Salman Rushdie - Yorick
19 de septiembre de 2009
Gracias sean dadas al cielo —o a la perseverancia de los papeleros de antaño— por la existencia en la tierra del material conocido por vellum fuerte; que, como la tierra en la que he supuesto que existe (aunque de hecho sus contactos con la térra firma sean sumamente raros, al ser su habitat natural las estanterías, de madera o no, algunas polvorientas, otras conservadas en excelente estado; los buzones, cajones de escritorio, viejos baúles, los bolsillos más secretos de los amantes, tiendas, archivos, desvanes, sótanos, museos, bandejas de documentos, cajas fuertes, bufetes de abogados, paredes de médicos, la casita junto al mar de vuestra tía abuela preferida, los negocios de atrezo teatral, cuentos de hadas, conferencias en la cumbre, trampas para turistas)... como la tierra, repito por si habéis olvidado mis intenciones —esa noble materia aguanta, si no para siempre, por lo menos hasta que los hombres la destruyen deliberadamente, sea arrugándola o rasgándola, utilizando tijeras de cocina o fuerte dentadura, actos incendiarios o higiénicos—, porque es cierto que los hombres disfrutan por igual aniquilando tanto la tierra que pisan mientras viven como la sustancia (quiero decir el papel) en la que podrían permanecer, inmortalizados, una vez que esa misma tierra esté sobre sus cabezas en lugar de bajo sus pies; y que el inventario completo de esas estrategias de destrucción llenaría más páginas de las que dispongo... de manera que al diablo con la enumeración y seguiré con mi historia; que, como había empezado a decir, es ella misma el relato de un trozo de vellum... tanto del vellum mismo como del relato escrito en él.
La saga de Yorick, evidentemente; el mismo relato antiguo que cayó, hace sus buenos doscientos treinta y cinco años, en manos de cierto —no, sumamente incierto— Tris-tram, que (aunque des- Isoldado), no estaba tan triste ni tenía tanta RAM, y era un shandy (cerveza «clara») sumamente espumoso y fuerte; y que ahora ha venido a caer en mis manos por vías demasiado arcanas para detener al impaciente lector. ¡Realmente, una historia velluminosal —que tengo la intención no sólo de abreviar sino, además, explicar, anotar, entrecomillar, montelimar y rejalgar— porque es una narrativa que recompensa abundantemente al erudito capaz de aplicar esas tecnologías sensibles. De, con rostro empolvado y entintados dedos, acechar viudas jóvenes y bellas, viejos locos, cuernos, celos, asesinatos, jugo del maldito beleño, ejecuciones y cráneos; así como de dar una explicación completa de por qué, en el Hamlet de William Shakespeare, el mórbido príncipe parece no saber el verdadero nombre de su padre.
Muy bien, entonces:
Al parecer, en la última parte del reinado del ilustre rey Horwendillus de Dinamarca, su primer bufón, un tal maese Yorick, tomó por esposa a una niña sin hogar, atractiva y de cabellos de oro, llamada Ofelia; y entonces empezaron las dificultades... ¿Qué es esto? ¿Interrupciones ya? ¿No os he dicho, no acabo de escribir precisamente en este momento que Hamlet el bardo, es decir, el Amlethus de los daneses, se equivoca de medio a medio al creer que el nombre del fantasma será también Hamlet...? Un error que no sólo es poco usual sino poco filial, y no sólo poco filial sino, se podría decir, claramente antisaxogramatical, porque es contradicho nada menos que por la autoridad de la Historia de los daneses, de Saxo Grammaticus... Sin embargo, si os estuvierais callados y me escucharais, sabríais que no fue ninguna equivocación, sino la clave críptica con la que podrá descifrarse muy rápidamente el verdadero sentido de nuestro cuento.
Lo repito:
Horwendillus. Horwendillus Rex... ¿Más preguntas? Señor, claro está que el bufón tenía una mujer; puede que no aparezca en la obra del gran hombre, pero tendréis que admitir que es un accesorio necesario cuando un hombre quiere fundar una dinastía, y ¿qué otra cosa puede hacer?... ¿Podéis contestarme?... ¿Podría el viejo loco haber engendrado esa línea, ese verdadero monólogo de Yorick del cual el mal llamado pastor de Tristram no era más que una sílaba? Bueno, no os hará falta vellum antiguo para comprender que eso es la verdad, supongo. Santo Cielo, ¿el nombre de ella? Señor, debéis creerme bajo palabra. Pero ¿dónde está la dificultad? ¿Os imagináis que ese «Ofelia» era un nombre tan puñete-ramente insólito en un país en donde los hombres se llamaban cosa como Amlethus, Horwend&c, sí señor, y también Yorick? Bueno, bueno. Vamos a seguir.
Yorick se casó con Ofelia. Tuvieron un hijo. No discutamos más.
Por lo que se refiere a Ofelia: tenía menos de la mitad de los años de él y más del doble de su belleza, por lo que se podrá comprender al instante que lo que sigue puede atribuirse a divisiones y multiplicaciones. En suma, una tragedia aritmética. Una historia fúnebre para tipos fúnebres.
¿Cómo pudo ocurrir que aquel viejo loco invernal consiguiera una novia tan primaveral?... Una galerna maloliente sopla por los antiguos pergaminos. Es el aliento de Ofelia. La exhalación más podrida del Estado de Dinamarca; ¡una fetidez tibia de hígados de rata, pis de sapo, caza putrefacta, dientes cariados, gangrena, cadáveres de ahorcados, carne de bruja ardiendo, cloacas, conciencias de político, guaridas de mofeta, sepulcros y todas las cubas de encurtidos del Infierno! Por eso, cada vez que la joven beldad, cuya frágil perfección de rasgos hacía humedecerse los ojos de los hombres, se atrevía a abrir la boca... se hacía el vacío en torno a ella, un terreno despejado de unos cincuenta pies de radio al menos. De forma que el camino de Yorick hacia el matrimonio no se vio obstruido, y un pobre bufón debe casarse con quien pueda.
La cortejó con una pinza de madera en la nariz. El día de su boda, el rey, que quería a Yorick, le dio un regalo bien meditado: un par de tapones de plata para las narices. Así es como ocurrió: primero con pinzas, luego con tapones, nuestro bufón, sin duda, cuidaba su papel.
Así que ha quedado claro.
(Entra el príncipe Hamlet, con un látigo.)
La escena es una pobre alcoba en Elsinor. Yorick y su mujer reposan en su jergón, profundamente dormidos. Desordenados sobre una silla cercana: capucha, cascabeles, túnica, etc. En algún lado, un bebé duerme. Imaginaos al joven Hamlet aproximándose de puntillas a la cama; allí se tensa, se agacha; ¡hasta que por fin salta! Y ahora,
YOR (despertándose): ¡Oh, ah! ¿Qué hijo de puta es este Pelión que, cayendo de Ossa, así me quiebra la columna?
... Me interrumpo, porque se me ocurre una nota discordante: ¿qué hombre, despertado de la somnolencia más profunda por la llegada sobre su espalda de un principito de siete años, conservaría realmente el dominio de la metáfora y la cita clásica que indica ese texto? Tal vez a ese respecto no se pueda confiar totalmente en el pergamino; o quizá los bufones de Dinamarca eran de una erudición poco común. Algunas cosas no se sabrán nunca...
(Volviendo a nuestras ovejas.)
HAM: Yorick, ¡el día ha despertado! Cantemos a la aurora a coro.
OF (aparte): Mi marido nunca quiso a este príncipe; un mocoso pequeño y mimado, con esa maldición del insomnio, que nos contagia. Así es como nos despertamos cada mañana, con unas reales manos que nos arrancan el cabello a puñados, o con sus evidentes nalgas saltando en nuestro cuello. Si fuera hijo mío... ¡Buenos días, amable príncipe!
HAM: Así es, Ofelia. ¡Una canción de alborada, Yorick!
YOR: Quede para los pájaros. Mi pluma es demasiado venerable, ésa es la verdad. Hace tiempo que mis años me convirtieron en cuervo, o en lechuza. Ya no canto, pero grazno y ululo de una forma sumamente inapropiada.
HAM: ¡Calla! No escucharé más. Tu príncipe quiere una canción.
YOR: Sin embargo, oíd. La edad, Hamlet, es un sol poniente, y en mis años occidentales no debo cantar al día del oriente.
HAM: Basta. Vamos, canta. Te llevaré en mis hombros para oírte canturrear.
OF (aparte): A los siete es el Viejo del Mar; ¿quién sabe cómo será a los veintisiete?
YOR {cantando): En mi juventud, cuando amaba, amaba y parecíame agradable, Abreviar, ¡oh!, el tiempo en mi provecho. ¡Oh!, parecíame no haber nada comparable. Pero los años, con pasos furtivos, Me han clavado sus garras...
HAM: Yorick, para al instante con ese horrible maullido, que haya paz. YOR: ¿No te dije la verdad?
HAM: Basta. Diviérteme. Sí, cuéntame la historia de un gato, de un «mog waullador» como el que acabas de imitar insuperablemente.
YOR {aparte): Ahora tendré que cumplir esta penitencia por haber hecho lo que él quería. {En voz alta.) Todavía hay vida en este viejo chucho que cabalgas; de modo que dime, Hamlet, ¿por qué los gatos tienen nueve vidas?
HAM: No lo sé, pero por qué tienen nueve colas lo sé muy bien, y tú lo descubrirás pronto si tu acertijo se alarga.
OF {aparte): Este príncipe es tan cortante como su lengua; y el pobre Yorick más obtuso cada día. YOR: Entonces oye la respuesta. Todos los gatos miran a los reyes: pero mirar a un monarca es poner la vida en sus manos; y las vidas que esas manos sostienen se deslizan a menudo entre sus dedos y se pierden. Ahora, Hamlet, cuenta los espacios que hay en tus manos, quiero decir entre dedo y dedo, y dedo y dedo, y dedo y dedo, y dedo y pulgar. En las dos manos, cuenta ocho fisuras por las que puede escapar una vida. Sólo nueve vidas garantizarán que quede una al menos; y por eso nuestro gato, que mira al rey, tiene nueve.
OF: Muy ingenioso, marido.
HAM: ¡Un baile ahora! Bufón, haz tu oficio, y bailemos una alegre giga. YOR: ¿Seguirás entretanto aferrado a mis espaldas?
HAM: Lo haré; para meditar en lo que quiero. YOR (aparte y bailando): Hamlet, no te falta nada: sin embargo, Yorick encuentra que te falta algo.
Y todo esto con tapones afiligranados en la nariz, ¡tanto en las narices principescas como en las de bufón! El niño, llorando en su cuna, se queja tanto de su apéndice nasal taponado como del apéndice del látigo de Hamlet, que chilla y restalla para animar a su bípedo corcel danzante. ¿Qué pensar de un príncipe tan furioso? No hay duda de que odiaba a Ofelia; pero ¿por qué? ¿Por sus pestilentes vaharadas? ¿Por su soberanía sobre el bufón, que venera hasta sus pestañas? ¿O podría ser por esos capullos que se hinchan bajo su blusa, ese cuerpo del que él no dispone? A los siete años, el príncipe Amlethus se siente turbado por algo que tiene la muchacha, pero no puede darle nombre. Esos ardores juveniles se convierten en odio.
Quizá las tres cosas: su hedor; su robo del corazón de Yorick, porque, como todo necio sabe, el corazón de un bufón pertenece a su príncipe, porque ¿quién sino un bufón entregaría su corazón a un príncipe?; y, sí, también su belleza. No hay necesidad de elegir. Seamos glotones en nuestra comprensión y traguémonos la trinidad entera.
Evitaremos a Hamlet un juicio demasiado severo. Era un niño solitario, que veía en Yorick a un padre además de a un criado, es decir, al mejor, al padre perfecto, porque todo hijo haría de su padre un esclavo. Cuando Yorick canta, baila o le hace reír, el pálido príncipe ve a Horwendillus domado. Era un niño de mamá.
Los aledaños del pergamino —tendría que decir la tinta que hay sobre él— o, más exactamente aún, la mano que sostuvo la pluma —pero la mano ha muerto hace tiempo, y no quiero hablar mal de los difuntos—. Oh, ¡ *********! permitidme decir que el texto comienza a divagar, enumerando con espantoso detalle todos los crímenes cometidos por el príncipe contra la persona del bufón: cada huella de la real bota en sus nalgas, con una pormenorización completa de causas, efectos, ubicación, atuendo, circunstancias contingentes (lluvia, sol, tiempo tormentoso, granizo y otros fenómenos de la Naturaleza; o la ausencia de la madre de Hamlet, debido a la tiranía, incluso sobre los reyes, de las funciones naturales), descripciones de las caídas de culo del bufón, de la mata de hierba con que su nariz colisio-na, de la búsqueda posterior de los tapones de nariz perdidos; en pocas palabras, una lamentabilísima falta de concisión que rectificaremos aquí sin demora. El argumento está bien expuesto, creo. Desarrollarlo sería emular al príncipe, que arrollaba a Yorick con palos y látigos y Dios sabe qué... y seríamos temerarios si tratásemos a nuestro Lector (no siendo príncipes) como si fuera un bufón. (Y, no siendo príncipe, ¿qué tengo yo que ver con ese «nosotros» que recientemente se ha infiltrado, con ese plural cardenalicio que se han atrevido a asumir mis frases? ¡Fuera! Vuelta al corriente —poco corriente, porque es ciclópeo— «yo» singular.)
Una anécdota bastará.
Mientras cabalgaba a Yorick, Hamlet, con el látigo, abrió las cortinas de carne de las mejillas del bufón para dejar al descubierto el huesudo escenario de detrás. Al parecer, era un príncipe sensible; a caballo como iba, se le revolvió el gaznate ante aquel espectáculo sangriento.... Lector, el príncipe de Dinamarca, al tener su primer vislumbre de un cráneo, vomitó generosamente en el tintineante gorro de Yorick.
Me he esforzado hasta ahora por contar una historia delicada de carácter privado, con muchos toques delicados de psicología y muchos detalles materiales; pero no puedo mantener al gran Mundo alejado de mis páginas, porque lo que terminó en Tragedia comenzó como Política. (Lo que no puede sorprender mucho.)
Imaginaos un banquete en el fabuloso Elsinor: cabezas de jabalí, ojos de carnero, obispillos de ave, pechugas de oca, hígados de ternera, callos, huevas de pescado, piernas de venado, patas de cerdo (ésa es la anatomía de la mesa; si sus diversos platos se reunieran en un solo animal comestible, ¡resultaría un monstruo más extraño que cualquier hipogri-fo o ictiocentauro!)... Esta noche Horwendillus y su Ger-trude está agasajando a Fontinbras, confiando en aplacar su ansia territorial satisfaciendo la equiparable afición de su barriga por la expansión, lo que no exigiría más que matar al mencionado monstruo mítico, una estrategia más afortunada & sin duda más sabrosa que la guerra.
Y ¿no podría ser que F., viendo en la provista mesa los miembros despedazados de esa criatura terriblemente diversa y sumamente oculta, y construyendo con los ojos de su mente todo el animal híbrido, con cuernos en la gigantesca cabeza de pavo y pezuñas extrañamente situadas bajo su vientre escamoso y espinillas peludas, hubiera perdido todas ganas de luchar —temiendo enfrentarse en los campos de batalla daneses con la raza poderosa de cazadores capaces de matar una Cosa así— y, por consiguiente, hubiera dejado de desear a Dinamarca misma?
No importa. Me he detenido en el banquete sólo para explicar por qué esa reina Gertrude, superpreocupada por la diplomacia y asediada por diferentes clases de carne, no pudo subir a dar a su hijo las buenas noches.
Tengo que mostraros a Hamlet insomne en su lecho... pero ¿quién es capaz de pintar una ausencia?... Quiero decir de sueño y de un beso de madre en la mejilla... porque una mejilla no besada se parece en todo a una mejilla que no esperaba ser besada, y un muchacho horizontal en su camastro y sujeto a las tergiversaciones & otros frenesíes característicos del insomnio puede ser tomado sin embargo por un niño atormentado por una pulga; o febril; o irritado por habérsele prohibido la mesa de los mayores; o practicando la natación en ese mar textil; o D. sabe qué, porque yo no. Sin embargo, la ausencia, como es sabido, hace que las almas se quieran más; de forma que Amlethus se levanta y anda de puntillas por los pasillos del siguiente modo (cada punto representa la conjunción de una punta de pie con el suelo): /// etc. etc. hasta que (para ser tan brusco como él) llega a la habitación de Gertrude, se precipita en ella, y resuelve esperarla allí, para que pueda dársele lo que falta en su mejilla; un beso maternal de su madre, y entonces se dormirá.
(Como se vio, resultó un plan fatal.)
Y ahora, en pantomima, dejadme mostrar lo que siguió (porque tengo miedo de que mi escasa asignación de páginas se acabe antes que mi relato, de forma que, para compensar mi anterior verborrea, estos personajes míos quizá se vean obligados a recurrir a escenas mimadas, tableaux y otros medios aceleradores poco apropiados para el contenido trágico de la historia. Pero no hay nada que hacer; mi actual locura tediosa tiene que crear esos antiguos bufones. Y así la precipitación, reforzada por nuestro inevitable fin, hace Yoricks de todos nosotros):
Hamlet espantado: «¡Oigo voces en la puerta! ¡No sólo la de mi madre, sino también la de algún borracho camorrista!» «¡Rápido, escóndete!» «¿Pero dónde?» «¡El tapiz, no hay tiempo que perder!» Se esconde. (Y así se podrá decir que, en su vida posterior, se mató a sí mismo, porque el recuerdo de sí mismo-niño, acechando en aquel lugar, se volvió antiguo y polonio en su forma.)
¡Qué es lo que escucha! ¡Aquel hombre que gruñe y ruge! Los gemidos y chillidos de su madre —¡ay, frágiles gritos maternales!—. «¿Quién amenaza a la reina?» Bravamente, el príncipe mira por el borde del tapiz y ve...
... a SU PADRE cayendo salvajemente sobre la dama. Un Horvendillus que resopla como un cerdo y bajo el cual la reina Gertrude solloza y se debate... y luego guarda silencio, mientras su aliento resuena ronco en los oídos de Hamlet, como si ella tuviera la garganta obstruida.
El príncipe oye a la Muerte en esa voz, y comprende, con la agudeza de un niño de siete años, que su padre tiene intenciones asesinas.
¡Y entonces da un salto!
—¡Basta! ¡Basta os digo!
¡Su padre da un salto atrás! ¡La mano de su madre vuela a la garganta, confirmando los temores de Hamlet de que estaba siendo estrangulada! La situación es muy clara. Le he salvado la vida, piensa Amlethus orgullosamente. Pero el borracho Horwendillus agarra a su hijo & le pega & lo azota & le pega otra vez. Una curiosa forma de pegarle, porque introduce algo en la piel del príncipe... cuando la naturaleza de la mayoría de los castigos consiste en hacer salir el mal.
¿Qué es lo que ha penetrado con los golpes? Bueno, pues el odio; y oscuros sueños de venganza. Hamlet solo: Pero dejaré los soliloquios a plumas más hábiles. Mi pergamino guarda silencio sobre lo que sintió Hamlet encerrado & golpeado en su habitación. Deducid sus pensamientos de lo que hizo.
Si lo deseáis, podéis verlo obsesionado. Un fantasma hor-wendilliano titila ante sus ojos y parece arrancar a la reina el último aliento. Los ojos de Amlethus, visionarios por el miedo, observan al espantoso espectro mientras asesina a la reina Gertrude mil y más veces, unas cayendo sobre ella en el baño para ahogarla (las burbujas de jabón mueren en sus labios) y otras estrangulándola ante su espejo, obligándola así a ver su propio tránsito.
Lector, mira los sueños de Hamlet: mira con sus ojos la quimera de Horwendillus, los dedos de él en el cuello de su madre, en jardines, cocinas, salas de baile y cobertizos de plantas; en sillas, camas, mesas & suelos; en público y en privado, de día y de noche, antes y después del almuerzo, mientras canta y cuando está callado, vestido y desnudo, embarcado o a caballo, entronizado o en su orinal... y podrás comprender por qué él, el príncipe, considera ahora su reciente «salvación», no como un fin sino sólo como un principio para su amorosa ansiedad; por qué se tortura el cerebro para encontrar alguna conclusión permanente de su miedo. —Y así nace la Intriga, concebida por la Urgencia con el Odio, siendo su órgano generativo el látigo real que hirió sus reales nalgas, administrando a aquellos mofletes inferiores un yorickeo como los que él había infligido a menudo al Bufón.
Y la intriga comienza a converger sobre Yorick; el amargo Hamlet utilizará al bufón como instrumento de venganza.
Ahora podéis ver cómo dos odios se funden: en el cerebro colérico de Hamlet su furia une (se podría decir también casa) a Ofelia y al Rey. Ve cómo su dura ira puede abatir a esos dos pájaros (porque es una ira de Medusa, capaz de transformar la carne yóricka en mortífero granito).
Y, por último, escucháis al príncipe niño en su habitación, dando vueltas & más vueltas, con un acertijo sombrío goteando de sus labios:
No líquido, o sólido, o aire gaseoso, No gusto, ni olores, ni cuerpo enjundioso. Se puede emplearlo muy bien o muy mal. Vertido al oído resulta fatal. —Así que, Lector, mi enhorabuena.
Tu imaginación, de la que han salido todas esas oscuras suposiciones (porque inicié este pasaje jurándome guardar silencio), ha demostrado con ellas ser más convincente & fecunda que la mía.
Tan bien, tan exactamente has supuesto, que mis tareas se han hecho muy breves. Sólo queda llevar a Hamlet y Yorick, el uno a hombros del otro como es su costumbre, a una Plataforma bajo el Castillo de Elsinor —en donde el joven príncipe echará un veneno mágico en el oído de Yorick y el Bufón se hundirá en locas Alucinaciones.
Lo habéis entendido todo. El fantasma del padre vivo de Hamlet se aparece para acosar al pobre Yorick; y el veneno conjura a un segundo fantasma no difunto. ¡Es Ofelia, la mujer de Yorick, con los vestidos en desorden y el cuerpo enlazado en torno al del Rey con esplendor traslúcido y ectoplasmático!
¿ Qué era el veneno del príncipe?
Resuelve tu propio acertijo, Lector, y lo sabrás... Bueno, no importa, lo resolveré por ti. Era la
PALABRA
¡Oh veneno mortífero entre todos! Al ser insustancial, aunque muy serpentino, no tiene antídoto. Para decirlo claramente, Hamlet convence al Bufón de su padre de que Horwendillus y Ofelia, de que la señora Yorick y el Rey... no, no puedo decir la terrible palabra del acto, porque, en verdad, ¡nada se hizo! —Y posiblemente (en este lugar, el pergamino está manchado por lágrimas antiguas o algún otro fluido salado), el cruel muchacho aportó «pruebas»; ¿un par de tapones de otro para la nariz, envueltos en un billete amoroso falsificado? ¿O fue un pañuelo? No importa. El daño está hecho, y Yorick es un bufón multiplicado: siempre Bufón de oficio, se ha convertido en doblemente estúpido al ser el primo del Príncipe y (a sus propios ojos, porque, tal como lo entiende, parece un bufón a los ojos de los amantes) también en un asno, un asno de apariencia sumamente bufonesca por los cuernos de cornudo entre las orejas.
Lo más raro de todo —y éste es el oscuro centro de la cuestión—, al convertirse en un bufón natural sacrifica los privilegios del bufón profesional. Un bufón era una curiosa clase de necio, porque su librea le permitía decir cosas sabias y hacer que se rieran de ellas; decir la verdad, pero conservando la cabeza, aunque ésta tintinease con tontos cascabeles. Sí, los Bufones eran sabios, tan sabios como relojes, porque sabían lo que era su tiempo. Pero ahora ese Yorick como un reloj cambia; engañado por el príncipe, comienza a hacer el bufón... a hacerlo realmente, es decir, a declamar, a rugir, a actuar como un marido celoso, con seriedad mortal.
Lo que era precisamente la intención de Hamlet: obligar al Bufón a una fatal bufonada. Ya he dicho que él veía al Bufón como un segundo padre apayasado; ese padre susti-tutivo ha sido ahora lanzado, por unas palabras venenosas, contra su real señor.
En cuanto al resto:
Horwendillus duerme solo en su Getsemaní. Entra Yorick, con jugos del maldito beleño en una redoma. El veneno que Hamlet vertió en su oído se ha precipitado, o así parece imaginariamente, en ese frasquito; —y del frasquito pasa al oído del rey—. Y ésa es la muerte de Horwendillus; mientras que Ofelia, acusada y rechazada por Yorick, pierde la razón y yerra por el palacio con una locura florida, hasta que muere de pesar —locura que da la clave a Claudius, que descubre entonces el crimen, y Yorick va a parar al cadalso, y se acabó.
—¡Pero hay un misterio, una mano desconocida que interviene! Porque alguien, que no puedo nombrar, recupera la Cabeza Cortada; y, con todos los sobornos y cuchicheos necesarios, consigue hacer que la entierren allí, en donde, muchos años después, el príncipe se enfrentará con su culpa huesuda y sonriente. De esa forma, un burlón sin rostro, algún amante del ingenio inteligente del bufón, hace de su cabezota desechada una diversión sumamente «capital» (aunque imprevista). Tampy tam, tampy tam, y un tampy tampy tam... Lector, el tiempo pasa, y cada uno pasa el tiempo a su estilo agradable, ya sea tamborileando con los dedos, o durmiendo, o cortejando, o consumiendo ristras de salchichas, o como nos place; mi costumbre es tararear, de manera que tam tam tampty tam. (Si la melodía te molesta, vete a pasar el rato a otro lugar; la libertad es un spaniel que se debilita y se pone fofo si no hace ejercicio, de manera que, señor, haga hacer ejercicio a su perro, ése es el truco.)
—Sin embargo, volviendo después de muchos años a nuestro Escenario, ¿qué es lo que vemos? No a Yorick; está muerto. Entonces, al espectro de Yorick. Porque parece acosar a los vivos, de forma que podemos llamarlo un Fuego In-Fatuo... Lector, ¡cuántas cosas se han torcido en Elsinor! Gertrude, criminalmente «salvada» por su hijo de su primer y nada criminal esposo, guardó luto muchos años, mientras Claudius gobernaba. (£n esto, es cierto, mi historia difiere de la de maese Chakespire, y echa a perder al menos un gran soliloquio. No tengo otra defensa que ésta: esos asuntos están ocultos en la antigüedad y no hay certeza en ellos; de manera que dejemos que las distintas versiones de la historia coexistan, porque no hay necesidad de elegir. O ésta: cuando la reina Gertrude se casa por fin con Claudius, los años intermedios, en la mente perturbada de Hamiet, se ven acordeonados, confundidos, comprimidos; de forma que el paso de su niñez, adolescencia y juventud no le parece durar más de dos meses [no, no tanto, dos no]... y esto es plenamente comprensible, porque ¿no han pasado en el breve lapso de tiempo en que tarareé mi tampy tam? ¿No han pasado en los pocos minutos en que paseaste a Libertad, tu perra spaniel? Bueno, entonces tienes dos argumentos incontestables en lugar de uno; y eso bastará, espero.)
Como iba diciendo: ¡Gertrude se casa! Y ahora, los celos del Yorick muerto, desalojados del cadáver del bufón y en busca de un nuevo hogar, lo encuentran en Hamiet. Es evidente —así trama Hamiet— que el Rey Claudius debe ser acusado del asesinato de su hermano, y hay que mostrar que la ejecución de Yorick fue un camuflaje, el tapiz tras el que se escondía la Verdad. De forma que el espectro del Asesino es invocado por segunda vez, y Hamiet, en su pasión por su madre, lo ve andando por las murallas de Elsinor.
Pero este Fantasma tiene su propio nombre: por el cual el príncipe, el acusador, es acusado. Acosado por el Fantasma de su crimen, comienza a perder la razón. Su propia Ofelia lo trata mal, como sabéis; su cerebro desarreglado la confunde con el recuerdo insoportable de la esposa falsamente calumniada y espantosamente olorosa; hasta que por fin el príncipe, que en otro tiempo transformó la Palabra en Veneno, bebe de una copa envenenada... y entonces hay marchas fúnebres, y también marchas para los vivos: el viejo Fortinbras, a quien no se ha invitado a comer desde hace demasiado tiempo, se traga a cambio a Dinamarca.
El hijo de Yorick sobrevive y deja el escenario de la tragedia de su familia; recorre el mundo, sembrando su semilla en tierras lejanas, de oeste a este y otra vez de vuelta; y siguen generaciones multicolores que terminan (lo revelo ahora) en el actual y humilde AUTOR; cuya ascendencia puede ser probada por el hecho, que tiene en común con toda la triste línea de su familia, de que su principal debilidad es contar un género particular de Cuento, que hombres eruditos han llamado chanteclérico, y también táurico.
—Y precisamente con esta última confesión llega a su terminación uno de esos cuentos sin pies ni cabeza.
Trad. Miguel Sáenz
México, Plaza & Janés, 1997
Retrato de SR: Riber Hansson