Mario Vargas Llosa
Auto de fe de Elías Canetti. Una pesadilla
26 de octubre de 2010
Canetti cuenta en sus memorias que Auto de fe nació de una imagen que, como un pequeño demonio pertinaz, lo obsesionaba: un hombre que prende fuego a su biblioteca y arde junto con sus libros. Comenzó a escribir la novela en el otoño de 1930, en la Viena deslumbrante y preapocalíptica de Broch y de Musil, de Karl Popper y de Alban Berg, como parte de una «Comedia Humana de la locura», que iba a constar de ocho historias, cada una de las cuales tendría como protagonista a un hombre desmedido, en las fronteras de la sinrazón. Del ambicioso proyecto sólo se materializó esta ficción (la que, dice, de alguna manera resumió todas las otras) centrada en torno a un excéntrico incendiario, el hombre-libro Peter Kien. Su propósito era escribir un texto «riguroso y despiadado conmigo mismo y con el lector», muy distinto de la literatura vienesa entonces en boga, de la que tenía una pobre opinión: «Me hallaba inmunizado contra todo cuanto pudiera ser agrabable o complaciente...»
Las afirmaciones de un novelista sobre su propia obra no son siempre iluminadoras; pueden ser incluso confusionistas, erróneas, porque el texto y su contexto son para él difícilmente separables y porque el autor tiende a ver en aquello que hizo lo que ambicionaba hacer (y ambas cosas, así como pueden coincidir, muchas veces divergen considerablemente). Pero estas confesiones de Canetti sobre Auto de fe —novela que, publicada en 1936, conoció primero un entusiasta reconocimiento en Europa, quedó luego enterrada en el olvido durante la guerra y la posguerra, tuvo un débil renacer en los países occidentales en los sesenta, hasta alcanzar un nuevo estrellato a partir de 1981, con el premio Nobel concedido a su autor —son útiles y ayudan al lector a orientarse por la maleza de sus páginas.
Pues Auto de fe, una de las ficciones más ambiciosas de la narrativa moderna, es también una de las más arduas, una de aquellas que, como La muerte de Virgilio de Broch o El hombre sin atributos de Musil, exigen un esfuerzo intelectual y una buena dosis de perseverancia antes de revelar al lector su sentido profundo, las claves de su complicado simbolismo.
La dificultad mayor que ofrece no es entender lo que en ella sucede sino, más bien, hacerse una idea coherente del conjunto de episodios que la componen. Éstos, aislados, son muy claros: hechos triviales o truculentos; banalidades domésticas y desmesuras visionarias; los estereotipos y clisés pequeño burgueses que surten sin tregua de la boca y la mente de un ama de llaves y las reflexiones extravagantes de un orientalista neurótico; las sórdidas brutalidades de un portero matón y las hazañas delincuentes de un enano jorobado salido del hampa; complicaciones callejeras de una absurdidad demencial, enredos burocráticos, crímenes y violencias de todo orden. Cada uno por separado, todos estos sucesos son inteligibles y están dotados de poder persuasivo. Por su concatenación, en cambio, es difícil de establecer; la relación de causa a efecto que los vincula o debería vincularlos es tan soterrada que, con frecuencia, se eclipsa. Las bruscas mudas de tono, contenido, humor y sentido entre episodio y episodio resultan a veces desconcertantes. También a este respecto es instructivo el testimonio de Canetti: «Un día se me ocurrió que el mundo no podía ya ser recreado como en las novelas de antes, es decir, desde la perspectiva de un escritor; el mundo estaba desintegrado, y sólo si se tenía el valor de mostrarlo en su desintegración era posible ofrecer de él una imagen verosímil.»
La palabra importante es aquí desintegración. El de Auto de fe es un mundo desintegrado —«Un mundo sin cabeza», «Una cabeza sin mundo» y «Un mundo en la cabeza» se titulan, adecuadamente, cada una de sus partes-y a primera vista incoherente, una amalgama de hechos y personajes cuya índole y articulación no responden a una lógica racional sino a la sola arbitrariedad artística. Su anarquía, su carácter entre grotesco y pesadillesco, las trayectorias histéricas que siguen sus sucesos, sus extraños disparates, las greguerías que salpican su texto («Se redujo tanto que al final se perdió de vista»), la atmósfera recargada, moralmente insalubre de muchas de sus páginas, no son gratuitas, desde luego. Los críticos han visto en todo ello el santo y seña, la cifra literaria, de la Europa germánica de la entreguerra, preñada de todos los demonios que precipitarían, pocos años después de escrita la novela, las catástrofes de la segunda guerra mundial.
Esta lectura de Auto de fe, como alegoría ideológica y moral, es perfectamente lícita, sin duda. El cráter de la historia, aquella imagen de la biblioteca presa de las llamas y la inmolación de su dueño, prefigura gráficamente las inquisiciones de nacionalsocialismo y la destrucción de una de las culturas más creativas de su tiempo por obra del totalitarismo nazi. Y, también, la responsabilidad que cupo en ello a muchos artistas e intelectuales que fueron cómplices de la enajenación colectiva o incapaces de detectarla y combatirla cuando se estaba gestando. Si la cultura no sirve para prevenir este género de tragedias históricas, ¿cuál es entonces su función?
Es una pregunta de total pertinencia en el caso de Peter Kien, el sinólogo de Auto de fe a quien su inmensa sabiduría —domina una docena de lenguas orientales y muchas occidentales— no le sirven literalmente de nada que pueda ser apreciado por sus contemporáneos. Porque nada de lo que sabe —de lo que aprende y piensa— revierte sobre los demás; más bien levanta una muralla de incomunicación entre él y su mundo. ¿Cuál es la razón de que se niegue a enseñar? ¿De que publique con tamaña avaricia? ¿De que viva enclaustrado en esa biblioteca de 25.000 volúmenes a la que nadie más tiene acceso? El conocimiento, para Peter Kien, no es algo que deba compartirse, un puente entre los hombres; es una manera de tomar distancia y de alcanzar una superioridad vertiginosa sobre el común de las gentes, esos analfabetos cuyo «despreciable objetivo vital es la felicidad». Peter Kien no quiere ser feliz; quiere ser sabio. Lo consigue, sin duda, pero, aunque ello tal vez alimente su soberbia, en la práctica su sabiduría no impide que sea vejado, maltratado, expulsado de su hogar y empujado a la pira por aquellos seres —el ama de llaves que desposa, el portero brutal, su hermano psiquiatra— a los que tanto desdeña. Entre las manías del sinólogo se cuenta la de jugar al ciego. No es extraño, pues, aunque sus lecturas e investigaciones le permiten moverse como por su casa entre las religiones y filosofías del Oriente, Peter Kien nunca fue capaz de ver a la ciudad en la que vivía ni a las gentes que lo rodeaban.
Si él no es una figura simpática, lo son todavía menos los otros protagonistas y comparsas de la historia. Egoístas, obtusos, ávidos, convencionales, prisioneros de un mundillo limitado por intereses abyectamente mezquinos, sólo salen de esas celdas que son sus existencias para hacer daño o ser victimados. La desintegración de este mundo obedece a la falta absoluta de solidaridad entre sus miembros, ninguno de los cuales parece alentar por los demás algún sentimiento generoso o cierta forma de lealtad. Las jerarquías son estrictas: amos y esclavos; jefes y servidores; fuertes y débiles. Las relaciones humanas sólo se establecen en un sentido vertical. Mandar u obedecer: no hay alternativa. Bajo una aparente coexistencia, la trama social está corroída por toda clase de enconos y prejuicios. Discretamente, se libran mil guerras a la vez. Los hombres desprecian a las mujeres —el machismo y el antifeminismo campean— y éstas odian a aquéllos y conspiran para arruinarlos, como Teresa Krumbholz a su marido.
El antisemitismo es una manifestación, entre otras, del odio generalizado que se profesan los ciudadanos de esta sociedad. Se trata de un sentimiento que ha gestado al personaje más pintoresco y vivaz de la novela, el enano jorobado Fischerle, jugador de ajedrez, chulo y hampón, caricatura viviente cuyos rasgos grotescos —su nariz ganchuda, su rapacidad— y su trágico fin —morir apachurrado bajo el puño de Johann Schwer cuando intenta tragarse un botón— son segregados por ese instinto cruel, discriminatorio, hambriento de violencia, que parece anidar en toda la fauna humana del libro. Aunque la novela soslaye la política no hay duda que, sobre todo leyéndola ahora, con la perspectiva que nos da la historia del pueblo alemán bajo el hechizo hitleriano y los campos de exterminio donde perecieron seis millones de judíos, Auto de fe nos parece una escalofriante metáfora de una sociedad que está a punto para caer en brazos de la sinrazón y la demagogia más fanáticas y para rodar hacia el cataclismo.
Pero ver en Auto de fe sólo una alegoría política es insuficiente y no hace justicia a la novela. Ella es, sobre todo, un mundo de ficción, una realidad paralela, soberana, con una vida propia que no es refleja de aquella, real, de la que proceden sus materiales históricos y culturales, sino algo distinto, emancipado de su modelo, del que reniega y toma distancia enfrentándole una imagen paroxística en la que las diferencias superan a las semejanzas. Se ha hablado de las afinidades de esta novela con Kafka —a quien Canetti descubrió, con deslumbramiento, mientras la estaba escribiendo— pero, salvo la obvia relación de ser ambos escritores judíos de lengua alemana, huéspedes en cierto modo de una cultura que, presa de la histeria racista, pronto los expelería como parásitos decadentes, y en cuyas obras de ficción el presentimiento de catástrofe próxima ha dejado una impronta, las distancias entre ambos me parecen considerables. En el mundo absurdo de Kafka hay una ternura soterrada y un patetismo baña a sus solitarios personajes sobre los que se desencadenan misteriosas fuerzas destructoras, que permiten al lector identificarse emocionalmente con ellos y vivir sus angustiosas peripecias como propias. Canetti mantiene a raya al lector, impidiéndole, con deliberación, ese género de vampirismo. La crueldad, banalidad, morbosidad y extravagancia que denotan sus creaturas son tales que abren un abismo difícilmente franqueable por el lector; son personajes concebidos para intrigarlo y, a ratos, maravillarlo; también, para exasperarlo, pero no para conmoverlo.
La falta de sentimentalismo es un rasgo central en Auto de fe, así como en los ensayos y el teatro de Canetti. La frialdad cerebral de sus visiones, ese extraño control que la inteligencia parece ejercer aun en los momentos de más incandescente delirio, en aquellos episodios —como la arenga de Peter Kien a sus libros, encaramado sobre una escalera, o las fantasías ajedrecísticas de Fischerle en torno a Capablanca— en los que, en la realidad ficticia, se eclipsa la frontera entre los hechos objetivos y los deseos y la vida se vuelve una fantástica aleación de ambas cosas, hacen pensar en una novela expresionista. Como en los cuadros de un Kirchner o de Dix, o como en los grabados y caricaturas de Grosz, la intensidad y los contrastes de color, la virulencia del trazo, la alteración de la perspectiva, es decir la factura formal de la obra, se adelantan hacia el lector como un espectáculo, revolucionando aquella realidad exterior que el objeto artístico aparenta representar hasta convertirla en una realidad propia, que debe más a la subjetividad y a la destreza del artista que al parecido con el modelo que lo inspiró. Una vida objetiva se percibe, sin duda, débil y lejana, recompuesta en la ficción de acuerdo al capricho y fantasías de un creador que se ha valido de aquélla para expresar a éstas. Auto de fe es, como los más logrados de estos cuadros del expresionismo alemán, una pesadilla realista.
Al mismo tiempo que los demonios de su sociedad y de su época, Canetíi se sirvió también de los que lo habitaban sólo a él. Barroco emblema de un mundo a punto de estallar, su novela es asimismo una fantasmagórica creación soberana en la que el artista ha fundido sus fobias y apetitos más íntimos con los sobresaltos y crisis que resquebrajan su mundo. Hablar de «demonios» es en su caso indispensable. Los fantasmas obsesivos, cargados de amenaza, que circulan por la novela desde su título hasta la incineración libresca del final, tienen una doble, contradictoria valencia. De un lado, ya lo hemos visto, encarnan el conformismo, la pasividad, la abdicación de una sociedad que muy pronto se convertirá en «masa». De otro, son las fuerzas y pulsiones irracionales que animan al artista y lo inducen a crear. Auto de fe, denuncia simbólica de una sociedad que se deja dominar por los peores instintos, es también una novela que reivindica orgullosamente el derecho a la obsesión.
Si los demonios colectivos son destructores, los privados, los que pueblan la secreta jaula que cada hombre arrastra consigo en su corazón, ¿no son acaso el surtidor de los deseos humanos, el combustible de la fantasía? ¿No son las raíces del arte en general y de la ficción en particular? Estos demonios individuales son los protagonistas invisibles de Auto de fe. Cada personaje luce los suyos y los sirve, con total impudor, como Peter Kien y su amor pervertido por los libros, Teresa Krumbholz y sus extrañas relaciones con esa falda azul almidonada y la urgencia incontenible que manda a Benedikt Pfaff, ese energúmeno, desbaratar a todas las mujeres.
Para que una obra de ficción lo sea, ella debe añadir al mundo, a la vida, algo que antes no existía, que sólo a partir de ella y gracias a ella formará parte de la inconmensurable realidad. Ese elemento añadido es lo que constituye la originalidad de una ficción, lo que diferencia a ésta, ontológicamente, de cualquier documento histórico. En Auto de fe, un componente mayor del elemento añadido por el artista al mundo es el haber dado carta de ciudadanía pública a los «demonios humanos», esos fantasmas que, en la vida real, hombres y mujeres mantienen ocultos en los repliegues de su intimidad y a los que sólo ocasionalmente —mediatizados en actos y gestos simbólicos— sacan a la luz. En esta ficción es al revés: los demonios de cada cual —sus obsesiones— se exhiben sin disfraces y, no importa cuan asburdos o feroces sean, todos viven para obedecerlos y acatarlos, con olímpico desprecio de las consecuencias. El malestar que nos produce la novela viene seguramente de esta inquietante verdad que se desprende de sus páginas: jos demonios que provocan los desvarios y apocalipsis sociales son los mismos que fraguan las obras maestras.
Londres, 17 de mayo de 1987
En La verdad de las mentiras
Foto: Vargas Llosa 1980 Sophie Bassouls / CorbisLas afirmaciones de un novelista sobre su propia obra no son siempre iluminadoras; pueden ser incluso confusionistas, erróneas, porque el texto y su contexto son para él difícilmente separables y porque el autor tiende a ver en aquello que hizo lo que ambicionaba hacer (y ambas cosas, así como pueden coincidir, muchas veces divergen considerablemente). Pero estas confesiones de Canetti sobre Auto de fe —novela que, publicada en 1936, conoció primero un entusiasta reconocimiento en Europa, quedó luego enterrada en el olvido durante la guerra y la posguerra, tuvo un débil renacer en los países occidentales en los sesenta, hasta alcanzar un nuevo estrellato a partir de 1981, con el premio Nobel concedido a su autor —son útiles y ayudan al lector a orientarse por la maleza de sus páginas.
Pues Auto de fe, una de las ficciones más ambiciosas de la narrativa moderna, es también una de las más arduas, una de aquellas que, como La muerte de Virgilio de Broch o El hombre sin atributos de Musil, exigen un esfuerzo intelectual y una buena dosis de perseverancia antes de revelar al lector su sentido profundo, las claves de su complicado simbolismo.
La dificultad mayor que ofrece no es entender lo que en ella sucede sino, más bien, hacerse una idea coherente del conjunto de episodios que la componen. Éstos, aislados, son muy claros: hechos triviales o truculentos; banalidades domésticas y desmesuras visionarias; los estereotipos y clisés pequeño burgueses que surten sin tregua de la boca y la mente de un ama de llaves y las reflexiones extravagantes de un orientalista neurótico; las sórdidas brutalidades de un portero matón y las hazañas delincuentes de un enano jorobado salido del hampa; complicaciones callejeras de una absurdidad demencial, enredos burocráticos, crímenes y violencias de todo orden. Cada uno por separado, todos estos sucesos son inteligibles y están dotados de poder persuasivo. Por su concatenación, en cambio, es difícil de establecer; la relación de causa a efecto que los vincula o debería vincularlos es tan soterrada que, con frecuencia, se eclipsa. Las bruscas mudas de tono, contenido, humor y sentido entre episodio y episodio resultan a veces desconcertantes. También a este respecto es instructivo el testimonio de Canetti: «Un día se me ocurrió que el mundo no podía ya ser recreado como en las novelas de antes, es decir, desde la perspectiva de un escritor; el mundo estaba desintegrado, y sólo si se tenía el valor de mostrarlo en su desintegración era posible ofrecer de él una imagen verosímil.»
La palabra importante es aquí desintegración. El de Auto de fe es un mundo desintegrado —«Un mundo sin cabeza», «Una cabeza sin mundo» y «Un mundo en la cabeza» se titulan, adecuadamente, cada una de sus partes-y a primera vista incoherente, una amalgama de hechos y personajes cuya índole y articulación no responden a una lógica racional sino a la sola arbitrariedad artística. Su anarquía, su carácter entre grotesco y pesadillesco, las trayectorias histéricas que siguen sus sucesos, sus extraños disparates, las greguerías que salpican su texto («Se redujo tanto que al final se perdió de vista»), la atmósfera recargada, moralmente insalubre de muchas de sus páginas, no son gratuitas, desde luego. Los críticos han visto en todo ello el santo y seña, la cifra literaria, de la Europa germánica de la entreguerra, preñada de todos los demonios que precipitarían, pocos años después de escrita la novela, las catástrofes de la segunda guerra mundial.
Esta lectura de Auto de fe, como alegoría ideológica y moral, es perfectamente lícita, sin duda. El cráter de la historia, aquella imagen de la biblioteca presa de las llamas y la inmolación de su dueño, prefigura gráficamente las inquisiciones de nacionalsocialismo y la destrucción de una de las culturas más creativas de su tiempo por obra del totalitarismo nazi. Y, también, la responsabilidad que cupo en ello a muchos artistas e intelectuales que fueron cómplices de la enajenación colectiva o incapaces de detectarla y combatirla cuando se estaba gestando. Si la cultura no sirve para prevenir este género de tragedias históricas, ¿cuál es entonces su función?
Es una pregunta de total pertinencia en el caso de Peter Kien, el sinólogo de Auto de fe a quien su inmensa sabiduría —domina una docena de lenguas orientales y muchas occidentales— no le sirven literalmente de nada que pueda ser apreciado por sus contemporáneos. Porque nada de lo que sabe —de lo que aprende y piensa— revierte sobre los demás; más bien levanta una muralla de incomunicación entre él y su mundo. ¿Cuál es la razón de que se niegue a enseñar? ¿De que publique con tamaña avaricia? ¿De que viva enclaustrado en esa biblioteca de 25.000 volúmenes a la que nadie más tiene acceso? El conocimiento, para Peter Kien, no es algo que deba compartirse, un puente entre los hombres; es una manera de tomar distancia y de alcanzar una superioridad vertiginosa sobre el común de las gentes, esos analfabetos cuyo «despreciable objetivo vital es la felicidad». Peter Kien no quiere ser feliz; quiere ser sabio. Lo consigue, sin duda, pero, aunque ello tal vez alimente su soberbia, en la práctica su sabiduría no impide que sea vejado, maltratado, expulsado de su hogar y empujado a la pira por aquellos seres —el ama de llaves que desposa, el portero brutal, su hermano psiquiatra— a los que tanto desdeña. Entre las manías del sinólogo se cuenta la de jugar al ciego. No es extraño, pues, aunque sus lecturas e investigaciones le permiten moverse como por su casa entre las religiones y filosofías del Oriente, Peter Kien nunca fue capaz de ver a la ciudad en la que vivía ni a las gentes que lo rodeaban.
Si él no es una figura simpática, lo son todavía menos los otros protagonistas y comparsas de la historia. Egoístas, obtusos, ávidos, convencionales, prisioneros de un mundillo limitado por intereses abyectamente mezquinos, sólo salen de esas celdas que son sus existencias para hacer daño o ser victimados. La desintegración de este mundo obedece a la falta absoluta de solidaridad entre sus miembros, ninguno de los cuales parece alentar por los demás algún sentimiento generoso o cierta forma de lealtad. Las jerarquías son estrictas: amos y esclavos; jefes y servidores; fuertes y débiles. Las relaciones humanas sólo se establecen en un sentido vertical. Mandar u obedecer: no hay alternativa. Bajo una aparente coexistencia, la trama social está corroída por toda clase de enconos y prejuicios. Discretamente, se libran mil guerras a la vez. Los hombres desprecian a las mujeres —el machismo y el antifeminismo campean— y éstas odian a aquéllos y conspiran para arruinarlos, como Teresa Krumbholz a su marido.
El antisemitismo es una manifestación, entre otras, del odio generalizado que se profesan los ciudadanos de esta sociedad. Se trata de un sentimiento que ha gestado al personaje más pintoresco y vivaz de la novela, el enano jorobado Fischerle, jugador de ajedrez, chulo y hampón, caricatura viviente cuyos rasgos grotescos —su nariz ganchuda, su rapacidad— y su trágico fin —morir apachurrado bajo el puño de Johann Schwer cuando intenta tragarse un botón— son segregados por ese instinto cruel, discriminatorio, hambriento de violencia, que parece anidar en toda la fauna humana del libro. Aunque la novela soslaye la política no hay duda que, sobre todo leyéndola ahora, con la perspectiva que nos da la historia del pueblo alemán bajo el hechizo hitleriano y los campos de exterminio donde perecieron seis millones de judíos, Auto de fe nos parece una escalofriante metáfora de una sociedad que está a punto para caer en brazos de la sinrazón y la demagogia más fanáticas y para rodar hacia el cataclismo.
Pero ver en Auto de fe sólo una alegoría política es insuficiente y no hace justicia a la novela. Ella es, sobre todo, un mundo de ficción, una realidad paralela, soberana, con una vida propia que no es refleja de aquella, real, de la que proceden sus materiales históricos y culturales, sino algo distinto, emancipado de su modelo, del que reniega y toma distancia enfrentándole una imagen paroxística en la que las diferencias superan a las semejanzas. Se ha hablado de las afinidades de esta novela con Kafka —a quien Canetti descubrió, con deslumbramiento, mientras la estaba escribiendo— pero, salvo la obvia relación de ser ambos escritores judíos de lengua alemana, huéspedes en cierto modo de una cultura que, presa de la histeria racista, pronto los expelería como parásitos decadentes, y en cuyas obras de ficción el presentimiento de catástrofe próxima ha dejado una impronta, las distancias entre ambos me parecen considerables. En el mundo absurdo de Kafka hay una ternura soterrada y un patetismo baña a sus solitarios personajes sobre los que se desencadenan misteriosas fuerzas destructoras, que permiten al lector identificarse emocionalmente con ellos y vivir sus angustiosas peripecias como propias. Canetti mantiene a raya al lector, impidiéndole, con deliberación, ese género de vampirismo. La crueldad, banalidad, morbosidad y extravagancia que denotan sus creaturas son tales que abren un abismo difícilmente franqueable por el lector; son personajes concebidos para intrigarlo y, a ratos, maravillarlo; también, para exasperarlo, pero no para conmoverlo.
La falta de sentimentalismo es un rasgo central en Auto de fe, así como en los ensayos y el teatro de Canetti. La frialdad cerebral de sus visiones, ese extraño control que la inteligencia parece ejercer aun en los momentos de más incandescente delirio, en aquellos episodios —como la arenga de Peter Kien a sus libros, encaramado sobre una escalera, o las fantasías ajedrecísticas de Fischerle en torno a Capablanca— en los que, en la realidad ficticia, se eclipsa la frontera entre los hechos objetivos y los deseos y la vida se vuelve una fantástica aleación de ambas cosas, hacen pensar en una novela expresionista. Como en los cuadros de un Kirchner o de Dix, o como en los grabados y caricaturas de Grosz, la intensidad y los contrastes de color, la virulencia del trazo, la alteración de la perspectiva, es decir la factura formal de la obra, se adelantan hacia el lector como un espectáculo, revolucionando aquella realidad exterior que el objeto artístico aparenta representar hasta convertirla en una realidad propia, que debe más a la subjetividad y a la destreza del artista que al parecido con el modelo que lo inspiró. Una vida objetiva se percibe, sin duda, débil y lejana, recompuesta en la ficción de acuerdo al capricho y fantasías de un creador que se ha valido de aquélla para expresar a éstas. Auto de fe es, como los más logrados de estos cuadros del expresionismo alemán, una pesadilla realista.
Al mismo tiempo que los demonios de su sociedad y de su época, Canetíi se sirvió también de los que lo habitaban sólo a él. Barroco emblema de un mundo a punto de estallar, su novela es asimismo una fantasmagórica creación soberana en la que el artista ha fundido sus fobias y apetitos más íntimos con los sobresaltos y crisis que resquebrajan su mundo. Hablar de «demonios» es en su caso indispensable. Los fantasmas obsesivos, cargados de amenaza, que circulan por la novela desde su título hasta la incineración libresca del final, tienen una doble, contradictoria valencia. De un lado, ya lo hemos visto, encarnan el conformismo, la pasividad, la abdicación de una sociedad que muy pronto se convertirá en «masa». De otro, son las fuerzas y pulsiones irracionales que animan al artista y lo inducen a crear. Auto de fe, denuncia simbólica de una sociedad que se deja dominar por los peores instintos, es también una novela que reivindica orgullosamente el derecho a la obsesión.
Si los demonios colectivos son destructores, los privados, los que pueblan la secreta jaula que cada hombre arrastra consigo en su corazón, ¿no son acaso el surtidor de los deseos humanos, el combustible de la fantasía? ¿No son las raíces del arte en general y de la ficción en particular? Estos demonios individuales son los protagonistas invisibles de Auto de fe. Cada personaje luce los suyos y los sirve, con total impudor, como Peter Kien y su amor pervertido por los libros, Teresa Krumbholz y sus extrañas relaciones con esa falda azul almidonada y la urgencia incontenible que manda a Benedikt Pfaff, ese energúmeno, desbaratar a todas las mujeres.
Para que una obra de ficción lo sea, ella debe añadir al mundo, a la vida, algo que antes no existía, que sólo a partir de ella y gracias a ella formará parte de la inconmensurable realidad. Ese elemento añadido es lo que constituye la originalidad de una ficción, lo que diferencia a ésta, ontológicamente, de cualquier documento histórico. En Auto de fe, un componente mayor del elemento añadido por el artista al mundo es el haber dado carta de ciudadanía pública a los «demonios humanos», esos fantasmas que, en la vida real, hombres y mujeres mantienen ocultos en los repliegues de su intimidad y a los que sólo ocasionalmente —mediatizados en actos y gestos simbólicos— sacan a la luz. En esta ficción es al revés: los demonios de cada cual —sus obsesiones— se exhiben sin disfraces y, no importa cuan asburdos o feroces sean, todos viven para obedecerlos y acatarlos, con olímpico desprecio de las consecuencias. El malestar que nos produce la novela viene seguramente de esta inquietante verdad que se desprende de sus páginas: jos demonios que provocan los desvarios y apocalipsis sociales son los mismos que fraguan las obras maestras.
Londres, 17 de mayo de 1987
En La verdad de las mentiras