Esteban Peicovich - Hay un mar para cada uno

26 de febrero de 2008



Desde antiguo tres básicos asuntos movilizan nuestra ansiedad: ganar el cielo, escapar del infierno y echarnos panza arriba ante al mar. Para soportar el peso de los dos primeros supimos diseñar un protocolo que apacigua y sienta bien: mitos, dioses, supersticiones y contralor de sustos varios. Es tanta la lejanía de lo póstumo que no permite aproximación ni pacto alguno. Las fantásticas geografías del premio y del castigo quedan fuera del sistema solar. El mar, no. Es familiar. Lo tenemos a mano. El 66 por ciento del planeta está compuesto de agua. Y el 66 por ciento de nuestro cuerpo también. El parentesco es íntimo. De la primera a la última célula se pasan el año pidiéndonos mar. Y él siempre allí, con su inmensa servidumbre. En nuestro caso, abanico de 3000 kilómetros que aguardan generosos. Con regalos como éste que muestra la fotografía: la chapa de un buque (con ojo de buey sugerido) anclada en la arena de una playa vacía. Encontrada justo en el momento en que el sol abandona el almanaque de ese día. Wagneriano. En una postal cuasi nuclear por las nubes del séquito.


La vida da sorpresas. También el mar. Nuestra cita anual con él no acaba con la vuelta. Llegado el incómodo marzo lo traemos puesto junto con la segunda piel que nos regaló el sol. No es simple chapa y pintura. Es retozar otra vez en la cuna. Cumplido el llamado del mar se produce una reconversión. Partió un pelele. Regresa un dios. Todo por echarse 20 días frente al espejo de sí mismo. El mar. Unico animal que sigue vivo desde la creación. Por eso es tan hipnótico. No nos llama cruzar el Sahara, las Salinas Grandes o Siberia. Viva uno en Bolivia, Tanganica o Chicago, sea levantador de pesas, pastor brasileño o limpiador de vidrios de altura, no será humano si no siente cada tanto el llamado del mar. Higiénico ejercicio de playa (más que cruzar palabras gastadas de explotar al dios Ra y al río Po) es descifrar, por ejemplo, la piedra roseta que nos sostiene la persona. Este rito requiere de arranque un bronceador. Pero sólo como excusa. Enseguida vendrá la etapa de untarse a sí mismo . La piel queda atrás y una serena mezcla de memoria, sueño y reflexión nos dorará por el revés, iluminando el fondo. El espectáculo que se nos revela puede dejarnos mudos. Será porque hay poca costumbre de ponerse interior con uno. Pero vaya el ¡oh! gigante que estalla cuando comprobamos que había algo en ese dentro. Que éramos más que DNI, papel, legajo, cargo, matrícula. Que cohabitaba allí (y se nos presenta) un personaje digno de nuestra mayor simpatía y amistad. Con algunas facetas a corregir, seguro. Pero más recomendable que algunos humanos que acabaron coronados como santos siendo que (hasta su conversión) fueron diablitos de muy alto voltaje.

Cuando se le pregunta al Dalai Lama sobre diferencias entre orientales y occidentales, suele decir lo mismo : "Ustedes se ocupan más por lo exterior, el universo, los enigmas de la materia. Nosotros indagamos más el interior, lo pequeño, los cielos de adentro, lo que no se ve". Y un Buda como él, aun algo posmoderno, puede ser escuchado también como muy sabio guía de turismo. Puede que a algunos esta convocatoria les suene plomo o a contrapelo de la moda andante. No importa. Quienes frenan nuestro encuentro con el mar deberían ser sancionados. ¿O acaso en mil recorridos por la ciudad puede uno encontrar un paisaje que nos regale una fotografía como ésta? Mantenernos fijos en inhóspitas ciudades conforma una figura penal: la sumatoria de escamoteo, secuestro y timo gigante. Mutantes chiches tecnológicos intentan que olvidemos que venimos del mar. Habrá que tenerlo más en cuenta. Así como "el camino que está en el mapa no es el camino", el mar que colorea los mapas no es más que la réplica del insondable mar que nos bate dentro.

La Nación, 26/02/08
www.peicovich.com


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