Salman Rushdie: El último suspiro del Moro (Cap. II, 10)

6 de julio de 2009









Lo diré otra vez: desde el momento en que fui concebido, como un visitante de otra dimensión, de otra línea del tiempo, he envejecido dos veces más rápidamente que la vieja tierra y todo y todos los que están sobre ella. Cuatro meses y medio de la concepción al parto: ¿cómo podía mi evolución a paso ligero dejar de provocar en mi madre el más difícil de los embarazos? Tal como yo veo, con mi fantasía, la hinchazón acelerada de su vientre, a nada se parece tanto como a un efecto especial cinematográfico, como si, bajo la influencia de algún botón genético dos veces apretado, sus pixels biológicos se hubieran vuelto majaras y le empezaran a morfear el cuerpo, que protestaba tan violentamente que los efectos exteriores acelerados de mi gestación se hacían realmente visibles a simple vista. Engendrado en una colina, nacido en otra, alcancé proporciones de colina cuando hubiera debido estar en la etapa de pequeña topera... Quiero decir que, aunque no se puede discutir que fui concebido en la Lord’s Central de Matheran, resulta también incontestable que, cuando el Bebé Gargantúa Zogoiby lanzó su primero y sorprendente berrido en la clínica de maternidad y convento privados y de dite de las Hermanas de María Gratiaplena en Altamount Road (Bombay), su desarrollo físico estaba ya tan avanzado —una generosa erección servía en cierto modo para impedirle el paso por el conducto del parto—, que nadie en su sano juicio hubiera pensado en llamarlo semiformado.

¿Prematuro? Posmaturo más bien. Cuatro meses y medio en lo húmedo y viscoso me parecieron demasiado largos. Desde el comienzo —desde antes del comienzo- supe que no tenía mucho tiempo que malgastar. Al pasar de las aguas perdidas hacia el aire necesario, sólidamente encajado en los pasajes inferiores de Aurora por la decisión, un tanto militar, de mi ya-sabéis, de dar solemnidad a aquel momento poniéndose firmes, decidí hacer saber a la gente la urgencia de mi problema y solté un fuerte gemido bovino. Aurora, al oir mi primer sonido que surgía del interior de su cuerpo (y dándose cuenta, también, del inmenso tamaño de lo que esperaba ser nacido), se sintió a un tiempo horrorizada e impresionada; pero, naturalmente, no le faltaron las palabras.

—Después de nuestras Eeny-Meeny-Miney —gritó ahogadamente a la asustada comadrona eclesiástica, que parecía haber oído una jauría del Infierno—, creo, hermana, que aquí llega Moo.

De Moo a Moro, del primer vagido al último suspiro: de tales ganchos cuelgan mis relatos.

Cuántos de nosotros sentimos, en estos tiempos, que algo que ha pasado demasiado rápidamente se está acabando: un momento de la vida, un período histórico, una idea de la civilización, un giro en el rodar del mundo indiferente. Mil eras son a Tus ojos, cantan en la catedral de Santo Tomás a su sin-duda-inexistente Dios, como una tarde transcurrida; por eso, podría limitarme a señalar, oh mi lector omnipotente, que yo también he estado transcurriendo con demasiada rapidez. Una existencia a doble velocidad sólo permite la mitad de una vida. Breve como el reloj que acaba la noche /Antes del sol matutino.

No hacen falta explicaciones sobrenaturales; bastará con algún follón en el ADN. Con algún trastorno de envejecimiento precoz en el programa central, que se traduce en la producción de demasiadas células de corta vida. En Bombay, mi vieja ciudad natal de casuchas y rascacielos, creemos que estamos en el súmmum de la edad moderna y alardeamos de que somos rápidos seguidores natos de la tecnología, pero eso sólo es cierto en los rascacielos de nuestras mentes. Abajo, en los suburbios de nuestros cuerpos, seguimos siendo vulnerables a los trastornos más trastomantes, los escorbutos más escorbúticos, las pestes más apestosas. Puede haber gatitos domésticos rondando por nuestros áticos de lujo, relucientes y por las nubes, peor no anulan la corrupción infestada de ratas de las cloacas de sangre.

Si un parto es la lluvia radiactiva de la explosión causada por la reunión de dos elementos inestables, quizá no podamos esperar más que un período de semidesintegración. Del convento de Bombay a la locura de Benengeli, el viaje de mi vida ha necesitado sólo treinta y seis años civiles. Pero ¿qué queda de aquel gigante joven y tierno de mi juventud? Los espejos de Benengeli reflejan un caballero de cabello tan blanco, tan escaso y tan sinuoso como la cabellera, hace tiempo desaparecida, de su abuela Epifania. Su rostro es demacrado, y su cuerpo alargado, nada más que el recuerdo de una antigua y lenta gracia de movimientos. El perfil aquilino es ahora meramente ganchudo, y los labios, femeninamente llenos, se han adelgazado, lo mismo que la cada vez más reducida corona de cabellos. Un viejo sobretodo de cuero castaño, sobre una camisa a cuadros manchada de pintura y unos pantalones de pana sin forma, con los faldones colgando como un ala rota. Con su cuello de pollo y su pecho de pichón, este veterano huesudo y polvoriento conserva todavía un porte admirablemente erguido (siempre pude andar con un jarro de leche cómodamente equilibrado sobre mi cabeza); pero, si pudierais verlo, y tuvierais que adivinar su edad, diríais que está listo para la silla de ruedas, la comida blandita ylos pantalones remangados, ylo pondríais a pastar como aun viejo caballo, o—si por casualidad no estabais en la India— quizá lo mandaseis a un asilo. Setenta y dos años, diríais, y la mano derecha deformada como una porra.


«Nada que creciera tan deprisa hubiera podido crecer como es debido», pensaba Aurora (y más tarde, cuando empezaron nuestras dificultades, me lo decía en voz alta a la cara). Llena de repugnancia ante mi deformidad, trató en vano de consolarse: «Es una suerte que sea sólo una mano.» La comadrona, la hermana John, se lamentaba de la tragedia en nombre de mi madre, porque, para su forma de pensar (que no era tan diferente de la de mi propia madre), una anomalía física sólo estaba una muesca más abajo que una enfermedad mental en la escala de la vergüenza familiar. Fajó al bebé de blanco, tapando tanto la mano buena como la mala; y, cuando entró mi padre, le tendió aquel fardo pasmosamente enorme con un sollozo sofocado... y tal vez sólo semihipócrita.

—Un bebé tan hermoso de una familia tan fina -dijo sorbiendo por la nariz—. Alégrese humildemente, Mr. Abraham, de que el Señor Omnipotente haya infligido a su hijo esa penosa-penosa herida de amor.

Aquello, naturalmente, fue demasiado para Aurora; mi mano derecha, por repulsiva que fuera, no era un asunto en el que pudieran inmiscuirse los no miembros de la familia ni los dioses.

—Llévate a esa mujer de aquí, Abe —rugió mi madre desde la cama—, antes de que yo misma le infligifique algunas heridas penosas-penosas.

Mi mano derecha: los dedos soldados en un trozo de carne indiferenciado, el pulgar como una verruga atrofiada. (Hasta hoy, cuando doy la mano, tiendo mi izquierda normal, invertida, con el pulgar apuntando al suelo.)

—Hola, boxeador —me saludó Abraham abatido, mientras examinaba mi estropeado miembro—. Qué pasa, campeón. Créeme: con un puño así, tumbarás al mundo entero.

Y ese esfuerzo paterno de hacer de tripas corazón en un mal negocio, con la boca deformada por el dolor, resultó ser nada menos que una profecía, nada más que la simple verdad.

Para no ser menos en ver-el-lado-bueno-del-asunto, Aurora —que no estaba dispuesta a permitir que su embarazo más difícil terminara con nada que no fuera un triunfo— se guardó su horror y asco, confinándolo a un sótano húmedo y malsano de su alma, hasta el día de nuestra última pelea, en que lo soltó, cuando se había vuelto monstruosoy babeante, y dejó que aquella bestia encerrada hiciera por fin lo que quisiera... De momento, sin embargo, prefirió subrayar el milagro de mi vida, de mi tamaño extraordinariamente más-que-crecido, y de la asombrosa velocidad de gestación, que tanto le había «jorobado», pero que demostraba también que debía tratarse de un niño entre un millón.

—Esa maldita idiota de la hermana John tenía razón en una cosa —dijo, cogiéndome en brazos—. Es el más hermoso de nuestros hijos. En cuanto a esto, ¿qué es esto? Nada. Hasta una obra maestra puede tener un pequeño tiznón.

Con esas palabras asumió la responsabilidad artística de su trabajo; mi manaza machacada, este trozo de carne tan deforme como el propio arte moderno, fue nada más que un desliz del pincel genial. Luego, en un nuevo acto de generosidad —¿o fue una mortificación de la carne, un castigo autoinfligido por su instintiva repulsión?— Aurora me hizo un regalo mayor aún.

—El biberón de Miss Jaya estaba bien para las chicas —anunció—. Pero a mi hijo lo alimentaré yo misma.

Yo no discutí; y me aferré firmemente a su pecho.

—Mira qué hermoso —ronroneó decididamente Aurora—. Sí, bebe hasta hartarte, mi pequeño pavo real, mi mór. (...)





Trad. de Miguel Sáenz
Ilustración portada: Dennis Leigh
Barcelona, Plaza & Janés, 1995





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