Elías Canetti y Goethe

27 de octubre de 2011




Si a pesar de todo sigo vivo se lo debo a Goethe, como sólo a un dios puede debérsele algo. No es una de sus obras, es el clima sentimental y el cuidado y la minuciosidad de una existencia llena lo que de repente me subyugó. Da igual por dónde lo abra, puedo leer aquí unos poemas, allí unas cartas o algunas páginas de un relato; a las pocas frases se apodera de mí y me llena de una esperanza que ninguna religión puede darme. Sé muy bien qué es lo que las más de las veces actúa sobre mí. A lo largo de los años, he creído, de un modo supersticioso que la tensión de un espíritu rico, amplio y abierto tiene que expresarse en cada uno de sus momentos. Que nada podía ser pálido e indiferente; es más, que ni siquiera apaciguadoras deberían ser las cosas. Desprecié la salvación y la alegría. La revolución fue para mí una especie de modelo, y algo así como una revolución incesante, jamás satisfecha, iluminada por momentos súbitos e imprevisibles era la vida del ser humano. Me avergonzaba de tener algo; incluso para el hecho de tener libros inventé ingeniosas excusas y complicados subterfugios. Me avergonzaba del sillón en el que me sentaba para trabajar si no era suficientemente duro, y en ningún caso aquel sillón podía ser mío. Sin embargo, este modo de ser fogoso y caótico era así sólo en teoría. En realidad cada vez había más zonas del saber y del pensar que despertaban mi interés sin que yo las tragara inmediatamente, que iban tomando cuerpo sin hacer ruido e iban creciendo de año en año -como ocurre con las personas sensatas también-, zonas del saber y del pensar que yo no rechazaba como extrañas, a no ser que empezaran a hacer ruido inmediatamente; que prometían frutos para mucho más tarde y que luego, realmente, de vez en cuando los daban. De este modo, casi sin darme cuenta, fue creciendo algo así como un espíritu; pero este espíritu estaba bajo el dominio de un déspota antojadizo que ponía inquietud y violencia en todo, que hacía una política exterior tan falsa, perezosa e impulsivo que todo iba siempre al revés y que, por lo demás, era sensible al halago de cualquier gusano. Creo que a Goethe le toca liberarme de este despotismo. Antes de leerle por segunda vez -para dar sólo este ejemplo- me había avergonzado siempre un poco de mi interés por los animales y de los conocimientos sobre ellos que poco a poco había ido adquiriendo. No me atrevía a confesarle a nadie que en estos momentos, en medio de esta guerra, las yemas de las plantas pueden fascinarme y estimularme tanto como un ser humano. Prefería leer mitos que cualquiera de los complicados productos de la Psicología moderna; y para justificar ante mí esta sed de mitos, convertía a éstos en una cuestión científica, fijaba toda mi atención en los pueblos de los que habían surgido y los ponía en conexión con la vida de estos pueblos. Pero lo único que me importaba eran los mitos mismos. Desde que leo a Goethe, todas mis empresas me parecen legítimas y naturales; no es que sean sus empresas, son otras, y es muy dudoso que puedan conducir a algún resultado concreto. Pero él me autoriza: ¡haz lo que tengas que hacer –dice-, aunque no sea nada arrebatado y ardiente, respira, observa, medita!



En La provincia del hombre 
Versión castellana de Eustaquio Barjau
Madrid, Taurus, 1982


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