Tácito: La muerte de Séneca

1 de septiembre de 2013




LX. El primero a quien después de éste [Pisón] hizo matar Nerón fue Plaucio Laterano, nombrado cónsul; y con tanta prisa, que no se le permitió el abrazar a sus hijos, ni aquella breve dilación de escoger la forma de muerte, que se daba a otros; antes llevado al lugar donde suelen justiciarse los esclavos (6), fue allí muerto cruelmente por manos de Estacio, tribuno; conservando con gran constancia un generoso silencio, sin dar en rostro al tribuno con la conciencia de la misma culpa. Siguió a esta muerte la de Anneo Séneca, muy agradable al príncipe; no porque se hallase contra él culpa alguna en la conjuración, sino por ejecutar con hierro lo que no había podido con veneno; porque hasta entonces no había sido nombrado más que por Natal sólo, quien dijo que Pisón le había enviado a visitar a Séneca estando enfermo y a dolerse con él de que no consentía que le visitase; añadiendo que era mejor poner nuevas raíces a su amistad, tratándose y comunicándose familiarmente, y que Séneca había respondido que el conversar entre sí y verse a menudo no era conveniente a ninguno de los dos; pero que su salud pendía de la salud y seguridad de Pisón. Estas palabras mandó el príncipe que refiriese a Séneca Granio Silvano, tribuno de una cohorte pretoria, y que le preguntase si era verdad que hubiese pasado aquel coloquio entre él y Natal. Había casualmente Séneca (otros dicen que de industria) vuelto aquel día de Campania, y alojádose en una quinta suya, a una legua de la ciudad, donde cerca de la noche llegó el tribuno; y después de haber hecho cercar la quinta de escuadras de soldados, hallando a Séneca cenando con Pompea Paulina, su mujer, y dos amigos, le notificó las comisiones que llevaba del emperador.

LXI. Respondió Séneca: Que era verdad que había venido a él Natal de parte de Pisón, quejándose de que queriendo visitarle se le había negado la entrada; que a esto se había excusado con su enfermedad y con el deseo que tenía de quietud; y que en lo demás, nunca había tenido causa para anteponer a su propia salud la de un hombre particular; ni él de su naturaleza era inclinado a lisonjas, como mejor que otro alguno lo sabía el mismo Nerón; el cual había hecho más veces experiencia de la libertad de Séneca, que de su servil adulación. Referida por el tribuno esta respuesta al príncipe en presencia de Popea y de Tigelino, que era el consejo secreto con quien resolvía el modo de ejercitar su crueldad, le preguntó si Séneca se preparaba para tomar una muerte voluntaria, y afirmando el tribuno que no había conocido en él señal alguna de temor ni de tristeza en palabras ni en rostro, se le manda que vuelva y que le notifique la muerte. Escribe Fabio Rústico, que no volviendo el tribuno por el mismo camino por donde había venido, torció por casa del prefecto Fenio, y que dándole cuenta de la orden que llevaba de César y preguntándole si la obedecería con vileza y cobardía fatal de todos, le respondió que la obedeciese; porque también Silvano era de los conjurados, aunque ahora acrecentaba aquellas maldades, en cuya venganza había consentido como los demás. Con todo eso, no quiso ver ni hablar a Séneca; antes envió en su lugar a un centurión que le notificase la última necesidad.

LXII. Séneca, sin temor alguno, pidió recado para hacer testamento, y negándoselo el centurión, vuelto a sus amigos les dice: que pues se le impedía el reconocer y gratificar sus merecimientos, les dejaba una sola recompensa, aunque la mejor y más noble que les podía dar, que era el espejo y ejemplo de su vida; del cual, si tenían memoria, sacarían una honrada reputación y el loor de haber conservado y sabídose aprovechar del fruto de tan constante amistad. Y juntamente, ya con amorosas palabras, ya con severidad a manera de corrección, les hacía dejar el llanto y los procuraba reducir a su primera firmeza de ánimo, preguntándoles: ¿dónde estaban los preceptos de la sabiduría; dónde la disposición preparada con el discurso de tantos años para oponerse a cualquier accidente y eminente peligro? Porque a todos era notoria la crueldad de Nerón, a quien no quedaba ya otra maldad por hacer, después de haber muerto a su madre y hermano, sino el quitar la vida a su ayo maestro.

LXIII. Después de haber dicho en general éstas y semejantes cosas, abraza a su mujer, y habiéndole mitigado algún tanto la fuerza del temor presente, le exhorta y le ruega que trate de templar y no de eternizar su dolor, procurando con la contemplación de su vida pasada virtuosamente tomar algún honesto consuelo y en su manera olvidar la memoria de su marido. Ella, en contrario, afirmando que también tenía hecha resolución de morir entonces, pide con gran instancia la mano del matador. Con esto, Séneca, no queriendo impedirle su gloria, y juntamente amándola con ternura, por no dejar a tan caras prendas en poder de tantas injurias y tan crueles destrozos, le dijo: Yo te había mostrado los consuelos que había menester para entretener la vida; mas veo que tú escoges la gloria de la muerte. No pienso mostrar que te tengo envidia al ejemplo que has de dar de ti, ni estorbarte esta honra. Sea igual entre nosotros dos la constancia de nuestro generoso fin; aunque es cierto que el tuyo resplandecerá con mayor excelencia. Después de esto se cortaron a un mismo tiempo las venas de los brazos. Séneca, porque siendo ya muy viejo y teniendo el cuerpo muy enflaquecido con la larga abstinencia despedía muy lentamente la sangre, se hace cortar también las venas de las piernas y los tobillos. Y cansado de la crueldad de aquellos tormentos, por no quebrantar con las muestras de su dolor el ánimo de su mujer, y por no deslizar él en alguna impaciencia, viendo lo que ella padecía, la persuade a que se retire a otro aposento. Y sirviéndose de su elocuencia hasta en aquel último momento de su vida, llamando quien le escribiese dictó muchas cosas que, por haber quedado en el vulgo con las mismas palabras, excusaré el referirlas.

LXIV. Mas Nerón, no teniendo odio particular contra Paulina y por no hacer más aborrecible su crueldad, mandó que se le estorbase la muerte. Y así, a persuasión de los soldados, sus propios esclavos y libertos le vendan las incisiones de las venas y le restañan la sangre. No se sabe si con su consentimiento; porque, como quiera que el vulgo se inclina siempre a los peores juicios, no faltó quien creyese que mientras juzgó por implacable la ira de Nerón, deseó la fama de imitar y acompañar en la muerte a su marido; mas que habiéndosele ofrecido después más blandas esperanzas, se dejó vencer de la dulzura de la vida; a la cual añadió después bien pocos años, con una loable memoria de su marido y con un color pálido en el rostro y miembros, que se mostraba bien haber perdido mucha parte del espíritu vital. Séneca, entretanto, durándole todavía el espacio y dilación de la muerte, rogó a Estacio Anneo, en quien tenía experimentada gran amistad y no menor ciencia en la medicina, que le trajese el veneno ya de antes prevenido, que era el que solían dar por público juicio los atenienses a sus condenados; y habiéndoselo traído, le tomó, aunque sin algún efecto, por habérsele ya resfriado los miembros y cerrado las vías por donde pudiese penetrar la violencia de él. A lo último, haciéndose meter en el aposento donde había un baño de agua caliente, y rociando con ella a sus criados que le estaban más cerca, añadió estas palabras: Este licor consagro a Júpiter librador. Metido de allí en el baño, y rindiendo el espíritu con aquel vapor, fue quemado su cuerpo sin pompa o solemnidad alguna, como antes lo había ordenado en su codicilo, mientras hallándose todavía rico y poderoso iba pensando en lo que se había de hacer después de sus días.

LXV. Hubo fama que Subrio Flavio había tratado secretamente con los centuriones, y no sin sabiduría de Séneca, que después de haber muerto a Nerón con el favor y ayuda de Pisón, fuese muerto también el mismo Pisón, y se entregase el Imperio a Séneca, como a hombre inculpable y por el esplendor de sus virtudes merecedor de aquella suprema grandeza; y hasta las palabras mismas de Flavio andaban también en boca del vulgo. Honrado trabajo fuera el nuestro -decía él- si para remedio de la afrenta pública quitásemos el Imperio a un tañedor de cítara para darle a un farsante de tragedias. Decía esto Flavio, porque así como Nerón acostumbraba a cantar al son de la cítara, así también Pisón cantaba en el tablado vestido en hábito trágico.

















Anales, Libro XV - Parte segunda
Edición Chantal López y Omar Cortés
Mexico, Biblioteca Virtual Antorcha
Sin mención de traductor
Original en latín
Foto: Séneca (Busto romano, Berlin 2009)
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos




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