinuos. Tropezaríamos entonces con el segundo problema, el de la discontinuidad de los signos, o de la continuidad de la expresión.
¿Pero llegaríamos a descubrir esas unidades lingüísticas, habríamos adelantado algo, puesto que no están hechas para ser percibidas como tales? La impregnación del significado en el espectador se realiza en otro nivel, de otra manera que en el lector.
Sin duda tenemos todavía una visión muy limitada de los fenómenos semánticos, y lo que en el fondo nos cuesta más entender es lo que podríamos llamar las grandes unidades significantes. Se presenta la misma dificultad en la lingüística, puesto que la estilística no ha avanzado mucho (existen estilísticas psicológicas pero todavía no estructurales). Probablemente la expresión cinematográfica también pertenece a ese orden de las grandes unidades significantes, correspondiente a unos significados globales, difusos, latentes, que no son de la misma categoría que los significados aislados y discontinuos del lenguaje articulado. Esta oposición entre una microsemántica y una macrosemántica constituiría quizá otra manera de considerar el cine como un lenguaje, abandonando el plano de la denotación (acabamos de ver que es bastante difícil abordar las unidades primarias, literales) para pasar al plano de la connotación, es decir, al de significados globales, difusos y, en cierta manera, secundarios. Podríamos en ese caso empezar inspirándonos en los modelos retóricos (y tampoco literalmente lingüísticos) aislados por Jakobson, que los dotó de una generalidad que era extensible al lenguaje articulado, y que él mismo aplicó, de paso, en el cine: estoy hablando de la metáfora y de la metonimia. La metáfora es el prototipo de todos los signos que pueden sustituirse los unos a los otros por similitud; la metonimia es el prototipo de todos los signos cuyo sentido se oculta porque entran en contigüidad, diríamos incluso en contagio. Por ejemplo, un calendario deshojándose es una metáfora. Podríamos caer en la tentación de decir que en el cine, todo montaje, es decir, toda contigüidad significante, es una metonimia, y, puesto que el cine es montaje, que el cine es un arte metonímico (al menos en estos momentos).
¿Pero el montaje no es, al mismo tiempo, un elemento inabarcable? Porque todo se puede montar, desde un plano de un revólver de seis imágenes hasta un gigantesco movimiento de cámara de cinco minutos, mostrando trescientas personas y una treintena de acciones entrecruzadas; ahora bien, podemos montar esos dos planos uno tras otro; sin embargo, no estarán en el mismo plano…
Creo que lo interesante sería ver si un procedimiento cinematográfico puede convertirse metodológicamente en una unidad significante; si los procedimientos de elaboración corresponden a unas unidades de lectura de la película. El sueño de cualquier crítico es poder definir un arte a través de su técnica.
Pero los procedimientos son todos ambiguos. Por ejemplo, la retórica clásica dice que el plano picado significa el aplastamiento; sin embargo, vemos doscientos casos (por lo menos) en los que el picado no tiene en absoluto ese sentido.
Esa ambigüedad es normal y no es ella la que embrolla nuestro problema. Los significantes son siempre ambiguos. El número de significados excede siempre al número de significantes: sin eso, no habría literatura, ni arte, ni historia, ni nada de lo que hace que el mundo se mueva. Lo que le da la fuerza a un significante no es su claridad, sino que sea percibido como significante, y yo añadiría: sea cual sea el sentido; no son las cosas, es el lugar de las cosas lo que cuenta. La relación del significante con el significado tiene mucha menos importancia que la organización de los significantes entre ellos. El plano picado ha podido significar el aplastamiento, pero sabemos que esa retórica está superada porque, precisamente, sentimos que está fundada en una relación de analogía entre «picar» y «aplastar», que nos parece inocente sobre todo en este momento, cuando una psicología de la «denegación» nos ha enseñado que podía establecerse una relación válida entre un contenido y la forma que parezca lo más «naturalmente» contraria. En ese despertar del sentido que provoca el plano picado, lo importante es el despertar, no el sentido.
Precisamente, tras un primer período «analógico», ¿en estos momentos el cine no está saliendo de ese segundo período de la antianalogía para proceder a un empleo más flexible, no codificado, de las «figuras de estilo»?
Pienso que si los problemas del simbolismo (porque la analogía pone en tela de juicio el cine simbólico) pierden algo de su nitidez, de su agudeza, es sobre todo porque entre las dos grandes vías lingüísticas indicadas por Jakobson, la metáfora y la metonimia, el cine parece, por el momento, haber escogido la vía metonímica, o, si lo prefieren, sintagmática, siendo el sintagma un fragmento extenso, organizado, actualizado de signos; en una palabra, un pedazo de relato. Es muy sorprendente que, contrariamente a una literatura donde «no ocurre nada» (cuyo prototipo sería La educación sentimental), el cine, incluso aquel que en un principio no parece ser un cine de masas, es un discurso en el que la historia, la anécdota, el argumento (con su consecuencia más importante, el suspense) nunca está ausente; incluso lo «rocambolesco», que es la categoría enfática, caricatural de lo anecdótico, no es incompatible con el mejor cine. En el cine, «ocurre alguna cosa», y ese hecho tiene de forma natural una analogía estrecha con la vía metonímica, sintagmática, de la que hablaba antes. Una «buena historia» es, en efecto, en términos de estructura, una serie lograda de dispatchings sintagmáticos: teniendo en cuenta tal situación (tal signo), ¿qué puede seguir después? Hay un número determinado de posibilidades, pero esas posibilidades tienen un número finito (es esa finitud, ese cierre de posibles lo que funda el análisis estructural), y eso hace que la elección del «siguiente» signo realizada por el director sea significante. El sentido es en efecto una libertad, pero una libertad vigilada (por la finitud de las posibilidades). Cada signo (cada «momento» del relato, de la película) no puede estar seguido más que de otros determinados signos, de otros determinados momentos. Esa operación que consiste en alargar, en el discurso, en el sintagma, un signo a través de otro signo (según un número finito, y a veces muy limitado, de posibilidades) se llama una catálisis. En la palabra, por ejemplo, sólo podemos catalizar el signo perro a través de un número pequeño de otros signos (ladra, duerme, come, muerde, corre, etcétera, pero no cose, vuela, barre, etcétera). El relato, el sintagma cinematográfico, también está sometido a unas reglas de catálisis, que el director practica sin duda empíricamente, pero que el crítico, el analista debería tratar de encontrar. Porque, naturalmente, cada dispatching, cada catálisis tiene su parte de responsabilidad en el sentido final de la obra.
La actitud del director, en la medida en que podemos juzgarlo, consiste en tener antes una idea más o menos precisa del sentido, y encontrarla de nuevo después más o menos modificada. Mientras, está casi enteramente metido en un trabajo que se sitúa fuera de la preocupación del sentido final. El director fabrica unas pequeñas células sucesivas, guiado por… ¿Por qué? Justamente eso es lo que sería interesante determinar.
Sólo puede ser guiado, de forma más o menos consciente, por su profunda ideología, por la opción que toma en el mundo; porque el sintagma es tan responsable del sentido como el propio signo, por ello el cine puede convertirse en un arte metonímico, y ya no simbólico, sin perder ni un ápice de su responsabilidad, bien al contrario. Recuerdo que, en Théâtre Populaire, Brecht nos había sugerido organizar unos intercambios (epistolares) entre él y unos jóvenes dramaturgos franceses para «trabajar» en el montaje de una obra imaginaria, es decir, en una serie de situaciones, como si se tratara de una partida de ajedrez; uno habría avanzado una situación, el otro habría escogido la situación siguiente, y naturalmente (ahí radicaba el interés del «juego»), cada jugada se hubiese discutido en función del sentido final, es decir, según Brecht, de la responsabilidad ideológica. Pero resulta que no hay dramaturgos franceses. En cualquier caso, ustedes habrán observado que Brecht, un teórico perspicaz —y practicante— del sentido, tenía una conciencia muy firme del problema sintagmático. Todo ello parece demostrar que existen posibilidades de intercambio entre la lingüística y el cine, a condición de escoger una lingüística del sintagma antes que una lingüística del signo.
Quizá el estudio del cine como lenguaje nunca será perfectamente realizable; pero al mismo tiempo es necesario para evitar el peligro de disfrutar del cine como si se tratara de un objeto sin ningún sentido, como puro objeto de placer, de fascinación, completamente privado de todo fundamento y de toda significación. Ahora bien, el cine, lo queramos o no, siempre tiene un sentido. Así pues, siempre hay un elemento del lenguaje en juego…
Por supuesto, la obra siempre tiene un sentido; pero precisamente la ciencia del sentido, que actualmente está conociendo una promoción extraordinaria (gracias a una especie de esnobismo fecundo), paradójicamente nos enseña que el sentido, si puedo decirlo, no se halla encerrado en el significado; la relación entre significante y significado (es decir, el signo) aparece al principio como el fundamento mismo de toda reflexión «semiológica»; pero luego, se nos induce a tener una visión mucho más amplia del «sentido», no tan centrada en el significado (todo lo que hemos dicho del sintagma va en esa dirección); esta ampliación es posible gracias a la lingüística estructural, por supuesto, pero también a alguien como Lévi-Strauss, quien ha demostrado que el sentido (o más exactamente, el significante) es la categoría más elevada de lo inteligible. En el fondo, lo que nos interesa es lo inteligible humano. ¿Cómo manifiesta o se acerca el cine a las categorías, a las funciones, a la estructura de lo inteligible elaboradas por nuestra historia, por nuestra sociedad? Una «semiología» del cine podría responder a esta pregunta.
Sin duda es imposible hacer algo ininteligible.
Absolutamente. Todo tiene un sentido, incluso un sinsentido (que al menos tiene el sentido secundario de ser un sinsentido). El sentido constituye para el hombre una tal fatalidad que, sobre todo hoy en día, el arte entendido como libertad no se ocupa en fabricar sentido sino que, al contrario, lo suspende, construye sentidos pero no los llena del todo.
Quizá podríamos poner un ejemplo: en la puesta en escena (teatral) de Brecht, hay elementos de lenguaje que no son, al principio, susceptibles de ser codificados.
Con respecto a ese problema del sentido, el caso de Brecht resulta bastante complicado. Por una parte tuvo, como ya he dicho antes, una conciencia aguda de las técnicas del sentido (lo que era muy original en relación con el marxismo, poco sensible a las responsabilidades de la forma). Brecht conocía en su totalidad la implicación de los significados más modestos, como el color de un traje o el sitio que debía ocupar un proyector; y ya saben ustedes hasta qué punto le fascinaban los teatros orientales, teatros en los que la significación está muy codificada —sería mejor decir codada—, y es, por consiguiente, muy poco analógica. En una palabra, vimos de qué forma tan minuciosa trabajaba, y quería que se trabajara, la implicación semántica de los «sintagmas» (el arte épico, que Brecht ensalzó, de hecho es un arte muy sintagmático). Naturalmente, toda esa técnica estaba pensada en función de un sentido político. En función de, pero quizá no con objeto de; y es aquí cuando tomamos contacto con la segunda vertiente de la ambigüedad brechtiana. Me pregunto si ese sentido comprometido de la obra de Brecht no es, al fin y al cabo, a su manera, un sentido suspendido. Recordarán ustedes que su teoría dramática comporta una especie de división funcional entre el escenario y la sala: a la obra le corresponde plantear las preguntas (evidentemente en los términos escogidos por el autor, puesto que se trata de un arte responsable), y al público encontrar las respuestas (lo que Brecht llamaba la salida); el sentido (en la acepción positiva del término) se desviaba desde el escenario hasta la sala; en definitiva, en el teatro de Brecht encontramos verdaderamente un sentido, y un sentido muy vigoroso, pero ese sentido siempre constituye una pregunta. Es quizá lo que explica que ese teatro, sin duda alguna crítico, polémico, comprometido, no sea, sin embargo, un teatro militante.
¿Podría trasladarse esta tentativa al cine?
Todavía parece muy difícil y bastante vano transferir una técnica (y el sentido es una de ellas) de un arte a otro; no por purismo de los géneros sino porque la estructura depende de los materiales utilizados; la imagen del espectador no está hecha de la misma materia que la imagen cinematográfica, no se expone igual al découpage de las escenas, a la duración, a la percepción. A mí el teatro me parece un arte mucho más «basto», o digamos, si lo prefieren, más «tosco», que el cine (la crítica teatral también me parece más basta que la crítica cinematográfica), por lo tanto más cercano a las tareas directas, de orden polémico, subversivo, contestatario (dejo a un lado el teatro del acuerdo, del conformismo, de la repleción).
Hace unos años, usted evocó la posibilidad de determinar la significación política de una película examinando, más allá de su argumento, el camino seguido que la ha constituido como película: la película de izquierdas, en líneas generales, se caracterizaría por la lucidez; la película de derechas, por una invitación a una fascinación…
Lo que yo me pregunto ahora es si no existen artes que sean por naturaleza, por técnica, más o menos reaccionarias. Creo que es cierto en el caso de la literatura. No creo que sea posible una literatura de izquierdas; en cambio, una literatura problemática, sí, es decir, una literatura del sentido suspendido: un arte que provoca respuestas, pero que no las proporciona. Creo que, en el mejor de los casos, la literatura es eso. En cuanto al cine, tengo la impresión de que, en ese aspecto, está muy cerca de la literatura, y que, por su materia y por su estructura, está mucho mejor preparado que el teatro para una implicación de una naturaleza particular de las formas, y que yo he bautizado como la técnica del sentido suspendido. Creo que al cine le cuesta ofrecer unos sentidos claros y que en la situación actual no debe hacerlo. Las mejores películas (en mi opinión) son aquellas que mejor suspenden el sentido. Suspender el sentido es una operación extremadamente difícil, que exige a la vez una muy considerable técnica y una lealtad intelectual total. Porque ello supone desprenderse de todos los sentidos parasitarios, algo que entraña una gran dificultad.
¿Ha visto usted alguna película que le haya producido esa sensación?
Sí, El ángel exterminador. No creo en absoluto que la advertencia de Buñuel del principio —yo, Buñuel, os digo que esta película no tiene ningún sentido— sea un acto de coquetería. Creo que es verdaderamente la definición de la película. Y desde esa perspectiva, la película es muy hermosa: en cada momento queremos ver cómo suspende el sentido, sin ser nunca, por supuesto, un sinsentido. No es para nada una película absurda, es una película que está llena de sentido, llena de lo que Lacan llama la «significancia». Está llena de significancia, pero no hay un sentido, ni una serie de pequeños sentidos. Y por eso mismo es una película que sacude profundamente, y que sacude más allá del dogmatismo, más allá de las doctrinas. En una situación normal, si la sociedad de los consumidores de películas estuviera menos alienada, esta película debería, como se dice vulgar y justamente, «hacer reflexionar». Aunque para ello necesitaríamos tiempo, podríamos de hecho demostrar cómo los sentidos que «agarran» en cada instante, a pesar nuestro, son captados en un dispatching extremadamente dinámico, extremadamente inteligente, hacia el sentido siguiente, el cual por sí mismo nunca es definitivo.
Y el movimiento de la película es el movimiento mismo de ese dispatching perpetuo.
Hay también en esta película un logro inicial que es el responsable del logro global: la historia, la idea, el argumento poseen una nitidez que proporcionan una ilusión de necesidad. Se tiene la impresión de que Buñuel sólo ha tenido que tirar del hilo. Hasta ahora no me consideraba muy buñuelista, pero aquí, Buñuel ha podido, además, expresar toda su metáfora (porque Buñuel ha sido siempre muy metafórico), todo su arsenal y su reserva personal de símbolos; todo ha sido devorado por esa especie de nitidez sintagmática, porque el dispatching está hecho, en cada segundo, exactamente como se debía.
De hecho, Buñuel ha admitido su metáfora con una tal nitidez, ha sabido siempre respetar la importancia de lo que hay antes y de lo que viene después, de tal manera que ello significaba ya aislarla, ponerla entre comillas, o sea, superarla o destruirla…
Por desgracia, para los adictos comunes de Buñuel, éste se define sobre todo por su metáfora, la «riqueza» de sus símbolos. Pero si el cine moderno tiene una dirección, es en El ángel exterminador donde podemos encontrarla…
A propósito de cine «moderno», ¿ha visto usted L’Immortelle (1962)?
Sí… Mis relaciones (abstractas) con Robbe-Grillet complican un poco las cosas. Me pone de mal humor; me hubiera gustado que no hubiese hecho cine… Pues bien, en este caso la metáfora está ahí… De hecho, Robbe-Grillet no elimina para nada el sentido, lo embrolla. Cree que basta con embrollar un sentido para eliminarlo. Eliminar un sentido es mucho más difícil de lo que se cree.
Porque «varía» el sentido, no lo suspende. La variación impone un sentido cada vez más vigoroso, de orden obsesional: un número reducido de significantes «variados» (en el sentido que tiene la palabra en la música) remite al mismo significado (es la definición de la metáfora). Al contrario, en El ángel exterminador, sin hablar de esa especie de escarnio sometido a la repetición (al principio, en las escenas literalmente repetidas), las escenas (los fragmentos sintagmáticos) no constituyen una continuación inmóvil (obsesional, metafórica), participan cada una de ellas en la transformación progresiva de una sociedad festiva en una sociedad coaccionada, construyen una duración irreversible.
Y proporciona cada vez más fuerza a un sentido cada vez más plano.
Porque «varía» el sentido, no lo suspende. La variación impone un sentido cada vez más vigoroso, de orden obsesional: un número reducido de significantes «variados» (en el sentido que tiene la palabra en la música) remite al mismo significado (es la definición de la metáfora). Al contrario, en El ángel exterminador, sin hablar de esa especie de escarnio sometido a la repetición (al principio, en las escenas literalmente repetidas), las escenas (los fragmentos sintagmáticos) no constituyen una continuación inmóvil (obsesional, metafórica), participan cada una de ellas en la transformación progresiva de una sociedad festiva en una sociedad coaccionada, construyen una duración irreversible.
Además, Buñuel ha apelado al juego de la cronología; la no-cronología es lo fácil: es una falsa prenda de la modernidad.
Volvemos a lo que decía al principio: es bonito porque hay una historia; una historia con un principio, un final, un suspense.
Actualmente, la modernidad aparece demasiado a menudo como una forma de trampear con la historia o con la psicología. El criterio más inmediato de la modernidad, para una obra, es no ser «psicológica», en el sentido tradicional del término. Pero al mismo tiempo, no sabemos del todo cómo expulsar esa famosa psicología, esa famosa afectividad entre los seres, ese vértigo relacional que (he aquí la paradoja) no es ya asumido por las obras de arte, sino por las ciencias sociales y la medicina: la psicología, actualmente, sólo está en el psicoanálisis, el cual, por mucha inteligencia y mucha importancia que le adjudiquen, es practicado por médicos: «el alma» se ha convertido en sí misma en un hecho patológico. Se ha producido una especie de dimisión de las obras modernas frente a la relación inter-humana, inter-individual.
Los grandes movimientos de emancipación ideológica —digamos, para hablar claramente, el marxismo— han dejado de lado al hombre privado, y sin duda no se podía obrar de otra manera. Sin embargo, sabemos muy bien que todavía hay desbarajustes, hay algo todavía que no funciona: mientras haya «escenas» conyugales, habrá preguntas que plantear al mundo.
El verdadero gran tema del arte moderno es el de la posibilidad de la felicidad. Actualmente, en el cine todo ocurre como si se hubiera constatado una imposibilidad de felicidad en el presente, recurriendo en cierto modo al futuro. Quizá los años venideros verán intentos de una nueva idea de la felicidad.
Exactamente. Hoy en día, ninguna gran ideología, ninguna gran utopía se hace cargo de esa necesidad. Hemos tenido una literatura utópica interespacial, pero la especie de microutopía que consistiría en imaginar utopías psicológicas o relacionales, eso no existe en absoluto. Pero si entra aquí en juego la ley estructuralista de rotación de las necesidades y de las formas, deberíamos alcanzar muy pronto un arte más existencial. Es decir, que las grandes declaraciones antipsicológicas de estos diez últimos años (declaraciones en las cuales he participado yo mismo, tal y como debe ser) deberían regresar y pasar de moda. Por muy ambiguo que sea el arte de Antonioni, quizá precisamente es por eso por lo que nos afecta y nos parece importante.
Dicho de otra manera, si queremos resumir lo que nos apetece ahora mismo, es que lleguen películas sintagmáticas, películas con una historia, películas «psicológicas».
(Cahiers du cinéma, n° 147, septiembre de 1963)
Nota
[*] Remitimos al lector, para su interés, a dos artículos de Roland Barthes: «L’imagination du signe» (Arguments, n° 27-28) y «L’activité structuraliste» (Les lettres nouvelles, n° 32).
En Antoine de Baecque: Teoría y crítica del cine. Avatares de una cinefilia
Título original: Critique et Cinéphilie, Théories du cinéma
Antoine de Baecque, 2001
Traducción: Mariana Miracle
Foto: © Ferdinando Scianna/Magnum Photos - Paris, 1977