Roland Barthes - La que ve claro (texto de 1954-56)

18 de julio de 2010





Hoy el periodismo está volcado a la tecnocracia y nuestra prensa semanal es la sede de una verdadera magistratura de la conciencia y del consejo, como en los más bellos tiempos de los jesuitas. Se trata de una moral moderna, es decir, no emancipada sino avalada por la ciencia y para la que se requiere menos el parecer del sabio universal que el del especialista. Cada órgano del cuerpo humano (pues debemos partir de lo concreto) tiene su técnico, papa y sabio supremo a la vez: el dentista de Colgate para la boca, el médico de "Doctor, respóndame" para las hemorragias nasales, los ingenieros del jabón Lux para la piel, un padre dominico para el alma y la cronista de las revistas femeninas para el corazón.

El corazón es un órgano hembra. Tratarlo exige, dentro del orden moral, una competencia tan particular como la del ginecólogo en el orden fisiológico. En consecuencia la consejera ocupa su puesto gracias a la suma de sus conocimientos en materia de cardiología moral; pero también hace falta un don caracterológico, que es, como se sabe, la marca gloriosa del médico práctico francés (por ejemplo frente a sus cofrades norteamericanos); la alianza de una experiencia muy larga que implica una edad respetable y de una juventud de corazón eterna, define en este caso el derecho a la ciencia. La consejera del corazón presenta un tipo francés prestigioso, el del regañón bienhechor, dotado de una sana franqueza (que puede llegar hasta el maltrato), de una gran vivacidad de réplica, de una cordura esclarecida pero confiada y cuya ciencia, real y modestamente oculta, siempre está sublimada por el sésamo de la contenciosa moral burguesa: el buen sentido.

En lo que el correo tiene a bien mostrarnos de ellas, las consultantes son cuidadosamente despojadas de toda condición: así como bajo el escalpelo imparcial del cirujano se pone generosamente entre paréntesis el origen social del paciente, bajo la mirada de la consejera, la postulante se reduce a un puro órgano cardiaco. Sólo la define su calidad de mujer: la condición social está tratada como una realidad parásita inútil, que podría estorbar el cuidado de la pura esencia femenina. Sólo los hombres, raza exterior que forma el "tema" del consejo, en el sentido logístico del término (aquello de lo que se habla), tienen derecho a ser seres sociales (es necesario, desde el momento que ellos aportan); se les puede, pues, fijar una meta: en general, será la del industrial que ha triunfado.

La humanidad del correo sentimental reproduce una tipología esencialmente jurídica; fuera de todo romanticismo o de toda investigación más o menos real de lo vivido, sigue un orden estable de las esencias: el del Código Civil. El mundo-mujer se reparte en tres clases, de estatuto diferente: la puella (virgen), la conjux y la mulier (mujer no casada, o viuda, o adúltera, pero de todas maneras sola en el presente y que ha vivido). Enfrente está la humanidad exterior, la que resiste o amenaza: en primer lugar, los parentes, que poseen la patria potestas; después el vir, el marido o el varón, que también detenta el derecho sagrado de sojuzgar a la mujer. Se ve claramente que, a pesar de su aparato novelesco, el mundo del corazón no es un mundo improvisado: reproduce siempre y a todo precio relaciones jurídicas estereotipadas. Inclusive cuando dice yo, con la voz más desgarradora o más ingenua, la humanidad del correo sólo existe a priori como suma de un pequeño número de elementos fijos, con nombres, los mismos de la institución familiar: el correo postula la familia en el momento mismo en que parece darse como tarea liberadora exponer los interminables pleitos que ella produce.

En ese mundo de esencias, la mujer tiene como esencia el estar amenazada, a veces por los padres, más a menudo por el hombre: en ambos casos, el matrimonio jurídico es la salvación, la resolución de la crisis. No importa que el hombre sea adúltero, seductor (amenaza ambigua por otra parte) o refractario; el matrimonio como contrato social de apropiación siempre resulta la panacea. Pero la inflexibilidad de la meta obliga, en caso de dilación o de fracaso (y por definición es el momento en que el correo interviene), a conductas irreales de compensación: las vacunas del correo contra las agresiones o los abandonos del hombre apuntan a sublimar la derrota, ya sea santificándola bajo forma de sacrificio (callarse, no pensar, ser buena, tener esperanza), o bien reivindicándola a posteriori como una pura libertad (no perder la cabeza, trabajar, burlarse de los hombres, cerrar filas entre mujeres).

Así, sean cuales fueren las contradicciones aparentes, la moral del correo jamás postula para la mujer otra condición que no sea parasitaria: sólo el matrimonio, nombrándola jurídicamente, la hace existir. Se vuelve a encontrar la misma estructura del gineceo, definido como una libertad clausurada bajo la mirada exterior del hombre. El correo sentimental establece más sólidamente que nunca a la mujer como especie zoológica particular, colonia de parásitos que dispone de movimientos interiores propios cuya pequeña amplitud está siempre remitida a la fijeza del elemento tutor (el vir). Este parasitismo, manifestado bajo los toques de trompetas de la independencia femenina, entraña naturalmente una impotencia completa para cualquier apertura sobre el mundo real: bajo el pretexto de una competencia cuyos límites estarían legalmente señalados, la consejera siempre rehúsa tomar partido en los problemas que parecerían exceder las funciones propias del corazón femenino; la franqueza se detiene púdicamente en el umbral del racismo o de la religión. La realidad es que la consejera constituye una vacuna de uso bien preciso; su papel reside en ayudar a infundir una moral conformista de la sujeción. En la consejera se aglutina todo el potencial de emancipación de la especie femenina: en ella, las mujeres son libres por procuración. La libertad aparente de los consejos dispensa de la libertad real de las conductas: simula aflojar un poco sobre la moral para afirmar con más fuerza los dogmas constitutivos de la sociedad.





En Mitologías
Trad. Héctor Schmucler
México, Siglo XXI, 1980
Foto: RB 1977 Paris © Ferdinando Scianna/Magnum Photos





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