Emile Ciorán - La arrogancia de la oración

24 de julio de 2009




Cuando se llega al límite del monólogo, a los confines de la soledad, se inventa a falta de un interlocutor a Dios, pretexto supremo del diálogo. Mientras Le nombras, tu demencia está bien disfrazada y... todo te está permitido. El verdadero creyente apenas se distingue del loco; pero su locura es legal, admitida; acabaría en un asilo si sus aberraciones estuviesen horras de toda fe. Pero Dios las cubre, las hace legítimas. El orgullo de un conquistador palidece junto a la ostentación del devoto que se dirige al Creador. ¿Cómo se puede ser tan atrevido? Y ¿cómo podría ser la modestia una virtud de los templos, cuando una vieja decrépita que se imagina el Infinito a su alcance, se eleva por la oración a un nivel de audacia al que ningún tirano aspiró nunca?
Sacrificaría el imperio del mundo por un solo momento en el que mis manos juntas implorasen al gran responsable de nuestros enigmas y nuestras banalidades. Empero ese momento constituye la calidad corriente y a modo de tiempo oficial de cualquier creyente. Pero quien es verdaderamente modesto se repite a sí mismo: «demasiado humilde para rezar, demasiado inerte para franquear el umbral de una iglesia, me resigno a mi sombra y no quiero una capitulación de Dios ante mis oraciones». Y a los que le proponen la inmortalidad, les responde: «Mi orgullo no es inagotable: sus recursos son limitados. Vosotros pensáis, en nombre de la fe, vencer vuestro yo; en realidad, deseáis perpetuarlo en la eternidad, pues no os basta esta duración presente. Vuestra soberbia excede en refinamiento todas las ambiciones del siglo. ¿Qué sueño de gloria, comparado con el vuestro, no se revela engaño y humo? Vuestra fe no es más que un delirio de grandeza tolerado por la comunidad, gracias a que utiliza caminos camuflados; pero vuestro polvo es vuestra única obsesión: golosos de lo intemporal, perseguís al tiempo que lo dispersa. Sólo el más allá es lo bastante espacioso para vuestras apetencias; la tierra y sus instantes os parecen demasiado frágiles. La megalomanía de los conventos supera todo lo que jamás imaginaron las fiebres suntuosas de los palacios. Quien no consiente su nada, es un enfermo mental. Y el creyente, entre todos, es el menos dispuesto a consentir. La voluntad de durar, llevada hasta tal punto, me espanta. Me niego a la seducción malsana de un Yo indefinido. Quiero revolcarme en mi mortalidad. Quiero seguir siendo normal.»

(Señor, dame la facultad de no rezar jamás, librarme de la insania de toda adoración, aleja de mí esa tentación de amor que me entregaría para siempre a Ti. ¡Que el vacío se extienda entre mi corazón y el cielo! No deseo ver mis desiertos poblados con Tu presencia, mis noches tiranizadas con Tu luz, mis Siberias fundidas bajo Tu sol. Más solitario que Tú, quiero mis manos puras, a diferencia de las tuyas, que se ensuciaron para siempre al modelar la tierra y al mezclarse en los asuntos del mundo. No pido a Tu estúpida omnipotencia más que respeto para mi soledad y mis tormentos. No tengo nada que hacer con tus palabras; y temo la locura que me las haría escuchar. Dispénsame el milagro recoleto de antes del primer instante, la paz que Tú no pudiste tolerar y que te incitó a labrar una brecha en la nada para inaugurar esta feria de los tiempos, y para condenar así al universo, a la humillación y la vergüenza de existir.)





En Breviario de podredumbre (1949)
Trad. Fernando Savater
Buenos Aires, Taurus, 1991


Foto: Paola Agosti 1992



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