Emile Cioran: La esencia de la gracia (o el piripipí enojoso)
8 de septiembre de 2011
Existen muchos artificios que nos alejarían de la fascinación de
trascender nuestro apego ciego a la vida; pero sólo la gracia produce un
desapego que no rompe el vínculo con las fuerzas irracionales de existencia,
pues ella es un salto inútil, un ímpetu desinteresado en el que el encanto
ingenuo y el ritmo confuso de la vida conservan su lozanía. Toda gracia es
un vuelo, una voluptuosidad de la elevación.
Los gestos de la gracia evocan, en su despliegue, la impresión de un
vuelo planeado por encima del mundo, ligero e inmaterial. Su
espontaneidad posee la delicadeza de un aleteo, la naturalidad de una
sonrisa y la pureza de un ensueño primaveral. ¿Acaso la danza no es la
expresión más viva de la gracia? El sentimiento de la vida que da la gracia
convierte a ésta en una tensión inmaterial, en un flujo de vitalidad pura que
no sobrepasa nunca la armonía inmanente a todo ritmo delicado. La gracia
actúa siempre como una fantasía de la vida, como un juego gratuito, como
una expansión que halla sus límites en el interior de sí misma. De ahí que
produzca la ilusión agradable de la libertad, del abandono directo y
espontáneo, de un sueño inmaculado desbordante de claridad. La
desesperación, por el contrario, expresa un paroxismo de la
individualización, una interiorización dolorosa y singular, un aislamiento
sobre las cimas. Todos los esatados que resultan de una ruptura y nos
conducen a las cumbres de la soledad intensifican la individualización y la
llevan a su paroxismo. La gracia, en cambio, conduce a un sentimiento
armonioso, a una realización ingenua, que excluye la sensación de
aislamiento. Ella crea un estado de ilusión en el que la vida niega y
trasciende sus antinomias y su dialéctica diabólica, en el que las
contradicciones, lo irreparable y la fatalidad desaparecen
temporalmente para ser sustituidos por una especie de existencia
sublimada. Sin embargo, por muy rica que sea la gracia en sublimación y
pureza aérea, éstas no alcanzarán nunca las grandes purificaciones de las
cimas en que se realiza lo sublime. Las experiencias corrientes no conducen
jamás la vida a un punto de tensión paroxístico, de vértigo interior, no
emancipan de la gravedad ni vencen ni siquiera temporalmente la
gravitación, símbolo de la muerte. La gracia, por el contrario, representa
una victoria sobre la presión de las fuerzas de atracción subterráneas, una
evasión de las garras bestiales, de las propensiones demoníacas de la vida y
de sus tendencias negativas. La superación de la negatividad es uno de los
aspectos esenciales del sentimiento gracioso de la existencia. Que nadie se
extrañe en absoluto si la vida aparece entonces más luminosa, envuelta en
un resplandor radiante, sobrepasando lo demoníaco y la negatividad hacia
una armonía formal, la gracia logra el bienestar más rápidamente de lo que
podrían hacerlo los caminos complicados de la fe, en la cual dicho bienestar
no se logra más que tras contradicciones y tormentos. ¡Qué diversidad en el
mundo! pensar que existe, al lado de la gracia, un temor constante que
nos reo hasta el agotamiento... Quien no ha experimentado el miedo a todo,
el terror del mundo, la ansiedad universal, la inquietud suprema, el suplicio
de cada instante, no sabrá nunca lo que significan la tensión física, la
demencia de la carne y la locura de la muerte. Todo lo profundo surge de la
enfermedad; todo lo que no procede de ella no tiene más que un valor
estético y formal. Estar enfermo es vivir, quiérase o no, sobre cimas, las
cuales, sin embargo, no representan únicamente alturas, sino también
abismos y profundidades. Sólo existen cimas abismales, puesto que de ellas
puede uno despeñarse en cualquier instante; y son precisamente esas caídas
las que permiten alcanzar las cumbres. La gracia, por su parte, representa
un estado de satisfacción, por no decir de felicidad: en ella no hay abismos
ni grandes sufrimientos. Si las mujeres son más felices que los hombres es
porque la gracia y la ingenuidad son en ellas mucho más frecuentes. Ellas
también padecen por supuesto enfermedades e insatisfacciones, pero su
gracia candorosa les proporciona un equilibrio superficial que no podría
desembocar en tensiones peligrosas. La mujer, desde un punto de vista
espiritual, no corre ningún peligro, dado que en ella la antinomia de la vida
y del espíritu posee una intensidad menor que en el hombre. El sentimiento
gracioso de la existencia no conduce en absoluto a revelaciones metafísicas,
a la perspectiva de los últimos instantes o a la visión de realidades
esenciales, las cuales nos hacen vivir como si hubiésemos dejado de vivir.
Las mujeres desconciertan: cuanto más pensamos en ellas, menos las
comprendemos. Proceso análogo al que nos reduce al silencio a medida que
reflexionamos sobre la esencia última del mundo. Pero mientras que en ese
caso permanecemos estupefactos ante una infinitud indescifrable, el vacío
de la mujer nos parece un misterio. La misión de la mujer consiste en
permitir que el hombre evite la presión torturadora del espíritu; ella
puede ser una salvación. No habiendo logrado salvar el mundo, la gracia
habrá por lo menos salvado a las mujeres.
En las cimas de la desesperación (1933)
Traducción de Rafael Panizo
Barcelona, Tusquets, 1996
Foto: Édouard Boubat