Acorde final. Antonio soltó el arco. Doménico tiró la tapa del teclado. Sacándose del bolsillo un pañuelo de encaje harto liviano para tan ancha frente, el sajón se secó el sudor. Las pupilas del Ospedale prorrumpieron en una enorme carcajada, mientras Montezuma hacía correr las copas de una bebida que había inventado, en gran trasiego de jarras y botellas, mezclando de todo un poco... En tal tónica se estaba, cuando Filomeno reparó en la presencia de un cuadro que vino a iluminar repentinamente un candelabro cambiado de lugar. Había ahí una Eva, tentada por la Serpiente. Pero lo que dominaba en aquella pintura no era la Eva flacuchenta y amarilla —demasiado envuelta en una cabellera inútilmente cuidadosa de un pudor que no existía en tiempos todavía ignorantes de malicias carnales—, sino la Serpiente, corpulenta, listada de verde, de tres vueltas sobre el tronco del Árbol, y que, con enormes ojos colmados de maldad, más parecía ofrecer la manzana a quienes miraban el cuadro que a su víctima, todavía indecisa —y se comprende cuando se piensa en lo que nos costó su aquiescencia— en aceptar la fruta que habría de hacerla parir con el dolor de su vientre. Filomeno se fue acercando lentamente a la imagen, como si temiese que la Serpiente pudiese saltar fuera del marco y, golpeando en una bandeja de bronco sonido, mirando a los presentes como si oficiara en una extraña ceremonia ritual, comenzó a cantar:
— “Mamita, mamita,
ven, ven, ven.
Que me come la culebra,
ven, ven, ven.
—Mírale lo sojo
que parecen candela.
—Mírale lo diente
que parecen filé.
—Mentira, mi negra,
ven, ven, ven.
Son juego é mi tierra,
ven, ven, ven”.
Y haciendo ademán de matar la sierpe del cuadro con un enorme cuchillo de trinchar, gritó:
— “La culebra se murió,
ca-la-ba-són,
Son-són.
Ca-la-ba-són,
Son-són”.
— “Kábala-sum-sum-sum” —coreó Antonio Vivaldi, dando al estribillo, por hábito eclesiástico, una inesperada inflexión de latín salmodiado. “Kábala-sum-sum-sum” — coreó Doménico Scarlatti. “Kábala-sum-sum-sum” —coreó Jorge Federico Haendel. “Kábala-sumsum-sum” —repetían las setenta voces femeninas del Ospedale, entre risas y palmadas. Y, siguiendo al negro que ahora golpeaba la bandeja con una mano de mortero, formaron todos una fila, agarrados por la cintura, moviendo las caderas, en la más descoyuntada farándula que pudiera imaginarse —farándula que ahora guiaba Montezuma, haciendo girar un enorme farol en el palo de un escobillón a compás del sonsonete cien veces repetido. “kábalasum-sum-sum”. Así, en fila danzante y culebreante, uno detrás del otro, dieron varias vueltas a la sala, pasaron a la capilla, dieron tres vueltas al deambulatorio, y siguieron luego por los corredores y pasillos, subiendo escaleras, bajando escaleras, recorrieron las galerías, hasta que se les unieron las monjas custodias, la hermana tornera, las fámulas de cocina, las fregonas, sacadas de sus camas, pronto seguidas por el mayordomo de fábrica, el hortelano, el jardinero, el campanero, el barquero, y hasta la boba del desván que dejaba de ser boba cuando de cantar se trataba —en aquella casa consagrada a la música y artes de tañer, donde, dos días antes, se había dado un gran concierto sacro en honor del Rey de Dinamarca... “
Ca-laba-són-són-són” —cantaba Filomeno, ritmando cada vez más. “
Kábalasumsum- sum” —respondían el veneciano, el sajón y el napolitano. “
Kábala-sum-sum-sum” —repetían los demás, hasta que, rendidos de tanto girar, subir, bajar, entrar, salir, volvieron al ruedo de la orquesta y se dejaron caer, todos, riendo, sobre la alfombra encarnada, en torno a las copas y botellas. Y, después de una muy abanicada pausa, se pasó al baile de estilo y figuras, sobre las piezas de moda que Doménico empezó a sacar del clavicémbalo, adornando los aires conocidos con mordentes y trinos del mejor efecto. A falta de caballeros, pues Antonio no bailaba y los demás descansaban en la hondura de sus butacas, se formaron parejas de oboe con tromba, clarino con regale, cornetto con viola, flautino con chitarrone, mientras los violini piccoli alla francese se concertaban en cuadrilla con los trombones. —“Todos los instrumentos revueltos —dijo Jorge Federico—: Esto es algo así como una sinfonía fantástica.” Pero Filomeno, ahora, junto al teclado, con una copa puesta sobre la caja de resonancia, ritmaba las danzas rascando un rayo de cocina con una llave.—“¡Diablo de negro! — exclamaba el napolitano—: Cuando quiero llevar un compás, él me impone el suyo. Acabaré tocando música de caníbales.” Y, dejando de teclear, Doménico se echó una última copa al gaznate, y, agarrando por la cintura a Margherita del Arpa Doble, se perdió con ella en el laberinto de celdas del Ospedale della Pietá... Pero el alba empezó a pintarse en los ventanales. Las blancas figuras se aquietaron, guardando sus instrumentos en estuches y armarios con desganados gestos, como apesadumbradas de regresar, ahora, a sus oficios cotidianos. Moría la alegre noche con la despedida del campanero que, repentinamente librado de los vinos bebidos, se disponía a tocar maitines. Las blancas figuras iban desapareciendo, como ánimas de teatro, por puerta derecha y puerta izquierda. La hermana tornera apareció con dos cestas repletas de ensaimadas, quesos, panes de rosca y medialuna, confituras de membrillo, castañas abrillantadas y mazapanes con forma de cochinillos rosados, sobre los que asomaban los golletes varias botellas de vino romañola: “Para que desayunen por el camino.” — “Los llevaré en mi barca” —dijo el Barquero.—“Tengo sueño” —dijo Montezuma.— “Tengo hambre —dijo el sajón—: Pero quisiera comer en donde hubiese calma, árboles, aves que no fuesen las tragonas palomas de la Plaza, más pechugonas que las modelos de la Rosalba y que, si nos descuidamos, acaban con las vituallas de nuestro desayuno.”—“Tengo sueño” —repetía el disfrazado.—“Déjese arrullar por el compás de los remos” —dijo el Preste Antonio... — “¿Qué te escondes ahí, en el entallado del gabán? —preguntó el sajón a Filomeno.—“Nada: un pequeño recuerdo de la Cattarina del Cornetto” —responde el negro, palpando el objeto que no acaba de definirse en una forma, con la unción de quien tocara una mano de santo puesta en relicario.
Madrid, Siglo XXI, 1988
Foto: Alejo Carpentier recibe el Premio Cervantes 1978
por Marisa Florez